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Del amor a la Eucaristía

¿Cómo puede el amor eucarístico de Jesús llegar a ser el principio de la vida del adorador y su virtud dominante?

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en continua inmolación mística de Jesucristo. Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”. En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2). La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor angélico.

Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen María. Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos nada más preciado que su misma persona. Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor, vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.

El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía. Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies eucarísticas. Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre hasta el fin de los siglos. Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas. Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.

Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos cristianos. Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de los altares. La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia, hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del demonio.

A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía. ¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de él.

El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la herejía y de la impiedad. Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil? No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No –exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño, le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine en mí”.

“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño siquiera en un corazón humano”.

Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del mérito de su oblación.

Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz. Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la ascensión no aparecen sobre el altar del amor.

La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser entre los hombres como un sol de amor.

2.º Mas ¿cuál es el fin que Jesucristo se propuso al instituir la Eucaristía? Queda anteriormente indicado: conseguir el amor total del hombre. Sí, Jesucristo instituyó el santísimo Sacramento del altar para ser amado del hombre, poseer su corazón y ser principio de su vida.

Así lo dijo expresamente: “Quien me comiere vivirá por mí” (Jn 6, 58). Vivir por alguno es rendirle el homenaje de nuestra libertad, de nuestro trabajo y de la gloria de nuestras obras. Quien comulga ha de vivir por Jesucristo, ya que Jesucristo es su sustento. “Ya que soy Yo quien te alimento –nos dice el Salvador–, por mí debes trabajar. Trabaja santamente por mí, que soy tu vida, tu Pan de vida eterna. Trabaja por mi amor, puesto que yo te alimento de mi amor sustancial. De tal, árbol, tal fruto”.

Jesucristo dijo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y Yo en él” (Jn 6, 57). Y así como un criado debe mostrarse respetuoso ante su amo, el soldado ante el rey y el hijo ante el padre, del mismo modo lo que es y tiene el hombre debe honrar a nuestro Señor, por una completa sumisión y cumplido homenaje por haberse dignado hospedarse en nosotros en la Comunión.

En la Comunión debe producirse igual efecto que el que se produjo en la encarnación, en la que la naturaleza humana de Jesucristo se unió hipostáticamente, esto es, totalmente a la persona del Verbo. La voluntad humana de Jesucristo se sometía perfectamente a la divina; Dios mandaba al hombre y el hombre tenía a mucha honra el obedecer a Dios. Ahora bien, siendo la Comunión la extensión de la encarnación en cada hombre, es natural que Jesucristo viva y reine en el que comulga. Todo el que comulga debiera poder exclamar como san Pablo: “Ya no soy yo el principio de mi vida; lo es Jesucristo que en mí vive; lo es el creador en su criatura; lo es el Salvador en el cautivo rescatado, el amor divino en el reino que ha conquistado”.

No cabe duda que Jesucristo se propone ganar el corazón del hombre con la Eucaristía. Si Jesús llega al hombre con todos los dones y atractivos de su infinita bondad, lo hace por cautivar al hombre con la gratitud. Si Jesús es el primero en dar su corazón, es para tener el derecho de reclamar al hombre el suyo. Y como el amor exige de suyo comunidad de bienes, sociedad de vida, fusión de sentimientos, quien ama a Jesucristo como es amado por Él logrará formar con Él una admirable unión de vida. Es éste cabalmente el verdadero triunfo de Jesucristo: transformar la vida del que comulga en su propia vida, y en sus costumbres, obrando con la suavidad del amor y sin violencia ni coacciones.

La Comunión es la más rápida y más perfecta conversión de un alma; el fuego acaba pronto con la herrumbre, da nuevo temple al acero y devuelve al oro impuro su brillo y su belleza.

La Eucaristía es el reinado de Jesús en el cristiano.

En Belén Jesús es el amigo del pobre, en Nazaret, el hermano del obrero, en sus correrías evangélicas es el médico, pastor y doctor de las almas; en la cruz es su salvador. Pero en la Eucaristía es el rey que reina doquiera: en el individuo y en la sociedad. El cuerpo del que comulga es su templo; el corazón su altar; la razón su trono, y la voluntad su fiel sierva.

Por la Eucaristía Jesús reinará en todo el hombre; su verdad será la luz de su entendimiento; su divina ley, la regla invariable e inflexible de su voluntad; su amor, la noble pasión de su corazón; su mortificación, la virtud de su cuerpo su gloria eucarística será el fin de toda la vida del comulgante.

¡Oh, dichoso mil veces el reinado eucarístico de Jesús! Es el paraíso en el alma, ya que posee en ella al Dios de los ángeles y santos.

La Eucaristía es el Dios de la paz que viene a descansar en nuestra alma, ya curada de la fiebre de las pasiones y del pecado; es el Dios de los ejércitos que viene triunfante a tomar posesión de su imperio y guardar y defender su conquista; es el Dios de bondad que ha menester un alma para entregarse a ella y formar con ella una sociedad amorosa; es el ternísimo Salvador que, no teniendo paciencia para esperar hasta la eternidad para hacer felices a los hijos de la cruz, adelanta el día de la gloria para dar comienzo al cielo por medio de la Eucaristía, admirable cielo de amor.

¡Oh cuán desdichado es quien no conoce a Dios en la Eucaristía! Se encuentra huérfano y solo en el mundo. ¡Cuán desdichado es el hombre sin la Eucaristía entre los bienes, los placeres y las glorias mundanas! Es un pobre náufrago arrojado a isla salvaje.

Pero con la Eucaristía el cristiano se encuentra bien en todas partes y puede prescindir de todo porque posee a Jesucristo. No hay destierro para quien está con Él, ni hay cárcel para quien vive con Él. El cristiano tan sólo teme una desgracia: la de perder a Jesucristo, la de perder la Eucaristía. La Eucaristía es su bien supremo. Por la Eucaristía Jesucristo es el rey de las naciones. Jesús no vino sólo para salvar al hombre, sino también para establecer una sociedad cristiana y escogerse un pueblo más fiel que el judío, integrado por todos los hijos de Dios esparcidos por toda la tierra. Jesús será el único soberano de este pueblo, mandará a pueblos y reyes, que le rendirán honores divinos y majestuosos homenajes.

¡Qué hermoso es este regio y popular triunfo de Jesús en la fiesta del Corpus! Toda la belleza del arte y de la naturaleza, todo el encanto de la armonía, toda la terrible grandeza de las armas, todo el poder y magnificencia de la majestad real y todo el amor y entusiasmo del pueblo adornan, embellecen y honran el paso del Dios de la Eucaristía. Tan sólo Jesús es grande este día en las naciones; es el día de su Realeza en la tierra.

La Eucaristía es el lazo fraternal que une a los pueblos entre sí; en el sagrado banquete, al pie del altar, todos somos hermanos, todos forman una familia.

El santo sacrificio es el calvario perpetuo del mundo.

La Eucaristía es el verdadero distintivo católico por el que se conoce al discípulo de Jesucristo. En la sagrada Comunión y sólo en ella nos reconocemos. El grado en que la Eucaristía reina en un hombre o en un pueblo nos da la medida de su virtud, de su caridad y hasta de su inteligencia. La debilitación del reinado eucarístico trae consigo la decadencia, y la ausencia de este reinado es esclavitud, tinieblas de muerte, la noche horrible del sepulcro. Sin la Eucaristía ya no hay sol ni vida; hombres y pueblos viven como bestias nocturnas que buscan furtivamente su pasto, huyen de la luz y se ocultan en cavernas salvajes: ¡tienen miedo de Dios!

De todo lo cual se colige que el motivo y toda la razón de ser de la Eucaristía consiste en hacer ver al hombre el amor supremo de Jesús y en establecer en el hombre el reinado del amor de Jesús. De ahí que el amor deba ser el primer principio de la vida del adorador.

Las virtudes teologales

Fe, esperanza y caridad

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1812-1829

 

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

La virtud de la fe

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo […] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos […] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

La virtud de la esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)

La virtud de la caridad

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda […] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

Del amor a la Eucaristía

El amor de Jesús en el corazón del hombre

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

¿Por qué ejerce el amor de Jesús tanta influencia sobre el corazón del hombre?

1.º Porque obra conforme a la naturaleza y a la gracia del corazón humano.

  1. a) El corazón del hombre se rinde de ordinario a los atractivos del amor mucho antes que a los dictámenes de la razón. Por eso el amor de Jesús arrastra, enajena y arrebata el corazón humano con tanta suavidad y fuerza que, dulcemente subyugado, el hombre queda a merced de Jesucristo, como los discípulos al ser llamados, como san Pablo, cuando vencido, exclama: “Señor, ¿qué queréis que haga?”

Es que un alma, después de vistas y gustadas la bondad y ternura de Jesús, no puede contentarse con ninguna cosa creada. Su corazón queda herido de amor. Lo creado puede, sí distraerle, entretenerle y turbarle, pero nunca podrá contentarle. No hay nada que pueda compararse con Jesús; nada tan agradable ni tan dulce como una palabra salida de su corazón. Las virtudes cristianas, vistas y practicadas en el amor de Jesús, pierden esa aspereza y severidad que asusta a la humana flaqueza y se tornan dulces como las frutas amargas que, puestas en miel, terminan por adquirir un sabor almibarado. Las virtudes dulcificadas por el amor de Jesús vienen a ser sencillas, suaves y amables, a la manera de las virtudes de la infancia, que inspira y sostiene el amor.

  1. b) El amor de Jesús ejerce un influjo poderosísimo sobre el hombre, porque hace fecundar el poder de su gracia.

La gracia del cristiano es una gracia de adopción, de filiación divina, una gracia de amor.

Es, en primer lugar, una gracia de amor de sentimiento, que la divina bondad deposita en germen en los corazones y que en el bautismo constituye el fundamento del carácter cristiano. Más tarde este amor se desenvuelve a una con la fe y se desarrolla a una con las virtudes que inspira y perfecciona, trocándose de esta suerte en una vida y un estado de amor. Toda la educación cristiana, toda la dirección espiritual de un alma han de tener como objeto principal el desenvolvimiento y ejercicio del amor de Dios. Otro tanto hace una madre con el niño al darle la primera educación. El amor materno despierta en el niño, con sus caricias, el afecto que en él dormita, y con sus dones hace nacer en él la gratitud. Andando el tiempo el amor le enseñará a obedecer, a trabajar, a llevar a cabo, de la más sencilla forma, los sacrificios más heroicos en su edad madura; el amor será su regla y su ley: el amor del deber hará de él un hombre de bien; el amor de la ciencia, un genio; el amor de la gloria, un héroe, y el amor de Dios, un santo. Cual es el amor, tal es la vida. El corazón es el rey del hombre.

2.º El amor es asimismo todopoderoso sobre el corazón del hombre, porque mediante el amor, Dios reina y actúa en el hombre con plena libertad y sin obstáculos de ningún género.

Por el amor, el hombre hace reinar a Dios como soberano sobre su corazón y su vida, estableciéndose así entre Dios y él una convivencia divino-humana, que fue el fin mismo de la encarnación del Verbo.

Escuchemos con admiración y alegría esta divina doctrina de Jesucristo sobre la convivencia de Dios con el discípulo del amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23).

El amor hace del hombre un cielo donde la santísima Trinidad se complace en establecer su morada: Esta inhabitación amorosa de la santísima Trinidad no resultará meramente pasiva, antes bien, cada una de las personas divinas ejercerá en el alma una actividad personal y llena de amor.

  1. a) El Padre de las luces, principio y autor de todo don perfecto, que en su inmenso amor nos ha dado a su unigénito Hijo, nos concede también en Él todas las gracias. Mi Padre os ama, dice el Salvador, porque me amáis y porque creéis que de Él he salido. Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá (Jn 14, 14. 23).

De esta suerte nuestro amor a Jesús nos merece el del Padre, pone a nuestra disposición todos los tesoros de su gracia, y nos hace todopoderosos sobre su corazón. Ser amado de un rey, ¿no es por ventura participar de sus riquezas y de su gloria? El amor requiere comunidad de bienes.

  1. b) Jesús ama a los que le aman con un amor de amistad: “Ya no os llamaré siervos, porque un siervo ignora los secretos de su amo, sino que os llamaré amigos, pues os he hecho saber cuántas cosas oí de mi Padre” (Jn 15, 15).

Jesús se digna llamarlos hermanos: “Ve a mis hermanos, dice a la Magdalena, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17).

Jesús inventa un nombre todavía más tierno: “Filioli, hijitos míos, poco tiempo me queda ya para vivir con vosotros… Pero no se turbe vuestro corazón (por esta separación). Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Voy a prepararon en ellas un lugar, y cuando os lo haya preparado, volveré y os llevaré conmigo, para que estéis donde yo estoy… No os dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros” (Jn 13, 33; 14, 1-3. 18).

¿Quién puede leer tan conmovedoras palabras sin derramar lágrimas de pura ternura y gratitud?

Veamos ahora cuál sea la acción de Jesús en el alma amada. Comienza por manifestársele, se coloca a su total disposición, se asocia con sus obras, se une a ella mucho más estrechamente que el alma de David, ligada, al decir de la Escritura, con la de Jonatán.

Oigamos al Salvador: “Quien me amare será amado de mi Padre; y yo también le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

¿En qué consiste esta manifestación de Jesús? En el amor, que no gusta de intermediarios, sino que quiere comunicarse directamente con su amigo, revelándole toda la verdad, sin sombras y figuras, ni en lenguaje desconocido, sino por sí mismo, con la luz y suavidad de la gracia, y que con sus divinos rayos penetra al alma amante como el sol atraviesa el cristal.

En la escuela del amor de Jesús pronto aprende el alma la ciencia de Dios y la sabiduría de sus obras. Con una sola mirada penetra los misterios más altos de su amor. Tal fue la manifestación de Jesús a la Magdalena; no le dijo más que ¡María!; pero esta sola palabra fue para ella una gracia de fe, de amor y de ardentísimo celo.

Pero el amor de Jesús para con el discípulo de su amor adquiere mayores proporciones; quiere y aspira a la convivencia, a la sociedad divina, Jesús queda a merced del alma: Cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre os lo concederá, para que el Padre sea glorificado en el Hijo (Jn 14, 13). Así es cómo Jesucristo, la palabra del Padre, se convierte en ejecutor divino de la oración de su discípulo.

“Seré vuestro abogado ante mi Padre: Et ego rogabo Patrem” (Jn. 14, 16). ¡Con qué elocuencia y eficacia no defenderá Jesús nuestros intereses presentándole sus llagas, señaladamente la de su Corazón, mostrándole la Eucaristía, perpetuo calvario del amor divino!

Con el objeto de hacerse necesario al hombre, Jesús se reserva para sí el dar su gracia, el comunicar su vida. El hombre redimido necesita en todo de su divino redentor, cual hijo que en todo depende de su madre. Sin mí, dice, nada podéis hacer (Jn 15, 5). Pero añade san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4, 13).

El amor, por naturaleza, es constante y quisiera ser eterno. Sólo la idea de una ausencia o de una separación es para él un tormento. Por ello Jesús tranquiliza a sus discípulos: “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). Jesús nos asegura que la comunidad de vida entre Él y su discípulo será perpetua.

Mas el amor requiere más que una comunidad de bienes y de vida: requiere una unión, unión real y personal.

Pues bien: el amor de Jesús ha logrado crear esta admirable unión de amor. Pero no podrá tener lugar de un modo perfecto, sino entre Él y el discípulo del amor sacramentado. Porque podrá el hombre amar a sus semejantes hasta la entrega de sus bienes y la comunidad de vida, hasta la unión corporal y moral; pero nunca podrá llegar a conseguir la unión real de la manducación. Este es el límite supremo, el último grado a que llega el poder del amor de Jesús para con el hombre: Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él (Jn 6, 57). Dos personas unidas realmente y conservando cada una su personalidad y su libertad: la persona adorable de Jesucristo y la persona del comulgante, tal es el fenómeno más sorprendente del amor; ved aquí la extensión de la encarnación, la gracia y la gloria de la madre de Dios participadas por todos los que comulgan.

Por esta unión maravillosa, Jesucristo comunica a sus fieles su vida sobrenatural con el objeto de que ellos a su vez le ofrezcan su vida de amor, y pueda Él crecer, trabajar, sufrir y perfeccionarse en las almas, de tal suerte que cada cristiano sea la prolongación de Jesucristo; Jesús viene a ser la cabeza; los fieles los miembros; Jesús la vid; los fieles los sarmientos; Jesús el espíritu; los fieles el cuerpo; los fieles prestan su trabajo, Jesús les concede la gracia y la gloria del éxito.

Con semejante unión, ¿qué no podrá el amor divino en el hombre? Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros os será concedido todo lo que pidiereis. Aquel que permanece en mí y en quien yo permanezco, ése es el que produce mucho fruto (Jn 15, 5. 7).

Un árbol plantado en buena tierra, a la vera de una corriente de aguas vivas, expuesto a la acción vivificadora del sol y aislado de otras plantas que le pudieran dañar, produce de ordinario frutos excelentes, o bien se halla sin vida o ha sido comido por los gusanos.

  1. c) El Espíritu Santo completa en el alma amante la obra del Padre y del Hijo. Su misión es la de perpetuar y perfeccionar a Jesucristo en sus miembros. Por eso el amor de los apóstoles no fue perfecto hasta que recibieron al Espíritu Santo. Su misión divina es la de formar a Jesucristo en sus discípulos, enseñarles interiormente su verdad comunicándoles unción y amor; darles fuerzas para confesar esta divina verdad, y ser sus testigos fieles y valerosos ante reyes y pueblos; infundir en su alma el espíritu de Jesús para que vivan de su vida y costumbres y puedan exclamar como el apóstol: “Ya no soy yo quien en mí vive”; ya no soy el principio y fin de mi vida, sino que “quien en mí vive es Jesucristo”.

El Espíritu Santo, educador y santificador del hombre, según Jesucristo, morará siempre en él como en su templo. El Espíritu Santo será el inspirador de sus buenas obras, el autor de su oración, el que le dictará su palabra; quien sobrenaturalizará sus acciones libres y alimentará sin cesar su amor, hasta que, convertido ya en varón perfecto en Jesucristo, comparta su triunfo en el cielo, sentado, sobre su trono y coronado con su gloria. La acción divina e incesante del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sobre el alma le confiere un amor de fuerza y poder admirables. La llama guarda proporción con la naturaleza y poder del fuego, el movimiento está en razón del motor; el hombre en razón de su amor.

El amor de Jesucristo debe ser, por tanto, la primera ciencia y la primera virtud del cristiano, así como es su ley y su gracia suprema.

Las virtudes cardinales

Prudencia, justicia, fortaleza y templanza

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1805-1809

 

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

Prudencia

La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

Justicia

La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).

Fortaleza

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

Templanza

La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).

«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. […] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es los propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25, 46).

Del amor a la Eucaristía

El amor, primer principio de la vida del adorador

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

El discípulo de Jesucristo puede llegar a la perfección cristiana por dos caminos. El primero es el de la ley del deber: por él, mediante el trabajo progresivo de las virtudes, se alcanza poco a poco el amor, que es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Este camino es largo y trabajoso. Pocos llegan por él a la perfección; porque, después de haber trepado durante algún tiempo la montaña de Dios, se detienen, se desalientan a la vista de lo que les falta por subir y bajan o ruedan al fondo del abismo, exclamando: ¡Es demasiado difícil, es imposible! Estos tales son mercenarios. Quisieran gozar mientras trabajan; miden continuamente la extensión del deber, ponderan sin cesar los sacrificios que les exige. Se recuerdan, como los hebreos al pie del Sinaí, de lo que dejaron en Egipto, y se ven tentados de volver a él.

El segundo camino es más corto y más noble: es el del amor, pero del amor absoluto. Antes de obrar, comienza el discípulo del amor por estimar y amar. Como el amor sigue al conocimiento, por ello el adorador se lanza muy luego con alas de águila hasta la cima del monte, hasta el cenáculo, donde el amor tiene su morada, su trono, su tesoro y sus más preciosas obras, y allí, cual águila real, contempla al sol esplendoroso del amor para conocerlo en toda su hermosura y grandeza. Asimismo hasta se atreve a descansar, como el discípulo amado, sobre el pecho del Salvador, todo abrasado en caridad, para así renovar su calor, cobrar buen temple y vigorizar sus fuerzas, y salir de aquel horno divino como el relámpago sale de la nube que lo formó, como los rayos salen del sol, de donde emanan. El movimiento guarda proporción con la fuerza del motor y el corazón con el amor que lo anima.

De esta manera viene a ser el amor el punto de partida de la vida cristiana: el amor es lo que mueve a Dios a entrar en comunicación con las criaturas y lo que obliga a Jesucristo a morar entre nosotros. Nada más puesto en razón que el hombre siga la misma trayectoria que Dios. Pero antes de que sea el punto de partida, el amor de Jesús ha de ser un punto de concentración y recogimiento de todas las facultades del hombre; una escuela donde se aprenda a conocer a Jesucristo, una academia en la que el espíritu estudie e imite su modelo divino, y donde la misma imaginación presente a Jesucristo en toda la bondad y belleza de su corazón y de sus magníficas obras.

En la oración es donde el alma llega a conocer de una manera singular a Jesucristo y donde Él se le manifiesta con una claridad siempre nueva. Nuestro Señor ha dicho: “El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

El amor llega a convertirse entonces en primer principio de la verdadera conversión, del servicio perfecto de Jesucristo, del apostolado y celo por su divina gloria.

El amor, punto de partida de la verdadera conversión

El amor desordenado a las criaturas o al placer es el que ha pervertido el corazón del hombre y lo ha alejado de Dios; el amor soberano de Dios lo hará volver al deber y a la virtud.

La conversión, que comienza por el temor, acaba en miedo, y la que se verifica por razón de alguna desgracia, termina con otra desgracia. ¡Cuántos enfermos, que sanaron, se vuelven peores después de curados! En cambio, la conversión causada por el amor es generosa y constante.

La primera prueba de ello es Magdalena. Oyó hablar de Jesús y de su ternura y bondad para con los publicanos y pecadores; su corazón siéntese suave y fuertemente arrastrado hacia el médico celestial. Verdad es que tendrá que sostener luchas tremendas para atreverse a ir a Jesús. ¿Cómo tendrá valor para romper tantos y tales lazos, ella, la pecadora pública, cubierta de crímenes y escándalo del pudor? ¿Cómo podrá enmendarse de tantos vicios y reparar tantos escándalos? El amor penitente obrará este prodigio de la gracia. Y mirad cómo al punto, sin más reflexiones, se levanta Magdalena del abismo de sus crímenes; lleva todavía su vergonzosa librea. Va derechamente al maestro bueno, sin ser anunciada, admitida ni recibida, entra resueltamente, aunque con profunda humildad, en la casa del fariseo Simón, se echa a los pies de Jesús, los besa y baña con lágrimas de arrepentimiento, enjúgalos con sus cabellos, y permanece postrada, sin hablar palabra, expuesta a los desprecios y burlas de Simón y de los convidados. Su amor es más fuerte que todos los desprecios. Por eso, la honra Jesús más que a los demás, la defiende, elogia su conducta y ensalza su amor: “Le son perdonados muchos pecados –dice el Salvador–, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). Ved su absolución divina.

Pero ¿de qué modo amó mucho la Magdalena? ¡Si ella no habló una palabra! Pero hizo más que hablar: confesó públicamente toda la bondad de Jesús con su humildad y lágrimas. Por eso, de pecadora que era, se levantó purificada, santificada, ennoblecida por el amor de Jesucristo. Un momento ha bastado para tan radical transformación, porque el amor es como el fuego: en un instante purifica el alma de sus manchas y devuelve a la virtud su primer vigor.

Magdalena ha partido del amor; no se detendrá nunca, sino que seguirá a Jesús por todas partes y le acompañará hasta el calvario. El amor, a semejanza del sol naciente, debe elevarse esplendoroso hasta la plenitud del día, hasta las alturas del cielo, donde descansará en el regazo del mismo Dios.

El amor, punto de partida en el servicio de Jesucristo.

El servir a Jesús es penoso para la naturaleza, porque tiene como bases indispensables la abnegación propia y la mortificación cristiana. El cristiano es un soldado siempre en armas y siempre sobre el campo de batalla. Quien se alista bajo las banderas de Jesús se halla siempre expuesto a la persecución. En el servicio de este soberano Señor, los más generosos son los más perfectos.

Para servir fiel y noblemente al rey de reyes se precisa algo más que el interés personal, algo más que la esperanza del cielo; hace falta un amor regio que, sin excluir la esperanza, nos haga servir al Señor por Él mismo, por su gloria, por agradarle, sin querer ni desear en este mundo más recompensa que la de serle grato y complacerle.

Veamos el triunfo de este amor en san Pablo, quien por si solo trabajó, y sufrió más, y conquistó más pueblos a Jesucristo que todos los demás apóstoles juntos. ¿De dónde le vino tanta fortaleza y poder? ¿Qué le sostuvo en medio de tantos sacrificios, en aquella vida de muerte? El amor. Oigámosle: Jesucristo me amó y se entregó por mí a la muerte de cruz (Gal 1, 15; 2, 20).

¿Qué decís, oh gran apóstol? ¿Qué desvarío es ése?, ¿Cómo pretendéis que todo el amor de Jesucristo fue sólo para vos, cual si no hubiera muerto el Salvador por los demás? ¿Sois, por ventura, el único fin de la encarnación y del misterio de la cruz? ¡Porque, de ser así, valdríais tanto como Jesucristo, como su sangre, como su vida entregada para vos! Pero Pablo no ceja ante esta consecuencia, sino que sostiene su aserto.

Con tan sorprendentes palabras da a entender que el amor de Jesucristo fue tan grande para con él, que si no hubiera habido en la tierra más que Pablo a quien poder redimir, Jesucristo hubiera hecho solamente por él lo que hizo por todos. Así lo explica san Juan Crisóstomo.

Es propio del amor concentrar, contemplar todo en sí. Por eso, Pablo, convergiendo a un solo foco todas las llamas, del divino amor, y haciendo que el corazón divino derrame sobre el suyo toda su divina bondad, como oprimido bajo el peso del amor, prorrumpe en gritos de admiración y santa locura y quiere a su vez demostrar su amor a Jesús crucificado. De ahí que desprecie todos los sacrificios y desafíe a todas las criaturas y a todas las potestades a que le impidan amar a Jesús. Ya no habrá peligros, ni sufrimientos, ni persecuciones en que no triunfe. “Todo lo soporto por el amor de quien tanto me amó”.

Tal ha de ser la actitud del verdadero discípulo de Jesucristo frente a la dificultad del deber, frente al dolor del sacrificio, ante las seducciones del placer criminal, en medio de las persecuciones del mundo impío.

Jesús me ha amado hasta la muerte; es justo que yo le ame siquiera hasta el sacrificio. Jesús ha muerto por mí; es justo que yo viva por Él. Jesús me ha amado hasta dárseme todo a mí; nada más lógico que entregarme totalmente a Él.

Todo por el amor de Jesús. Tal ha de ser el lema y divisa del adorador.

El amor, punto de partida en la consecución de la perfección evangélica.

De este amor partieron todas aquellas almas nobles y puras que prefirieron el servicio de Jesucristo a todos los bienes, a todos los placeres, a todas las glorias mundanas; se alistaron bajo las banderas evangélicas de la caridad y de la vida religiosa y llevan una vida de muerte, o mejor dicho, una muerte viva escondida en Dios con Jesucristo en el santísimo Sacramento. El gozo y la felicidad que se traslucen en sus semblantes revelan el suavísimo reinado de Jesús en sus corazones.

¿Quién sino el amor infunde a las vírgenes cristianas esa virtud que nada puede corromper, esa fidelidad que nada puede quebrantar? El amor de Jesús. Poseídas de este amor virginal, desprecian las coronas y las seducciones del mundo que desespera de furor contra ellas. ¿Qué es lo que sostiene al mártir entre sus tan largos y espantosos suplicios? El amor de Jesús, la sagrada Comunión. ¿Qué es lo que le hace despreciar la muerte? El amor soberano de Jesús y nada más.

El amor es, por tanto, la virtud regia del cristiano, el primer paso para triunfar del mundo y adquirir la perfección de las virtudes.

El amor, punto de partida del apostolado y celo por la gloria de Dios

 1.º Antes de confiar a Pedro su Iglesia, quiso Jesús trocarle en discípulo del amor. Porque, ¡qué santidad, qué fortaleza no necesitaba el destinado a reemplazar a Jesucristo en la tierra, y a ser el continuador de su misión de verdad, de caridad y de sufrimientos y el fundamento inquebrantable de la Iglesia en medio de las tempestades levantadas por los hombres y por el infierno!

Tres actos de amor bastaron para hacer a Pedro digno de su maestro (cf. Jn 21, 15-18): Simón, hijo de Juan, le dice el Salvador resucitado, ¿me amas más que éstos? –Sí, Señor, responde con viveza Pedro. Vos sabéis que os amo. El amor verdadero es humilde. Por eso no se atreve Pedro a compararse con los demás. –Pues bien, apacienta mis corderos, trabaja por mí. La única demostración del amor es una generosidad a toda prueba. El que ama obedece a quien ama. Porque, ¿qué es el amor de palabra? Casi siempre una mentira, o al menos una vileza del corazón. El amor habla poco, obra mucho y cree no haber hecho nada.

Simón, hijo de Juan, ¿me amas?, dice por segunda vez Jesús. –Sí, Señor, Vos sabéis que os amo. –Pues bien, apacienta mis corderos. Sé su pastor en mi lugar. Trátalos como míos. El amor puro es desinteresado; se olvida de sí mismo y gusta de depender. Tal es la real servidumbre del cristiano.

Insiste Jesús por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se aflige con esta tercera pregunta, y responde llorando: –Señor, Vos que lo conocéis todo, sabéis que os amo. Satisfecho Jesús al ver que el amor de Pedro tiene todas las cualidades exigidas de humildad, penitencia, pureza y generosidad, le confiere la plenitud de la misión apostólica. Pues bien, apacienta mis corderos y mis ovejas. El amor de Pedro es todo lo grande que se necesita para esta misión tan sublime, que espantaría a los mismos ángeles. Pero como el amor de Pedro es ya bastante fuerte para aceptar la predicción de la muerte, Jesús va más lejos y le anuncia que será crucificado como Él y que morirá en una cruz. Pedro no se asusta ni objeta nada, porque ama a su Señor y sabrá vivir y morir por Él.

Ved lo que el amor da a Pedro: fuerza y generosidad. Otro tanto hace la madre antes de pedir un sacrificio a su hijo; abrázalo primero y pídele luego una prueba de su amor. Tal ha de ser el proceder del verdadero soldado de Jesucristo. Antes de salir al campo de batalla debe decir: Dios mío, os amo más que a mi libertad y a mi vida. Si llegara a morir en la refriega, la muerte sería para él un triunfo magnifico de amor.

2.º Asimismo el amor de Jesús movió a los apóstoles a evangelizar a las naciones entre toda clase de peligros mil, y en medio de todos los sacrificios del apostolado. No son ya aquellos hombres de antaño que seguían a Jesús tan sólo por su reino temporal, que no podían comprender ni tan siquiera las verdades más sencillas del evangelio y que estaban manchados con toda suerte de imperfecciones y defectos de ambición, envidia y vanidad. Se han trocado en hombres nuevos: su espíritu saborea los más sublimes dogmas y misterios; su fe se ha purificado; su amor ennoblecido; sus virtudes revisten ese carácter de fuerza y elevación que admiran aún a los más perfectos. Tímidos, cobardes y flojos eran; vedlos predicar con un entusiasmo divino a los pueblos y a los reyes.

Se consideran felices por haber sido hallados dignos de poder sufrir por el amor de nuestro Señor. Corren presurosos a la muerte como a su más preciado triunfo.

¿Y de dónde les viene tanta virtud y fortaleza? Del cenáculo, donde han comulgado y han recibido el Espíritu de amor y de verdad. Salen de este divino horno como leones terribles para el demonio y no respirando más que la gloria de su Señor. Ya pueden perseguirlos, atormentarlos y darles muerte entre los más espantosos suplicios, que nunca podrán extinguir esa celestial llama del amor, porque el amor es más fuerte que la muerte.

La Eucaristía, fuente de vida divina V/V

Intima participación en la oblación del altar por nuestra unión con Cristo, Pontífice y víctima

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo sacrificio, las mismas que expresa la Iglesia, Esposa suya, en las ceremonias y palabras que acompañan a la oblación. Valiéndonos de este divino sacrificio, podemos, ya os lo he dicho, ofrecer a Dios un acto de adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas, tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que necesitamos. Pero, con todo, estas disposiciones del alma, por excelentes que sean, es posible que no pasen de actos y disposiciones de un mero espectador que asiste con devoción, mas sin tomar parte activa en la acción santa.

Hay una participación más íntima y debemos esforzarnos por lograrla. ¿Qué participación es ésta? -No otra que la de identificarnos, lo más completamente que sea posible, con Jesucristo en su doble calidad de pontífice y de víctima a fin de transformarnos en El. ¿Es esto hacedero? -Ya os dije que en el instante mismo de la Encarnación, Jesucristo quedó consagrado pontífice, y que sólo en cuanto hombre pudo ofrecerse a Dios en holocausto. Así, pues, en su Encarnación. el Verbo asoció a sus misterios y a su Persona, por mística unión, a la humanidad entera; es ésta una verdad de la que os he hablado largamente y que deseo tengáis siempre presente. Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros. Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos a su acción. La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros, ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso -son palabras del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia, per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].

Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo, con sus cualidades y diferentes estados. El es Rey, reyes somos con El; es Sacerdote, sacerdotes somos con El. Oíd lo que a este propósito dice San Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y sacerdotal, una nación santa, un pueblo que Dios ha adquirido» (1Pe 2,9) [+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a El sea la gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer, en unión con el sacerdote, la hostia sacrosanta.

Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación.- Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere, terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que mi sacrificio, también vuestro, sea aceptado por Dios Padre omnipotente» [Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem]. De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de «aquellos, dice, por quienes te ofrecemos este sacrificio, o que ellos mismos te lo ofrecen por sí y por sus allegados» [Memento, Domine, famulorum tuorum… pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum laudis, pro se suisque omnibus]. Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias]. Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los actos de Jesucristo.

«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial sacrificio. Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo que él hace, con todo lo que él dice… Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).

No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y es deseo de su divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a la santidad.

Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.

En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio, se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto. La primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia, el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo. Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en este sacrificio. Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando un poco de agua con el vino que puso en el cáliz. ¿Cuál es el significado de esta ceremonia? La oración de que va acompañada nos proporciona la clave para comprender su significado: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable, haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem suavitatis: «como suave aroma». Así, pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis cum capite Christo unio repræ-sentatur. Sess XXII, c. 7].

Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor» [Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta de la Santísima Trinidad].

Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo hizo sucumbir, nos dio místiea muerte a nosotros. «Si murió uno por todos, luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que a nosotros toea, sólo moriremos con El si nos asociamos a su sacrificio en el altar. ¿Y cómo nos uniremos a Jesucristo en esta condición suya de víctima? Muy sencillo: imitándolo en ese total rendimiento al beneplácito, divino.

Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las cosas en las manos de Dios, debemos realizar aetos de renunciamiento y mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo Jesucristo momentos antes de su Pasión: «Obro de este modo para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Esto será ofrecerse verdaderamente eon Jesueristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la «sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro aleanee rendirle.

Disponemos eon este saerificio del medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos hace cada día más semejantes a El.

Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero, sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de bendiciones y de gracias».

Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. Si así nos asociamos, por una profunda reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una adoración perfecta y una cumplida satisfacción. Tribútale también dignos hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas. Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2]

Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.

Mas para entrar en posesión de ellos es preciso que nuestra alma se encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontifice nos introducirá consigo hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda bienaventuranza.

¡Si conocieseis el don de Dios!…

La Eucaristía, fuente de vida divina IV/V

Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en la Pasión; y los méritos y las satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como El mismo eonserva siempre, juntamente con el earácter de pontífice supremo y de mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento, tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud. [Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur. Sess. XXII, cap.2]. Y por eso, todo sacerdote ofrece cada Misa no sólo por sí mismo, sino «por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y difuntos» [Suscipe, sancte Pater omnipotens… hanc immaculatam hostiam… pro omnibus circumstantibus, sed et pro omnibus fidelibus christianis vivis atque defunctis: ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitam æternam]. ¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!

Así, pues, cuando sintamos el deseo de reeonocer la infinita grandeza de Dios y de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.

Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria. [Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti… omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina. Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas. A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofreee el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz. El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.

El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón.

Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa. Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1). Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto la mano del sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés). De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10). ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias. «¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: “mirad al rostro de vuestro Hijo” (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra soberana bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias inflingidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.

Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida. Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué podré daros yo, miserable criatura, a cambio de tantos beneficios? ¿Qué os daré que no sea indigno de Vos?» Aunque Vos «no tengáis necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), sin embargo, es justo que os muestre gratitud por vuestra infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacerla, Señor y Dios mío, de una manera digna a la vez de vuestra grandeza y de vuestros beneficios?» (ib. 115,12). «¿Con qué corresponderé al Señor por todos los beneficios que de El he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»… La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias. Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, Señor santo Dios omnipotente, el tributaros siempre y en todo lugar acciones de gracias… Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino. Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración.

Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37). Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituia la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón. Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25). Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyosn, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es uel trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).

Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotabies, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores. Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor… de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción os son conocidas» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa]. Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; mas esa nota devotio, ¿qué puede ser? -No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Caso de que así sea, formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción os son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que harán abundante acopio en el tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.

Si, pues, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de ]a Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad ciertos de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia. Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!… ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!…

La Eucaristía, fuente de vida divina III/V

Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; es suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.

¿Cómo ha provisto Jesús a la realización de este su deseo, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Jesús va a renovar su sacrificio por medio de los hombres.

Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»… Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.

Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].

La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.

En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.

Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que es un verdadero sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.

La santidad cristiana

Seguir las huellas de Cristo

Catecismo de la Iglesia Católica nº 2012-2016

“Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

“Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

“El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

La Eucaristía, fuente de vida divina II/V

Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta oblación

Tomado de “Jesucristo, vida del Alma”

Dom Columba Marmion

 

Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación. «Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes de El.

El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo como ella.

Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid, adoremos al Señor y postrémonos ante El… Porque El nos ha formado y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).

A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino. Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos, los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.

Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños, para testimonar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.

Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.

Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus… legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º Domingo después de Pentecostés].

De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote. Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico, había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crimenes delante de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.

Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).

Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo, considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano; siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí… Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El las iniquidades de todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).

De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).