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FAMILIA, LUGAR DE PAZ

En el año 1979, en una solemnidad como la que celebramos hoy, san Juan Pablo II, polaco que hacía poco tiempo había asumido el gobierno de la Santa Iglesia, propuso al mundo una reflexión sobre esta hermosa fiesta de la Sagrada Familia. Decía él: “El Hijo de Dios vino al mundo de la Virgen cuyo nombre era María; nació en Belén y creció en Nazaret bajo la protección de un hombre justo llamado José.

Jesús fue desde el principio el centro del gran amor que llenaba y rodeaba siempre a la Sagrada Familia, lleno de solicitud y de afecto hacia el Niño Dios que acababa de nacer; fue su gran vocación; fue su inspiración; fue el gran misterio de su vida. En la casa de Nazaret: ‘crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres’ (Lc 2, 52). Fue obediente y sumiso, como debe ser un hijo con sus padres. Esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que Él vivió en la tierra y constituye, por tanto, el período más largo de esta total e ininterrumpida obediencia que tributó al Padre celestial. No son muchos los años que Jesús dedicó al servicio de la Buena Nueva y finalmente al Sacrificio de la Cruz.

Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de este divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo.”

San Pablo, en la segunda carta a los cristianos de Colosas, en la lectura que escuchamos hace poco, deseaba a los cristianos de esta ciudad que “la paz de Cristo reine en vuestros corazones”. La Iglesia nos introduce en un tema profundamente importante con estas dos conexiones: la fiesta de la Sagrada Familia y también este deseo de san Pablo de que, finalmente, reine la paz de Cristo.

Nuestro Señor Jesucristo dijo que nos da la paz, pero dijo que no la da como la da el mundo; su paz es diferente. Esta paz que viene de Cristo y que el Apóstol desea que reine en nuestros corazones es una paz que comienza, sobre todo, en el ambiente familiar.

La paz, según san Agustín, puede definirse como tranquillitas ordinis, es decir, la tranquilidad en el orden de todas las cosas. Todos los ambientes que nos rodean, cuando están bien ordenados, siguiendo una jerarquía de valores —los sobrenaturales por encima de los naturales, la fe sobre la razón, la razón sobre la animalidad, etc.—, cuando las cosas están así ordenadas, se puede decir que estamos en paz. Todo está sometido a aquello a lo que le corresponde estar sometido.

Dentro de la familia también debe existir este orden. En verdad, es en la familia donde se debe enseñar este orden, para que de ella salgan personas bien ordenadas, personas que busquen la paz y busquen instaurar la paz de Cristo en la sociedad.

San Pablo nos deja algunas indicaciones de este orden, de cómo debe ser dentro de la familia, cuando nos enseña que, en primer lugar, todo lo que hagamos debemos hacerlo en nombre del Señor Jesucristo. Luego advierte a las esposas que sean solícitas con sus maridos, como conviene en el Señor. Después advierte también a los maridos que amen a sus esposas y no sean ásperos con ellas. A los hijos tampoco les falta un tirón de orejas: obedeced en todo a vuestros padres, pues esto es bueno y correcto en el Señor. A los padres les dirige también palabras para enseñarles cómo deben comportarse con relación a sus hijos: no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desanimen.

Este orden es algo establecido por Dios; es algo que Él, como Ser Supremo que pensó y quiso la familia desde toda la eternidad, busca honrar al padre en los hijos, como nos dice el libro del Eclesiástico en la primera lectura, y confirma sobre ellos la autoridad de la madre. Quien honra a su padre alcanza el perdón de los pecados, evita cometerlos y será escuchado en la oración cotidiana. Quien respeta a su madre es como alguien que acumula tesoros. Quien honra a su padre tendrá alegría con sus propios hijos, y el día en que ore será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien obedece al padre es el consuelo de su madre.

Después, ya al final de la primera lectura, el autor del Eclesiástico nos da una de las exhortaciones más hermosas de la Sagrada Escritura: “Hijo mío, cuida de tu padre en su vejez y no le causes tristeza mientras viva.” ¡Ah, cuántas familias hoy en día se están desmoronando por falta de aplicación de este consejo! Cuántos padres y madres ancianos abandonados por aquellos por quienes dieron la vida, por quienes se desvivieron para criarlos y educarlos! Y el autor del Eclesiástico continúa: “Aunque pierda la lucidez, sé comprensivo con él; no lo humilles en ninguno de los días de su vida. La caridad hecha a tu padre no será olvidada, sino que servirá para reparar tus pecados…”

¿Y qué significa esto sino la aplicación de aquello que Nuestro Señor dejó como el mayor mandamiento dentro de la familia? ¿No fue Nuestro Señor Jesucristo quien nos dijo que el nuevo mandamiento que nos dejaba era este:  amaos los unos a los otros como yo os he amado”? ¿Y no debemos entonces aplicar este mandamiento en la familia en primer lugar? ¿No es esto lo que nos exhortan las lecturas y la liturgia de este día dedicado a la Sagrada Familia?

Esta paz de Cristo, que el Apóstol Pablo desea que reine en nuestros corazones, que la Iglesia busca y siempre ha buscado que reine en las familias y que actualmente se ve tan atacada, tan bombardeada y debilitada, brota de la verdadera caridad, brota de la caridad aplicada a los más cercanos, a los más próximos a nosotros: a los de nuestra casa. El Apóstol exhorta: “Pero, sobre todo, amaos los unos a los otros, pues el amor es el vínculo de la perfección.”

Esta exhortación no puedo dejar de dirigirla a cada uno de ustedes; no puedo ignorarla. El mismo san Pablo me exhorta a mí: “Instruíos y exhortaos unos a otros con toda sabiduría.”

San Juan Pablo II, en esta reflexión que mencionaba al comienzo de esta homilía, decía que: “Efectivamente, la paz es signo del amor, es su confirmación en la vida de la familia. La paz es la alegría de los corazones; es el consuelo en la fatiga cotidiana. La paz es el apoyo que se ofrecen recíprocamente la mujer y el marido, y que los hijos encuentran en los padres y los padres en los hijos.”

Por eso tenemos la gran alegría de, desde lo profundo de nuestros corazones, como pedía san Pablo en la segunda lectura, cantar a Dios salmos, himnos y cánticos espirituales, en acción de gracias porque tenemos a la Sagrada Familia para imitar. Ustedes tienen a Jesús, María y José como modelo de este orden perfecto que debe ser seguido dentro del hogar y, a partir de ahí, procurar ordenar todos los demás aspectos de sus vidas y así alcanzar la paz de Cristo. En síntesis: lograrán la paz de Cristo amándoos los unos a los otros como Cristo los amó, dentro de vuestros hogares.

Que la Sagrada Familia de Nazaret interceda en este día especial por todas las familias del mundo entero, especialmente por todos ustedes aquí reunidos en la presencia del Señor, para que alcancen la verdadera alegría que brota de la paz de Cristo que debe reinar en vuestra familia.

Ave Maria Puríssima.

P. Harley Carneiro, IVE

RECONOCE, CRISTIANO, TU DIGNIDAD – SAN LEÓN MAGNO

Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la 
naturaleza divina (cfr. 2 Re 1, 4), y no vuelvas a la antigua 
miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de 
qué Cuerpo eres miembro.

San León Magno

Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos.
No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida,
disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la
eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo,
pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro
Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie
halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte
el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador,
porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le
llama a la vida.

Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4, 4), señalada
por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo
de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y
vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la
misma naturaleza que éste había vencido (cfr. Sab 2, 24). En
esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las
mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor
todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad,
sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana,
mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado.

No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás
leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que
sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14, 4-5). En tan
singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en
nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de
la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto
sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y
para que no se asustase por los efectos inusitados del designio
divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a
realizar el Espiritu Santo. De este modo no consideró un daño
de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de
desconfiar Maria ante lo insólito de aquella concepción, cuando
se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo?
Cree Maria, y su fe se ve corroborada por un milagro ya
realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es
posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril.

Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba
en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el
cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1, 1-3), se hace
hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar
la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su
majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo
que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo
(cfr. Fil 2, 7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las
dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue
absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido
por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada
naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha
revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de
caducidad.

Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la
naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasible;
verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de
un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre
Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2, 5) puede, como lo exigía
nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas,
y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento
del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La
llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su
pureza.

Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría
de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1, 24), para que en Él se
hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos
aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos
habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no
nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles,
cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y
proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad
(Lc 2, 14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se
levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no
causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra
inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera
sublime de los ángeles?

Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por
medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa
misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y,
estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo
(cfr. Ef 2, 5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una
nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo
con sus acciones (cfr. Col 3, 9) y renunciemos a las obras de la
carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del
nacimiento de Cristo.

Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la
naturaleza divina (cfr. 2 Re 1, 4), y no vuelvas a la antigua
miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de
qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del
poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de
Dios (cfr. Col 1, 13). Por el sacramento del Bautismo te
convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan
escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues
otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre
de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará
conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espiritu Santo
reina por los siglos de los siglos. Amén.

LAS DOS VENIDAS DE CRISTO – SAN CIRILO DE JERUSALÉN

En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre (Lc 2,7); en la segunda se revestirá de luz como vestidura (cf. Sal 104,2a). En la primera «soportó la cruz, sin miedo a la ignominia» (Hebr 12,2), en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles.

San Cirilo de Jerusalén

Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento, esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino. Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso, como la lluvia sobre el vellón (Sal 72,6); el otro, manifiesto, todavía futuro.

En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre (Lc 2,7); en la segunda se revestirá de luz como vestidura (cf. Sal 104,2a). En la primera «soportó la cruz, sin miedo a la ignominia» (Hebr 12,2), en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles (cf. Mt 25,31).

No pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la segunda. Y, habiendo proclamado en la primera: «bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt 21,9), diremos eso mismo en la segunda (cf. Mt 23,39); y, saliendo al encuentro del Señor con los ángeles, aclamaremos adorándolo: «Bendito el que viene en nombre del Señor». El Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio (Mt 27,12) refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz y les dirá: «Esto hiciste y yo callé» (Sal 50,21 ) 3.

Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado.

De ambas venidas habla el profeta Malaquías «De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis» (Mal 3,1). He ahí la primera venida. Respecto a la otra, dice así: El mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar —dice el Señor de los ejércitos—. ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará para fundir y purgar» (3,1-3).

Y en las líneas que siguen dice el Salvador mismo: «Yo me acercaré a vosotros para el juicio, y seré un testigo expeditivo contra los hechiceros y contra los adúlteros, contra los que juran con mentira», etc. (3,5). Por eso, queriendo hacernos más cautos, dice Pablo: «Si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada uno quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego» (I Cor 3,12-13)4.

Escribiendo a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas en estos términos: «Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,11-13). Ahí expresa su primera venida, dando gracias por ella; pero también la segunda, la que esperamos.

Por esta razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel «que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin».

Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo, que fue creado al principio, sera otra vez renovado.

Catequesis XV, 1-3 – San Cirilo de Jerusalén

EL ÁRBOL GENEALÓGICO DE JESÚS – FULTON SHEEN

La diferencia entre la genealogía que presenta Lucas y la que presenta Mateo es debida al hecho de que Lucas, al escribir a los gentiles, ponía cuidado en dar la ascendencia natural; mientras que Mateo, al escribir a los judíos, puso claro empeñó en demostrar a los judíos que nuestro Señor era el heredero del reino de David. 

Fulton Sheen

Aunque su naturaleza divina procedía de la eternidad, su naturaleza humana tenía una base judía. La sangre que corría por sus venas era de la casa real de David, por medio de su madre, que, aunque pobre, pertenecía al linaje de aquel gran rey. Sus contemporáneos le llamaron el «hijo de David». El pueblo jamás habría consentido mirar como Mesías a ningún pretendiente que no cumpliera este requisito indispensable. Ni tampoco nuestro Señor desmintió nunca su origen davídico. Únicamente afirmó que su filiación davídica no explicaba las relaciones con que se hallaba unido al Padre en su persona divina.

Las primeras palabras del evangelio de Mateo sugieren la generación de nuestro Señor. El Antiguo Testamento empieza con la generación o génesis del cielo y de la tierra por medio de Dios, el cual creó todas las cosas. El Nuevo Testamento tuvo otra clase de génesis, en el sentido en que describe la creación nueva de todas las cosas. La genealogía que se da en dicho libro implica que Cristo era «un segundo Hombre», y no simplemente uno de entre tantos que habían surgido de Adán. Lucas, que dirigía su evangelio a los gentiles, remontó los ascendientes de nuestro Señor hasta el primer hombre, pero Mateo, que dirigía su evangelio a los judíos, lo presentó como el «hijo de David e hijo de Abraham». La diferencia entre la genealogía que presenta Lucas y la que presenta Mateo es debida al hecho de que Lucas, al escribir a los gentiles, ponía cuidado en dar la ascendencia natural; mientras que Mateo, al escribir a los judíos, puso claro empeñó en demostrar a los judíos que nuestro Señor era el heredero del reino de David. A Lucas le interesa el Hijo del hombre; a Mateo, el rey de Israel. De ahí que Mateo empiece así su evangelio:

Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. (Mt 1, 1)

Mateo presenta las generaciones que van desde Abraham hasta nuestro Señor como si hubieran pasado a través de tres ciclos de catorce cada uno. Sin embargo, ello no representa una genealogía completa. Se mencionan catorce desde Abraham hasta David; catorce desde David hasta el cautiverio de Babilonia, y catorce desde el cautiverio de Babilonia hasta nuestro Señor. La genealogía desborda el fondo judío para incluir a unos pocos no judíos. Debió de haber alguna muy buena razón para ello, como debió de haberla para incluir a otros que no tenían la mejor reputación.

Una de estas personas fue la ramera Rahab, y otra fue Rut, que era extranjera, aunque admitida en la nación israelita; un tercer antepasado de mala fama fue la pecadora Betsabé, cuyo pecado con David arrojó oprobio sobre la línea de descendencia real. ¿Por qué había de haber tales manchas en el escudo de armas, como Betsabé, cuya pureza femenina fue mancillada; y Rut, que, aunque moralmente buena, fue un elemento que introdujo sangre extranjera en la descendencia? Posiblemente fue debido a que se quería indicar la relación de Cristo con respecto a los mancillados y a los pecadores, a las prostitutas, e incluso a los gentiles, los cuales fueron incluidos en su mensaje y en su redención.

En algunas traducciones de la Escritura, la palabra que se emplea para describir la genealogía es la palabra «engendró», por ejemplo: «Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob»; en otras traducciones hallamos la expresión «fue padre de», por ejemplo: «Jeconías fue padre de Salatiel». Una u otra manera de traducir es lo de menos; lo que llama la atención es que esta monótona expresión se usa a lo largo de cuarenta y una generaciones. Pero se omite al llegar a la generación cuarenta y dos. ¿Por qué? Debido al nacimiento virginal de Jesús.

Y Jacob engendró a José, marido de María; de la cual nació Jesús, que es llamado el Cristo. (Mt 1, 16)

Mateo, al trazar la genealogía, sabía que nuestro Señor no era hijo de José. De ahí que desde las primeras páginas del evangelio se presenta a nuestro Señor relacionado con la raza que, no obstante, no le produjo enteramente. Que llegó a formar parte de esta raza era evidente; sin embargo, era distinto de ella.

Si había una sugerencia al nacimiento virginal en la genealogía de Mateo, también la había en la genealogía de Lucas. En Mateo no se dice que José hubiera engendrado a nuestro Señor, y en Lucas se llama a nuestro Señor: Hijo (según se creía) de José. (Lc 3, 23)

Quería decir con estas palabras que corrientemente se suponía que nuestro Señor era hijo de José. Combinando las dos genealogías: en Mateo, nuestro Señor es hijo de David y de Abraham; en Lucas, es el hijo de Adán y es también la simiente de la mujer que Dios prometió habría de aplastar la cabeza de la serpiente. Personas inmorales son convertidas, mediante la providencia de Dios, en los instrumentos de su divina política: así, David, que asesinó a Urías, es, sin embargo, el canal por el cual la sangre de Abraham fluye hasta la sangre de María. Había pecadores en su  árbol genealógico, y Él parecería el más grande pecador de todos cuando pendiera del árbol genealógico de la cruz, haciendo a los hombres hijos adoptivos del Padre celestial.

EL NOMBRE DE JESÚS – FULTON SHEEN

La salvación que se promete con el nombre «Jesús» no es una salvación social, sino más bien espiritual. No habría de salvar necesariamente a la gente de la pobreza, sino del pecado.

Fulton Sheen

El nombre «Jesús» era muy corriente entre los judíos. En la forma hebrea originaria era «Josué». El ángel dijo a José que María Parirá un hijo, al que darás el nombre de Jesús; porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. (Mt 1, 21)

La primera indicación de la naturaleza de su misión sobre la tierra no hace mención de su doctrina, ya que la doctrina sería ineficaz a menos que primero hubiera la salvación. Al mismo tiempo se le dio otro nombre, el de «Emmanuel».

He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado Emmanuel; que, traducido, quiere decir: Dios con nosotros. (Mt 1, 23)

Este nombre fue tomado de la profecía de Isaías, y aseguraba algo además de la divina presencia: junto con el nombre «Jesús», significaba una divina presencia que libera y salva. El ángel también dijo a María:

Y he aquí que concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo, y le darás el nombre de Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin. (Lc 1, 31-33)

El título «Hijo del Altísimo» es el mismo que dio al Redentor el mal espíritu que tenía obseso al joven de Gerasa. De este modo, el ángel caído confesó que Él era lo mismo que el ángel no caído había anunciado que sería:

¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? (Mc 5, 7)

La salvación que se promete con el nombre «Jesús» no es una salvación social, sino más bien espiritual. No habría de salvar necesariamente a la gente de la pobreza, sino del pecado. Destruir el pecado es arrancar las raíces de la pobreza. El nombre «Jesús» evocó para los judíos el recuerdo de aquel gran caudillo que los llevó a la tierra prometida. El hecho de que Jesús estuviera prefigurado por Josué indica que poseía las cualidades militares necesarias para la victoria final sobre el mal, victoria que provendría de la aceptación gozosa del sufrimiento, del valor inquebrantable, de la resolución de la voluntad y de la firme devoción al mandato del Padre.

El pueblo judío, esclavizado bajo el yugo romano, anhelaba liberación; de ahí que presintiera que todo cumplimiento profético de Josué tendría algo que ver con la política. Más tarde la gente le preguntaría cuándo iría a liberarlos del poder del césar. Pero aquí, en el mismo comienzo de su vida, el divino soldado afirmaba por medio de un ángel que habría que vencer a un enemigo mayor que el césar. De momento tenían que dar al césar las cosas que fuesen del césar, ya que la misión de Él era librarlos de una tiranía mucho más grande, la del pecado. Durante toda su vida, el pueblo continuaría materializando el concepto de salvación, creyendo que la liberación había de interpretarse solamente en términos de política. El nombre de «Jesús», o «Salvador», no le fue dado después de haber obrado la salvación, sino en el preciso instante en que fue concebido en las entrañas de su madre. El fundamento de su salvación se hallaba en la eternidad, y no en el tiempo.

LA ALEGRÍA QUE BROTA DE LA FE

Alegraos siempre en el Señor… Flp 4,4

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa” (Is 35, 1). Una insistente invitación a la alegría caracteriza la liturgia de este tercer domingo de Adviento, llamado domingo “Gaudete”, porque precisamente “Gaudete” es la primera palabra de la antífona de entrada. “Regocijaos”, “alegraos”. Además de la vigilancia, la oración y la caridad, el Adviento nos invita a la alegría y al gozo, porque ya es inminente el encuentro con el Salvador.”[1]

Si en el primer domingo de este Adviento, la Iglesia nos invitaba a reavivar nuestra esperanza para la llegada del Mesías, en el domingo pasado (IIº del Adviento), nos propuso una especie de figura perfecta de esta esperanza, de esta preparación: Juan el Bautista, primo del Señor, profeta elegido por Dios. Hombre realmente grande, como lo hemos escuchado de la boca del mismo Jesús en el Evangelio de hoy: “En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista”. Ahora, en este domingo IIIº del Adviento, estamos ya muy cerca de la Navidad y el tema que nos circunda en la liturgia de hoy es sí, de la alegría, como señalaba el Papa Juan Pablo II en las palabras mencionadas antes, pero además de esto, podemos fundamentar esta alegría en la fe, una fe consistente, confirmada con hechos; fe que recoge la esperanza confiada de todos los profetas y justos del Antiguo Testamento hasta Juan el Bautista.

La pregunta que Juan manda hacerle al Señor: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Es la concatenación de toda la historia de la salvación antes del Señor encarnarse, desde que Adán y Eva pecaron, la humanidad esperaba por este momento.

La respuesta del Señor no deja lugar a dudas: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo…” No solamente soy el que debería venir, sino que lo estoy comprobando con las obras, ellas dan testimonio de mí (Cfr. Jn 5, 36). Créanme, crean en las obras que hago. Es lo que ha predicho hace muchos años el profeta Isaías: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo.” (Is 35, 1-6ª.10) Por esto es que el desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo. […] ¡He aquí vuestro Dios!

“Aquí radica la razón profunda de nuestra alegría: en Cristo se cumplió el tiempo de la espera. Dios realizó finalmente la salvación para todo hombre y para la humanidad entera. Con esta íntima convicción nos preparamos para celebrar la fiesta de la santa Navidad, acontecimiento extraordinario que vuelve a encender en nuestro corazón la esperanza y el gozo espiritual.”[2] Y solamente “aguardamos con esperanza segura la segunda venida de Cristo, porque hemos conocido la primera”[3], decía el Papa Benedicto XVI. Hay un himno de vísperas para este tiempo, en portugués, que es muy hermoso y sintetiza muy bien esta realidad de la que hablamos, trata de una certeza: la venida primera en la que creemos, y habla de la venida segunda, que confiadamente esperamos:

Não foi para punir este mundo

que ele veio na vinda primeira.

Ele veio sarar toda chaga

e salvar quem no mal perecera.

Mas a vinda segunda anuncia

que o Cristo Senhor vai chegar,

para abrir-nos as portas do reino

e os eleitos no céu coroar.[4]

Es esta la fe que tenemos y profesamos, esto es lo que fundamenta nuestra esperanza.

Así como la semana pasada tuvimos a Juan el Bautista como modelo de la esperanza de la cual hablábamos en el primer domingo, en el próximo domingo, ya a las puertas de la Navidad, la liturgia nos llevará a contemplar un modelo acabado de esta fe de la que estamos hablando hoy: la Sagrada Familia. En efecto, el Evangelio del nacimiento del Señor de San Mateo será propuesto para la semana que viene, y en la docilidad con que tanto José, pero también -y especialmente- María han acogido su misión, es de una fe que impresiona e inspira a cualquiera.

Un detalle muy interesante y que me parece, merece la pena considerarlo, es que la alegría que estamos celebrando hoy en este domingo Gaudete, originaria de la fe sólida en el cumplimiento de las promesas y profecías del Antiguo Testamento, se manifiesta en todos los aspectos, siempre muy sencilla, humilde, más íntima y recogida. En efecto, es una alegría totalmente distinta de la del mundo. Una alegría nacida del silencio, de la pobreza y de la sencillez interior. Incluso la penitencia tomada en días anteriores debe vivirse con gozo, porque es parte del camino que nos acerca al Señor.

Es posible imaginar la escena: los pastores, humildes hombres que trabajaban en el campo para sustentar a sus familias, sabían de algún modo, por algún resquicio de formación religiosa que habrán tenido en su vida, que debía venir el Mesías. Imaginar a los reyes magos, venidos de Oriente, caminando. Todos ellos fatigados, separados quizás por algunos días, sin embargo, se presentan delante de la cuna, en el pesebre. A ellos se les podría consolar con las palabras de Isaías que escuchamos en la primera lectura de hoy: “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: ‘Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará.” (Is 35, 10)

Aquí es donde justamente encontramos el modelo para vivir -y recibir- esta alegría a la cual nos invita la Iglesia en este día: reconocerse humildes y necesitados de Dios y buscar en Él consuelo. A esto se encaminan las palabras de Juan Pablo II: “Al reconocerse humildes, pobres y necesitados de la ayuda de Dios, los creyentes se unen para acoger a su Mesías que está a punto de venir. Vendrá en el silencio, en la humildad y en la pobreza del pesebre, y a quien le abra el corazón le traerá su alegría.[5]

Que la Santísima Virgen María, Madre de la Esperanza, Modelo de Fe, Alegría de los Humildes nos alcance la gracia de verdaderamente alegrarnos con la presencia del Señor que llega, que ya llega para regir la tierra (Cfr. Sl 97,9), y que muy pronto vendrá para juzgar al mundo y conducir a las moradas eternas a los que perseverantes han esperado con paciencia la venida del Señor. (Cfr. St 5,7)

Ave María Purísima.

P. Harley Carneiro, IVE

 

[1] Homilía San Juan Pablo II en Roma el Domingo 16 de diciembre de 2001

[2] Ibid.

[3] Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro el Domingo 16 de diciembre de 2007

[4] Tr: No fue para punir este mundo / que Él vino en su venida primera. / Él vino curar toda llaga / y salvar quién en el mal perecerá // Pero la venida segunda anuncia / que el Cristo Señor va a llegar, / para abrirnos las puertas del reino / y a los elegidos en el cielo coronar.

[5] Homilía San Juan Pablo II en Roma el Domingo 16 de diciembre de 2001

DE LA PREHISTORIA A LA HISTORIA – FULTON SHEEN

Belén se convirtió en un eslabón entre el cielo y la tierra; Dios y el hombre se encontraron allí y se miraron cara a cara. Al asumir la carne humana, el Padre la preparó, el Espíritu la formó y el Hijo la recibió. El que tenía un nacimiento eterno en el seno del Padre tuvo ahora un nacimiento temporal. 

Fulton Sheen

«El Verbo se hizo carne.» La naturaleza divina, que era pura y santa, entró como principio renovador en la línea corrompida de la raza de Adán, sin ser afectada por la corrupción. Por medio de su nacimiento virginal, Jesucristo llegó a convertirse en un principio operativo en la historia humana sin hallarse sujeto al pecado.

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria que tuvo de su Padre, como Unigénito, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1, 14)

Belén se convirtió en un eslabón entre el cielo y la tierra; Dios y el hombre se encontraron allí y se miraron cara a cara. Al asumir la carne humana, el Padre la preparó, el Espíritu la formó y el Hijo la recibió. El que tenía un nacimiento eterno en el seno del Padre tuvo ahora un nacimiento temporal. El que había nacido en Belén vino a nacer en los corazones de los hombres. Porque, ¿de qué habría servido que hubiera nacido mil veces en Belén, a menos que naciera de nuevo en el hombre?

Mas a todos los que le recibieron les dio privilegio de ser hechos hijos de Dios. (Jn 1, 12)

Ahora el hombre no necesita esconderse de Dios, como hizo en otro tiempo Adán, ya que Él puede ser visto a través de la naturaleza humana de Cristo. Al hacerse hombre, Cristo no ganó ninguna nueva perfección, ni tampoco perdió nada de lo que poseía como Dios. Hallábase la omnipotencia de Dios en el movimiento de su brazo; el infinito amor de Dios en los latidos de su corazón humano, y la inconmensurable compasión de Dios hacia los pecadores en el brillo de sus ojos. Dios ha sido manifestado ahora en la carne; he aquí a lo que llamamos la encarnación. Toda la serie de atributos divinos de poder, bondad, justicia, amor y belleza se hallaban en Él. Y cuando nuestro divino Señor obraba y hablaba, Dios, en su naturaleza perfecta, se manifestaba a los que lo veían y escuchaban sus palabras o tocaban su cuerpo. Tal como Él mismo dijo más tarde a Felipe:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. (Jn 14, 9)

Nadie puede amar una cosa a menos que pueda rodearla con sus brazos. Y el cosmos es demasiado grande y abulta demasiado. Pero tan pronto como Dios llegó a ser un niño y fue envuelto en pañales y colocado en un pesebre, entonces la gente pudo decir: «Éste es Emmanuel, éste es Dios con nosotros’.» Por el hecho de descender Él hasta la frágil naturaleza humana y elevar a ésta hasta la incomparable prerrogativa de la unión con Él mismo, fue dignificada la naturaleza humana. Tan real era esta unión, que siendo propiamente humanos todos sus actos y palabras, todas sus congojas y lágrimas, todos sus pensamientos y razonamientos, resoluciones y emociones, eran al mismo tiempo los actos y las palabras, las congojas y las lágrimas, los pensamientos y razonamientos, las resoluciones y emociones del eterno Hijo de Dios.

Lo que los hombres denominan encarnación no es sino la unión de dos naturalezas, la divina y la humana, en una sola persona que gobierna a una y otra. Esto no es difícil de entender, puesto que, después de todo, ¿qué es el hombre, sino un ejemplo, a un nivel inconmensurablemente más bajo, de unión de dos substancias completamente diferentes, una material y otra inmaterial, una el cuerpo, otra el alma, regidas por una única personalidad humana? ¿Qué existe más distinto entre sí, que los poderes y facultades de la carne y el espíritu? Procediendo a su unidad, ¿qué dificultad habría, sin embargo, en concebir un momento en que el alma y el cuerpo estuvieran unidos en una sola personalidad? Que se hallen de tal manera unidos, constituye una experiencia bien clara para cualquier mortal. Y, con todo, es una experiencia que a nadie extraña, porque estamos familiarizados con ella.

Dios, que junta el cuerpo y el alma para formar una sola personalidad humana, a pesar de su diferente naturaleza, seguramente podría verificar la unión de un cuerpo humano y un alma humana con su divinidad bajo la fiscalización de su eterna persona. Esto es lo que quiere significarse con:

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. (Jn 1, 14)

La persona que asumió la naturaleza humana no fue creada como las demás personas. Su persona fue el Verbo, Palabra o Logos preexistente. Por otra parte, su naturaleza humana derivó de la concepción en el seno de María, en cuya concepción se fundió de la manera más hermosa el asombro del Espíritu con el humano fiat, o consentimiento de la mujer.

Éste es el comienzo de una nueva humanidad a partir del material del linaje caído. El hecho de que la Palabra llegara a hacerse carne, no quería decir que en la divina Palabra, o Verbo divino, se efectuara algún cambio. La Palabra de Dios, al extenderse, no abandonó al Padre. Lo que sucedió no fue tanto la conversión de la Divinidad en carne, como la incorporación del hombre en la Divinidad.

Hubo continuidad con la raza caída del hombre mediante la humanidad tomada de María; hay discontinuidad debido al hecho de que la persona de Cristo es el Logos preexistente. De este modo, Cristo llega a ser literalmente el segundo Adán, el hombre por medio del cual la raza humana empieza de nuevo. Su enseñanza se basaba en la incorporación de las naturalezas humanas a Él, del mismo modo que la naturaleza humana que Él había tomado de María estaba unida al Verbo eterno.

Es difícil para un ser humano llegar a comprender la humildad que implica el hecho de que el Verbo se hiciera carne. Imaginemos, si fuera posible, que una persona humana se despojara de su cuerpo y luego enviara su alma al cuerpo de una serpiente. Ello sería la causa de una doble humillación. Primero, aceptar las limitaciones de un organismo reptil, sabiendo la gran superioridad de la mente del hombre sobre la mente de la serpiente y que los colmillos de ésta no podrían articular adecuadamente unos pensamientos que nunca tuvo serpiente alguna. La segunda humillación consistiría en verse obligado, como resultado de este «vaciamiento de sí mismo», a vivir en compañía de serpientes. Pero todo esto no es nada en comparación con el vaciamiento de Dios, por medio del cual tomó forma de hombre y aceptó las limitaciones de la humanidad, tales como el hambre y la persecución; tampoco fue insignificante para la sabiduría de Dios condenarse a sí mismo a asociarse con pobres pescadores, que tan pocas cosas sabían. Pero esta humillación, que comenzó en Belén cuando fue concebido de María Virgen, fue solamente la primera humillación entre muchas realizadas para contrarrestar el orgullo del hombre, hasta la humillación final de la muerte en la cruz. Si no hubiese habido cruz, no habría existido pesebre; si no hubiera habido clavos, no habría habido paja. Pero no podía enseñar la lección de la cruz como rescate por el pecado; tenía que tomar la cruz. Dios, el Padre, no perdonó a su Hijo… tanto era el amor que sentía por la humanidad. Éste era el secreto que venía envuelto en los pañales.

BELÉN – FULTON SHEEN

Por tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre.» Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. 

Fulton Sheen

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital para este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado con respecto a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel. (Mt 2, 6)

José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien pertenecen el cielo y la tierra. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que tuvo una moneda que entregar al posadero, mas no lo había para quien venía para ser la Posada de todo corazón que estuviera sin hogar en este mundo. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos.»

Por último, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños durante las tormentas, $ allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo había de nacer sin padre en la tierra. De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que hubiera podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro lugar más que «en alguna parte de allá arriba»: cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, con sólo bajar la cabeza, podía contemplar el cielo.

En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza, Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de la vida que descendió del cielo», fue colocado en un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo no podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera — si es que en realidad había de nacer— en una posada. Un establo era el último lugar del mundo en que podía ser esperado. La Divinidad se halla donde menos se espera encontrarla.

Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentasen con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, le sería decretado, en virtud de un censo imperial, el lugar de nacimiento; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación se recostaría en un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo se había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla.

Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla. El Hijo del Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera.

Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. Agacharse es señal de humildad. Los orgullosos se niegan a hacerlo, y por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en la mano.

Por tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre.» Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en pañales en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en los pañales de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana.

Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. (Lc 2, 12)

Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. (Lc 2, 11)

Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. Que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrían de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizás una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

Como acertadamente dijo Caryll Houselander, «Belén es el trasunto del Calvario, tal como el copo de nieve lo es del universo». Esta misma idea expresó el poeta que dijo que, si conociera en todos sus detalles la flor que crece en unas ruinas, conocería también «lo que es Dios y el hombre».

Los científicos nos dicen que el átomo comprende en sí mismo el misterio del sistema solar. No es tan exacto que su nacimiento proyectara una sombra sobre su vida, y que así le condujese a la muerte; fue más bien que la cruz estaba allí desde el principio y proyectaba su sombra hacia su nacimiento. Los mortales corrientes pasan de lo conocido a lo desconocido, sometiéndose a fuerzas que escapan a su dominio; de ahí que podamos hablar de sus «tragedias». Pero Él pasó de lo conocido a lo conocido, desde la razón de su venida, a saber, de ser «Jesús» o «Salvador», a la consumación de su venida, es decir, a la muerte en la cruz. Por lo tanto, no hubo tragedia en su vida, ya que la tragedia implica lo imprevisible, lo incontrolable, lo fatal.

La vida moderna es trágica en cuanto hay en ella oscuridad espiritual y culpa irredimible. Mas para el Niño Jesús no había fuerzas incontrolables; no había para Él ninguna sumisión a cadenas fatalistas de las que no pudiera evadirse; pero había un «trasunto», el del pesebre micro cósmico que resumía, a la manera de un átomo, a macro cósmica cruz del Gólgota. En su primera venida, tomó el nombre de «Jesús», o «Salvador»; sólo en su segunda venida será cuando tomará el nombre de «Juez». «Jesús» no era un nombre que Él tuviera antes de asumir la naturaleza humana; propiamente se refiere al hecho de que estaba unido a su Divinidad, no a que existiera desde toda la eternidad. Algunos dicen: «Jesús enseñó»; tal como dirían: «Platón enseñó», sin pensar una sola vez que su nombre significa «el que salva del pecado». Una vez recibió este nombre, el Calvario llegó a ser completamente una parte de su existencia. La sombra de la cruz que se proyectaba sobre su cuna cubría también el significado de su nombre. Esto era «asunto de su Padre»; y todo lo demás sería algo secundario.

LA PREHISTORIA DE CRISTO – FULTON SHEEN

En la inmensidad de la eternidad, la palabra estaba con Dios. Pero hubo un momento en el tiempo en que Él no había venido de la Divinidad, tal como hay un momento en que un pensamiento de la mente humana no ha sido formulado todavía. 

Fulton Sheen

El Señor que había de nacer de María es la única persona del mundo que tuvo alguna vez una prehistoria; una prehistoria a estudiar no en el cieno primigenio y en las selvas primitivas, sino en el seno del eterno Padre. Aunque apareció como el hombre de las cavernas en Belén, ya que nació en un establo franqueado en la roca, su comienzo en el tiempo como hombre careció de comienzo, como Dios en la inmensidad de la eternidad. Sólo progresivamente fue revelando su divinidad, y esto no fue debido a que fuera creciendo en la conciencia de su divinidad, sino más bien a su deseo de no apresurarse a revelar el propósito de su venida. Al comienzo de su evangelio, refiere san Juan la prehistoria de Cristo como Hijo de Dios:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios; y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por Él, y sin Él nada fue hecho. (Jn 1, 1-3)

«En el principio era el Verbo.» Todo lo que hay en el mundo ha sido hecho conforme al pensamiento de Dios, pues todas las cosas exigen el pensamiento. Todo pájaro, toda flor, todo árbol fueron hechos conforme a una idea que existía en la divina mente. Los filósofos griegos sostenían que el pensamiento era algo abstracto. Ahora bien, el pensamiento o la Palabra de Dios se nos revelan como algo personal. La sabiduría es revestida de personalidad. Antes de su existencia terrena, Jesucristo es eternamente Dios, la sabiduría, el pensamiento del Padre. En su existencia terrena, Él es aquel pensamiento o Palabra de Dios que habla a los hombres. Las palabras de los hombres desaparecen cuando han sido concebidas y pronunciadas, pero la Palabra de Dios es pronunciada eternamente y jamás puede dejar de ser pronunciada. Por medio de su Palabra, el eterno Padre expresa todo lo que Él entiende, todo lo que Él conoce. Así como la mente conserva consigo misma por medio del pensamiento y ve y conoce el mundo merced a su pensamiento, el Padre se contempla a sí mismo como en un espejo en la persona de su Palabra. La inteligencia finita necesita muchas palabras para expresar ideas; pero Dios habla una vez por todas consigo mismo, una sola Palabra que alcanza el abismo de todas las cosas que son conocidas y pueden ser conocidas. En esa Palabra de Dios se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría, todos los secretos de las ciencias, todas las formas de las artes, todo el saber de la humanidad. Pero este saber, comparado con la Palabra, es solamente la sílaba más insignificante.

En la inmensidad de la eternidad, la palabra estaba con Dios. Pero hubo un momento en el tiempo en que Él no había venido de la Divinidad, tal como hay un momento en que un pensamiento de la mente humana no ha sido formulado todavía. Así como el sol nunca está sin su resplandor, así el Padre no está jamás sin su Hijo; y así como el pensador no está sin un pensamiento, de la misma manera, en grado infinito, la divina mente no está nunca sin su Palabra. Dios no pasó las eternas edades en una sublime actividad solitaria. Tenía una Palabra con Él, que era igual a Él mismo.

Todo fue hecho por Él y nada sin Él fue hecho. De todo ser Él era la vida; y la vida era la luz de los hombres. Y la luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no han podido alcanzarla. (Jn 1, 3-5)

Todo lo que existe en el espacio y en el tiempo, existe en virtud del poder creador de Dios. La materia no es eterna; el universo posee una personalidad inteligente que lo respalda, un arquitecto, un constructor, un sustentador. La creación es obra de Dios. El escultor trabaja con mármol, sobre el lienzo trabaja el pintor, pero ninguno de ellos puede crear propiamente nada. Realizan nuevas combinaciones con cosas ya existentes, pero nada más. La creación es obra exclusivamente de Dios. Dios escribe su nombre en el alma de cada ser humano. La razón y la conciencia son el Dios que tenemos dentro de nosotros en el orden natural.

Los padres de la primitiva Iglesia solían hablar de la sabiduría de Platón y de Aristóteles como si se tratara del Cristo inconsciente que tenemos dentro de nosotros. Los hombres son a manera de muchos libros que salen de la prensa divina, y si ninguna otra cosa se halla escrita en ellos, por lo menos el nombre de su Autor se encuentra grabado en la última página. Dios es como la marca de agua del papel, sobre la cual puede escribirse sin que desaparezca jamás.

¡Deo gratias!

13 AÑOS DE SACERDOCIO

“…Pero Él me dijo:

«Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza».

Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas,

para que habite en mí la fuerza de Cristo.”

2 Cor 12, 9

Una de las consideraciones que siempre me han cautivado al reflexionar en el Sagrado Corazón de nuestro Señor, es aquella impactante y a veces tan tierna predilección que tiene por la fragilidad humana.

Algo frágil es algo débil, de poca resistencia y fácil de romper, como el corazón del hombre; y el maravilloso hecho de que el Dios eterno y Todopoderoso se haya encarnado en la persona del Hijo, a fuerza de compasión, queriendo reparar y rescatar lo que el pecado había roto, no puede menos que fascinar a quien se detenga por un momento siquiera a considerarlo. ¡Oh, misteriosa predilección del Altísimo por la pequeñez!; el Verbo Encarnado entra en este mundo en la fragilidad del recién nacido, y saldrá del mismo en la fragilidad de una humanidad destrozada, deformada por el dolor, exangüe hasta acabar con todas sus fuerzas… Jesucristo, nuestro Redentor, sin embargo, allí donde más endeble se mostraba era más fuerte que nunca, pues la fortaleza de su Corazón amante lo sostuvo hasta consumar su obra, dejándonos entre tantos innumerables ejemplos, el del triunfo de la voluntad divina sobre la fragilidad humana que se pone en sus manos… Dicho esto, podemos dirigir ahora nuestros ojos de una manera más profunda -aunque siempre misteriosa-, a aquella inefable predilección que nuestro Sacerdote eterno ha querido realizar en “nuestra frágil existencia”, para hacernos partícipes de un don tan grande que no podía venir más que del Cielo; y tan exclusivo -e inmerecido- que solamente Jesucristo podía encargarse de ofrecer y llevar adelante con su gracia apoyada en nuestra pobre naturaleza: el don del sacerdocio católico; misterioso acontecimiento en nuestras vidas que a partir de la sagrada unción se volvió irrevocable; y que conforme pasa el tiempo se vuelve más incomprensible para el sacerdote, pues la conciencia de la propia indignidad va echando sus raíces a mayor profundidad cuanto más contempla la inmensidad de Dios y su propia finitud.

En el sacerdocio ministerial nos encontramos nuevamente con una paradoja, y de las más incomprensibles: el poder de Dios puesto en las manos, en los labios y en la vida misma de sus ministros; pequeñas creaturas, pecadores de nacimiento, limitados y heridos por naturaleza y, sin embargo, por esos velados designios del Señor, elegidos para administrar un poder que los sobrepasa y trasciende absolutamente… “Un tesoro en vasijas de barro”, figura perfecta para definir nuestro bendito ministerio: “Cada vocación sacerdotal, en su nivel más profundo, es un gran misterio, un don que trasciende infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros, sacerdotes, lo experimentamos muy claramente a lo largo de nuestra vida. Considerando la grandeza de este don, sentimos que no estamos a la altura de él.” (san Juan Pablo II)

Nuestro sacerdocio es tan frágil que, de hecho, puede romperse. O quizás es más preciso decir que “podemos romperlo”, como lo hizo Judas, por ejemplo. Por eso pedimos a diario la gracia de la perseverancia, porque lo que administramos nos sobrepasa y las almas que atendemos no son nuestras sino de Dios, ¡del Todopoderoso!; por eso debemos cuidar nuestro ministerio y pedir constantemente oraciones a los demás, para que a su vez también recen por nosotros. Debemos vivir de manera implacablemente atenta a “nuestro tesoro que es de Dios y de las almas”, pues la frágil vasija podría irse rompiendo de manera más bien sutil e imperceptible si no prestamos atención, y se puede ir resquebrajando poco a poco con el cansancio, las preocupaciones, el enfriamiento de las virtudes, la mundanidad o el exceso de trabajo, y tantas cosas más. Es por esto que, el sacerdocio y la oración han de ser inseparables; porque es allí, delante de Dios, donde Él mismo se encarga de mostrarnos las posibles fisuras y ofrecernos curación, renovando nuestras fuerzas e iluminando nuestras decisiones, pues sin Él nada podemos hacer: “Los sacerdotes deben permanecer cerca del Señor en la oración, frente al sagrario, no cediendo a quienes quieren alejarlos del centro que inspira su misión…” (Benedicto VXI).

Conforme pasa el tiempo, me parece que más claramente un sacerdote puede contemplar su propia fragilidad, esa misma sobre la cual Dios dirige su paternal mirada; es decir, ¿Quién soy yo para que el Rey de reyes descienda hasta mis pobres manos en cada consagración?, ¿quién soy para hacer las veces de mi Redentor en el tribunal de la misericordia, y ver cómo delante de mis propios ojos se rompen las cadenas del pecado?; débil, limitado, defectuoso: todo lo contrario al sumo Sacerdote e Hijo natural de Dios, y, sin embargo, apartado del mundo para ser su ministro… esta misma consideración fue, en su momento, la engañosa encrucijada del futuro primer Papa al encontrarse de golpe con la grandeza del Verbo Encarnado: “apártate de mí Señor, porque soy un pecador” (Lc 5,8). Qué actitud tan “humanamente lógica” y peligrosa si nos miramos a nosotros mismos; pero, así también, qué punto de partida tan sublime si, en cambio, miramos y escuchamos a nuestro Señor, el que nos ha elegido, diciéndonos también como a su vicario: “no temas… serás pescador de hombres” (Lc 5, 10); y se lo decía al mismo cuya posterior promesa de seguirlo hasta la muerte caería por tierra la noche misma de su ordenación sacerdotal -¡oh, Corazón Divino, ¿quién puede comprender tus designios?, ¿qué ves en los corazones de los pobres pecadores para elegirlos como tus ministros?-; y Jesucristo lo sabía perfectamente, pero aún así lo llamó; y sigue conociendo perfectamente también nuestras debilidades, ¡todas!, y aún así nos ha llamado y seguirá llamando a la fragilidad humana para formar parte de sus filas sacerdotales; porque así nos deja en claro que el sacerdocio que ha venido a inaugurar ejerce todo su poder gracias a Él y no a los hombres, y por eso mismo le renovó a Pedro su elección sacerdotal junto al lago: “Pedro, ¿me amas?… apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-19), para que, en la debilidad y el arrepentimiento del discípulo, brillara más la fuerza santificadora del Maestro; pues en cada vida que Él elige para su sagrado servicio, por fisurada e imperfecta que se encuentre -y hasta rota muchas veces-, es Él quien puede hacer las cosas grandes que desea, y a través de nosotros, simples mortales, llevar su Evangelio a los corazones que ha dispuesto que lleguemos.

Dios mira las almas de manera diferente. En su amor misericordioso, parece siempre fijarse más en lo que puede llegar a ser un alma bajo su cincel que en lo que es actualmente sin Él, sin su presencia transformadora. Hermosa figura de esta realidad es, por ejemplo, el pesebre: lugar vil, indigno, sucio, frío, apartado, despreciable, etc.; pero pongamos allí en el centro al Niño Dios, y veremos en seguida cómo se transforma en una obra de arte que invita a contemplar. Algo así es lo que pasa en el corazón del sacerdote que aceptó darle a Jesucristo el lugar principal durante el resto de su existencia… porque Dios mira diferente, y Él elige también de manera diferente tantas veces: “…antes lo necio del mundo se escogió Dios, para confundir a los sabios; y lo débil del mundo se escogió Dios, para confundir a lo fuerte; y lo vil del mundo y tenido en nada se escogió Dios, lo que no es, para anular a lo que es; a fin de que no se gloríe mortal alguno en el acatamiento de Dios. De Él os viene lo que vosotros sois en Cristo Jesús…” (1 Cor 1, 27-30)

Queridos hermanos en el sacerdocio, en este día de acción de gracias por un año más al servicio de Dios, a pesar de las flaquezas personales, a pesar de los errores y defectos que hay que seguir combatiendo; roguemos al Cielo para que aprendamos a imitar a nuestro Sumo Sacerdote, quien desde la maravillosa cátedra de la Cruz nos enseñó a clavar allí también nuestra debilidad; porque allí donde lo frágil del hombre se deja crucificar junto a su Maestro, es donde la fuerza de Dios más nos sostiene y comienza a obrar lo que esperaba de nosotros.

Sepámonos siempre frágiles, para anonadarnos y cuidar en todo nuestro ministerio; rezando siempre “por todas las vasijas de barro”, las que peligran, las fisuradas, las que se rompieron (porque Dios puede restaurarlo todo), las que son fieles y las que son santas para que perseveren y se santifiquen más; y dejémosle a Dios valerse de nuestra fragilidad para su gloria y la salvación de las almas.

“Experimentar la vocación es un acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu Santo que, al mismo tiempo que perfila nuestra frágil realidad humana, enciende en nuestros corazones una luz nueva. Infunde una fuerza extraordinaria que incorpora nuestra existencia al quehacer divino.” (San Juan Pablo II)

P. Jason Jorquera M., IVE.