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MENSAJE DEL PAPA

JUAN PABLO II
PARA LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN
POR LAS VOCACIONES

Venerados hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas de todo el mundo:

Es para mí motivo de profunda alegría y de gran esperanza dirigir a todo el Pueblo de Dios un especial Mensaje para la XXIII Jornada mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará, como de costumbre, el IV domingo de Pascua, dedicado al Buen Pastor.

Es ésta una ocasión privilegiada para tomar conciencia de nuestra responsabilidad de colaborar, mediante la oración perseverante y la acción unánime, en la promoción de las vocaciones sacerdotales, diaconales, religiosas masculinas y femeninas, consagradas en los institutos seculares, misioneras.

A veinte años del Concilio

  1. Sobre el tema de las vocaciones el Concilio Vaticano II nos ha ofrecido un riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral. En sintonía con su profunda visión de la Iglesia, afirma solemnemente que el deber de hacer crecer las vocaciones “concierne a toda la comunidad cristiana” (Optatam totius, 2). A veinte años de distancia, la Iglesia se siente llamada a verificar la fidelidad a esta gran idea-madre del Concilio en vistas de un ulterior empeño.

A este respecto, se advierte sin duda un general aumento del sentido de responsabilidad en las diversas comunidades. No obstante los problemas, los desafíos y las dificultades de los últimos veinte años, aumentan continuamente los jóvenes que escuchan la llamada del Señor y en todas las partes del mundo se hacen cada vez más tangibles los signos de un resurgir, que anuncian una nueva primavera de las vocaciones.

Esto nos llena a todos de un gran consuelo y no cesamos de dar gracias a Dios por su respuesta a la oración de la Iglesia. Sin embargo, los frutos deseados por el Concilio, aunque abundantes, no han llegado aún a plena maduración. Se ha hecho mucho, pero queda aún muchísimo por hacer.

Así, pues, es mi deseo hacer que la atención del Pueblo de Dios se centre especialmente sobre las tareas específicas de las comunidades parroquiales, de las cuales el Concilio espera, junto con la aportación de la familia, la “máxima contribución” al crecimiento de las vocaciones (cf. Optatam totius, 2).

La comunidad parroquial
revela la perenne presencia de Cristo que llama

  1. Mi pensamiento afectuoso se dirige, por tanto, a todas y cada una de las comunidades parroquiales del mundo: pequeñas o grandes, situadas en los grandes centros urbanos o dispersas en los lugares más difíciles, ellas “representan de alguna manera a la Iglesia visible establecida por todo el orbe” (Sacrosanctum Concilium, 42).

Es sabido que el Concilio ha confirmado la fórmula parroquial como expresión normal y primaria, aunque no exclusiva, de la cura pastoral de las almas (cf. Apostolicam actuositatem, 10). Por tanto, la preocupación por las vocaciones no puede ser considerada como una actividad marginal, sino que debe integrarse plenamente en la vida y en las actividades de la comunidad. Este empeño se ha hecho aún más apremiante a causa de las crecientes necesidades del tiempo presente.

El pensamiento vuela inmediatamente a tantas comunidades parroquiales que los obispos se ven obligados a dejar sin Pastores, tanto, que se hace siempre actual el lamento del Señor: “La mies es mucha, pero los obreros pocos” (Mt 9, 37).

La Iglesia tiene una inmensa necesidad de sacerdotes. Es ésta una de las urgencias más graves que interpelan a las comunidades cristianas. Jesús no quiere una Iglesia sin sacerdotes. Si faltan los sacerdotes, falta Jesús en el mundo, falta su Eucaristía, falta su perdón. Para su propia misión la Iglesia tiene también una inmensa necesidad de abundancia de las otras vocaciones consagradas.

El pueblo cristiano no puede aceptar con pasividad e indiferencia la disminución de las vocaciones. Las vocaciones son el futuro de la Iglesia. Una comunidad pobre en vocaciones empobrece a toda la Iglesia; por el contrario, una comunidad rica en vocaciones es una riqueza para toda la Iglesia.

Responsabilidades particulares de los Pastores

  1. La comunidad parroquial no es una realidad abstracta, sino que está constituida por todos los componentes: laicos, personas consagradas, diáconos, presbíteros; ella es el lugar natural de las familias, de las auténticas comunidades de base, de los diversos movimientos, grupos y asociaciones. Nadie puede estar ausente en una tarea tan importante. Han de alentarse todas las iniciativas, promovidas en diversos países, con la finalidad de interesar en el problema a las parroquias, tales como las comisiones o centros parroquiales para las vocaciones, actividades catequísticas específicas, grupos vocacionales y otras semejantes.

Sin embargo, si el Pueblo de Dios está llamado a colaborar en el aumento de las vocaciones, esto no disminuye la responsabilidad específica de aquellos que desempeñan particulares ministerios: los párrocos y sus colaboradores en la cura de almas, unidos al obispo, son los continuadores auténticos de la misión de Jesús, Buen Pastor, que ofrece la vida por sus ovejas, las conoce y “llama a cada una por su nombre” (Jn 10, 3). Todos debemos sentirnos agradecidos hacia estos infatigables operarios del Evangelio, que dan testimonio de la paternidad de Dios para todo hombre.

El Concilio reconoce el valor insustituible del servicio de los presbíteros y afirma expresamente que el cuidado de las vocaciones es una “función que forma parte de la misión sacerdotal misma” (Presbyterorum ordinis, 11).

Gracias al ejemplo y a la palabra de tantos ministros suyos, Cristo ha llamado en el corazón de muchos jóvenes y adultos, obteniendo en el curso de la historia respuestas generosas de apóstoles y de santos. Los sacerdotes han tenido siempre un papel importante para las vocaciones.

Irradiad, por tanto, vuestro sacerdocio, queridos hermanos en el presbiterado, para que no falten nunca continuadores del ministerio que os ha sido confiado. Sed maestros de oración y no descuidéis el precioso servicio de la dirección espiritual para ayudar a los llamados a discernir la voluntad de Dios sobre ellos.

¡Cuento mucho con vosotros para un creciente florecimiento de vocaciones! No olvidéis que el fruto mejor de vuestro apostolado y el gozo más grande de vuestra vida serán las vocaciones consagradas, que Dios suscitará mediante vuestra ferviente acción pastoral.

Condiciones para una eficaz fecundidad vocacional

  1. Me dirijo ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas, para presentaros algunas metas esenciales y algunos puntos fundamentales, mediante los cuales vuestra comunidad podrá transformarse en un eficaz instrumento de las llamadas de Dios.

¡Sed una comunidad viva! Es un punto que el Concilio afirma con vigor: una comunidad promueve las vocaciones “sobre todo por medio de una vida perfectamente cristiana” (Optatam totius, 2). No me cansaré de repetir, como lo he hecho en varias ocasiones, que las vocaciones son el signo evidente de la vitalidad de una comunidad eclesial.

En efecto, ¿quién puede negar que la fecundidad es una de las características más claras del ser vivo?

Una comunidad sin vocaciones es como una familia sin hijos. En ese caso ¿no es de temer que nuestra comunidad tenga poco amor hacia el Señor y hacia su Iglesia?

¡Sed una comunidad orante! Es necesario convencerse de que las vocaciones son el don inestimable de Dios a una comunidad en oración. El Señor Jesús nos ha dado ejemplo cuando llamó a los Apóstoles (cf. Lc 6, 12) y ha mandado expresamente rogar “al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38; Lc 10, 2).

Para esta intención debemos orar todos, debemos orar siempre y debemos unir a la oración la colaboración activa. La Eucaristía, fuente, centro y culmen de la vida cristiana, sea el centro vital de la comunidad que ruega por las vocaciones.

Los enfermos y todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu sepan que su oración, unida a la cruz de Cristo, es la fuerza más poderosa de apostolado vocacional.

¡Sed una comunidad que llama! Frecuentemente y en todo el mundo los jóvenes me hacen preguntas sobre la vocación, sobre el sacerdocio y sobre la vida consagrada. Es un indicio del gran interés por el problema, pero indica también la necesidad de evangelización y de catequesis específica. Que nadie por culpa nuestra ignore lo que debe saber para realizar el plan de Dios.

Pero no es suficiente un anuncio genérico de la vocación para que surjan vocaciones consagradas. Dada su originalidad, estas vocaciones exigen una llamada explícita y personal.

Es el método usado por Jesús. En mi Carta Apostólica “A los jóvenes y a las jóvenes del mundo“, con ocasión del Año Internacional de la Juventud, he tratado de poner de relieve este punto. El diálogo de Jesús con los jóvenes se concluye con una invitación explícita a su seguimiento: desde una vida según los mandamientos, a la aspiración a “algo más”, mediante el servicio sacerdotal o la vida consagrada (cf. n. 8).

Os exhorto, por tanto, a hacer actuales para el mundo de hoy las llamadas del Salvador, pasando de una pastoral de espera a una pastoral de propuesta. Esto vale no sólo para los sacerdotes con cura de almas, para las personas consagradas y para los responsables de las vocaciones a todo nivel, sino también para los padres de familia, los catequistas y los demás educadores de la fe.

Toda comunidad tiene esta certeza: ¡El Señor no cesa de llamar! Pero tiene también otra certeza: Él quiere tener necesidad de nosotros para hacer llegar sus llamadas.

¡Sed una comunidad misionera! En una Iglesia toda misionera, cada comunidad compromete sus fuerzas para anunciar a Cristo, sobre todo en el ámbito de la propia realidad local, aunque sin cerrarse sólo en sí misma y dentro de sus propios límites.

El amor de Dios no se detiene en las fronteras del propio territorio, sino que las supera para llegar a los hermanos de otras comunidades lejanas. ¡El Evangelio de Jesús debe conquistar el mundo!

Ante las graves necesidades del hombre de hoy, ante las apremiantes demandas de poder disponer de más misioneros, muchos jóvenes escucharán la llamada de Dios a dejar el propio país para dirigirse donde las necesidades son más urgentes. No faltará quien responderá generosamente como el Profeta Isaías: “¡Heme aquí, envíame a mí!” (Is 6, 8).

Plegaria

  1. Concluyendo estas reflexiones, con la confianza de que la próxima Jornada mundial constituirá una ocasión favorable para que cada comunidad crezca en la fe y en el empeño vocacional, invito a todos a unirse a mí en esta oración:

Oh Jesús, Buen Pastor,
suscita en todas las comunidades parroquiales
sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas,
laicos consagrados y misioneros,
según las necesidades del mundo entero,
al que tú amas y quieres salvar.

Te confiamos en particular nuestra comunidad;
crea en nosotros el clima espiritual
que había entre los primeros cristianos,
para que podamos ser un cenáculo
de oración en amorosa acogida del Espíritu Santo y de sus dones.

Asiste a nuestros Pastores
y a todas las personas consagradas.
Guía los pasos de aquellos
que han acogido generosamente tu llamada
y se preparan a las órdenes sagradas
o a la profesión de los consejos evangélicos.

Vuelve tu mirada de amor
hacia tantos jóvenes bien dispuestos
y llámalos a tu seguimiento.
Ayúdales a comprender
que sólo en Ti pueden realizarse plenamente.

Confiando estos grandes intereses de tu Corazón
a la poderosa intercesión de María,
Madre y modelo de todas las vocaciones,
te suplicamos que sostengas nuestra fe c
on la certeza de que el Padre concederá
lo que Tú mismo has mandado que pidamos. Amén.

Con estos votos, os imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 6 de enero de 1986.

 

 

Lo que deben evitar los cristianos

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

Artículo 1º. —Evitar el ocio

El lazo principal que el demonio tiende a la juventud es el ocio, origen funesto de todos los vicios. Convenceos de que el hombre ha nacido para el trabajo; y cuando se excusa de él, está fuera de su centro y corre gran riesgo de ofender a Dios.

El ocio es, según el Espíritu Santo, el padre de los vicios, y el trabajo los combate y los vence todos. El mayor tormento de los condenados en el infierno es el pensar que han perdido el cielo por haber pasado en la ociosidad la mayor parte del tiempo que Dios les había dado para salvarse. Al contrario, no hay mayor consuelo para los bienaventurados en el paraíso que el acordarse de que un poco de tiempo empleado un servir a Dios les ha valido la eterna felicidad.

No pretendo con esto que os ocupéis desde la mañana has­ta la noche sin descanso alguno; al contrario, yo os concedo gustoso las diversiones propias de vuestra edad y en las que no ofendáis a Dios. Sin embargo, no cesaré de recomendaros con preferencia aquellas cosas que, sirviéndoos de esparcimien­to, puedan seros de alguna utilidad, como, por ejemplo, el estu­dio de la historia, la geografía, las artes mecánicas y liberales, los trabajos manuales, etc., con que podéis recrearos, adquirir conocimientos útiles y contentar a vuestros superiores. Además podéis también divertiros con juegos y entretenimientos lícitos, útiles para recrear el espíritu y el cuerpo; pero no toméis parte en ellos sin haber antes pedido la debida licencia. Preferid los que requieran agilidad y destreza corporal, por ser los más convenientes para la salud. Evitad los engaños, las trampas, los pequeños fraudes, los juegos pesados y las palabras que ocasionen discordias y ofendan a vuestros compañeros. Tanto en el juego como en la conversación o en el cumplimiento de cualquier deber, levantad de cuando en cuando vuestro corazón a Dios y ofrecedlo todo a su mayor honra y gloria. Omnia in gloriam Dei facite, dice San Pablo.

Interrogado una vez San Luis, mientras jugaba alegremen­te con sus amigos, qué haría si se le apareciese un ángel para advertirle que, pasado un cuarto de hora, debería comparecer ante el tribunal de Dios, el Santo respondió sin vacilar que continuaría jugando, pues creía con aquella acción agradar al Señor. Lo que os recomiendo con mayor insistencia en vues­tros recreos y pasatiempos es el huir, como de la peste, de los malos compañeros.

Artículo 2º. —Huir de las malas compañías

Hay tres clases de compañeros: unos, buenos; otros, malos, y otros, en fin, que no son ni lo uno ni lo otro. Debéis procu­rar la amistad de los primeros; ganaréis mucho huyendo com­pletamente de los segundos; en cuanto a los últimos, tratadlos cuando sea necesario, evitando toda familiaridad. “Pero ¿quié­nes son esos amigos perjudiciales?” Escuchadme, hijos míos, y comprenderéis cuáles son. Todos los chicos que no se aver­güenzan de tener en vuestra presencia conversaciones obsce­nas y de pronunciar palabras de doble sentido y escandalosas; los que mienten o critican; los que profieren juramentos, impre­caciones y blasfemias; los que tratan de alejaros de la pie­dad; los que os aconsejan el robo, la desobediencia a vuestros padres y el olvido de vuestros deberes…, todos éstos son malísimos amigos, ministros de Satanás, de quienes debéis huir más que de la peste o del mismo diablo. ¡Ah!, con lágrimas en los ojos os suplico distéis y huyáis de semejante com­pañía.

Escuchad la voz del Señor, que dice: “El que se asocia al hombre virtuoso será virtuoso; el amigo del vicioso se perverti­rá”. Huid de un mal compañero como de la vista de una ser­piente venenosa: Quasi a facie colubri. En una palabra, si os juntáis con los buenos, os aseguro que iréis con ellos al pa­raíso; al contrario, si con los malos, seréis desgraciados y con­cluiréis por perder irreparablemente vuestra alma.

Dirá tal vez alguno. “Son tantos los malos compañeros, que sería preciso abandonar el mundo para huir de ellos”. En efecto, es tan perjudicial el trato de los amigos viciosos, que, precisamente esto, os recomiendo con tanta insistencia que huyáis de ellos. Y si por esto os vierais solos, dichosos de vos­otros, pues tendríais por compañeros a Nuestro Señor Jesucristo, a la Santísima Virgen y al ángel custodio, que son nuestros mejores amigos. Podéis, no obstante, tener buenos amigos, y los encontraréis entre aquellos que frecuentan la confesión y comunión, que asisten a la iglesia, que con sus palabras y ejemplos os animan al cumplimiento de vuestros deberes y os alejan de todo lo que puede ofender a Dios. Estrechad vues­tras relaciones con ellos y obtendréis gran provecho. David y Jonatás llegaron a ser buenos amigos, con ventajas recíprocas, pues se animaban mutuamente a la práctica de la virtud.

Artículo 3º.—Evitar las malas conversaciones

¡Cuántos jovencitos se encuentran en el infierno por haber caído en malas conversaciones! San Pablo predicaba ya esta verdad, cuando decía que las cosas impuras no debían ni nombrarse entre los cristianos, pues son la ruina de las buenas costumbres: Corrumpunt mores bonos colloquia mala. Compa­rad vuestras conversaciones a un manjar agradable: por bien preparado que esté, si cae en él una gota de veneno, basta para dar muerte a cuantos lo coman. Lo mismo sucede con las con­versaciones impuras: una palabra, un gesto, una broma, bas­tan a veces para enseñar el mal a un jovencito, y aun a veces a muchos que, habiendo vivido hasta entonces como inocentes corderillos, se convierten en desgraciados esclavos de Satanás.

Me diréis: “Conocemos las funestas consecuencias de las conversaciones impuras; pero ¿qué hemos de hacer? Estamos en una escuela, en una tienda, en un negocio o empleo donde tenemos que trabajar, y allí las oímos”. Demasiado conozco, hijos míos, lo que os ocurre; y por eso quiero daros una norma de conducta que os pueda servir para evitar las ofensas al Señor. Si los que hablan así son vuestros inferiores, reprendedlos severamente; si no podéis hacerlo a causa de su posi­ción, tratad de alejaros de ellos; y si esto no es posible, abs­teneos completamente de tomar parte en lo que dicen; y, di­rigiéndoos a Nuestro Señor, decidle muchas veces: “¡Jesús mío, misericordia!” Si, a pesar de todas estas precauciones, os encon­tráis en peligro de ofender a Dios, os dan consejo de San Agustín: Apprehende fugam, si vis referre victoriam. Huye, abandona el puesto, la escuela, el empleo y el trabajo, sufre todos los males del mundo antes que permanecer entre gentes que ponen en gran peligro la salvación de tu alma; porque, co­mo dice el Evangelio, más vale ser pobre y despreciado, más vale que nos corten los pies y las manos, que nos saquen los ojos, y llegar así al cielo, antes que poseer todo lo que deseamos en el mundo y ser eternamente desgraciados en el infierno.

Se burlarán probablemente de vosotros, pero no os dé cuidado, pues llegará un día en que las burlas y las risas de los malos se trocarán en lágrimas en el infierno, y los desprecios que hayan sufrido los buenos se cambiarán en eternas alegrías en el paraíso: Tristitia vestra vertetur in gaudium. Persuadíos, además, de que vuestra rectitud obligará a los mismos que os despreciaron a reconocer vuestra sensatez, y al fin guardarán silencio.

Nadie se atrevía a pronunciar palabras malsonantes en presencia de San Luis Gonzaga; y, si se acercaba en el momento que se profería alguna, cortaban todos aquella conversación di­ciendo: “Silencio, que viene Luis”.

Artículo 4º.—Evitar los escándalos

La palabra escándalo significa tropiezo, y se llama escan­daloso al que con sus palabras o acciones da a los demás oca­sión de ofender a Dios. El escándalo es un pecado abomina­ble; pues, robando a Dios las almas que ha creado para el cielo y rescatado con su preciosa sangre, las pone en manos del demonio y las envía al infierno. Así es que puede llamarse al escandaloso verdadero ministro de Satanás. Cuando el demonio ha empleado inútilmente todos sus ardides para seducir a un joven, se suele servir finalmente de los escandalosos. ¡Con qué enorme número de pecados se cargan la conciencia aque­llos que escandalizan en la iglesia, en la calle, en el colegio o en cualquier sitio! Cuanto mayor es el numero de las personas a quienes hayan escandalizado, tanto mayor y más tremenda es su culpa a los ojos de Dios. Pero ¿qué se dirá de los que llevan la perversidad hasta enseñar el mal u las almas inocen­tes? Oigan estos desgraciados la sentencia que dio un día el Salvador.

Tomando de la mano a un niño, se volvió a la multitud que le escuchaba y dijo: “¡Ay de aquel que escandalice a alguno de estos niños que creen en mí! Muchos escándalos hay en el mundo, pero ¡ay de aquel que los comete! Mejor le fuera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le arrojaran en lo profundo del mar”.

Si se pudieran suprimir en el mundo los escándalos, ¡cuán­tas almas que hoy se condenan irremisiblemente llegarían al paraíso! Temed a los escandalosos y huid de ellos como del mismo demonio. Una niña de tierna edad, oyendo una vez ciertas palabras escandalosas, dijo al que las profería: “¡Fuera de aquí, espíritu maligno!” Si vosotros, queridos jovencitos, queréis ser los verdaderos amigos de Jesús y María, debéis no tan sólo huir de los escandalosos, sino esforzaros con el buen ejemplo en reparar el gran mal que estos hacen a las almas. Vuestras conversaciones sean buenas y modestas; sed devotos en la iglesia, obedientes y respetuosos hacía vuestros superio­res. ¡Oh, cuántos compañeros os imitarán, yendo, como vos­otros, por la senda del paraíso! Podéis estar seguros de salva­ros con ellos; porque, como dice San Agustín, el que contribu­ya a la salvación de un alma, puede esperar fundadamente que también salvará la propia: Animam salvasti, animam tuam praedestinasti.

Estos son los principales peligros de que debéis huir en el mundo; si ponéis en práctica los medios para evitarlos, viviréis una vida cristiana y virtuosa, recibiendo más tarde la eterna recompensa allá en el cielo.

Medios de perseverancia (II/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

Artículo 4º. — Devoción a María Santísima

La devoción y el amor a María Santísima es una gran de­fensa, hijos míos, y un arma poderosa contra las asechanzas del demonio. Oíd la voz de esta buena Madre, que os dice; Si quis est parvulus,veniat ad me: El que es niño, que venga a mí. Ella nos asegura que si somos sus devotos, nos colocará en el número de sus hijos, nos cubrirá con su manto, nos col­mará de bendiciones en este mundo, y para el otro nos asegura el paraíso. Qui elucidant me vitam aeternam habebunt. Amad, pues, a esta vuestra Madre celestial; acudid a ella de cora­zón, y estad ciertos de que cuantas gracias le pidáis os serán concedidas, siempre que no redunden en perjuicio de vuestras almas. Debéis, además, pedir con perseverancia tres gracias especiales, que son de absoluta necesidad para todos, pero par­ticularmente para los jóvenes, a saber:

La primera, que os ayude para no cometer ningún pecado mortal en toda vuestra vida. Las demás gracias, sin ella, care­cerían de valor.

¿Sabéis qué quiere decir caer en pecado mortal? Quiere decir renunciar al título de hijo de Dios, para ser esclavo de Satanás; perder aquella belleza que ante los ojos de Dios nos hace tan hermosos como los ángeles, para ser semejantes a los demonios; perder todos los méritos ya adquiridos para la vida eterna; quiere decir estar expuestos a ser precipitados a cada momento en el infierno; quiere decir inferir una enorme injuria a la Bondad infinita, lo cual es el mayor mal que pueda ima­ginarse. Aun cuando María Santísima os obtuviera muchas gracias, de nada servirían si no os consiguiera la de no caer en pecado mortal. Esto debéis implorarle mañana y tarde y en todos vuestros ejercicios de piedad.

La segunda es conservar la preciosa virtud de la pureza, de que ya os he hablado. Si conserváis intacto ese precioso te­soro, seréis semejantes a los ángeles y vuestro ángel de la guarda os mirará como hermano y se complacerá en vuestra compañía.

Estas tres gracias son las más necesarias a vuestra edad, y bastarán para encaminaros en la senda por la cual llegaréis a ser hombres respetables en la edad madura y a obtener la gloria eterna, que María concede indudablemente a sus devotos.

¿Qué obsequio le ofreceréis para obtener estas gracias? Si podéis, rezad el santo rosario, o al menos no os olvidéis nunca de rezar cada día tres avemarías, y Gloria Patri con la jacula­toria “¡Madre querida, Virgen María, haced que yo salve el alma mía!”.

artículo 5.°—Consejos a los jóvenes que pertenecen a alguna congregación

Si tenéis la suerte de pertenecer a alguna congregación o compañía, procurad cumplir con fidelidad y exactitud su regla­mento. Tened, sobre todo, un profundo respeto a los directores, sin cuyo permiso no debéis ausentaros jamás. Si llegáis a la iglesia antes de la hora de las sagradas funciones, manteneos con modestia y en silencio, leyendo u oyendo leer algún libro devoto. Si cantáis salmos, o alabanzas al Señor, procurad ha­cerlo con alegría de corazón y recogimiento de espíritu. Si os confesáis y recibís la santa comunión, hacedlo en la capilla de vuestra congregación, porque esto contribuirá mucho a dar el ejemplo y animará a los otros a frecuentar estos santos sacramentos. Sin embargo, la comunión pascual conviene la hagáis en vuestra propia parroquia; bueno será, además, comulgar en la misa otros días, para dar buen ejemplo a los deis y para manteneros unidos con vuestro párroco, que es el padre de todos los fieles de la parroquia.

Si en vuestra congregación tenéis honestos entretenimientos, tomad parte en ellos; pero evitad las contiendas con los demás, las burlas, los apodos y el mostraros descontentos de las diversiones que se os proporcionen. Si oyeseis u observa­seis algo que no fuese conveniente, decídselo secretamente al superior para que impida el mal que pueda resultar de ello. Sería muy digno de elogio que refirieseis algunas anécdotas y ejemplos edificantes a los demás.

Sed siempre sinceros en vuestras palabras; nunca digáis mentiras; pues, además de ofender a Dios, perderíais la estima­ción de vuestros superiores y amigos. Os recomiendo también que tengáis una confianza filial en el director, consultando con él todas vuestras dudas de conciencia. Guardad también gran respeto a los demás superiores, especialmente si son sacer­dotes; descubríos en señal de reverencia cuando paséis por su lado y contestad a sus preguntas con palabras sinceras y humildes. Si se os confía algún cargo, como cantor, asistente, procurad ser modelos en todo, y mucho más en lo que se relaciona el servicio de Dios. En fin, os recomiendo a todos la mayor exactitud en la observancia del reglamento, estimulándoos a porfía en ser los más devotos, modestos y puntuales en el cumplimiento de vuestros deberes religiosos.

 

artículo 6º. —Sobre la elección de estado

Dios, en sus eternos designios, destina a cada uno un gé­nero de vida y le da las gracias necesarias a ese estado. En tan trascendental elección, el cristiano debe conocer la divina voluntad, imitando a Jesucristo, quien protestaba haber venido a cumplir la voluntad del Eterno Padre. Es de suma importan­cia, hijo mío, que aciertes en esa elección, a fin de que no te impongas obligaciones que no sean de la voluntad y agrado del Señor[1]. Dios ha manifestado a algunos de un modo particular y extraordinario el estado a que los llamaba. Tú no pretendas tanto; pero consuélate con tener la seguridad de que el Señor te ha de dirigir en el recto camino por los medios ordinarios de su divina Providencia, con tal que no descuides los medios oportunos para una prudente determinación.

Uno de estos medios es pasar en la inocencia la niñez y la adolescencia, o, a lo menos, reparar con verdadera penitencia los años que has vivido en pecado.

Otro medio poderosísimo es la oración humilde y perseve­rante, repitiendo con San Pablo: “Señor, ¿qué queréis que ha­ga?”; o bien con Samuel: “Hablad, Señor, que vuestro siervo escucha”; o con el Salmista: “Enseñadme a hacer vuestra vo­luntad, porque Vos sois mi Dios”, u otra semejante aspiración. En tus resoluciones, acude a Dios con fervientes plegarias, consagra a este fin tus oraciones en la santa misa y aplica al­guna comunión. Haz alguna novena o triduo, practica cual­quier abstinencia y visita algún santuario.

Acude a María, que es la Madre del buen consejo; a San José, su esposo, que siempre fue muy fiel a los divinos manda­mientos ; al ángel custodio y a tus santos protectores.

Sería muy laudable, antes de esta decisión, hacer ejercicios espirituales o un día de retiro.

Proponte seguir la voluntad de Dios suceda lo que suceda, aunque los mundanos desaprueben tal determinación.

Si tus padres u otras personas de autoridad quisiesen des­viarte del camino a que Dios te llama, recuerda que antes se debe obedecer a Dios que a los hombres. No olvides que les debes sumo respeto y amor, pues son tus superiores; y por esto te recomiendo que en tus palabras y acciones te portes con ellos siempre con humildad y mansedumbre, pero sin que tu alma sufra detrimento por su causa. Pide consejo acerca del modo con que te conviene proceder y confía en Aquel que todo lo puede.

Consulta con personas piadosas y sabias, y, sobre todo, con tu confesor, declarándole llanamente tu situación y disposi­ciones.

Cuando San Francisco de Sales manifestó a sus padres que Dios le llamaba al sacerdocio, le contestaron que, como pri­mogénito de la familia, había de ser su apoyo y sostén, que tal inclinación al estado eclesiástico era sólo efecto de una indis­creta devoción y que podría con toda facilidad santificarse aun viviendo en el siglo. Para obligarle en cierta manera a se­guir sus intenciones, le propusieron un casamiento noble y muy ventajoso; pero nada pudo disuadirle de su santo propósito. Constante y firme, quiso anteponer la voluntad de Dios a la de sus padres, aunque los amaba tierna y cariñosamente, y prefirió renunciar a toda ventaja temporal antes que dejar de corresponder a la gracia de la vocación. Sus padres, aunque tenían otras miras mundanas, como eran buenos cristianos, acabaron por regocijarse mucho de la resolución de su apre­ciado hijo.

oración a la santísima virgen para conocer la vocación

Vedme aquí a vuestros pies, ¡oh piadosísima Virgen!, para implorar de Vos la importantísima gracia de conocer lo que debo hacer. No deseo otra cosa sino cumplir perfectamente la voluntad de vuestro divino Hijo todo el tiempo de mí vida. ¡Oh Madre del buen consejo!, hacedme oír vuestra voz, de suerte que aleje toda duda de mi mente. De Vos espero, pues sois la Madre de mi Salvador, que seáis también la Madre de mi salvación; pues si Vos, ¡oh María!, no me enviáis un rayo del divino Sol, ¿qué luz me iluminará, quién me instruirá, si rehu­sáis hacerlo Vos, que sois Madre de la Sabiduría increada? Oíd, pues, mis humildes súplicas. No permitáis que me extra­víe; en mis dudas y vacilaciones, conducidme por el camino recio que guía a la vida eterna. Vos, que sois mi única espe­ranza, cuyas manos están llenas de tesoros de virtud y vida y que derramáis frutos de honor y santidad.

Un padrenuestro, avemaría y “Gloria”. “María, Auxilium Christianorum, ora pro me”.

[1] A los padres y educadores advierte: “La vocación no se impone. Vuestro deber es ayudar al niño a conocerla y seguirla” (MB XI 254).

Juan Pablo II a los consagrados

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE LA IX JORNADA MUNDIAL
DE LA VIDA CONSAGRADA

Durante la concelebración eucarística, antes de leer el mensaje del Papa, mons. Franc Rodé transmitió a los presentes el saludo y la bendición de Su Santidad, que estaba unido espiritualmente a los consagrados congregados en la basílica. He aquí sus palabras: 

En la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, día en que el Hijo de Dios engendrado en la eternidad es proclamado por el Espíritu Santo “gloria de Israel” y “luz de las naciones”, nos encontramos reunidos para renovar nuestra consagración al Señor. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os transmito el saludo personal del Santo Padre, que os agradece el afecto mostrado y la fervorosa oración. En este momento el Papa está presente entre nosotros con su oración y nos envía su bendición. Escuchemos con corazón agradecido su Mensaje a los consagrados y consagradas de todo el mundo.

Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Hoy se celebra la Jornada de la vida consagrada, ocasión propicia para dar gracias al Señor juntamente con aquellos que, llamados por él a la práctica de los consejos evangélicos, “los profesan fielmente, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo, que, virgen y pobre (cf. Mt 8, 20; Lc 9, 58), por su obediencia hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), redimió y santificó a los hombres” (Perfectae caritatis, 1). Este año la celebración asume un significado especial, porque se cumple el 40° aniversario de la promulgación del decreto Perfectae caritatis, con el que el concilio ecuménico Vaticano II trazó las líneas fundamentales de la renovación de la vida consagrada.

Durante estos cuarenta años, siguiendo las directrices del magisterio de la Iglesia, los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica han recorrido un camino fecundo de renovación, marcado, por una parte, por el deseo de fidelidad al don recibido del Espíritu mediante los fundadores y las fundadoras, y, por otra, por el anhelo de adaptar el modo de vivir, de orar y de actuar a “las condiciones actuales, físicas y psíquicas, de los miembros y, en la medida en que lo exija el carácter de cada instituto, a las necesidades del apostolado, a las exigencias de la cultura y a las circunstancias sociales y económicas” (Perfectae caritatis, 3).

¿Cómo no dar gracias al Señor por esta oportuna “actualización” de la vida consagrada? Estoy seguro de que, también gracias a ella, se multiplicarán los frutos de santidad y actividad misionera, a condición de que las personas consagradas conserven siempre un fervor ascético y lo manifiesten en las obras apostólicas.

2. El secreto de este fervor espiritual es la Eucaristía. Durante este año, dedicado de modo especial a ella, quisiera exhortar a todos los religiosos y religiosas a instaurar con Cristo una comunión cada vez más íntima mediante la participación diaria en el sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete que alimenta y sostiene al pueblo de Dios peregrino. Como afirmé en la exhortación apostólica Vita Consecrata, “por su naturaleza, la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria” (n. 95).
Jesús se entrega como Pan “partido” y Sangre “derramada” para que todos “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Se entrega a sí mismo por la salvación de toda la humanidad. Tomar parte en su banquete sacrificial no sólo implica repetir el gesto realizado por él, sino también beber su mismo cáliz y participar en su misma inmolación. Del mismo modo que Cristo se hace “pan partido” y “sangre derramada”, todos los cristianos, y más aún todos los consagrados y las consagradas, están llamados a dar la vida por los hermanos, en unión con la del Redentor.

3. La Eucaristía es el manantial inagotable de la fidelidad al Evangelio, porque en este sacramento, corazón de la vida eclesial, se realizan plenamente la íntima identificación y la total configuración con Cristo, a la que los consagrados y las consagradas están llamados. “Aquí se concentran todas las formas de oración, se proclama y acoge la palabra de Dios, se nos interpela sobre la relación con Dios, con los hermanos y con todos los hombres:  es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. La Eucaristía, sacramento de unidad con Cristo, es a la vez sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de los consagrados. En definitiva, es fuente de la espiritualidad de cada uno y del instituto” (Caminar desde Cristo, 26). En la Eucaristía las personas consagradas adquieren “una mayor libertad en el ejercicio del apostolado, una irradiación más consciente, una solidaridad que se expresa con el saber estar de parte de la gente, asumiendo sus problemas para responder con una fuerte atención a los signos de los tiempos y a sus exigencias” (ib., 36).

Amadísimos hermanos y hermanas, entremos en el misterio de la Eucaristía guiados por la santísima Virgen y siguiendo su ejemplo. Que María, Mujer eucarística, ayude a cuantos están llamados a una intimidad especial con Cristo a participar asiduamente en la santa misa y les obtenga el don de una obediencia pronta, de una pobreza fiel y de una virginidad fecunda; que los convierta en discípulos santos de Cristo eucarístico.
Con estos sentimientos, a la vez que les aseguro un recuerdo en la oración, de buen grado bendigo a todas las personas consagradas y a las comunidades cristianas en las cuales están llamadas a cumplir su misión.

Vaticano, 2 de febrero de 2005

Medios de perseverancia (I/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

Artículo 1º. —Conducta que ha de observarse en las tentaciones
“…fiel es Dios, quien no los dejará ser tentados más de lo que ustedes pueden soportar…” (1Cor 10,13)

Ya desde vuestra más tierna edad trata el demonio de ha­ceros caer en pecado y de apoderarse de vuestra alma; por eso debéis vigilar continuamente para no caer cuando seáis tenta­dos, es decir, cuando el demonio os incitare a hacer el mal. Es de mucha utilidad, para preservaros de las tentaciones, el apar­taros de las ocasiones, de las conversaciones escandalosas, de los espectáculos públicos, donde no se ve nada bueno y donde siempre hay que temer grave perjuicio para el alma. Procurad estar siempre ocupados en el trabajo o estudio; cuando no, di­bujando, cantando o tocando algún instrumento; y cuando no sepáis qué hacer, divertíos con algún juego inocente o leed al­gún libro bueno, pero siempre con permiso de vuestros padres o superiores. “Procura, dice San Jerónimo, que el demonio nun­ca te encuentre desocupado”.

Cuando advirtáis que sois tentados, no deis lugar a que la tentación se posesione de vuestro corazón; al contrario, rechazadla al instante por medio del trabajo y de la oración. Si continúa, haced la señal de la cruz y besad algún objeto bendito, diciendo: “María, auxilio de los cristianos, rogad por mí”; o bien: “Protector mío San Luis, haced que nunca ofen­da a mi Dios”. Os indico este santo porque ha sido propuesto por la Iglesia como modelo y protector especial de la juventud. En efecto, San Luis, para vencer las tentaciones, huía de todas las ocasiones, ayunaba a pan y agua, se disciplinaba de tal ma­nera, que su vestido, el piso y las paredes de su cuarto quedaban salpicadas con su inocente sangre. Así obtuvo una completa victoria sobre todas las tentaciones; del mismo modo la obten­dréis vosotros también si procuráis imitarle a lo menos en la mortificación de los sentidos y especialmente en la modestia, y si le invocáis de corazón al ser tentados.

Artículo 2º. —Astucias de que se vale el demonio para engañar a la juventud.

El primer lazo que suele tender el demonio a vuestra alma para perderla es la falsa idea que os sugiere de que no podréis continuar mucho tiempo por la difícil senda de la virtud y alejados de todos los placeres durante cuarenta, cincuenta, se­senta o más años que os prometo de vida.

A esta sugestión del enemigo infernal contestad: “¿Quién me asegura que llegaré a esa edad? Mi vida está en manos de Dios, y puede ser que hoy mismo sea el ultimo día de mi existencia. ¡Cuántos de la misma edad que yo estaban ayer sanos, alegres y contentos, y hoy los llevan al sepulcro!”.

Y aun cuando debiésemos trabajar aquí algunos años en el servicio del Señor, ¿no se nos recompensará centuplicada­mente con una eternidad de dicha y de gloria en el paraíso?

Por otra parle, vemos que los que viven en gracia de Dios están siempre alegres y conservan hasta en sus aflicciones la paz y la serenidad del corazón; sucediendo lodo lo contrario a los que se abandonan a los placeres, pues viven sin sosiego y se esfuerzan por encontrar la paz en sus pasatiempos, sin conseguirla nunca, siendo cada día más desgraciados: Non est pax impiis, dice el Señor: “No hay paz para los malos”.

Quizá alguno de vosotros alegue: “Somos jóvenes; si pen­samos en la eternidad y en el infierno, nos entristeceremos, concluyendo por trastornársenos la cabeza”. No niego que el pensamiento de una eternidad dichosa o desgraciada y de un suplicio que no concluirá jamás es un pensamiento capaz de poner miedo y espanto a cualquiera; pero decidme: si os tras­torna la cabeza sólo pensar en el infierno, ¿qué será caer en él? Mejor es pensarlo ahora para no caer más tarde; porque es evidente que si lo meditamos a menudo, pondremos por obra los medios para evitarlo. Observad, además, que si el pensa­miento del infierno es aterrador, también nos colma de con­suelo la esperanza del paraíso, en donde se gozan todos los bienes. Por eso, los santos, pensando seriamente en la eter­nidad de las penas, vivían muy alegres y con la firme confianza de que Dios les ayudaría a evitarlas, dándoles la recom­pensa eterna que tiene preparada a sus fieles servidores.

Valor, pues, queridos míos; haced la prueba de servir al Señor, y ya veréis qué dulce y qué suave es su servicio y cuan dichoso se encontrará vuestro corazón en esta vida y en la eternidad.

artículo 3º. — La más bella de las virtudes

Toda virtud en los niños es un precioso adorno que los hace amados de Dios y de los hombres. Pero la reina de todas las virtudes, la virtud angélica, la santa pureza, es un tesoro de tal precio, que los niños que la poseen serán seme­jantes a los ángeles del cielo. Erunt sicut angeli Dei, dice nuestro divino Salvador. Esta virtud es como el centro donde se reúnen y conservan todos los bienes; y si, por desgracia, se pierde, todas las virtudes están perdidas. Venerunt autem mihi omnia bona pariter cum illa, dice el Señor.

Pero esta virtud, que os hace como otros tantos ángeles del cielo, virtud muy querida por Jesús y María, es suma­mente envidiada del enemigo de las almas; por lo que suele daros terribles asaltos para hacérosla perder o, a lo menos, manchar. He aquí algunos medios, que son como armas con las cuales ciertamente conseguiréis guardarla y rechazar al ene­migo tentador.

El principal es la vida retirada. La pureza es un diamante de gran valor; si ponéis un tesoro a la vista de un ladrón, co­rréis riesgo de ser asesinados. San Gregorio Magno declara que quiere ser robado el que lleva su tesoro a la vista de todo el mundo.

Agregad a la vida retirada la frecuencia de la confesión sincera y de la comunión devota, huyendo además de los que con obras o palabras menosprecian esta virtud.

Para prevenir los asaltos del enemigo infernal acordaos de lo que dijo nuestro divino Salvador: “Este género de demo­nios (esto es, las tentaciones contra la pureza) no se vencen sino con el ayuno y la oración”. Con el ayuno, es decir, con la mortificación de los sentidos, poniendo freno a las malas mi­radas, al vicio de la gula, huyendo de la ociosidad, de la mo­licie y dando al cuerpo el reposo estrictamente necesario. Je­sucristo, en segundo lugar, nos recomienda que acudamos a la oración, pero hecha con fe y fervor, no cesando de rezar hasta que la tentación quede vencida.

Tenéis, además, armas formidables en las jaculatorias in­vocando a Jesús, José y María. Decid a menudo: “Jesús mío sin pecado, rogad por mí; María, auxilio de los cristianos, no me desamparéis; Sagrado Corazón de Jesús y de María, sed la salvación del alma mía; Jesús, no quiero ofenderos más”. Con­viene, además, besar el santo crucifijo, la medalla o escapula­rio de la Santísima Virgen y hacer la señal de la cruz. Si todas estas armas no bastaran para alejar la maligna tentación, recu­rrid al arma invencible de la presencia de Dios. Estamos a la merced de Dios, quien, como dueño absoluto de nuestra vida, puede hacernos morir de repente; ¿y cómo nos atreveremos a ofenderle en su misma presencia? El patriarca José, cautivo en Egipto, fue provocado a cometer una acción infame, mas al momento contestó: “¿Cómo he de cometer ese pecado en la presencia de Dios; de Dios creador, de Dios salvador; de aquel Dios que en un instante puede castigarme con la muer­te?” Dios, en el acto mismo en que le ofendo, puede arrojarme para siempre en el infierno. Es imposible no vencer las tenta­ciones acudiendo en tales peligros a la presencia de Dios, nuestro Señor.

“Llamados a remar mar adentro”

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DE LA XLII JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

 

San Juan Pablo II

Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos Hermanos y Hermanas:

  1. Duc in altum!” Al comienzo de la Carta apostólica Novo millennio ineunte cité las palabras con las que Jesús anima a los primeros discípulos a echar las redes para una pesca que sería milagrosa. Dice a Pedro: “Duc in altum – Remar mar adentro” (Lc 5, 4). «Pedro y los primeros compañeros se fiaron de las palabras de Cristo, y echaron las redes» (Novo millennio ineunte, 1).

Esta conocida escena evangélica sirve de telón de fondo para la próxima Jornada de Oración para las Vocaciones, que lleva por lema: «Llamados a remar mar adentro». Privilegiada oportunidad para reflexionar sobre la llamada a seguir a Jesús y, en particular, a seguirle en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada.

  1. Duc in altum!” La llamada de Cristo resulta especialmente actual en nuestro tiempo, en el que una difusa manera de pensar propicia la falta de esfuerzo personal ante las dificultades. La primera condición para “remar mar adentro” requiere cultivar un profundo espíritu de oración, alimentado por la escucha diaria de la Palabra de Dios. La auténtica vida cristiana se mide por la hondura en la oración, arte que se aprende humildemente “de los mismos labios del divino Maestro”, implorando casi, “como los primeros discípulos: ‘¡Señor, enséñanos a orar!’ (Lc 11, 1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: ‘Permaneced en mí, como yo en vosotros’ (Jn 15, 4)” (Novo millennio ineunte, 32).

La orante unión con Cristo nos ayuda a descubrir su presencia incluso en momentos de aparente desilusión, cuando la fatiga parece inútil, como les sucedía a los mismos apóstoles que después de haber faenado toda la noche exclamaron: “Maestro, no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Frecuentemente en momentos así es cuando hay que abrir el corazón a la onda de la gracia y dejar que la palabra del Redentor actúe con toda su fuerza: “Duc in altum!” (cfr. Novo millennio ineunte,38).

  1. Quien abra el corazón a Cristo no sólo comprende el misterio de la propia existencia, sino también el de la propia vocación, y recoge espléndidos frutos de gracia. Primero, creciendo en santidad por un camino espiritual que, comenzando con el don del Bautismo, prosigue hasta alcanzar la perfecta caridad (cfr ibid, 30). Viviendo el Evangelio “sine glossa“, el cristiano se hace cada vez más capaz de amar como Cristo, a tenor de la exhortación: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Se esfuerza en perseverar en la unidad con los hermanos dentro de la comunión de la Iglesia, y se pone al servicio de la nueva evangelización para proclamar y ser testigo de la impresionante realidad del amor salvífico de Dios.
  2. Particularmente a vosotros, queridos adolescentes y jóvenes, os repito la invitación de Cristo a “remar mar adentro”. Os encontráis en un momento en que tenéis que tomar una decisión importante para vuestro futuro. Guardo en mi corazón el recuerdo de numerosos encuentros en años pasados con jóvenes, convertidos hoy en adultos, tal vez en padres de algunos de vosotros, en sacerdotes, religiosos, religiosas, vuestros educadores en la fe. Los vi alegres, como deben ser los jóvenes, pero también reflexivos, por el empeño en dar un ‘sentido’ pleno a su existencia. Cada vez estoy más convencido de que, en el ánimo de las nuevas generaciones es mayor la atracción hacia los valores del espíritu, mayor el ansia de santidad. Los jóvenes necesitan de Cristo, pero saben también que Cristo quiere contar con ellos.

Queridos muchachos y muchachas, confiad en Él, escuchad sus enseñanzas, mirad su rostro, perseverad en la escucha de su Palabra. Dejad que sea Él quien oriente vuestras búsquedas y aspiraciones, vuestros ideales y los anhelos de vuestro corazón.

  1. Me dirijo ahora a los queridos padres y educadores cristianos, a los amados sacerdotes, consagrados y catequistas. Dios os ha confiado el quehacer peculiar de guiar a la juventud por el camino de la santidad. Sed para ellos ejemplo de generosa fidelidad a Cristo. Animadles a no dudar en “remar mar adentro”, respondiendo sin tardanza a la invitación del Señor. Él llama a unos a la vida familiar, a otros a la vida consagrada o al ministerio sacerdotal. Ayudadles para que sepan discernir cuál es su camino, y lleguen a ser verdaderos amigos de Cristo y sus auténticos discípulos.
    Cuando los adultos creyentes hacen visible el rostro de Cristo con la palabra y con el ejemplo, los jóvenes están dispuestos más fácilmente a acoger su exigente mensaje marcado por el misterio de la Cruz.

¡No olvidéis, además, que hoy también se necesitan sacerdotes santos, personas totalmente consagradas al servicio de Dios! Por eso querría repetir una vez más: “Es necesario y urgente enfocar una vasta y capilar pastoral de las vocaciones que llegue a las parroquias, los centros educativos, a las familias, suscitando una reflexión más atenta a los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la entrega total de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino” (Novo millennio ineunte, 46).

A los jóvenes les vuelvo a decir las palabras de Jesús: “Duc in altum!” Al repetir de nuevo esta exhortación, pienso también en las palabras dirigidas por María, su Madre, a los servidores en Caná de Galilea: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Cristo, queridos jóvenes, os pide «remar mar adentro» y la Virgen os anima a no dudar en seguirle.

  1. Suba desde cada rincón de la tierra, reforzada con la materna intercesión de la Virgen, la ardiente plegaria al Padre celestial para conseguir “obreros para su mies” (Mt 9, 38). Quiera Él conceder fervorosos y santos sacerdotes a cada porción de su grey. Confiadamente nos dirigimos a Cristo, Sumo Sacerdote, y Le decimos con renovada esperanza:

Jesús, Hijo de Dios,
en quien habita la plenitud de la divinidad,
que llamas a todos los bautizados a “remar mar adentro”,
recorriendo el camino de la santidad,
suscita en el corazón de los jóvenes
el anhelo de ser en el mundo de hoy
testigos del poder de tu amor.

Llénalos con tu Espíritu de fortaleza y de prudencia
para que lleguen a descubrir su auténtico ser
y su verdadera vocación.

Salvador de los hombres,
enviado por el Padre para revelar el amor misericordioso,
concede a tu Iglesia el regalo
de jóvenes dispuestos a remar mar a dentro,
siendo entre sus hermanos
manifestación de tu presencia que renueva y salva.

Virgen Santísima, Madre del Redentor,
guía segura en el camino hacia Dios y el prójimo,
que guardaste sus palabras en lo profundo de tu corazón,
protege con tu maternal intercesión
a las familias y a las comunidades cristianas,
para que ayuden a los adolescentes y a los jóvenes
a responder generosamente a la llamada del Señor.

Amén.

Castel Gandolfo, 11 de agosto del 2004

Medios para adquirir la virtud (II/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

 

artículo 4º.— La primera virtud que debe brillar en la juven­tud es la obediencia a los padres y superiores

Así como una tierna planta, aunque colocada en un jardín bien cultivado, tiene necesidad de un sostén para desarrollarse convenientemente, así vosotros, amados jóvenes, os doblegaréis seguramente al mal si no os dejáis guiar por los que están en­cargados de vuestra educación y del bien de vuestra alma. Es­tos no son otros que vuestros padres o aquellos que hacen sus veces, a quienes debéis obedecer exactamente: “Honra a tu padre y a tu madre, y vivirás largo tiempo sobre la tierra”, dice el Señor.

Pero ¿cómo se les honrará? Obedeciéndoles, respetándolos y prodigándoles los cuidados que debemos. Obedeciéndoles. Para llenar cumplidamente esta primera obligación, es preciso que, cuando os ordenen alguna cosa, la hagáis prontamente sin mostrar disgusto; y guardáos de ser del número de los que dan señales de disgusto, ya moviendo la cabeza o de otro modo, ya, lo que es peor aún, respondiendo con insolencia. Estos incu­rren en la indignación de Dios mismo, quien se vale de los pa­dres para manifestarles su voluntad. Nuestro Salvador, aunque omnipotente, quiso enseñaros a obedecer, sometiéndose en todo a la Santísima Virgen y a San José, al practicar el humilde oficio de artesano: Et erat subditus illis. Por obedecer a su Padre celestial, se ofreció a morir en la cruz y sufrir los más crueles tormentos: Factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis.

Debéis, asimismo, respetar mucho a vuestro padre y a vues­tra madre; nada hagáis sin su permiso, ni os mostréis impacien­tes en su presencia, guardándoos de descubrir sus defectos. Nada hacía San Luis sin permiso; y cuando no estaban sus padres en casa, obedecía a sus mismos domésticos.

El joven Luis Comollo[1], habiéndose visto obligado, a pesar suyo, a permanecer fuera de su casa más tiempo del que le había sido concedido, al volver pidió humildemente perdón a sus padres, derramando lágrimas por aquella desobediencia invo­luntaria.

Mostrad siempre deferencia a vuestros padres, ya sirvién­doles afectuosamente, ya entregándoles el dinero, los regalos que os hagan y, en una palabra, todo lo que os pertenezca, para emplearlo según su consejo. Debéis, además, rogar todos los días por ellos, para que Dios les conceda los bienes espirituales y temporales que necesitan.

Lo que digo aquí de vuestros padres, debe aplicarse también a los superiores eclesiásticos o seglares y a los maestros, de quie­nes recibiréis con humildad y respeto todas las instrucciones, consejos y correcciones; porque en todo lo que os mandan no procuran sino vuestro mayor bien: además, obedeciéndoles, obe­decéis al mismo Jesucristo y a la Santísima Virgen.

Os recomiendo, sobre todo, dos cosas: la primera, que seáis sinceros con vuestros superiores, no ocultándoles nunca vuestras fallas con disimulo, y aun menos negando el haberlas come­tido. Decid siempre con franqueza la verdad, porque la fal­sedad os hace hijos del demonio, príncipe de la mentira, y os hará perder el honor y la reputación cuando vuestros superiores y compañeros lleguen a descubrir la verdad. La segunda, que toméis por regla de conducía los consejos y advertencias de esos mismos superiores. ¡Dichosos si así lo hacéis! Pasaréis una vida feliz, porque todas vuestras acciones serán siempre buenas, edificando, además, al prójimo. Concluyo diciéndoos que el niño obediente llegará a ser santo; al contrario, el desobediente va por una senda que le conducirá a la perdición.

Artículo 5º. — Respeto u las iglesias y a los ministros del Señor

La obediencia y el respeto que habéis de tener a los supe­riores se debe extender a las iglesias y a los actos de religión.

Como cristianos, debemos venerar todo lo que se relaciona con el templo del Señor, puesto que es un lugar santo y casa de oración. Cualquiera petición que dirijamos a Dios en la igle­sia, si es para bien de nuestras almas, estemos seguros de que será atendida. Omnis enim qui petit, accipit. ¡Qué gloria daréis a Jesucristo, amados hijos, y qué buen ejemplo a los fieles man­teniéndoos allí con devoción y recogimiento! Cuando San Luis iba al templo, todos salían a verle, y quedaban edificados de su piedad y modestia. Luego, cuando lleguéis a la iglesia, entrad en ella sin correr ni hacer ruido; santiguaos con agua bendita; y, puestos de rodillas, adorad a la Santísima Trinidad rezando tres Gloria Patri.

Si no han empezado los santos oficios, rezad los “Siete gozos de María” o haced cualquier otro ejercicio de piedad.

Jamás os riáis y no habléis sin necesidad; basta a veces una sonrisa, una palabra, para escandalizar y distraer a los que nos rodean. San Estanislao de Kostka estaba en la iglesia con una devoción tal, que a veces no sentía que le llamaban; y ocasión hubo en que sus criados le tuvieron que tocar para advertirle que ya era tiempo de volver a su casa.

Os recomiendo, además, mucho respeto a los sacerdotes y religiosos; recibid con veneración sus consejos, descubríos en señal de reverencia cuando los encontréis, y tened cuidado es­pecial de no ofenderlos con vuestras acciones y palabras. Acor­dáos del terrible castigo dado por Dios a unos niños que se burlaron del profeta Eliseo: cuarenta fueron destrozados por unos feroces osos que salieron de un bosque vecino. El que no respeta a los ministros del Señor debe esperar un castigo muy severo. Imitad a Luis Comollo, que decía: “De los sacerdotes se debe hablar siempre bien; o, de otra suerte, callar”.

Por último, os advierto que no os avergoncéis de aparecer cristianos aun fuera de la iglesia; por tanto, cuando paséis por delante de la casa de Dios o de una imagen de María o de algún santo descubríos en señal de reverencia. De este modo os mostraréis buenos cristianos; y el Señor os colmará de ben­diciones por el buen ejemplo que dais al prójimo.

artículo 6°.—La lectura espiritual y la palabra divina

Además del tiempo destinado a vuestras oraciones de la mañana y de la noche, os aconsejo que dediquéis algún rato a la lectura de libros que traten de cosas espirituales, como son La imitación de Cristo; la Filotea (o Introducción a la vida devota) de San Francisco de Sales; la Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio; Jesús al corazón del joven, vidas de santos y otros libros se­mejantes. Grandes ventajas conseguirá vuestra alma con la lec­tura de estos libros; y doble será el mérito ante los ojos de Dios si los leéis delante de quienes no saben leer. Al paso que os recomiendo la lectura de los buenos libros, debo encarecidamente encomendaros que huyáis, como de la peste, de los malos. Los libros, diarios o folletos en que se menosprecia la santa religión y la moral, echadlos al fuego, como haríais con un veneno. Imitad a los cristianos de Éfeso, quienes, tan pronto como oyeron de San Pablo el mal que producen tales libros, se apresuraron a llevarlos a la plaza pública, e hicieron de ellos una hoguera, juzgando mejor que cayesen los libros en el fuego que sus almas en el infierno.

Así como nuestro cuerpo se debilita y muere si no lo alimen­tamos, del mismo modo pierde nuestra alma su vigor si no le damos lo que necesita: el alimento del alma es la palabra de Dios, es decir, los sermones, la explicación del Evangelio y el catecismo. Apresuraos, pues, a ir pronto a la iglesia: estad en ella con la mayor atención y aprovechaos de los consejos que os puedan convenir. Es muy útil y hasta necesaria para vosotros la asistencia al catecismo. No os excuséis diciendo que ya ha­béis hecho la primera comunión: pues, aun después de ella, te­néis necesidad de sustentar el alma, como alimentáis siempre el cuerpo: y si la priváis de este alimento espiritual, la exponéis a grandes males.

Evitad, al oír la palabra divina, las sugestiones del demonio, que os engaña diciéndoos: “Esto lo dice por fulano, aquello por zutano”. No, queridos hijos; el predicador se dirige a cada uno de vosotros y quiere que os apliquéis las verdades que os ex­pone.

Además, lo que no sirva para corregiros de lo pasado, ser­virá para preservaros de caer en nuevas faltas en lo por venir. Cuando oigáis algún sermón, tratad de recordadlo du­rante el día; y a la noche, antes de acostaros, deteneos un instante a reflexionar sobre lo que habéis oído; de esa mane­ra sacaréis gran provecho para vuestra alma.

También os encarezco que, a ser posible, cumpláis con vuestros deberes religiosos en la propia parroquia, siendo el párroco la persona destinada especialmente por Dios para cuidar de vuestra alma.

[1] Joven del Oratorio de San Juan Bosco, que consiguió alcanzar una vida de santidad en muy poco tiempo, obedeciendo a sus superiores.

Medios para adquirir la virtud (I/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

 

Por San Juan Bosco

artículo 1º —. Conocimiento de Dios

Observad, queridos hijos míos, todo cuanto existe en el ciclo y en la tierra: el sol, la luna, las estrellas, el aire, el agua, el fuego. Hubo un tiempo en que ninguna de estas cosas existía, porque nada hay que se dé el ser a sí mismo. Dios, con su omnipotencia infinita, las creó todas de la nada, y por esto motivo se llama Creador, Dios, que ha existido y existirá siempre, después de haber creado todas las cosas que hay en el cielo y en la tierra, dio existencia al hombre, que es la más perfecta de todas las creaturas visibles. Así nuestros ojos, oídos, pies, boca, lengua y manos son dones del Señor.

El hombre se distingue de los demás animales en que po­see un alma que piensa, raciocina y conoce lo que es bueno y lo que es malo. Siendo el alma un espíritu puro, no puede mo­rir con el cuerpo; tan pronto como éste sea cadáver, el alma comenzará una nueva vida que no concluirá jamás. Si fue vir­tuosa en este mundo, será para siempre feliz con Dios en el paraíso, donde gozará eternamente de todos los bienes. Si obró el mal, será castigada terriblemente en el infierno, donde su­frirá para siempre toda clase de tormentos.

Pensad, pues, hijos míos, que todos habéis sido creados para el paraíso, y que Dios, nuestro Padre amoroso, experimenta un gran dolor cuando se ve obligado a condenar un alma al infierno. ¡Oh, cuánto os ama Dios! Él desea que practiquéis buenas obras para haceros partícipes, después de la muerte, de aquella dicha tan grande que a todos nos tiene preparada en el cielo.

artículo 2°. — El Señor ama de un modo especial a la juventud

Puesto que todos hemos sido creados para el paraíso, de­bemos, amados hijos, dirigir todas nuestras acciones a este úni­co fin. La eterna recompensa o el terrible castigo que nos esperan deben movernos a eso; pero lo que más ha de impulsarnos a amar y servir a Dios es el amor infinito que Él nos tiene. Verdad es que ama a todos los hombres, por ser ellos obra de sus manos; sin embargo, profesa un afecto especial a la juven­tud, encontrando en ella sus delicias: Deliciae meae esse cum filiis hominum. Dios os ama porque estáis en condiciones de hacer muchas buenas obras en vuestra vida, siendo propias de vuestra edad la sencillez, humildad e inocencia; y, en general, porque no habéis llegado aún a ser presa infeliz del enemigo infernal.

Nuestro divino Salvador, durante su vida mortal, dio tam­bién muestras de su especial benevolencia para con los niños. Asegura que considera como hechos a Él mismo todos los be­neficios que se hagan a los niños. Amenaza terriblemente a los que con sus palabras o acciones los escandalicen. “En verdad os digo, exclama, que si alguien escandalizare a alguno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgaran al cuello una rueda de molino y le arrojaran a lo más profundo del mar”. Se complacía en que los niños le quisiesen; y, llamán­dolos para que se le acercaran, los abrazaba y concluía por darles su santa bendición. “Dejad, decía, dejad que los niños se acerquen a mí”: Sinite párvulos venire ad Me; demostrando así, ¡oh hijos míos!, que vosotros sois las delicias de su corazón.

Puesto que el Señor os ama tanto, dada la edad en que os encontráis, ¿no debéis formular un firme propósito de corresponderle, haciendo lodo cuanto le agrade y procurando evitar todo lo que puede disgustarle, probándole de este modo que vosotros también le amáis?

Artículo 3º. — La salvación del alma depende, ordinariamente, de la juventud

Dos son los lugares preparados para el hombre después de su muerte: el infierno, donde se sufre toda clase de males, y el paraíso, donde se gozan todos los bienes. Pero el Señor os ad­vierte que si comenzáis a ser buenos desde la infancia, lo seréis mientras viváis en este mundo, premiando Dios después vues­tras buenas obras con una eterna felicidad. Al contrario, el que lleva mala vida en la juventud, continúa generalmente así hasta la muerte, parando inevitablemente en el infierno.

Por consiguiente, si veis hombres de edad avanzada dados a los vicios de la embriaguez, del juego o de la blasfemia, podéis creer, en general, que han adquirido esos malos hábitos en su juventud: Adolescens iuxta viam suam, etiam cum senuerit, non recedet ab ea. “¡Ahí, hijo mío, dice el Señor, acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud”. Y en otro pasaje de las santas Escrituras llama bienaventurado al hombre que desde su adolescencia ha comenzado a practicar los mandamientos: Bonum est viro, cum portaverit iugum ab adolescéntia sua. Los santos han conocido esta verdad; y especialmente Santa Rosa de Lima y San Luis Gonzaga, quienes, habiendo comenzado a servir al Señor desde la edad de cinco años, no encontraron pla­cer más tarde sino en las cosas que conciernen al servicio de Dios, y llegaron así a ser grandes santos. Lo mismo puede decir­se del joven Tobías, quien, habiendo sido desde la infancia obe­diente y sumiso a la voluntad de sus padres, continuó después de la muerte de éstos una vida de ejemplar virtud.

A algunos se les ocurre decir: “Si empezamos tan pronto a , servir a Dios, nuestra vida será triste y melancólica”. ¡Oh no!, muy al contrario. Esto sucede solamente a aquellos que sirven al demonio; y aun cuando se esfuercen en aparecer alegres, sen­tirán en su corazón el remordimiento de haber ofendido a Dios y una voz que les dice: “Sois desgraciados por ser enemigos de Dios”. ¿Quién más afable y jovial que San Luis Gonzaga? ¿Quién más gracioso y alegre que San Felipe Neri y San Vi­cente de Paúl? No obstante, su vida fue un ejercicio continuo de las más sublimes virtudes[1].

Ánimo, pues, hijos míos: comenzad pronto a practicar la virtud, y os aseguro que siempre tendréis el corazón alegre y contento y conoceréis cuan dulce y suave es servir al Señor.

[1] Para Santo Domingo Savio, el alumno predilecto de San Juan Rosco, san­tidad y alegría son inseparables y casi sinónimos.

Jesucristo sacramentado

La Eucaristía: fuente de vida cristiana

San Alberto Hurtado

 

Padre Hurtado, celebrando su primera santa Misa.

Fuente de vida cristiana. Ya que el cristianismo no es tanto una ética, como el protestantismo, ni una filosofía, ni una poesía, ni una tradición, ni una causa externa, sino la divinización de nuestra vida o, más bien, la transformación de nuestra vida en Cristo, para tener como suprema aspiración hacer lo que Cristo haría en mi lugar; esa es la esencia de nuestro cristianismo.

Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí [mismo]. La gracia santificante y las virtudes concomitantes…

La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario…

Ahora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar, renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella. Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:

  1. La Felicidad: El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre (cf. Jn 6,48ss).
  2. Cambiarse en Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20); y cuando el que viene a vivir en mí es de la fuerza y grandeza de Cristo, se comprende que es Él quien domina mi vida, en su realidad más íntima.
  3. Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… por hacer estas cosas los hombres más grandes se han lanzado a toda clase de proezas, como las que hemos visto en esta misma guerra; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la raza y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará que cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…! …

He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones.

  1. Unión de caridad: En la Misa, también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo “Padre, que sean uno… que sean consumados en la unidad” (Jn 17,22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico. Al unirnos con Cristo, a quien todos los hombres están unidos: los justos con unión actual; los otros, potencial.

 [Hacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome… en unión con Cristo.

¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!].

Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás:

¡Eso es comulgar!

 

San Juan Bosco a los jóvenes

La importancia de practicar la virtud

(“El joven cristiano instruido”, prólogo)

San Juan Bosco

San Juan Bosco, confesando a sus jóvenes

Dos son los ardides principales de que se vale el demonio para alejar a los jóvenes de la virtud. El primero consiste en persuadirles de que el servicio del Señor exige una vida melan­cólica y exenta de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Voy a indicaros un plan de vida cristiana que pueda manteneros alegres y contentos, haciéndoos conocer al mismo tiempo cuáles son las verdaderas diversiones y los verdaderos placeres, para que podáis exclamar con el santo profeta David: “Sirvamos al Señor con alegría”: Servite Domino in laetitia. Tal es el objeto de este devocionario; esto es, deciros cómo ha­béis de servir al Señor sin perder la alegría.

El otro ardid de que se vale el demonio para engañaros es haceros concebir una falsa esperanza de vida larga, persuadién­doos de que tendréis tiempo de convertiros en la vejez o a la hora de la muerte. ¡Sabedlo, hijos míos, que así se han perdido infinidad de jóvenes! ¿Quién os asegura larga vida? ¿Po­déis acaso hacer un pacto con la muerte para que os espere hasta una edad avanzada? Acordaos de que la vida y la muer­te están en manos de Dios, quien puede disponer de ellas como le plazca.

Aun cuando quisiese el Señor concederos muchos años de vida, escuchad, no obstante, la advertencia que os dirige: “El hombre sigue en la vejez, y hasta la muerte, el mismo camino que ha emprendido en su adolescencia”: Adolescens iuxta viam suam etiam cum senuerit, non recedet ab ea. Esto significa que si empezamos temprano una vida cristiana, la continuaremos hasta la vejez y tendremos una muerte santa, que será el principio de nuestra bienaventuranza eterna. Si, por el contrario, nos conducimos mal en nuestra juventud, es muy probable que continuemos así hasta la muerte, momento terrible que decidirá nuestra eterna condenación. Para prevenir una desgracia tan irreparable, os ofrezco un método de vida corto y fácil, pero suficiente, para que podáis ser el consuelo de vuestros padres, buenos ciudadanos en la tierra y después felices poseedores del cielo.

Queridos jóvenes: os amo con todo mi corazón, y me basta que seáis aún de tierna edad para amaros con ardor. Hallaréis escritores mucho más virtuosos y doctos que yo, pero difícilmente encontraréis quien os ame en Jesucristo más que yo y que desee más vuestra felicidad. Y os amo particularmente porque en vuestros corazones conserváis aún el inapreciable tesoro de la virtud, con el cual lo tenéis todo, y cuya pérdida os ha­ría los más infelices y desventurados del mundo.

Que el Señor sea siempre con vosotros y os conceda la gra­cia de poner en práctica mis consejos para poder salvar vues­tras almas y aumentar así la gloria de Dios, único fin que me he propuesto al escribir este librito.

Que el cielo os dé largos años de vida feliz, y el santo te­mor de Dios sea siempre el gran tesoro que os colme de celes­tiales favores en el tiempo y en la eternidad.

Afmo. in C. J.