Archivos de categoría: Meditaciones

HOMILIA DE SAN JUAN PABLO II – CANONIZACIÓN DE SANTA FAUSTINA KOWALSKA

En ocasión del 25º aniversario de la canonización de Sor Faustina Kowalska, en el 30/04/2000, volvamos a recordar las hermosas palabras de San Juan Pablo II pronunciadas en aquél día memorable.

1. “Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius“, “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (…) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23).

Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: “Estos dos haces ―le explicó un día Jesús mismo― representan la sangre y el agua” (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132).

2. ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista san Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir “sangre y agua” (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39).

La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: “Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona”, pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un “segundo nombre” del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?

Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia.

Jesús dijo a sor Faustina: “La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina” (Diario, p. 132). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

3. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.

Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: “Paz a vosotros”. Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna.

4. Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de “domingo de la Misericordia divina”. A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que “el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7)” (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales.

Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: “Misericordias Domini in aeternum cantabo”.

5. La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos.

El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos.

En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia!

En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: “En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía” (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las “obras de misericordia”, espirituales y corporales. Aquí la misericordia se transformó en hacerse concretamente “prójimo” de los hermanos más indigentes.

6. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: “Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo” (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!

En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.

7. Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación “Jesús, en ti confío”, que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno.

8. “Misericordias Domini in aeternum cantabo” (Sal 89, 2). A la voz de María santísima, la “Madre de la misericordia”, a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.

Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la misericordia divina, ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: “Cristo, Jesús, en ti confío”.

ALABANZA A LA TRINIDAD

Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Santa Catalina de Siena

Gracias, gracias a ti, Padre eterno, que, siendo yo criatura tuya, no me has despreciado ni has apartado tu rostro de mí, ni has menospreciado mis deseos. Tú, Luz, no has tenido en cuenta mis tinieblas; tú, Vida, no has mirado que estoy muerta; tú, Médico, no te has apartado de mí por mis enfermedades; tú, Pureza eterna, me atendiste a mí, que me encuentro llena de miserias; tú, Infinito, viniste a mí, que soy perecedera; tú, Sabiduría, llegaste a mí, que soy necia.

Tú, Sabiduría; tú, Bondad; tu Clemencia, y tú, infinito Bien, no me has despreciado por todos estos y otros infinitos males y pecados que hay en mí, sino que de tu luz me has dado luz. He conocido en tu sabiduría la verdad; en tu clemencia he encontrado tu caridad y el amor al prójimo. ¿Quién te ha obligado? No mis virtudes, sino sólo tu caridad.

¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorada de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo.

¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume: tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; tú iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe ves que mi alma tiene vida y con esta luz recibe la luz.

En esta luz te conozco y te presentas a mí, tú, infinito Bien, más excelso que cualquier otro. Bien feliz, incomprensible e inestimable. Eres Belleza sobre toda belleza, Sabiduría sobre toda sabiduría; es más, eres la Sabiduría en sí misma. Eres alimento de los ángeles; te has dado a los hombres con ardiente fuego de amor. Eres Vestido que cubre toda desnudez; alimentas con dulzura a los que tienen hambre. Eres dulce, sin amargura alguna.

¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste, recibida con la de la santísima fe, he conocido por muchas y admirables explicaciones, allanando esa luz el camino de la perfección, a fin de con ella y no en tinieblas te sirva, sea espejo de buena y santa vida, pues siempre, por mi culpa, te he servido en tinieblas. No he conocido tu Verdad, y por ello no la he amado. ¿Por qué no te conocí? Porque no te vi con la gloriosa luz de la fe, ya que la nube del amor propio ofuscó los ojos de mi entendimiento. Tú, Trinidad eterna, con la luz disipaste las tinieblas.

¿Quién podrá llegar a tu altura para darte gracias por tanto desmedido don y grandes beneficios como me has otorgado? La doctrina de la verdad que me has comunicado es una gracia especial, además de la común que das a las otras criaturas. Quisiste condescender con mi necesidad y la de las demás criaturas semejantes a nosotros.

Responde tú, Señor. Tú mismo lo diste y tú mismo respondes y satisfaces infundiendo una luz de gracia en mí, a fin de que con esa luz yo te dé gracias. Vísteme, vísteme de ti, Verdad eterna, para que camine aprisa por esta vida mortal con verdadera obediencia y con la luz de la santísima fe, con la que parece que de nuevo embriagas al alma. Deo gratias. Amén.

LOS DOS PARTIDOS [CARTA A LOS AMIGOS DE LA CRUZ]

Recordad, queridos Confrades, que nuestro buen Jesús nos mira en este instante y dice a cada uno de vosotros en particular: “He aquí que casi todos me han abandonado en el camino real de la Cruz.

San Luis María Grignion de Montfort

2° – Los Dos Partidos

  1. A) El partido de Jesús y el del mundo

[7] He aquí, queridos Confrades, dos partidos que se enfrentan todos los días: el de Jesucristo y el del mundo. El de nuestro amable Salvador está a la derecha, en una pendiente ascendente, en un camino estrecho que se ha vuelto aún más angosto debido a la corrupción del mundo. El buen Maestro va al frente, con los pies descalzos, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo todo ensangrentado y cargando una pesada Cruz. Solo unas pocas personas, y de las más valientes, lo siguen, porque su voz tan delicada no se escucha en medio del tumulto del mundo; o bien, no se tiene el valor de seguirlo en su pobreza, sus dolores, sus humillaciones y sus otras cruces, que necesariamente hay que llevar, a su servicio, todos los días de la vida.​

[8] A la izquierda está el partido del mundo, o del demonio, que es el más numeroso, el más significativo y el más brillante, al menos en apariencia. Todos los individuos más destacados corren hacia él; se apresuran, a pesar de que los caminos son amplios, más amplios que nunca debido a las multitudes que por ellos pasan como torrentes, y están sembrados de flores, bordeados de placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata.​

  1. B) Espíritu totalmente opuesto de los dos partidos

[9] A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Jesucristo solo habla de lágrimas, penitencias, oraciones y desprecio del mundo; se oyen continuamente estas palabras, entrecortadas de sollozos: “Suframos, lloremos, ayunemos, oremos, ocultémonos, humillémonos, empobrezcámonos, mortifiquémonos; porque el que no tiene el espíritu de Jesucristo, que es un espíritu de cruz, no le pertenece; los que son de Jesucristo han mortificado la carne con sus concupiscencias; es necesario conformarse a la imagen de Jesucristo o condenarse. ¡Ánimo!”, exclaman ellos. “¡Ánimo! Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Aquel que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo. El siervo no es mayor que su señor. Un momento de leve tribulación redunda en peso eterno de gloria. Hay menos elegidos de lo que se piensa. Solo los valientes y los violentos arrebatan el cielo por la fuerza; nadie será coronado allí si no ha combatido legítimamente, según el Evangelio, y no según la moda. ¡Combatamos, pues, vigorosamente, corramos rápidamente para alcanzar la meta, a fin de ganar la corona!” He aquí una parte de las palabras divinas con que los Amigos de la Cruz se animan mutuamente.​

[10] Los mundanos, al contrario, gritan todos los días, para animarse a perseverar en su malicia sin escrúpulos: “¡Vida, vida! ¡Paz, paz! ¡Alegría, alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos, juguemos! Dios es bueno, Dios no nos hizo para que nos condenáramos; Dios no prohíbe que nos divirtamos; no nos condenaremos por eso. ¡Nada de escrúpulos! Non moriemini, etc…”​

  1. C) Amorosa llamada de Jesús

[11] Recordad, queridos Confrades, que nuestro buen Jesús nos mira en este instante y dice a cada uno de vosotros en particular: “He aquí que casi todos me han abandonado en el camino real de la Cruz. Los idólatras ciegos se burlan de mi cruz como de una locura, los judíos obstinados se escandalizan de ella, como si fuera objeto de horror, los herejes la han roto y derribado como cosa digna de desprecio. Pero, y esto solo puedo decirlo con lágrimas en los ojos y con el corazón traspasado de dolor, los hijos que crié en mi seno y que instruí en mi escuela, mis miembros, que animé con mi espíritu, me han abandonado y despreciado, convirtiéndose en enemigos de mi cruz. – Numquid et vos vultis abire? ¿Queréis, vosotros también, abandonarme, huyendo de mi Cruz, como los mundanos, que en esto son otros tantos anticristos: antichristi multi? ¿Queréis, en fin, conformaros al siglo presente, despreciar la pobreza de mi Cruz, para correr tras las riquezas? ¿Evitar el dolor de mi Cruz para buscar los placeres? ¿Odiar las humillaciones de mi Cruz, para ambicionar las honras? Tengo, en apariencia, muchos amigos que me hacen protestas de amor, y que, en el fondo, me odian, pues no aman mi Cruz; muchos amigos de mi mesa y poquísimos amigos de mi Cruz.​

[12] A esta amorosa llamada de Jesús, elevémonos por encima de nosotros mismos; no nos dejemos seducir por nuestros sentidos, como Eva; no miremos sino al autor y consumador de nuestra fe, Jesús crucificado; huyamos de la corrupción de la concupiscencia del mundo corrompido; amemos a Jesucristo de la mejor manera, es decir, a través de toda clase de cruces. Meditemos bien estas admirables palabras de nuestro amable Maestro, que encierran toda la perfección de la vida cristiana: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Fragmento del libro Carta a los amigos de la Cruz

¡Jesucristo se merece honores!

Reflexión de viernes santo en Nazaret

Hubo un viernes diferente,

que en silencio respetuoso

fue testigo doloroso

-resignado e impotente-,

del error más insolente;

escondido tras el manto

de la fe que guarda tanto,

y veía en el madero

más que un hombre un fiel cordero,

¡que era el Santo de los santos!

Cada año, por gracia de Dios, en viernes santo podemos participar, entre otras piadosas ceremonias, del emotivo “funeral de Cristo”. Este año fue en Nazaret, donde nuevamente este día fue el de mayor participación de los feligreses, quienes llenaban la basílica hasta el tope para ver y tratar de acercarse a la hermosa imagen de nuestro Señor difunto, de tamaño natural, y como siempre sobre su correspondiente colchón de flores rojas, tan deseadas por los presentes para ser llevadas a sus casas como precioso recuerdo de este día tan especial, tan conmemorativo y a la vez tan distinto de aquel primer viernes santo de la historia… en seguida me explico.

El primer viernes santo fue absolutamente gris: nuestro Señor, abandonado a la tristeza de muerte de su corazón que caminaba sin retorno hacia el calvario, entre burlas y maledicencias; quedando exangüe de camino y finalmente habiendo consumado su sacrificio de manera totalmente opuesta a la entrada triunfal con que, una semana antes, había sido recibido. Y no hubo funeral. Lo bajaron con presteza para llevarlo al sepulcro lo antes posible; sin honores, sin aclamaciones, sin reconocimiento; recibiendo el tierno abrazo de su madre como único homenaje a su sacratísimo cuerpo malherido. Hoy, en cambio, sí hay funeral. Hoy en día en viernes santo, los creyentes hacemos lo posible por “contradecir” aquella entrega redentora que, externamente, terminó en tinieblas; porque nosotros sí sabemos quién es el que se entrega, y somos bien conscientes de que dicha entrega nos abrió las puertas de los Cielos; es por eso que conmemoramos el viernes santo de manera tan distinta, porque tenemos que hacerlo así, ¡Jesucristo se merece honores!, ¡su sacrificio ha de ser reconocido!, ¡nuestro Señor no puede pasar desapercibido!

La liturgia del funeral de Cristo es por eso profundamente emotiva: todos los sacerdotes presentes rodean respetuosamente el féretro del Señor yacente, el cual es rociado con agua bendita e incensado antes de comenzar la solemne procesión que poco a poco debe abrirse paso entre el mar de feligreses, que acercan sus manos para tocarlo y persignarse, y continuar rezando mientras acompañan lentamente el homenaje. Es realmente hermoso cuando, al llegar a las puertas de la basílica para salir al patio externo nos encontramos con que ni siquiera las escaleras que bajan hasta la gruta, ni las que suben hacia el portón de salida, pueden verse, pues también están abarrotadas de feligreses honrando la muerte redentora de nuestro Señor; y los “Hosanas” de los niños del primer Domingo de ramos parecen encontrar un eco en los labios de los niños pequeños que besan la hermosa imagen levantados en brazos de sus padres conforme ésta va pasando, mientras el coro de la basílica y los instrumentos cantan y suenan con todas sus fuerzas, porque es lo que corresponde. Hoy en día, nosotros debemos tomar el lugar de aquellos beneficiarios que antaño no se presentaron para el funeral del Señor: aquel día no estaban los que habían sido leprosos, sordomudos, endemoniados ni aquejados de cualquier otro mal del cual Jesús los había librado; pero hoy estamos nosotros, ¡debemos estar nosotros!, y no sólo en viernes santo sino durante toda nuestra vida, rindiendo valiente homenaje a nuestro Señor, porque somos sus actuales beneficiarios: somos los redimidos, los perdonados, los que podemos recibir su gracia, los que podemos salir del pecado y hasta hacernos santos gracias al Cordero de Dios que se ha entregado por nosotros a la muerte.

Acompañemos siempre a nuestro Señor: en su pasión, para alcanzar la conversión del corazón, cada vez más cerca del suyo; en su resurrección, para animarnos a buscar su gloria puestos nuestros ojos en la meta, donde el Hijo de Dios, nuestro gran triunfador, espera a los que valientemente estén dispuestos a rendirle honores con sus vidas.

P. Jason Jorquera M., IVE.

SERMÓN SOBRE LOS DOLORES DE LA VIRGEN

¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

San Juan María Vianney

 

Mis hermanos:

Hoy meditamos sobre los dolores de Nuestra Señora. ¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

Nuestra Señora de los Dolores es ese modelo perfecto de paciencia y sumisión a la voluntad de Dios, incluso en medio de las mayores pruebas. Sus dolores fueron muchos, y, como nos recuerda la tradición de la Iglesia, estos dolores son siete:

La profecía de Simeón:
Cuando el anciano Simeón tomó al Niño Jesús en sus brazos en el Templo y le dijo a María: “Este niño está destinado a ser causa de caída y de resurgimiento para muchos en Israel, y será una señal de contradicción; y a ti, una espada te atravesará el alma”. ¡Oh, qué amargo fue este momento para Nuestra Señora! Ella ya veía, en espíritu, los tormentos de su Hijo, el desprecio que Él sufriría, y la agonía de su muerte en la cruz.

La huida a Egipto:
Poco después del nacimiento de Jesús, Herodes busca matar al Niño, y José recibe un aviso del ángel para huir. María debe escapar a un país extranjero, llevando a su Hijo en brazos. ¡Qué angustia para la Madre de Dios ver a su Hijo amenazado de muerte por un tirano cruel, y no tener un lugar seguro para Él!

La pérdida de Jesús en el Templo:
Imaginemos la aflicción de María cuando, al regresar de Jerusalén, se da cuenta de que su Hijo ha desaparecido. Durante tres días, ella y San José lo buscan, hasta que finalmente lo encuentran en el Templo. ¡Oh, qué dolor para el corazón de una madre, buscar a su Hijo amado sin saber dónde está!

El encuentro con Jesús en el camino del Calvario:
Este encuentro es quizá el más doloroso. María ve a su Hijo herido, sangrando y cargando una pesada cruz sobre sus hombros. Lo acompaña con el corazón destrozado. Cada paso de Jesús es como una espada que atraviesa el alma de María.

La crucifixión de Jesús:
¡Oh, mis hermanos, qué dolor indescriptible! María está allí, al pie de la cruz, presenciando la muerte de su Hijo. Jesús es clavado en la cruz, y María escucha el sonido de los martillos que perforan sus manos y pies. Escucha sus palabras de agonía, ve su cuerpo desfigurado, pero no puede hacer nada para aliviar su sufrimiento. Todo el dolor de Jesús es también el dolor de María.

El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz:
Cuando Jesús es retirado de la cruz, su cuerpo sin vida es colocado en los brazos de su Madre. Ella lo sostiene, lo contempla, y ve todas las llagas y heridas que Él sufrió por nuestra salvación. María sufre en silencio, aceptando este inmenso dolor con una sumisión perfecta a la voluntad de Dios.

La sepultura de Jesús:
Finalmente, el cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro. María debe despedirse de su Hijo. ¡Qué momento de desolación! Para una madre, no hay dolor más grande que ver a su hijo muerto ser enterrado. Y, sin embargo, María soporta todo esto con fe y confianza.

Mis hermanos, ¿qué nos enseñan los dolores de Nuestra Señora? Nos muestran el camino de la paciencia, de la sumisión y de la confianza en Dios, incluso en los momentos más difíciles. María no se rebela, no cuestiona los designios de Dios. Ella acepta todo con un amor profundo y una confianza inquebrantable en su Señor.

Debemos aprender de Nuestra Señora a aceptar las cruces que Dios permite en nuestras vidas. Muchas veces, en nuestros dolores y sufrimientos, podemos ser tentados a desesperarnos o a murmurar contra Dios. Pero María nos enseña que, con fe y amor, podemos transformar nuestros sufrimientos en un camino de santificación.

Acerquémonos a Nuestra Señora de los Dolores en nuestros momentos de aflicción. Ella, que soportó tanto sufrimiento por amor a nosotros, ciertamente intercederá por nosotros ante su Hijo. Que, al meditar sobre sus dolores, podamos encontrar en ella el consuelo y la fuerza para cargar nuestras propias cruces.

Que Nuestra Señora de los Dolores nos acompañe siempre y nos conduzca a su Hijo, Jesucristo. Amén.

 

EL VALOR DE LA SANGRE DE CRISTO

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor.

San Juan Crisóstomo

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras.

Inmolad —dice Moisés— un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa”. «¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres dotados de razón?» «Sin duda —responde Moisés—: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor».

Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado salió sangre y agua“. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.

Por esta misma razón, afirma san Pablo: “Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos”, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras este dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto.

Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él mismo ha hecho renacer.

De las catequesis de San Juan Crisóstomo, obispo

(Catequesis 3, 13-19: SCh 50. 174-177)

AL LAVATORIO DEL FALSO APÓSTOL

Lope de Vega

Besando está Jesucristo

de un hombre infame los pies,

después de haberlos lavado

y regalado también.

 

Como eran los pies autores

de aquella traición cruel,

con la boca está probando

si los puede detener.

 

¡Oh besos tan mal pagados!

Mi vida, no le beséis,

pues sólo para que os prendan

os ha de besar después.

 

¡Oh estéril planta perdida,

que regada por el pie,

y dándole el sol de Cristo,

no tuvo calor de fe!

 

¿Los pies le laváis, Señor?

Pero si os van a vender,

¿cómo pueden quedar limpios,

aunque vos se los lavéis?

 

De aquello que vos laváis

decía un Profeta Rey,

que más que nieve sería,

y en estos pies no lo fue.

 

Mas no lo quedar el dueño

no estuvo en vos, sino en él,

que mal puede sin materia

imprimir la forma bien.

 

¡Oh soberana humildad!

¿Quién no se admira que esté

el infierno sobre el cielo,

que es más que el mundo al revés?

 

Nunca en la Iglesia de Cristo

los hombres pensaron ver

que esté el pecador sentado

y el Sacerdote a los pies.

 

Hoy parece un falso apóstol

más soberbio que Luzbel,

que el otro quiso igualarse,

y éste más alto se ve.

 

Amigo, entre sí le dice,

¿cómo me quieres poner

en manos de mi enemigo

por tan pequeño interés?

 

La forma tengo de siervo,

porque le dijo a Gabriel

mi Madre que ella lo era

y desde allí lo quedé.

 

Pero es el precio muy poco,

y partes en mí se ven

que al fin por treinta dineros

es lástima que las des.

 

Hijo soy de Dios eterno,

y tan bueno como él,

de su sentencia engendrado

y con su mismo poder.

 

Con las gracias que hay en mí,

mudos hablan, ciegos ven,

muertos viven, que tú sólo

no quieres vivir ni ver.

 

Mi hermosura aquí la miras,

mis años son treinta y tres,

que aún a dinero por año

no has querido que te den.

 

Aunque es mi madre tan pobre

que te diera, yo lo sé,

más que aquellos mercaderes

de la sangre de José.

 

¿Cómo diste tan barato

todo el trigo de Belén,

pan de la tierra y el cielo

se han de sustentar con él?

 

¿Qué Cordero aquestas Pascuas

para la Ley de Moisés,

no valdrá más que yo valgo,

siendo de gracia mi ley?

 

Dulce Jesús de mi vida,

más inocente que Abel,

no lavéis más estas plantas,

piedras son, que no son pies.

 

Quitad la boca, Señor,

de ese bárbaro infiel,

y esas manos amorosas

en nuestras almas poned.

 

Porque lavadas de vos

vayan con vos a comer

ese Cordero divino

a la gran Jerusalén.

 

LA PLENITUD DEL AMOR

Él era libre para dar su vida y libre para volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su  carne no experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad

San Agustín

 

El Señor, Hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo evangelista Juan en su carta: “Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos”, amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por nosotros.

Es la misma idea que encontramos en el libro de los Proverbios: “Sentado a la mesa de un señor, mira bien qué te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante”. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar bien lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: “Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas”. Esto significa preparar algo semejante. Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo semejante.

Por esto, al reunirnos junto a la mesa del Señor, no los recordamos del mismo modo que a los demás que descansan en paz, para rogar por ellos, sino más bien para que ellos rueguen por nosotros, a fin de que sigamos su ejemplo, ya que ellos pusieron en práctica aquel amor del que dice el Señor que no hay otro más grande. Ellos mostraron a sus hermanos la manera como hay que preparar algo semejante a lo que también ellos habían tomado de la mesa del Señor.

Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros pudiéramos igualarnos al Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el testimonio de nuestra sangre. Él era libre para dar su vida y libre para volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su  carne no experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros, sus sarmientos, se nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos tener vida.

Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos, ningún mártir derrama su sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos, como hizo él por nosotros, ya que en esto no nos dio un ejemplo que imitar, sino un motivo para congratularnos. Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros.

De los tratados de San Agustín, obispo, sobre el Evangelio de San Juan.

(Tratado 84, 1-2: CCL. 36,536-538)

UNA SOLA MUERTE EN EL BAUTISMO

Y  así, para llegar a una vida perfecta, es necesario imitar a Cristo, no solo en los ejemplos que nos dio durante su vida, ejemplos de mansedumbre, de humildad y de paciencia, sino también en su muerte

San Basilio Magno

 

Nuestro Dios y Salvador realizó su plan de salvar al hombre levantándolo de su caída y haciendo que pasara del estado de alejamiento, al que le había llevado su desobediencia, al estado de familiaridad con Dios. Este fue el motivo de la venida de Cristo en la carne, de sus ejemplos de vida evangélica, de sus sufrimientos, de su cruz, de su sepultura y de su resurrección: que el hombre, una vez salvado, recobrara, por la imitación de Cristo, su antigua condición de hijo adoptivo.

Y  así, para llegar a una vida perfecta, es necesario imitar a Cristo, no solo en los ejemplos que nos dio durante su vida, ejemplos de mansedumbre, de humildad y de paciencia, sino también en su muerte, como dice Pablo, el imitador de Cristo: “Muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos“.

Mas, ¿de qué manera podremos reproducir en nosotros su muerte? Sepultándonos con él por el bautismo. ¿En qué consiste este modo de sepultura, y de qué nos sirve el imitarla? En primer lugar, es necesario cortar con la vida anterior. Y esto nadie puede conseguirlo sin aquel nuevo nacimiento de que nos habla el Señor, ya que la regeneración, como su mismo nombre indica, es el comienzo de una vida nueva. Por esto, antes de comenzar esta vida nueva, es necesario poner fin a la anterior. En esto sucede lo mismo que con los que corren en el estadio: estos, al llegar al fin de la primera parte de la carrera, antes de girar en redondo, necesitan hacer una pequeña parada o pausa, para reemprender luego el camino de vuelta; así también, en este cambio de vida, era necesario interponer la muerte entre la primera vida y la posterior, muerte que pone fin a los actos precedentes y da comienzo a los subsiguientes.

¿Cómo podremos, pues, imitar a Cristo en su descenso a la región de los muertos? Imitando su sepultura mediante el bautismo. En efecto, los cuerpos de los que son bautizados quedan, en cierto modo, sepultados bajo las aguas. Por esto el bautismo significa, de un modo misterioso, el despojo de las obras de la carne, según aquellas palabras del Apóstol: “Fuisteis circuncidados con una circuncisión no hecha por hombres, cuando os despojaron de los bajos instintos de la carne, por la circuncisión de Cristo. Por el bautismo fuisteis sepultados con Él“, ya que el bautismo en cierto modo purifica el alma de las manchas ocasionadas en ella por el influjo de esta vida en carne mortal, según está escrito: “Lávame: quedaré más blanco que la nieve“. Por esto reconocemos un solo bautismo salvador, ya que es una sola la muerte en favor del mundo y una sola la resurrección de entre los muertos, y de ambas es figura el bautismo.

 

Del libro de San Basilio Magno, obispo, sobre el Espíritu Santo

(Cap. 15,35: PG 32,127-130)

Meditación sobre la pasión del Señor

El que quiera venerar de verdad la pasión del Señor debe contemplar de tal manera, con los ojos de su corazón, a Jesús crucificado, que reconozca su propia carne en la carne de Jesús.

San León Magno


Que tiemble la tierra por el suplicio de su Redentor, que se hiendan las rocas que son los corazones de los infieles y que salgan fuera, venciendo la mole que los abruma, los que se hallaban bajo el peso mortal del sepulcro. Que se aparezcan ahora también en la ciudad santa, es decir, en la Iglesia de Dios, como anuncio de la resurrección futura, y que lo que ha de tener lugar en los cuerpos se realice ya en los corazones.

No hay enfermo a quien le sea negada la victoria de la cruz, ni hay nadie a quien no ayude la oración de Cristo. Pues si ésta fue de provecho para los que tanto se ensañaban con él, ¿cuánto más no lo será para los que se convierten a él?

La ignorancia ha sido eliminada, la dificultad atemperada, y la sangre sagrada de Cristo ha apagado aquella espada de fuego que guardaba las fronteras de la vida. La oscuridad de la antigua noche ha cedido el lugar a la luz verdadera.

El pueblo cristiano es invitado a gozar de las riquezas del paraíso, y a todos los regenerados les ha quedado abierto el regreso a la patria perdida, a no ser que ellos mismos se cierren aquel camino que pudo ser abierto por la fe de un ladrón.

Procuremos ahora que la ansiedad y la soberbia de las cosas de esta vida presente no nos sean obstáculo para conformarnos de todo corazón a nuestro Redentor, siguiendo sus ejemplos. Nada hizo él ni padeció que no fuera por nuestra salvación, para que todo lo que de bueno hay en la cabeza lo posea también el cuerpo.

En primer lugar, aquella asunción de nuestra substancia en la Divinidad, por la cual la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, ¿a quién dejó excluido de su misericordia sino al que se resista a creer? ¿Y quién hay que no tenga una naturaleza común con la de Cristo, con tal de que reciba al que asumió la suya? ¿Y quién hay que no sea regenerado por el mismo Espíritu por el que él fue engendrado? Finalmente, ¿quién no reconoce en él su propia debilidad? ¿Quién no se da cuenta de que el hecho de tomar alimento, de entregarse al descanso del sueño, de haber experimentado la angustia y la tristeza, de haber derramado lágrimas de piedad es todo ello consecuencia de haber tomado la condición de siervo?

Es que esta condición tenía que ser curada de sus antiguas heridas, purificada de la inmundicia del pecado; por eso el Hijo único de Dios se hizo también hijo del hombre, de modo que poseyó la condición humana en toda su realidad y la condición divina en toda su plenitud.

Es, por tanto, algo nuestro aquel que yació exánime en el sepulcro, que resucitó al tercer día y que subió a la derecha del Padre en lo más alto de los cielos; de manera que, si avanzamos por el camino de sus mandamientos, si no nos avergonzamos de confesar todo lo que hizo por nuestra salvación en la humildad de su cuerpo, también nosotros tendremos parte en su gloria, ya que no puede dejar de cumplirse lo que prometió: A todo aquel que me reconozca ante los hombres lo reconoceré yo también ante mi Padre que está en los cielos.

De los Sermones de san León Magno, papa
(Sermón 15 Sobre la pasión del Señor, 3-4: PL 54, 366-367)