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EL TESTAMENTO DE CRISTO

El testamento de Jesucristo
Hic calix novum testamentum 
est in meo sanguine.
“Este cáliz de mi sangre 
es mi testamento”.
(1 Co 11, 25)

San Pedro Julián Eymard

El jueves santo, es decir, la víspera de su muerte, cuando instituyó el sacramento adorable de la Eucaristía, es el día más hermoso de la vida de nuestro Señor, el día por excelencia de su amor y cariño.

¡Jesucristo va a quedar perpetuamente en medio de nosotros!

¡Grande es el amor que nos demuestra en la cruz; el día de su muerte nos manifiesta, sin duda, mucho amor; pero sus dolores acabarán y el viernes santo no dura más que un día, en tanto que el jueves santo se prolongará hasta el fin del mundo!

Jesús se ha hecho sacramento de sí mismo para siempre.

I

Nuestro Señor, próximo a morir, se acuerda que es padre y quiere hacer testamento.

¡Qué acto más solemne en una familia! ¡Es, por decirlo así, el último de la vida y se prolonga más allá del sepulcro!

El padre de familia, llegado este momento, reparte lo que tiene. Todo lo da menos su propia persona, de la que no puede disponer. A cada uno de sus hijos, sin excluir los amigos, les hace un legado, les entrega lo que tiene en más estima.

Nuestro Señor se dará a sí mismo. El carece de fincas, posesiones o riquezas; ni siquiera tiene dónde reclinar la cabeza. Los que esperen de El algún bien temporal se llevarán un chasco, pues todo su caudal se reduce a una cruz, tres clavos y una corona de espinas…

¡Ah, si Jesús distribuyese bienes materiales, cuántos se harían buenos cristianos! ¡Todos querrían entonces ser discípulos suyos! Pero Jesús no tiene nada que dar aquí en la tierra, ni siquiera gloria mundana, porque harto humillado va a quedar en su pasión.

Y, sin embargo, nuestro Señor quiere hacer testamento. ¿De qué? ¡Ah, sí, de sí mismo! Es Dios y hombre; como Dios, tiene la posesión de su sacratísima humanidad, y ésta es la que nos entregará, y junto con la humanidad, todo lo que es.

Esta entrega es puro don y no un préstamo. Se inmoviliza, se hace como una cosa, para que podamos poseerle.

Toma las apariencias de pan que se convierte en su cuerpo, sangre, alma y divinidad, y de esta suerte, aunque no se le ve, se le posee.

Esta es toda nuestra herencia: Nuestro señor Jesucristo. El cual quiere darse a todos, aunque no todos quieren recibirle. Algunos, sí, querrían aceptar este precioso don, pero no las condiciones de pureza y santidad que El mismo les pone, y el poder de su malicia es tan grande que anula el legado divino.

II

Admiremos las divinas invenciones del amor de nuestro señor Jesucristo. Sólo Él ha podido excogitar esta obra de amor.

¿Quién hubiera podido preverla, ni aun concebirla siquiera?… Ni los mismos ángeles. Sólo nuestro Señor pudo idearla.

¿Que tenéis necesidad de pan? Yo seré vuestro pan.

Jesús muere contento dejándonos este pan, ¡y qué pan!, como un padre de familia que pasa la vida trabajando sin otro fin que dejar a sus hijos al morir un pedazo de pan. ¿Podía darnos algo más, por ventura?

En su testamento de amor lo ha incluido todo: todas sus gracias, su misma gloria.

Así que podemos decir al Padre celestial: “Dadme, Señor, las gracias que necesito, cuyo precio satisfaré enteramente. Sí, Señor, os pagaré con Jesús sacramentado, pertenencia mía, propiedad mía, que se ha entregado a mí para que pueda negociar con Vos todo lo que necesito. Todas vuestras gracias, vuestra misma gloria son inferiores, ¡oh Padre eterno!, al precio que por ellas doy”.

Cuando pecamos tenemos una víctima que ofrecer por nuestras culpas, pues nos pertenece, es nuestra, y nos autoriza para hablar al Padre celestial en esta forma: “¡Oh Padre!, yo os la ofrezco y espero me perdonaréis por Jesús. Porque ¿no ha sufrido por mí con exceso y satisfecho superabundantemente por mis pecados?”

Por muchos y excelentes que sean los dones que Dios nos concede, siempre le podemos considerar como deudor nuestro, puesto que podemos retribuirle con Jesús, que es de valor infinitamente superior a todos los beneficios divinos, incluso el mismo cielo.

Cuando los sarracenos tenían preso a san Luis de Francia, esta nación les era deudora. Nosotros, poseyendo a Jesucristo, podemos decir que poseemos el cielo.

Aprovechémonos de este pensamiento; hagamos fructificar a Jesucristo.

La mayor parte de los cristianos lo sepultan en su interior o lo dejan envuelto en su sudario, sin valerse de él para conseguir el cielo y conquistar reinos a nuestro Señor. ¡Y cuántos hay que obran de este modo! Valgámonos de Jesús sacramentado para orar y reparar; paguemos las deudas contraídas, por medio de Jesús, cuyo precio es subido en extremo.

III

Pero ¿cómo es posible que después de dieciocho siglos llegue íntegra hasta nosotros esta herencia?

Jesucristo la confió a los que constituyó tutores, los cuales la han conservado y administrado para entregárnosla al tiempo de nuestra mayor edad: dichos tutores son los apóstoles, y entre ellos su jefe indefectible; los apóstoles la transmitieron a los sacerdotes, y éstos nos ponen en posesión de ella. Abren el testamento a nuestro favor, y nos entregan nuestra Hostia, consagrada ya en el pensamiento de Jesús la noche misma de la cena, porque como para Jesucristo no hay pasado, presente ni futuro, nos conocía entonces muy bien a todos como buen Padre y consagró en potencia y en deseo todas nuestras hostias. Veinte siglos antes de nacer fuimos amados personalmente por Jesús.

Más aún: Jesucristo, al tenernos presentes en aquella hora, consagró para nosotros no una, sino cien, mil, todas las hostias que necesitáramos mientras viviésemos en la tierra. ¿Hemos parado mientes en esta idea? Nos quiso amar con exceso: todas nuestras hostias están preparadas. ¡Ah, no desperdiciemos ni una sola!

Nuestro Señor no viene a nosotros sino para producir frutos, ¿y le condenaremos a la esterilidad? ¡No, jamás! Hacedle fructificar por sí mismo: Negotiamini. ¡No dejéis Hostias infecundas!

¡Cuán bueno es el Salvador!

La cena duró, próximamente, tres horas: fue la pasión de su amor. ¡Ah, qué caro costó este pan!

Se dice a veces que el pan es caro… pero, ¿qué comparación puede establecerse con el Pan celestial, con el pan de vida?

Comamos este pan, pues es nuestro. Nuestro Señor lo compró para nosotros y ya lo tiene pagado. Nos lo da…, ¡no hay más que tomarlo!

¡Qué honor!… ¡Qué amor!

San Pedro Julian Eymard, Obras Eucarísticas, Eucaristía, Madrid, 19634, 26-29

MISIONEROS Y MISIONERAS “DE DESEO”

Una monja de Vizcaya me pregunta por carta si comparto su opinión de que para ser una misionera no es menester cruzar los mares e internarse en el frente misional para romper allí lanzas por Cristo. Si mi respuesta fuese afirmativa, me ruega que la dé larga y en forma de artículo para convencer a las que piensan lo contrario.

Mi respuesta es efectivamente afirmativa. Para ser una misionera, no tiene que venir a lo que llamamos frente misional donde la mayoría no conoce a Jesucristo.

P. Segundo Llorente, SJ

¿Cómo predicarán si no son enviados?
Con el auge que afortunadamente va tomando cada día la idea misional, hay un sin fin de almas buenas en la cristiandad que desean ardientemente ser misioneras, pero que no pueden venir, y se afligen lamentando lo que llaman su mala estrella que les impide la realización de sus ardorosos deseos.

En el capítulo 10 de la epístola a los romanos leen esas almas los siguientes versículos: «Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará. Pero ¿cómo van a invocar a Aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo van a creer en Aquel de quien no han oído hablar? ¿Y cómo van a oír si no se les predica? ¿Y cómo se les va a predicar si no se les envían predicadores? Por eso está escrito: qué preciosos son los pies de los que evangelizan la paz; de los que evangelizan el bien».

Cada vez que leen esto esas almas se mesan los cabellos al menos metafóricamente y no atinan con la solución del problema. Quieren venir; no pueden venir; todo está perdido.

Es cosa clara y de fe que para que se conviertan los infieles tiene que haber misioneros que les prediquen. Bien claro lo especificó Jesucristo en su testamento: «Id y enseñad a todas las gentes y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

¡Id! Alguno tiene que ir. Pero ese mandato de ir no obliga a todos de la misma manera, aunque todos tenemos que «ir»; como el luchar en defensa de la patria o el colonizar regiones bárbaras o de menor edad no obliga lo mismo a todos los ciudadanos.

El fin de las misiones

¿Cuál es el fin de las misiones? Sin meternos aquí en honduras y dejando a los teólogos de oficio que discutan el orden primacial de los diversos fines, decimos que el fin de las misiones es establecer la Iglesia de Cristo donde no esté aún establecida.

Entiendo aquí por Iglesia el reino de Cristo en el mundo. Como Cristo es por naturaleza rey universal, su reino abarca por derecho propio toda la redondez del globo. Todo hombre que viene a este mundo debe ser vasallo de Cristo rey.

Resulta, sin embargo, que pululan por la tierra millones de millones que no lo son; hay rebaños incontables de ovejas que vegetan lejos del verdadero redil.

Consecuencia lógica de estos hechos antagónicos es que la Iglesia de Cristo es militante. Toda la Iglesia se despliega en orden de batalla para ganar a todos los hombres; para atraer hacia sí todas las ovejas extraviadas.

Todo bautizado es por el mero hecho un misionero. Esas almas buenas que se afligen porque no pueden venir a misiones, que no se aflijan. Formamos todos un cuerpo de combate con vanguardia y retaguardia. Los misioneros forman la vanguardia.

Ahora bien, es un axioma de todos conocido que, sin una retaguardia bien organizada, no hay vanguardia que pueda atacar con eficacia mucho tiempo ni que puedan contener el ímpetu del enemigo que está siempre contraatacando.

Cuando los clarines de san Miguel anuncien el fin de la guerra y del mundo, nos reuniremos todos para repartir los despojos. Habrá primero el gran desfile de la victoria marchando ángeles y hombres a banderas desplegadas ante la presencia del eterno Padre que tendrá a su diestra a Jesucristo.

Patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores y vírgenes flanqueados por legiones de ángeles desfilarán triunfantes embriagados de paz y de dulzura. Esos son los que se salvaron.

Se salvaron por la gracia divina, y ésta viene sólo de Dios; pero Dios se valió ordinariamente de medios humanos. Nos ayudamos mutuamente a salvarnos, como nos ayudamos a condenarnos.

El triunfo será de todos

Por fin terminará el desfile. Todo será gozo.

Triunfamos. ¿Quién triunfó? Todos triunfamos. Todos juntos. Mientras unos combatían en las trincheras, otros fabricaban municiones, hacían uniformes, remendaban zapatos de campaña y recogían las cosechas de los campos.

Sin éstos de la retaguardia, no podría dar un paso la vanguardia. En las conquistas espirituales del reino de Cristo los fusiles son las oraciones y las balas son los sacrificios. El soldado misionero tiene que disparar sin cesar, y si no le proveen de municiones, él solo bien pocas puede fabricar.

Son las almas buenas de la retaguardia, esas almas que se afligen porque no son enviadas, las que con sus oraciones y sacrificios mantienen el frente.

Presuponiendo que están en gracia, viven unidas a Cristo como los sarmientos a la vid y tienen parte activísima en la circulación de la sangre divina por todo el cuerpo místico.

Injertadas en Cristo producen sazonados frutos de redención, conversión, santificación y salvación de innumerables almas; unas más y otras menos según el grado de unión que tengan con Cristo.

Basta con que todo lo hagan por amor de Dios; y mientras más desinteresado y fino sea ese amor, más ricos serán los frutos espirituales que producen.

El andar, comer, vestirse, dormir, peinarse y cortarse las uñas hecho todo por amor de Cristo y en unión íntima con Jesucristo produce tres frutos riquísimos que son: gloria a Dios, santificación personal, y conversión de almas apartadas de Dios.

Para Dios no hay distancias. La trabazón y musculatura del cuerpo místico es un hecho invisible pero real y concreto y sin distancias apreciables a los ojos de Dios. Todas las inyecciones de savia divina que se apliquen en cualquier parte de ese cuerpo redundarán forzosamente en el incremento y bienestar de todo el cuerpo.

Para salvar almas no es necesario que todos surquen los mares. Se salvan también desde una cocina o una clase en pleno Madrid, y sobre todo se pueden salvar a redadas desde una enfermería.

Poco a poco nos vamos reponiendo del pasmo que causó la proclamación de santa Teresa del Niño Jesús patrona universal de las misiones; ella que jamás vio más indios que los pintados en los libros, vivió encerrada en un convento de Francia y murió tísica en la enfermería del convento entre cuatro paredes blancas.

La ventaja de la humildad

Más aún, esas almas de la retaguardia tienen la gran ventaja de que como no ven con los ojos a los que se convierten y se bautizan, se mantienen siempre en humildad creyendo que no hacen nada y que en realidad de verdad son siervos inútiles y sin provecho; y esa humildad roba el corazón a Dios que odia la soberbia con odio infinito.

En cambio, el pobre misionero que ve las ovejas descarriadas y las trae e introduce en el redil, corre un peligro gravísimo de albergar en el alma cierto humillo flotante de vanagloria que le hace perder mucho mérito a los ojos purísimos de Dios.

Vanagloriarse de convertir infieles puede traer consecuencias desastrosas para el alma. Las conversiones se deben a la gracia. Esta se da de ley ordinaria al que la implora con oraciones, lágrimas, actos de amor, sacrificios, obras buenas ofrecidas con pureza de intención y sobre todo con sufrimientos unidos a los de Cristo. Todo esto nos lo procura o nos lo puede procurar la retaguardia.

Una monja tísica en una enfermería de Castilla, abandonada horas enteras entre el techo y el piso de la celda, obtiene una gracia eficaz con la que se convierte, digamos, un negro del Congo. Dios se vale del misionero congolés como de un instrumento para bautizarle.

El tal misionero no tuvo nada que ver con la obtención de aquella gracia, ni sabe de dónde ni quién la obtuvo, pero se vanagloria de haber convertido al negro. Dios que es infinitamente justo frunce el entrecejo y ya tenemos tormenta. La monja tísica en este caso es el publicano, y el misionero es el fariseo.

De esto hay mucho más peligro de lo que uno se imagina; porque nuestra miseria, real y verdaderamente, no tiene límites visibles.

Pero esas almas que se afligen porque no pueden venir, no se aquietan fácilmente y como si fuesen filósofos de profesión arguyen y discuten sin dar nunca el brazo a torcer. Dicen ellas: «Si yo fuera a misiones, haría allí todo lo que estoy haciendo aquí y encima serviría de instrumento para convertir y bautizar, y con eso ya no habría más que pedir»

La comedia de la vida

Admitamos francamente que esta objeción es muy legítima y que de tejas abajo no tiene refutación valedera; pero de tejas arriba sí la tiene y aplastante. Dos respuestas a falta de una se me ocurren con que la voy a refutar, y la primera es ésta:

Este mundo tiene un gran parecido con un teatro, y la vida tiene mucho de comedia. Cuando nacemos, Dios nos da un papel para que le representemos.

A unos, reyes; a otros, payasos; a unos, obispos; a otros, sacristanes.

Que nadie se atreva a pedir cuentas a Dios de por qué a unos les da este papel, y a otros les da el otro.

Lo importante en toda representación teatral es que cada uno haga bien un papel. Si el payaso lo hace mejor que el rey, él es el que se lleva los aplausos.

A los ojos de Dios cada uno es lo que es por dentro, no lo que viste ni lo que representa por fuera. A la hora del juicio desaparecerán todos los disfraces y aparecerán las almas desnudas, o, si se quiere, vestidas con sus obras.

Ahora bien, Dios que es nuestro Padre y nos ama con amor infinito y conoce los rincones más recónditos de nuestro corazón, nos ofrece un papel que sabe él nos cae como anillo al dedo; más aún, nos promete su ayuda para desempeñarlo.

Esas almas afligidas porque no pueden venir a misiones, que se apliquen a sí el siguiente dilema: o Dios me quiere en las misiones, o no me quiere. Si me quiere y coopero yo con é1, ya se las arreglará él para que vaya. Si no me quiere, sería locura de mi parte empeñarme en desempeñar un papel distinto del que Dios me ha preparado.

Deseos que no se realizan

La segunda respuesta es ésta: puede ocurrir y ocurre que Dios ponga en el alma deseos santísimos de algo concreto (como el venir a misiones) sin que quiera que esos deseos se realicen; y 1o hace o lo puede hacer por dos razones.

Sucede que Dios llama a misiones a cierto número de almas escogidas; pero ellas se hacen sordas y no quieren oír. Esa sordera artificial causa heridas profundas en su divino corazón.

Como las heridas duelen, hay que curarlas. Dios las cura con el bálsamo de los deseos de otras almas que quisieran venir y se lamentan de no poder venir. Una inyección en el brazo deja al cuerpo libre de difteria.

La otra razón es que Dios en su infinita bondad quiere coronar los buenos deseos como se lo merecen. ¿Qué hay de sencillo y más factible que la expresión de un deseo? He aquí un modo sencillo de ser misioneros y de los buenos.

La fuerza del deseo

Si uno tiene deseos vehementes de venir a misiones con una santa envidia de los que están aquí; si pide a los superiores venir, pero ellos no se lo permiten; si sueña aun despierto con ser misionero, pero ni la edad ni la salud ni su posición social le permiten el lujo de surcar los mares y meterse entre indios que le hagan cuartos y le frían en sartenes al fresco en una noche de luna llena; si llora y gime e importuna al cielo con santas quejas y a pesar de todo eso no logra ser enviado las misiones ni siquiera como seglar para ayudar a llevar las maletas al misionero… ese tal, digo yo, es misionero cabal a los ojos de Dios, está contribuyendo con su esfuerzo personal a la conversión del mundo infiel, y en el desfile de la victoria final marcará el paso entre los escuadrones de misioneros capitaneados por san Pablo y san Francisco Javier y otros no menos grandes andariegos de Dios que esparcieron el nombre de Cristo por toda la faz de la tierra. Esto no tiene vuelta de hoja. A veces no caemos en la cuenta de lo que pueden ante Dios nuestros deseos. El que desea de veras cometer adulterio, robar o matar, ya es adúltero a los ojos de Dios y ladrón y asesino, y, si muere sin arrepentirse, le damos por perdido y condenado.

Pues el reverso de la medalla no es menos real. Claro que a Dios no se le engaña queriendo venderle veleidades por deseos. Dios distingue bien de colores.

Si con esto no se satisfacen esas almas afligidas que desean ardientemente venir a Misiones, pero no lo consiguen, no pierdan el tiempo acudiendo a mí por carta y arremetiendo de nuevo con más sofismas, porque se me han agotado ya las respuestas y sé muy bien que por mucho que estruje mi cerebro, no ha de dar más de sí. Y con esto se despide de ustedes, misioneros y misioneras de deseo, hasta que nos veamos en el desfile de la victoria final, su gran amigo y hermano en Cristo amantísimo.

* En el libro «En las costas del Mar de Bering», Editorial, El Siglo de las Misiones, 1953.

EL SERVIDOR INFIEL

Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11).

San Ambrosio

(Lc 16,1-13)

  1. Nadie puede servir a dos señores; y es que, en realidad, no existen dos señores, sino un solo Señor. Porque, aunque hay quien sirve a las riquezas, con todo, no se les reconoce ningún derecho de dominio, sino que ellos se imponen a sí mismos el yugo de la esclavitud; y eso no es un poder justo, sino una injusta esclavitud.
  1. Y así dijo: Haceos acreedores de amigos con las riquezas injustas, y eso con esta finalidad: para que, dando limosna a los pobres, éstos nos procuren el favor de los ángeles y de los otros santos. No es que se reprenda al mayordomo, pues con su ejemplo aprendemos que nosotros no somos dueños, sino más bien mayordomos de las riquezas de los otros. Y por eso, aunque pecó, con todo, se le elogia porque trató de buscarse para el futuro lo necesario por la indulgencia de su señor. Y con toda razón ha hablado de las riquezas injustas, puesto que la avaricia tienta nuestro corazón con diversos atractivos de dinero, con el fin de que deseemos servir a las riquezas.
  1. Este es el motivo por el que dice: Y si en lo ajeno no sois fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Las riquezas no son nuestras, puesto que ellas están fuera de nuestra naturaleza y, ciertamente, ni nacieron con nosotros, ni con nosotros perecerán, y, por el contrario, Cristo sí es nuestro, porque Él es la vida; aunque vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron (Jn 1, 11). Por eso nadie os dará lo que es vuestro, porque no habéis creído en ese bien vuestro ni lo habéis recibido.
  1. Y, consiguientemente, parece que los judíos son acusados de engaño y de avaricia, y, por tanto, no habiendo sido fieles en lo tocante a las riquezas, que en realidad no eran suyas —pues los bienes de la tierra son otorgados por Dios nuestro Señor a todos para el bien común— y de las que debieron, ciertamente, hacer partícipes a los pobres, no merecieron recibir a ese Cristo a quien aceptó Zaqueo con un deseo tan vehemente, que le llevó a repartir la mitad de sus bienes (Lc 19, 8).
  1. Por tanto, no queramos ser esclavos de lo que no es nuestro, porque no debemos tener más señores que Cristo; pues, no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y en quien existimos nosotros, y un solo Señor Jesús, por quien son todas las cosas (1 Co 8, 6). Pero ¿qué? ¿Acaso no es Señor el Padre y Dios el Hijo? No hay duda de que el Padre es Señor, ya que por la palabra del Señor fueron hechos los cielos (Sal 32, 6), y el Hijo es también ese Dios, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos (Rm 9, 5). ¿Cómo se entiende, pues, eso de que nadie puede servir a dos señores? Y es que, puesto que sólo hay un Dios, tiene que haber también un único Señor; y, por eso: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás (Mt 4, 10). De donde claramente se deduce que el Padre y el Hijo tienen el mismo poder. Si, pues, no se le puede dividir, quiere decir que está todo en el Padre e igualmente todo en el Hijo. Así, al afirmar que en la divinidad se da la unidad y una identidad de poder en la Trinidad, confesamos que existe un solo Dios y un solo Señor. Y, por el contrario, los que sostienen que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen un poder distinto, dejándose llevar del nefasto error de los gentiles, introducen en la Iglesia muchos dioses y muchos señores.

SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 244-248, BAC Madrid 1966, pág. 472-74

NUESTRO CRUCIFIJO ES NUESTRA LUZ

Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión.

P. Alfonso Torres, SJ

Para completar las meditaciones de la pasión de modo que dejen recuerdo más permanente en nuestras almas, vamos a hacer la última acerca de Cristo crucificado, y vamos a procurar referirnos concretamente a nuestro crucifijo, para que, cada vez que fijemos en él nuestras miradas o lo tomemos en nuestras manos, sea como el recuerdo de lo que ahora vamos a meditar.

Cada religioso tiene su crucifijo como tesoro. Pues en ese crucifijo nuestro vamos a resumir los pensamientos de esta meditación.

Para disponemos mejor a ella, comencemos recordando cómo los santos, aunque recomiendan en general que se medite la vida de nuestro divino Redentor, más particularmente recomiendan la meditación de la pasión y la de Cristo crucificado. Esta enseñanza, que dieron de palabra y dejaron en sus escritos, nos la inculcaron antes con su ejemplo, pues todos ellos eran almas que meditaban asiduamente la pasión. Si queremos llenarnos de la luz que tienen los santos, sigamos sus consejos y sus ejemplos. Siguiéndolos, veremos cómo nuestro crucifijo es para nosotros una fuente siempre manante de enseñanzas celestiales y de amor fervoroso.

Como primer punto de la meditación, digamos que nuestro crucifijo es nuestra luz. Indudablemente, todos hemos pensado muchas veces que nuestro modelo es Cristo, y Cristo crucificado, y hasta quizás en mil ocasiones ha sido nuestro consuelo el pensar que los tres votos de nuestra vida religiosa son como tres clavos que nos sujetan a la cruz de nuestro Salvador, y que los pequeños sacrificios que encontramos en nuestra vida son como nuestra pequeña pasión. Más aún, quizás, y sin quizás, hemos meditado muchas veces en particular cada una de las virtudes de que nos da ejemplo nuestro divino Redentor en el Calvario; pero yo quisiera que ahora nos fijáramos en algo que, en cierto sentido, es más profundo y toca a las raíces más íntimas de nuestra santificación.

¿En qué consiste la santidad? Podemos decir que consiste en vivir enteramente para Dios. Evidentemente, un alma que siempre y en todo vive puramente para Dios solo es un alma que ha alcanzado toda la santidad que Dios quería de ella. Este vivir para Dios es lo que llamaba San Pablo sacudir de nosotros las obras de las tinieblas y venirse de las armas de la luz (Rom 13,12). Pero esta idea tiene un desarrollo vivo en todo el camino espiritual. Las tinieblas son los pecados. La luz es la gracia divina. Pero también todos los amores desordenados del corazón, aunque no sean ofensas concretas de Dios Nuestro Señor, son tinieblas, y todas las generosidades de virtud que hay en las almas son luz. Para santificarse hay que entender las palabras vivir para Dios en toda su amplitud, hay que corregir toda desviación del corazón, hay que mortificar todas las afecciones desordenadas, hay que ponerse de lleno en la voluntad de Dios. Y todo esto no se hace sino cuando se ha conseguido la desnudez espiritual. Entonces es cuando se muere a todas las cosas de este mundo para vivir en Cristo. Tanto se pone el alma en Dios cuanto más desasida vive de todo lo que es criatura. Vivir así de lleno en la voluntad de Dios, de tal manera que esa voluntad sea nuestra única norma y el cumplirla sea nuestro único deseo, es unirse íntimamente con el Señor.

¿Qué es Cristo crucificado? ¿Qué es Cristo como se representa a nuestra alma cuando miramos nuestro crucifijo? La completa desnudez de todo lo criado. Siempre había estado nuestro divino Redentor desprendido de todo lo que no es Dios; pero cuando realizó este desprendimiento de una manera más visible y más tangible fue cuando murió en el Calvario, en aquella absoluta pobreza de que nos habla la Beata Angela de Foligno, y que consiste no solamente en carecer de los bienes temporales, aun de los más necesarios, sino de todo aquello que necesita el hombre para no sentir la soledad de corazón.

¿Hay desnudez de alma que pueda compararse con la desnudez espiritual de Cristo crucificado? A esa desnudez va unido el amor más heroico de la voluntad divina. Por permanecer en la voluntad de su Padre, el Señor desciende hasta el abismo de la humillación y del dolor, y aun hasta la muerte. Sacrificarlo todo hasta llegar a la perfecta desnudez del corazón, y eso por el deseo de cumplir la voluntad divina, es decir, por amor al Padre celestial, es la suprema lección que Cristo Nuestro Señor nos da en el Calvario. Por eso, nuestro crucifijo es nuestra luz. Nos lleva hasta lo más hondo de la sabiduría de Dios, nos enseña hasta lo más íntimo del camino espiritual, nos muestra hasta las cumbres más elevadas de la santidad. Vivir en Cristo crucificado es vivir de lleno en la divina luz.

Además de esto, Cristo crucificado es nuestra esperanza. Al meditar cada uno de los misterios de la sagrada pasión, hemos visto lo que Nuestro Señor ha hecho por nosotros. Se ve entonces como nunca hasta dónde han llegado su misericordia y su amor. Al mismo tiempo, mirando a la luz de Cristo crucificado toda nuestra vida, es como hemos logrado ver toda la malicia de nuestras ingratitudes, tibiezas, infidelidades y olvidos. Esto no lo hemos podido hacer sin sentir en nuestro corazón un dolor penetrante y sincero.

Viendo, por una parte, lo que hemos sido nosotros para el Señor y cómo ha querido Él satisfacer por nuestros pecados muriendo por nosotros con infinito amor, entregándose en holocausto, porque nos veía indignos de su amor, para que llegáramos a hacernos dignos de él, es como nuestra alma se ha sentido confortada en medio de su flaqueza y miseria. Quizás entonces hemos entendido como nunca aquella sentencia de nuestro divino Redentor que nos han conservado los sagrados evangelios: No he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13).

Por poco que haya sido nuestro esfuerzo y por débil que haya sido nuestro fervor, hemos llegado a la convicción de que no es una hipérbole, sino una expresión pobre de la realidad, el decir que Nuestro Señor nos ha amado con exceso de amor. Este exceso de amor lo vemos también pensando que nuestro divino Redentor pudo salvarnos con un solo suspiro de su corazón, con una sola lágrima suya. Cualquiera de estas cosas hubiera bastado para la redención del mundo. Pero su amor no se contentó con eso. Quiso dar cuanto podía, y nos dio su honra divina y su vida entre innumerables dolores. Quiso tomar sobre sí todos los dolores y humillaciones nuestras para santificarlos todos, para saberlos compadecer, como diría San Pablo, y para mostrarnos el exceso de su amor.

No era sólo el designio de Cristo que, mediante su pasión, pudiéramos obtener el indispensable perdón de nuestras culpas. Era mucho más; era conseguirnos la fortaleza que necesitamos para ejercitar la virtud en todo su heroísmo; era invitarnos a las cumbres de la santidad que nos hacía ver en el Calvario; era decirnos que Él estaría con nosotros cuando nos esforzáramos por subir a esa cumbre; era darnos la seguridad de que no nos faltaría su gracia divina cuando, para corresponder al exceso de su amor, quisiéramos hacer excesos de amor por Él, y nos apoyáramos para ello en un exceso de filial confianza.

El crucifijo es como la cifra y compendio de esta confianza divina. A poco que lo miremos, oiremos en nuestro corazón aquella palabra de la Escritura: Así amó Dios al mundo, que por él entregó a su Hijo unigénito (Jn 3,16). Cristo crucificado es la expresión de ese amor divino. ¿Y será posible conocer ese santo amor, oír esa divina palabra en lo íntimo del corazón, y no repetir como un eco aquella otra palabra de San Juan: Pero nosotros hemos creído en el amor que Dios nos ha tenido? (Jn 4,16). Y este creer en el amor con que Dios nos ha amado será una fuente de confianza inmensa para lanzarnos al cumplimiento de la voluntad divina, aunque esta divina voluntad nos exija los mayores sacrificios y aunque sintamos todo el peso de nuestra flaqueza.

No hay desaliento nacido de la consideración de nuestra debilidad que no desaparezca cuando se mira al amor con que Dios nos ha amado. De ese amor decía San Pablo con acento arrebatador en su epístola a los Hebreos: ¿Quién me separará del amor de Jesucristo (Rom 8,35), es decir, del amor con que Jesucristo me ama?

Si nos vemos sumidos en la culpa, nuestra esperanza es Cristo crucificado; si queremos practicar la virtud, en Él confiarnos, y si aspiramos a la santidad, Él es la prenda segura de que podemos conseguirla. El crucifijo, que es nuestra luz, es al mismo tiempo nuestra esperanza. Dichosos nosotros si sabemos vivir en esa esperanza divina. Nada podrá impedirnos el que la veamos realizada.

Pero, además, el crucifijo debe ser nuestro nido. Perdónenme este medio de expresión, y para entender su sentido recuerden aquellas palabras del Cantar de los Cantares en que el Señor invita al alma a que vaya a las hendiduras de la peña, indudablemente para anidar allí. Esta figura la emplea el salmista cuando dice que la tórtola ha encontrado el nido donde colocar a sus hijuelos. En la cruz, la peña es Cristo, quien así como ha querido mostrarnos con otras imágenes las delicadezas de su amor, con ésta ha querido mostrarnos su fortaleza y nuestra seguridad. Las hendiduras de la peña son las llagas santas del Redentor. Invitar a las almas a que aniden en la peña, es invitarlas a que pongan su nido en las llagas de Cristo, como en un lugar de refugio seguro contra las tentaciones y los enemigos, y es enseñarles que en ese nido es donde encontrarán aquella intimidad y ternura que anhelan siempre los que buscan a Dios.

Ese nido, que es, por otra parte, expresión de sacrificio y de dolor, puesto que nos habla del sacrificio y del dolor de nuestro divino Redentor, es también un cielo, porque ahí es donde se saborean las delicadezas del amor divino.

Mientras el alma haga su nido en las cosas de la tierra, será como aquel ave que salió del arca de Noé y se posó en la corrupción del diluvio. No puede hacerse el nido fuera de las llagas de Cristo sin contaminarse con la miseria de este mundo. En cambio, hacer el nido en las llagas del Redentor es volver al arca, como la paloma, porque no se encuentra nada limpio donde posarse.

Cuanto nuestra alma pueda decir y aún mucho más de lo que somos capaces de sentir en nuestro corazón y rastrear con nuestra mente, lo encontramos en ese nido divino. No es vano sentimentalismo de piadosa poesía lo que estamos diciendo. Los santos, que han conocido por experiencia esta verdad que estamos ahora exponiendo, como, por ejemplo, San Bernardo, se desbordan cuando quieren describirnos lo que el alma encuentra en las llagas de su Redentor.

Por vocación especial, el Señor las llama a vivir en su corazón, y a vivir de tal manera, que ése sea el verdadero nido donde encuentren refugio, descanso, fortaleza, luz y calor. Todas las almas son llamadas a vivir así; pero las que particularmente están consagradas al corazón de Jesús también son particularmente llamadas a ello.

Pues bien, recuerden que la puerta por donde se entra en el corazón de Cristo es la llaga de su divino costado. Por ahí hemos de entrar, como entraron los santos, si queremos vivir en el divino corazón. Si entramos por esa puerta, lo encontraremos todo. Cuando nuestra alma esté combatida, encontrará la paz; cuando esté fría, se inflamará en amor; cuando se halle en tinieblas, encontrará la luz; cuando se sienta perpleja, encontrará la verdad; cuando le asalte la desconfianza, aprenderá a confiar sin límites; cuando resuenen en sus oídos las seducciones engañadoras de las cosas criadas, encontrará el santo desengaño, y cuando se vea amenazada, encontrará su escudo. Allí lo encontrará todo. Allí vivirá la plenitud de la vida divina. Nuestro afán debe ser penetrar en ese nido de amor para vivir en él, hasta tener envidia, como San Buenaventura, de la lanza que hirió el costado de Cristo, y prometiéndonos que, si nosotros fuéramos la lanza, penetraríamos en el pecho de Cristo, pero no volveríamos a salir de él.

Así, pues, Cristo crucificado es para nosotros luz, confianza y nido amoroso. De todo esto nos hablará nuestro crucifijo cada vez que lo miremos, y nos lo dirá con un acento particular de intimidad. Nuestro crucifijo es para nosotros un mundo de recuerdos. Entre él y nosotros se ha desarrollado toda nuestra vida. Lo llamamos nuestro porque nuestra historia vive en él. Ahí está el recuerdo de nuestras infidelidades y ahí está la trama tupidísima de sus misericordias divinas. Con ese lenguaje, que es como un coloquio íntimo, lenguaje de recuerdos y lenguaje de amor, nos enseña el crucifijo las tres grandes verdades que acabamos de meditar. ¡Qué camino más hermoso para hacernos santos! Luz para no desviarnos de la senda que lleva derechamente a Cristo Jesús; confianza, que es fortaleza para buscarle como Él quiere y por donde Él quiere; nido de amor divino, al cual aspiran nuestros corazones como a su verdadero cielo. ¿No es esto como un resumen de nuestra vida espiritual?

Pidamos al Señor que en esta meditación nos dé conocimiento interno de estas Verdades fundamentales y, sobre todo, que nos encienda en su santo amor. Mientras no sintamos en nuestro corazón que el Señor nos ha otorgado estos dones, mientras no sintamos que se abre para nosotros la puerta del corazón de Cristo, esperemos humildemente a esa puerta suplicando, llorando y mendigando con todo el ardor de que sea capaz nuestro corazón. Estemos seguros de que el Señor no puede negarnos esta gracia. Cuando queremos vivir en Cristo crucificado, ¿cómo va el Padre celestial a negárnoslo, siendo esto lo que El mismo nos pide y lo que desea para nosotros?

Dispongamos nuestro corazón para todo lo que sea necesario hacer a fin de conseguir el tesoro que tenemos en Cristo y que nuestro crucifijo sea para nosotros el libro siempre abierto ante nuestros ojos que nos enseñe cómo hemos de alcanzar la santidad a que Dios nos ha llamado y nos llama.

ALFONSO TORRES, SJ, Ejercicios Espirituales. Ejercicios Espirituales a las Religiosas del Sagrado Corazón en Avigliana, Tomo II. Ed. BAC, Madrid, 1968, 663 – 669

CUÁN POCOS SON LOS QUE AMAN LA CRUZ DE CRISTO

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad.

Tomas de Kempis

Jesucristo tiene ahora muchos amadores de su reino celestial, pero muy pocos que lleven su cruz. ‘Tiene muchos que desean el consuelo, y muy pocos que quieran la tribulación. Muchos compañeros halla para la mesa, y pocos para la abstinencia. Todos quieren gozarse con él, mas pocos quieren sufrir algo por él. Muchos siguen a Jesús cuando no hay adversidades; muchos le alaban y bendicen en el tiempo que reciben de él algunas consolaciones; si Jesús se escondiese y los dejase un poco, luego se quejarían y abatirían.

Pero los que aman a Jesús por él mismo, y no por algún propio consuelo suyo, bendícenle en toda pena y angustia del corazón, tan bien como en el consuelo. Y aunque nunca más les quisiere dar consuelo, siempre le alabarían y darían gracias.

¡ Oh cuánto puede el amor puro de Jede sin mezcla del propio amor! Bien se pueden llamar propiamente mercenarios los que siempre buscan consolaciones. ¿No se aman a si mismos más que a Cristo, los que continuamente piensan en su provecho y ganancias? ¿Dónde se hallará alguno que quiera servir a Dios de balde?

Pocas veces se halla alguno tan espiritual, que esté desnudo de todas las cosas. ¿Pues quién hallará el verdadero pobre de espíritu y desnudo de toda criatura? De muy lejos y muy precioso es su valor. Si el hombre diere su hacienda toda, aún no es nada; y el hiciere gran penitencia, aún es poco. Aunque tenga toda la ciencia, aún está lejos; y si tuviere gran virtud y muy fervorosa devoción, aún le falta mucho; esto es una cosa que ha menester mucho. ¿Y cuál es ésta? Que dejadas todas las cosas, se deje a sí mismo, y salga de sí del todo, y no le quede nada de amor propio. Y cuando conociere que ha hecho todo lo que debe hacer, piense que aún no ha hecho nada.

No tenga en mucho que lo puedan tener por grande; más llámese en la verdad siervo sin provecho, como dice la Verdad; Cuando aun hubieres hecho todo lo que os está mandado, aún decid: Siervos somos sin provecho. Y así podrás ser pobre y desnudo de espíritu, y decir con el Profeta: Uno solo y pobre soy. Con todo eso, ninguno hay más rico, ninguno más poderoso, ninguno más libre, que aquél que sabe dejarse a sí mismo y a todas las cosas, y ponerse en el último lugar.

Capítulo XII

Del camino real de la Santa Cruz

Estas palabras parecen duras a muelles! “Niégate a ti mismo, toma tu cruz y que sígueme”, Pero más duro será oír aquella terribles Palabras: “Apartaos de mí, maldito, al fuego eterno”. Los que ahora oyen y siguen de buena voluntad la palabra de la eterna condenación. Esta señal de la Cruz estará en el cielo cuando el Señor venga a juzgar. Entonces todos los siervos de la Cruz, que se conformaron su vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo Juez con gran confianza.

¿Por qué pues temes tomar le Cruz por le cual se va al Reino? En la Cruz está le salud, en la Cruz está la vida, en le Cruz está la defensa contra los enemigos, en la Cruz está la infusión de la suavidad celestial, en la Cruz está la fortaleza del corazón, en la Cruz está el gozo del espíritu, en la Cruz está la suma virtud, en la Cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la Cruz. Toma, pues tu Cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna. Él vino primero y llevó su Cruz, y murió en la Cruz por ti, porque tú también la tú también lleves y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con él vivirás con Él, y si fueres compañero de sus penas, lo serás también de su gloria.

Mira que todo consiste en la Cruz, y todo está en morir en ella; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz sino el de la santa Cruz y continua mortificación. Ve donde quisieres, busca lo que quisieres, y no hallarás más alto camino en lo eminente ni más seguro en lo abatido sino la senda de la santa Cruz. Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la Cruz, pues, o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás tribulación en el espíritu.

Unas veces te dejará Dios y otras te mortificará el prójimo, y lo que más es, muchas veces te descontentarás de ti mismo, y no serás aliviado ni confortado con ningún remedio ni consuelo, y será preciso que sufras hasta cuando Dios quisiere, porque quiere que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a él, y te hagas más humilde con la aflicción. Ninguno siente tan de corazón la pasión de Cristo, como aquél e quien acaece sufrir penas semejantes. De modo que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar. No le puedes huir donde quiera que fueres; porque a cualquier parte que huyas llevas a ti mismo, Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuere, vuélvete adentro, en todo hallarás la cruz; y es necesario que en todo lugar tengas paciencia si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona.

Si de buena voluntad llevas la cruz, llevará y guiará al fin deseado, adonde será el fin de padecer, aunque aquí no lo sea. Si contra tu voluntad la llevas, la hiciste mas pesada, y no obstante es preciso que la sufras. Si desechas una cruz, sin duda hallarás otra, y acaso más pesada.

¿Piensas tú escapar de lo que ninguno de los mortales pudo? ¿Quién de los santos estuvo en el mundo sin cruz y tribulación? Nuestro Señor Jesucristo, por cierto, en cuanto vivió en este mundo no estuvo una hora sin dolor, porque convenía que Cristo padeciese y resucitase de los muertos, y así entrase en su gloria. ¿Pues cómo buscas tú otra senda, sino este camino real que es el de la santa Cruz? ¿Y tu buscas para ti holgura y gozo? Yerras, yerras si buscas otra cosa que sufrir tribulaciones, porque toda esta vida mortal está llena de miserias y por todas partes está rodeada de cruces; y cuanto más altamente alguno aprovechare en espíritu, tanto más pesadas cruces hallará muchas veces, porque la pena de su destierro crece más por el amor.

Más este tal, así afligido de tantos modos, no está sin el alivio de la consolación, porque siente crecer en sí gran fruto de llevar su cruz, porque cuando se junta a ella de buena voluntad todo el peso de la tribulación se convierte en confianza del consuelo divino. Y cuanto más se quebranta la carne por la aflicción, tanto más se fortifica el espíritu por la gracia interior. Y algunas veces se conforta tanto con el afecto a la tribulación y adversidad por el amor y conformidad con la cruz de Cristo, que no quiere estar sin dolor y penalidad, porque se tiene por tanto más acepto a Dios, cuanto mayores y más graves cosas pudiere sufrir por Él. Esto no es virtud humana, sino gracia de Cristo, que tanto puede y hace en la carne frágil, que lo que naturalmente el hombre siempre aborrece y huye, lo acometa y acabe con fervor de espíritu.

No es propio de la humana condición llevar la cruz, amar la cruz, castigar el cuerpo y sujetarle a servidumbre, huir los honores, sufrir de grado las injurias, despreciarse a sí mismo y desear ser despreciado, tolerar todo lo adverso con daño y no desear cosa de prosperidad en este mundo. Si te miras a ti, no podrás por ti cosa alguna de éstas; mas si confías en Dios, él te dará fortaleza celestial y hará que te obedezca el mundo y la carne, y no temerás al demonio si estuvieres armado de fe y señalado con la cruz de Cristo.

Disponte, pues, como bueno y fiel siervo de Cristo para llevar varonilmente la Cruz de tu Señor, crucificado por amor tuyo. Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida, porque así estará contigo donde quiera que fueres y de verdad lo hallarás en cualquier parte donde te escondas. Así conviene, y no hay otro remedio para escapar de la tribulación de los males y del dolor, sino sufrir. Bebe con afecto el cáliz del Señor si quieres ser su amigo y tener parte con él. Remite a Dios las consolaciones y haga Él con ellas lo que más le pluguiere. Pero tú disponte a sufrir las tribulaciones y estímalas por grandes consuelos; porque son condignas las penalidades de este tiempo pare merecer la gloria venidera, aunque tú pudieras sufrirlas todas.

Cuando llegares a punto que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que vas bien porque hallaste el paraíso en la tierra. Mientras te parezca penoso el padecer y procures huirlo, cree que vas mal, y donde quiera que fueres te seguirá el rastro de la tribulación.

Si te dispones para hacer lo que debes, conviene a saber, sufrir y morir, luego te irá mejor y hallarás paz. Y aunque fueres arrebatado hasta el tercer cielo con San Pablo, no estarás por eso seguro de no sufrir alguna contrariedad. Yo, dice Jesús, te mostraré cuántas cosas le convendrá padecer por mi nombre. Luego, sólo te queda el padecer, si quieres amar a Jesús y servirle siempre.

Pluguiese a Dios que fueses digno de padecer algo por el nombre de Jesús. ¡Cuán grande gloria se te daría! ¡Cuánta alegría causarías e todos los Santos de Dios! ¡Cuánta edificación sería para el prójimo!, pues todos alaban la paciencia, aunque pocos quieren padecer. Con razón debías sufrir algo de buena gene por Cristo, cuando hay tantos que sufren más graves cosas por el mundo.

Ten por cierto que te conviene morir viviendo; y que cuanto más muere cada uno a sí mismo, tanto más comienza a vivir e Dios. Ninguno es apto para comprender esa cosas celestiales si no se aviene a sufrir lee adversidades por Cristo. No hay cosa a Dios más acepta, ni para ti en este mundo más saludable, que padecer gustosamente por Cristo. Y si te diesen a escoger, más debería desear padecer cosas adversas por Cristo, que ser recreado de muchas consolaciones; porque en esto le serías más semejante, y más conforme a todos los santos. Pues no está nuestro merecimiento, ni la perfección de nuestro estado en disfrutar muchas suavidades y consuelo, sino en sufrir grandes penalidades y tribulaciones.

Porque si alguna cosa fuera mejor y más útil para la salvación de los hombre que el sufrir, Cristo lo hubiera declarado con su palabra y ejemplo; pues manifiestamente exhorte a sus discípulos, y a todos los que desean seguirle, que lleven la Cruz y les dice: Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mis tu cruz, y sígame. Así que, leídas y bien consideradas todas las cosas, sea ésta la conclusión: Que por muchas tribulaciones nos es necesario entrar en el reino de Dios.

Tomás de KempisImitación de Cristo y menosprecio del mundo, Capítulo XI-XII

 

NECESIDAD DE LA CRUZ

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

D. Columba Marmion, OSB

No nos dejemos abatir por las pruebas, las contradicciones. Ellas serán tanto más grandes y profundas cuanto Dios nos llame a mayor perfección. ¿Por qué esta ley?

Porque es el camino por donde pasó Jesús, y cuanto más queramos estar unidos a Él, tanto más debemos asemejarnos a Él en el más profundo e íntimo de sus misterios. San Pablo, ya lo sabéis, reduce toda la vida interior al conocimiento práctico de Jesús, y de Jesús crucificado. Y Nuestro Señor mismo nos dice que el “Padre, que es el divino viñador, poda la rama para que dé más frutos”. Purga bit eum ut fructum plus afferat. Dios tiene mano poderosa, y sus operaciones purificadoras llegan a profundidades que sólo los santos conocen; por las tentaciones que permite, por las adversidades que envía, por los abandonos que y soledades que produce en el alma, intenta deshacerla de lo creado; la “persigue para poseerla”; penetra hasta los tuétanos, “rompe hasta los huesos”, como dice Bossuet en alguna parte, “a fin de reinar solo”.

¡Feliz el alma que se abandona en manos del Obrero eterno! Por su Espíritu, todo fuego y amor, que es “el dedo Dios”, el artista divino cincelará en ella los rasgos de Cristo a fin de que se parezca al Hijo de su amor, según el designio inefable de su sabiduría y de su misericordia.

Hay almas que tienen mucha actividad: hacen oración, se dan a la mortificación, se dedican a obras… adelantan, pero cojeando, un poco, porque su actividad es en parte humana. Hay otras almas que Dios ha tomado de su mano y que adelantan mucho, porque es Él mismo quien obra en ellas. Pero, antes de llegar a este segundo estado, se debe sufrir mucho, porque conviene que antes haya dejado sentir el Señor al alma que ella no es nada, ni puede nada; conviene que Él llegue a decir con toda sinceridad: Ut jumentum factus sum, apud te: ad nihilum redactus sum et nescivi: “Yo soy estúpido, sin inteligencia, como bestia de carga ante el Señor.”

Querida hija mía, es esto lo que el Señor está dispuesto hacer en vos, y tendréis que sufrir mucho mientras no logréis este resultado; pero no os espantéis si sentís que todo hierve en vos; no os desaniméis si, luego, sentís vuestra incapacidad porque Dios, después de haber como anulado vuestra actividad humana, vuestras energías naturales, tomará Él mismo al alma y la conducirá a la unión consigo. Cuando hagáis el Vía-Crucis, uníos a los sentimientos que tenía nuestro divino Salvador; esto no puede dejar de agradar al Padre Eterno, si le ofrecemos la imagen de su Hijo. En la XIV estación, vemos el Cuerpo de Nuestro Señor exinanitum, “inanimado”, pero tres días después sale del sepulcro, lleno de vida, de una vida magnífica… Lo mismo acaecerá con nosotros; si dejamos que Dios obre en nosotros, después de que Él haya destruido todo lo que en nosotros se opone a la gracia, nos llenará de su vida; será la realización de esta palabra: Christus mihi vita: “Cristo es mi vida.”

A esto debéis aspirar: el Padre eterno sólo desea ver en vos a su Hijo. Acordaos de la palabra de san Pablo: Ut inveniat in illo: Yo deseo ser hallado en Cristo (no con mi propia justicia). Os aconsejo que pongáis todas las mañanas cada una de vuestras facultades a los pies de Cristo, a fin de que todo salga de Él y que vos nada hagáis sino por amor a Él.

No hay duda alguna de que vuestras penas interiores forman gran parte del plan de Dios misericordiosísimo para la santificación de vuestra alma. Todos hemos pasado por este invierno, porque “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”. Era necesario que vuestra alma fuese surcada por el sufrimiento; que experimentaseis que el sentimiento del entero abandono por parte de Dios es el mayor de todos los sufrimientos: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me habéis abandonado?” Porque erais agradable a Dios, era necesario que la prueba os visitara… Después del invierno vendrá la primavera; luego, el verano…

El sufrimiento desprende al alma

Después de que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto en el sacramento de la penitencia la satisfacción necesaria y, por la absolución, ha lavado nuestra alma en la sangre divina, añade estas palabras: “Que todos los esfuerzos que hagas para cumplir el bien, que todo cuanto sufras, sirva para el perdón de tus pecados, aumento de la gracia y recompensa en la vida eterna.”

Por esta plegaria, el sacerdote da a nuestros sufrimientos, a nuestros actos de satisfacción, de expiación, de mortificación, de reparación, de paciencia —que de esta manera une al sacramento— una eficacia particular, que nuestra fe no puede olvidar de poner a luz. “En remisión de tus pecados,”

El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios tiene tal munificencia en su misericordia, que no sólo las obras de expiación que el sacerdote nos impone, o que nosotros mismos escogemos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición humana, todas las contrariedades temporales que Dios envía o permite y que nosotros soportamos con paciencia, sirven, por los méritos de Jesucristo, de satisfacción cerca del Padre celestial. Por esto —y yo no sabría encarecéroslo bastante—es una práctica muy excelente y fecunda, la de que cuando nos presentemos ante el sacerdote o, mejor aún, ante Jesucristo, para acusar nuestras faltas, aceptemos, en expiación de ellas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las contradicciones que nos puedan sobrevenir; y más aún, la de señalarnos en este momento tal o cual acto de mortificación, por insignificante que sea, para irlo cumpliendo hasta la confesión siguiente.

La fidelidad a esta práctica, que encaja muy bien con el espíritu de la Iglesia, es extraordinariamente fecunda.

Por de pronto, evita el peligro de la rutina. Un alma que se sumerge de tal modo, por la fe, en la consideración de la grandeza de este sacramento por el que se nos aplica la sangre de Jesús, y que, por una intención llena de amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente de duro, difícil, penoso, contrario en su vida, una alma así es refractaria a la rutina que se pega, en muchas personas, en la frecuente confesión.

Además, esta práctica representa un acto de amor en gran manera agradable a Nuestro Señor, porque indica la voluntad de participar de los sufrimientos de su Pasión, el más santo de sus misterios.

Hay renuncias que, por decreto de la Providencia, trae consigo el curso de la vida y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo: tales son el sufrimiento, la enfermedad, la muerte de seres amados, los reveses y adversidades, las contrariedades y contradicciones que dificultan la realización de nuestros planes, el fracaso de nuestras empresas, nuestras decepciones, los momentos de tedio, las horas de tristeza, el “peso del día”, que abatía ya entonces tan fuertemente a san Pablo hasta el extremo de que “la existencia —lo dice él mismo— le era pesada”… tantas miserias que nos despegan de nosotros mismos y de las criaturas, no sin mortificar nuestra naturaleza, y “haciéndonos morir” poco a poco, “cada día”: quotidie morior.

Ésta era la frase de san Pablo; pero, si “él moría cada día”, era para vivir más, cada día también, la vida de Cristo.

Siento mucha compasión por vos, por la prueba que Dios os envía en estos momentos. Es un martirio. Sin embargo, yo me conformo enteramente con la santa voluntad de nuestro amado Señor, que os envía esta cruz tan íntima de su Corazón Sagrado. Creedme, y os lo digo en nombre de Dios, esta prueba os ha sido enviada por el amor de Nuestro Señor, y ella debe realizar una obra en vuestra alma que ninguna otra podría llevarla a cabo. Será la destrucción de vuestro amor propio, y, cuando salgáis de esta prueba, seréis mil veces más querida de su Sagrado Corazón que antes. Pues, aunque os tenga mucha compasión, no quisiera por nada del mundo que dejarais de pasarla, porque veo que Jesús, que os tiene un amor mil veces mayor que el que os podáis tener vos misma, permite que os alcance esta prueba. Estad segura de que durante todo este tiempo, os encomendaré mucho en mis oraciones y sacrificios, para que Dios os de fortaleza para saber aprovecharos bien de esta gracia.

Ya sabéis que Dios se complace en conducirnos por el camino de la perfección a la luz de la obediencia, y con Frecuencia nos priva de toda otra luz y nos conduce sin dejarnos comprender sus caminos. Conviene mantenerse, durante pruebas semejantes, en una sumisión completa y en una convicción inquebrantable —a pesar de lo contrario que os puedan inspirar vuestra razón o el demonio— de que sabrá sacar su gloria y vuestro crecimiento espiritual de manera muy diferente de la que habríais escogido por vuestra cuenta. Yo os digo de parte de Dios que esta prueba es una ganancia para vos, y estoy tan convencido que, desde que me di cuenta de su comienzo, sabía que duraría una temporada; es muy dolorosa, es la mayor de las cruces que Dios puede enviar a un alma que lo ama, pero, mientras seáis obediente, no hay peligro ninguno.

El sufrimiento da frutos para el alma y para toda la Iglesia

Dios colma de bendiciones especiales al alma poseída del espíritu de abandono. Se siente uno incapaz de decir lo que Dios hace en esta alma, cómo adelanta en santidad. La conduce por caminos seguros a la cumbre de la perfección. A veces, es cierto, puede parecer que estos caminos contrarían el fin, pero “Dios logra sus fines, guiando todas las cosas con fuerza y dulzura”. “Todo”, decía Jesús a su fiel sierva Gertrudis, “tiene su hora en los adorables designios de mi providente Sabiduría”.

¡Felices las almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la desnudez de la cruz! Ésta es para ellas un manantial inagotable de preciosas gracias.

Los sufrimientos son el precio y la señal de los verdaderos favores divinos… Las obras y las fundaciones basadas en la cruz y el sufrimiento son las únicas durables.

Los sufrimientos que habéis soportado son, para mí, señal de una bendición especial de Aquel que, en su sabiduría, ha querido basarlo todo en la cruz.

Hay en vuestra carta una frase que me satisface mucho, porque en ella adivino una fuente de gran gloria de Dios. Decís: “En mí no hay nada, absolutamente nada, en que yo pueda tener un poco de seguridad. Así, pues, no ceso de abandonarme con confianza en el corazón de mi maestro.” Ésta es, hija mía, la verdadera alegría, porque todo lo que Dios hace por nosotros es efecto de su misericordia, movida por el reconocimiento de esta miseria; y un alma que ve su miseria y que la presenta continuamente a los ojos de la misericordia divina, da mucha gloria a Dios, dándole ocasión de mostrar su bondad al alma. Continuad siguiendo este atractivo, y dejaos conducir, en medio de las tinieblas de la prueba, a la unión que Dios os prepara con Cristo.

En cuanto vos, Nuestro Señor me obliga a rogar mucho para que permanezcáis con gran generosidad sobre el altar de la inmolación con Jesús. Un alma, por miserable que sea, unida así a Jesús en su agonía, pero, como Abraham, “esperando contra toda esperanza”, da una gloria “inmensa” a Dios y ayuda a Jesús en su obra de la Iglesia.

Veo que habéis sufrido, yo he sufrido también: ¡estamos tan unidos! Pero, sin embargo, no podía desear otra cosa. Yo os he depositado con Jesús, como su Amén, en el fondo del seno del Padre. Él os ama infinitamente mejor que yo. Yo os entrego a Él, como María entregó a Jesús, y si Él quiere clavaros en la cruz con vuestro Esposo, si quiere para vos la vergüenza, el sufrimiento y equivocaciones, si quiere para vos la inmolación, yo lo quiero también, como lo quiero para mí mismo. No hemos sido hechos para gozar aquí abajo: nuestra felicidad está arriba: Sursum corda. En el plan divino, todo bien viene del Calvario, del sufrimiento. San Juan de la Cruz ha dicho que Nuestro Señor no da casi nunca el don de la contemplación, de la unión perfecta, más que a aquellos que han trabajado mucho y sufrido mucho por Él. Pues bien, mi anhelo sobre vos es esta unión perfecta, tan fecunda para la Iglesia y las almas. San Pablo nos dice: “De buena gana me gloriaré de mis flaquezas, a fin de que la fuerza de Cristo habite en mí.” Yo os deseo ver muy débil en vos misma, pero llena de la virtus Christi. Jesús ha prometido que, por la Santa Comunión, no solamente nosotros moraremos en Él, sino que Él morará en nosotros. Es ésta la virtus Christi. Cuando más nuestra vida proceda de Él, tanto más tendremos la virtus Christi, más nuestra vida glorificará al Padre: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto; aquel que mora en Mí y Yo en Él, éste da mucho fruto.”

El Señor es dueño de sus dones y, sin mérito ninguno de su parte, llama a ciertas almas a una unión más íntima con Él, a compartir sus penas y sus sufrimientos, para gloria de su Padre y bien de las almas: Adimpleo in corpore meo quae desunt passionum Christi pro corpore ejus, quod est Ecclesia: “Yo completo en mi propio cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo para su cuerpo místico que es la Iglesia.” “Nosotros somos el cuerpo de Cristo y miembros de sus miembros.” Dios hubiera podido salvar a los hombres sin que éstos hubiesen tenido que sufrir o merecer, como lo hace con los niños pequeños que mueren después del Bautismo. Pero, por decreto de su adorable sabiduría, había decidido que la salvación del mundo dependiera de una expiación, de la cual su Hijo Jesús sufriría la mayor parte, pero a la que se asociarían sus miembros. Muchos hombres se olvidan de dar su parte de sufrimientos aceptados en unión con Jesucristo.

Por esto, Nuestro Señor escoge a algunas almas que se asocian a la gran obra de la redención. Son almas selectas, víctimas de expiación y de alabanza. Estas almas hacen mucho por la gloria de Jesús, mucho más de lo que se puede imaginar, y las delicias de Jesús están en hallarse en ellas. Pues bien, hija mía, estoy persuadido de que vos sois una de estas almas. Sin mérito ninguno de vuestra parte, Jesús os ha escogido. Si sois fiel, llegaréis a una estrecha unión con Nuestro Señor y, una vez unida a Él, perdida en Él, vuestra vida será muy fecunda para su gloria y la salvación de las almas. El día de las bodas místicas, no veréis sino flores de la corona que Dios colocó sobre vuestra cabeza. Pero, hija mía, no olvidéis jamás que la esposa de un Dios crucificado es una víctima. Os digo esto, porque preveo que sufriréis y os hace falta mucho ánimo, mucha fe, mucha confianza. Se tendrá que atravesar desiertos, tinieblas, oscuridades, desalientos, abandonos. Sin esto, vuestro amor no sería nunca profundo, ni fuerte. Pero si sois fiel y abandonada, Jesús os tenderá siempre la mano: “Aunque tenga que pasar por las tinieblas de la muerte, nada temeré, pues Vos estáis conmigo.”

 

Columba Dom MarmionDios nos visita a través del sufrimiento y el amor. Ed. Lumen, Buenos Aires-Mexico, 2004, pag. 196- 199. 204 – 207

RESIGNARSE CRISTIANAMENTE ANTE LAS PRUEBAS

Domingo XXVI – T.O – Año C

Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado mientras que tú eres atormentado…– Lc 16,19-31

Algunas de las parábolas que el Señor cuenta en los Evangelios, son suficientes en sí mismas para explicar y poner de modo bien gráfico todo lo que quiere decir. El pasaje que tenemos en el Evangelio de este domingo XXVI del Tiempo Ordinario es uno de éstos.

Una parábola con un contenido riquísimo, que ilustra con una perfección impresionante una de las realidades más crudas que Nuestro Señor vino a revelar en este mundo: la existencia del infierno. Pero no se detiene ahí, pues también con esta parábola, el Señor nos deja un mensaje inspirador: como confiar de que, aunque suframos en este mundo y padezcamos males “insuperables”, o quizás “injustos” -dirán algunos-, si los sabemos llevar bien, podemos estar seguros de recibir un gran consuelo en el cielo. Por otra parte, al que no sabe aprovechar los bienes que tiene con humildad y caridad, puede esperar un destino tanto más sombrío y terrible.

En síntesis, la enseñanza cristiana es conocida siempre por la misericordia. Por la compasión, por el cuidado y atención a las necesidades de los demás, de los más pobres, pecadores, miserables. A esto vino nuestro Señor Jesucristo, nuestro maestro y modelo en todo. Al que no sigue este camino, y a los que confían en la opulencia de sus bienes, el Señor los identifica en la primera lectura, cuándo habla por boca del profeta: “¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría! […] No se conmueven para nada por la ruina de la casa de José.” Es decir que, independiente de la situación que nos toca vivir en este mundo, una cosa es necesaria para que seamos verdaderamente cristianos: ser misericordiosos. Es esta la actitud del Señor, hemos cantado en el salmo responsorial: “El señor mantiene su fidelidad perpetuamente, / hace justicia a los oprimidos, / da pan a los hambrientos. / El Señor liberta a los cautivos. / […] El Señor ama a los justos.”

Aquí aparece un tema que es muy interesante considerar: el Señor ama a los justos. Sí, Él ama a los que practican la justicia. Él es Justicia, pero Él solamente puede ser justo en razón de su Misericordia; en efecto, Él es también Misericordia. Y es más, como enseña Santo Tomás de Aquino (I Pars, q.21, a.4), la misericordia es la raíz de todas las obras de Dios. Por eso se compadece de nosotros, sabe de qué barro somos hechos; sabe cómo nos cuestan nuestras pruebas, nuestras dificultades, nuestras luchas diarias.

En consecuencia, ¿qué es lo que nos toca hacer en nuestra vida? La respuesta nos la da el Apóstol San Pablo: “Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna…” En otras palabras, debemos dedicarnos a vivir nuestra vida, con nuestras luchas, con nuestras cruces, con todas las adversidades que tenemos, pensando siempre en lo bueno que será el ser consolado por Dios en el cielo, dónde no habrá más lágrimas.

Se dice que un anciano estaba sentado en su lecho de muerte[1], y llenos de dolor rezaban sus hijos. Tenía los ojos cerrados como si durmiera. Un velo de calma y de quietud cubría su rostro pálido y exangüe. Había vivido toda la vida honrado y cristiano, y no tenía nada que en esta hora martirizara su conciencia. Los hijos no apartaban sus ojos de aquel rostro querido.

De pronto el anciano sonrió y quedó otra vez inmóvil. Al poco tiempo volvió a sonreír, y algunos minutos después una tercera sonrisa brotó en sus labios.

Despertó. Los hijos le abrazaron y uno de ellos le preguntó:

– Padre, ¿por qué sonreías?

El viejo, con voz débil, les dijo así:

– Hijos míos, la primera vez sonreí, porque estaba pensando en los bienes caducos de este mundo, y no pude menos de alegrarme viendo cómo yo los he despreciado siempre, y de reírme viendo cuántos necios corren desalentados detrás de ellos. La segunda vez sonreí porque pensé en los males que sufrí en la vida, y me llené de gozo al ver que por haberlos llevado con resignación me van a traer ahora bienes infinitos. La tercera vez sonreí porque vi a mi lado al Ángel de la Guarda que me señalaba unas puertas abiertas llenas de claridad y de luz que eran las puertas del cielo.

Luego se reclinó sobre las almohadas y se quedó muerto.

De esta pequeña historia, podríamos sacar algunas conclusiones muy provechosas para nuestras propias vidas, como es la necesidad de convencernos de la nada de las cosas de este mundo, o la importancia de vivir cristianamente los mandamientos, como el Apóstol exhortaba en la segunda lectura: “te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.” Sin embargo, me gustaría que tomásemos por “moraleja” esta verdad: cuán meritorio será para nosotros el saber sobrellevar bien, resignados, entregando en las manos providentes del Padre todos los momentos de nuestra vida, sean buenos o malos. Todo el dolor llevado con paciencia se convertirá en una gloria inmensa en el cielo.

En el salmo podemos encontrar al salmista expresando esta verdad con la alegoría del sembrado: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares.” (Sal 126, 5) Y el Señor pone en labios de Abrahán la sentencia consoladora para reconfortarnos a sobrellevar nuestras cruces en esta vida: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida”, es lo que le dice al rico epulón condenado en el infierno, y sigue: “y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.

Por eso, pidámosle a la Santísima Virgen María, que nos alcance la gracia de su Divino Hijo de ser totalmente entregados, abandonados en las manos de Dios, confiados en que lo que Él permite que nos suceda, será siempre lo mejor, y que sepamos llevarlo con paciencia y resignación cristiana. Que en todas estas nuestras dificultades, resuene en nuestro corazón el Fiat de la Virgen, el hágase en mí según Tu palabra, según la voluntad de Dios.

Ave María Purísima

P. Harley Carneiro, IVE

 

 

[1] Cfr. Sonreírnos ante la muerte, ROMERO, F., Recursos Oratorios, disponible en: https://vozcatolica.com/homiletica/28-de-septiembre-xvi-domingo-del-tiempo-ordinario-ciclo-c/

2ª CARTA DE UN MONJE EN EL SAHARA – SAN CHARLES DE FOUCAULD

El tiempo se nos ha dado para santificarnos y santificar a los demás, y no para ser inútiles y malos; grave es la advertencia de Jesús: «Será pedida cuenta en el último día de toda palabra inútil».

San Charles de Foucauld

Tamanrasset, 11 de marzo 1909

Desde hace mucho tiempo, perseguido por la idea del abandono espiritual de tantos infieles, y en particular del de los musulmanes e infieles de nuestras colonias, viendo, al mismo tiempo, el amor por los bienes materiales y la vanidad invadir cada vez más al pueblo cristiano, he puesto sobre el papel, después de mi último retiro, hace un año, un proyecto de asociación católica, teniendo el triple fin de llevar a los cristianos a una vida de acuerdo con la del Evangelio, presentando como modelo a Aquel que es el Modelo Único; de desarrollar entre ellos el amor de la Santa Eucaristía, que es el bien infinito y nuestro Todo, y provocar entre ellos un movimiento eficaz para la conversión de los infieles, y especialmente para el cumplimiento del deber estricto que todo pueblo cristiano tiene de dar educación cristiana a los infieles de sus colonias.

No solamente por medio de dones materiales es como se debe trabajar por la conversión de los infieles, sino provocando el establecimiento entre ellos, a título de cultivadores, de colonos, comerciantes, artesanos, propietarios, etc., de excelentes cristianos de todas las condiciones, destinados a ser preciosos apoyos para los misioneros, a atraer por medio del ejemplo, la bondad y el contacto, a los infieles a la fe y a ser los núcleos a los cuales puedan agregarse uno a uno los infieles a la medida que se conviertan. La Cofradía, con la intensidad de vida cristiana que debe desarrollar y el deber de convertir infieles, que debe ponerse continuamente ante los ojos, es apropiada también para multiplicar las vocaciones de sacerdotes, religiosos y religiosas misioneros. De buenos cristianos viviendo en el mundo, la Cofradía hará una especie de misioneros laicos; ella los llevará a expatriarse para ser misioneros laicos entre las ovejas más perdidas, mostrándolas cómo la conversión de ellas es un deber para los pueblos católicos y cómo es hermoso y cristiano consagrar su vida a ellas.

Los deberes de los hermanos y hermanas que no son sacerdotes ni religiosos hacia los infieles son tanto más graves cuanto ellos hacen a menudo más que los sacerdotes, religiosos y religiosas. Mejor que ellos pueden entrar en relaciones, ligar lazos de amistad, mezclarse y tomar contacto entre ellos. Como los infieles sienten una repulsión contra los cristianos, cuando tienen una religión que les inspira una fe profunda, los sacerdotes, religiosos y religiosas, les causan desconfianza; frecuentemente a los sacerdotes y religiosos les faltan puntos de contacto, ocasión de ponerse en relación con los infieles; además, la prudencia y las reglas de sus Institutos les estorban algunas veces para sobrepasar ciertos límites de intimidad, penetrar en el hogar familiar, entrar en relaciones estrechas. Aquellos que viven en el mundo tienen a menudo, al contrario, grandes facilidades para entrar en estrechas relaciones con los infieles. Sus ocupaciones, administración, agricultura, comercio, trabajo, cualquiera que sea, les ponen, si quieren, en cualquier momento en relación. De estas relaciones, con la ayuda de la caridad, de la suavidad del trato que practiquen, pueden, si quieren, hacer nacer verdaderas amistades, dándoles acceso a los hogares y a las familias más cerradas. El trabajo de los hermanos y hermanas que no son ni sacerdotes ni religiosos no es instruir a los infieles en la religión cristiana ni acabar su conversión; sino de prepararla haciéndose querer por ellos, haciendo caer los prejuicios por la visión de su vida, haciéndoles conocer, por sus actos mejor que por las palabras, la moral cristiana; de disponerlos ganando su confianza, su afecto, su amistosa familiaridad; de tal manera, que los misioneros encuentren un terreno preparado, almas bien dispuestas, yendo ellas mismas a ellos, y a las cuales pueden dirigirse sin obstáculos.

Es a los fieles de los países cristianos a los que incumbe el deber de la evangelización de los infieles… Cualquier retardo, cualquiera frialdad por su parte en el cumplimiento de un deber tan grave, puesto que se trata de la salvación de tantas almas, y tan urgente, puesto que cada día la muerte se lleva muchos delante del Tribunal supremo, es una responsabilidad de la cual cada uno tiene una parte proporcional. El tiempo se nos ha dado para santificarnos y santificar a los demás, y no para ser inútiles y malos; grave es la advertencia de Jesús: «Será pedida cuenta en el último día de toda palabra inútil». Si Dios permite que algunos conserven riquezas, en lugar de volverse pobres materialmente, como lo hizo Jesús, es para que ellos se sirvan de este depósito que Él les ha confiado, como a servidores fieles, según la voluntad del Dueño, para hacer a los demás los beneficios espirituales y temporales, dar recursos materiales allí donde son necesarios para el cumplimiento de los bienes espirituales. Ellos deberán dar cuenta del bien que habrían hecho y que no han hecho. De qué manera, en el Santo Evangelio, Jesús nos lo dice y repite: «Amaos los unos a los otros…; haced a los demás lo que quisierais que se os hiciese…; amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos…». Si después de estas frases, tan frecuentemente leídas, oídas y meditadas, los fieles, y sobre todo los sacerdotes, los religiosos y las religiosas entregados a las almas que están cerca de ellos son negligentes y abandonan a aquellas que están más alejadas, y de las cuales las necesidades son tan grandes y el peligro tan extremo, qué reproches no tendrán que tener por una omisión tan grave por parte de Aquel que ha dicho: «Cada vez que no lo habéis hecho a uno de estos pequeñuelos es a Mí a quien no se lo habéis hecho». Más que nunca, en el siglo XX, la evangelización de los pueblos infieles se ha convertido en un deber estricto para los pueblos cristianos. Otras veces, la ignorancia de los lugares habitados por ellos, lo largo de los viajes y la dificultad de las comunicaciones, la imposibilidad de entrar en relaciones con poblaciones fanáticas o salvajes, expulsando o martirizando a cualquier misionero, frecuentemente a cualquier europeo, eran otros tantos motivos de excusa, retardando la evangelización. Hoy estas excusas no existen. Los viajes, los más largos, se han convertido en cortos y fáciles.

Los pueblos infieles están en su mayor parte sometidos a los europeos, y a los demás les han forzado a respetarlos. Sobre todos los puntos del globo donde hay infieles, el contacto existe entre ellos y los europeos, y allí donde un misionero quiere ir puede hacerlo; no lo puede hacer siempre llamándose abiertamente misionero, pero puede hacerlo en todo momento, disimulando lo que es, bajo apariencias de comercio, agricultura u otras…

La patria es la extensión de la familia; Dios, poniendo en nuestra vida las personas de nuestra familia más cerca de nosotros que las demás, nos ha dado deberes especiales para con ellas; de una manera más amplia ocurre lo mismo con los compatriotas, y, por consiguiente, con las de las colonias de la patria, que forman parte de la gran familia nacional. Este motivo incontestable y fortísimo es el primero por el cual debemos trabajar particularmente por la conversión de los infieles de las colonias de nuestra patria. Otra razón se añade, y es que si somos negligentes hay el temor que sean totalmente abandonados. Por la misma razón que pertenecen a nuestra patria, los cristianos de otros países no se ocuparán, dejándonos a nosotros la carga. La conversión de los infieles es frecuentemente muy difícil. Lo es sobre todo cuando el gobierno local pone obstáculos y es adversario de la religión católica. Esto no debe desanimar; al contrario, esto debe hacer trabajar con más ardor; los obstáculos demuestran que el éxito pide un mayor esfuerzo… Cualesquiera que sean los ínfleles de las colonias de su patria, no serán más difíciles de convertir que los romanos y los bárbaros de los primeros siglos del cristianismo; por muy opuesto que pueda ser a la Iglesia el gobierno de su país, no lo será más que Nerón y sus sucesores. Que los hermanos y hermanas tengan el mismo celo por las almas, las mismas virtudes que los cristianos de los primeros siglos, y ellos harán las mismas obras. Lo harán como ellos, escondidos, disimulados, a ocultas, lo que no puedan hacer abiertamente. El amor hará encontrar los medios, y Jesús hará eficaces los esfuerzos que inspira. Digamos de nuevo: «Es necesario no medir nuestros trabajos según nuestra debilidad, sino nuestros esfuerzos en los trabajos». Si las dificultades son grandes, apresurémonos tanto más a ponernos a la obra y multipliquemos más nuestros esfuerzos.

* En «Escritos Espirituales», 5ª edición, Editorial Herder – Barcelona – 1988, pp. 220-225.

CARTA DE UN MONJE EN EL SAHARA – SAN CHARLES DE FOUCAULD

“Cuanto más la obra es difícil, lenta e ingrata, más es necesario ponerse apresuradamente a la obra y hacer grandes esfuerzos; la frase de San Juan de la Cruz «no se deben medir los trabajos según nuestra debilidad, sino nuestros esfuerzos en los trabajos», debe estar continuamente ante nuestros ojos.”

San Charles de Foucauld

Tamanrasset, 9 de junio 1908.

    El rincón del Sahara, que yo solo tengo que trabajar, tiene dos mil kilómetros de Norte a Sur, y mil de Este a Oeste, con cien mil musulmanes dispersos por este espacio, sin un cristiano, si no son los militares franceses en todos los grados; estos últimos son poco numerosos; noventa o cien, diseminados en esta extensión; pues en las tropas saharianas sólo los cuadros son franceses; los soldados son indígenas. Yo no he hecho una sola conversión en serio desde hace siete años que estoy aquí; dos bautismos; pero Dios sabe lo que son y serán las almas bautizadas; un niño pequeño, que los Padres Blancos educan –¡Dios sabe lo que será!– y una pobre vieja ciega: ¿qué habrá en esa cabeza y en qué medida su conversión es real? Como conversión en serio, cero, y aún diré alguna cosa más triste, y es que cuanto más voy viendo, más creo que no hay lugar a buscar hacer conversiones aisladas (salvo casos particulares), por el momento, siendo la masa de un nivel tan bajo, el apego a la fe musulmana tan fuerte, el estado intelectual de los indígenas hace difícil, al presente, hacerles reconocer la falsedad de su religión y la verdad de la nuestra.

    Salvo caso excepcional, no se podría ahora buscar más que conversiones aisladas, conversiones interesadas y solamente aparentes, lo que es la peor de las cosas. En lo referente a los musulmanes, que son semibárbaros, el camino no es el mismo que con los idólatras y fetichistas, gentes del todo salvajes y bárbaros, teniendo una religión del todo inferior; ni como con los civilizados. A los civilizados se les puede proponer directamente la fe católica, son aptos para comprender los motivos de credulidad y para reconocer la verdad; a los completamente bárbaros, lo mismo, pues sus supersticiones son tan inferiores, que se les hace bastante fácil comprender la superioridad de la religión de un solo Dios… Parece ser que con los musulmanes el camino es civilizarlos primero, instruirlos, hacerles gentes parecidas a nosotros; hecho esto, su conversión estaría casi hecha, pues el islamismo no se puede defender delante de la instrucción; la Historia y la Filosofía le hacen justicia, sin discusión: cae como la noche ante el día.

    La obra a hacer aquí, como con todos los musulmanes, es, pues, una obra de educación moral: educarlos moral e intelectualmente por todos los medios: acercarse a ellos, tomar contacto, ligar amistades, hacer caer, por las relaciones diarias y amistosas, sus prevenciones contra nosotros; por medio de la conversación y el ejemplo de nuestra vida, modificar sus ideas; procurar la instrucción propiamente dicha, hacer, en fin, la educación entera de estas almas; enseñarles por medio de escuelas y colegios lo que se aprende en los mismos; enseñarles por el contacto diario y estrecho lo que se aprende en la familia; hacerse de su familia… Obtenido este resultado, sus ideas serán modificadas infinitamente, sus costumbres mejoradas por ellos mismos, y el paso al Evangelio se hará fácilmente. Sin duda alguna, Dios lo puede todo; puede, por su gracia, convertir a los musulmanes y lo que quiera en un instante; pero hasta ahora no ha querido hacerlo; parece, aún más, que no esté en sus designios conceder esta conversión solamente a la santidad, pues si la reserva para la santidad, ¿cómo es que San Francisco de Asís no la ha obtenido? Quedan por emplear los medios que parecen más razonables, todo, y santificándose lo más posible y acordándose que se hace el bien en la medida en que se es bueno.

    Estos medios, lentos e ingratos, con pueblos que nos rechazan y desprecian, que nos llaman «salvajes» y «paganos», que están tan alejados de nosotros en costumbres, lengua y en tantas cosas; estos medios lentos e ingratos son la educación por el contacto y la instrucción. Sobre todo, es necesario no desanimarse ante la dificultad, sino decirse que cuanto más la obra es difícil, lenta e ingrata, más es necesario ponerse apresuradamente a la obra y hacer grandes esfuerzos; la frase de San Juan de la Cruz «no se deben medir los trabajos según nuestra debilidad, sino nuestros esfuerzos en los trabajos», debe estar continuamente ante nuestros ojos.

    ¿Qué hacer solo ante esta tarea? Por vocación debo tener una vida oculta, solitaria y no una vida de predicación y de viajes. Por otra parte, las almas de estos lugares, para los cuales yo estoy solo, exigen, en tanto que no haya otros obreros, ciertos viajes. Procuro conciliar las dos cosas. Tengo dos ermitas, a mil quinientos kilómetros una de otra. Paso tres meses en la del Norte, seis meses en la del Sur y tres meses en ir y venir cada año. Cuando estoy en una de las ermitas, vivo en ella en clausura, procurando hacer una vida de trabajo y oración, una vida de Nazaret. En el camino, pienso en la huida a Egipto y en los viajes anuales de la Santa Familia a Jerusalén… En las ermitas, como en el camino, procuro tomar contacto, en tanto que me sea posible, con los indígenas, haciéndoles pequeños servicios, hablando con ellos, divirtiéndoles como a los niños, por medio de estampas o cuentos, procurando empezar un poco esa parte de la educación que se hace en el seno de la familia. En la ermita, es la vida del claustro, pero en la forma en que ella lo es para el Hermano portero, encargado de recibir las personas y de hacerles el bien en lo posible… Pero, en suma, esto no es nada al lado de lo que sería necesario hacer. Haría falta, no un obrero, sino un centenar; con obreros, y no solamente ermitaños, sino también apóstoles, yendo y viniendo, tomando contacto y asimismo instruyéndoles.

    Este pueblo Tuareg es particularmente interesante, puesto que musulmán de nombre solamente, poco ferviente, está muy cerca de nosotros por sus costumbres, su viva inteligencia y su facilidad para intimar. Desgraciadamente, está bien lejos de nosotros, por su extrema ignorancia, sus prevenciones y su poco gusto por la instrucción… Es necesario trabajar y rogar al Padre de Familia que envíe obreros a su campo.

9 de febrero 1909

    Sus oraciones me son demasiado preciosas para que yo no se las pida, de cuando en cuando, para mí y para los pobres infieles que me rodean. Esta parte del reino de Jesús queda dolorosamente abandonada. El venerado y santo prefecto apostólico del Sahara no dispone más que de algunos sacerdotes para unas poblaciones dispersas sobre inmensos espacios, y usted se dará cuenta que las dificultades no faltan, viniendo de todas partes… En este momento estoy al sur de In Salah; al fin del verano volveré a Beni Abbés, cerca de la frontera de Marruecos, y allí la miseria espiritual es mayor todavía, pues numerosas gentes están en un abandono más grande aún… Rogad por tantas almas, que después de mil novecientos años no han recibido aún la Buena Nueva, o han perdido el conocimiento y el recuerdo después de tantos siglos. Recomendad estos pueblos a las oraciones de las almas piadosas. ¡Hay por aquí partes del campo del Padre de Familias bien abandonadas! Lugares donde las almas, desprovistas de nuestros medios de salvación, esclavas del error y del vicio, caen en el infierno en masa… Cristo ha muerto por cada una de ellas… ¿Qué no debemos hacer por estas almas, de las cuales el precio es la Sangre de Jesús? Rogad para que el Padre de Familia envíe obreros, buenos obreros a su campo; ¡y rogad por el pobre y miserable obrero que soy yo, a fin que sea lo que quiera Jesús!

 

* En «Escritos Espirituales», 5ª edición, Editorial Herder – Barcelona – 1988.

“A veces sin darnos cuenta…”

Reflexión

Una de las tantas cosas maravillosas de la vida consagrada, y especialmente misionera, es el enorme bagaje de edificantes anécdotas que se van forjando a lo largo de los años, muchas de las cuales vamos compartiendo en las diversas crónicas, buscando algún beneficio espiritual, algún entusiasmo por la virtud, y especialmente oraciones por la obra que Dios va realizando en las almas a través de quienes se encuentran en tierra de misión, pidiendo especialmente que los misioneros se santifiquen, de tal manera que su fecundidad apostólica sea cada vez mayor, es decir, de que sean instrumentos cada vez más aptos a través de los cuales el plan divino de redención llegue a la mayor cantidad de corazones posibles.

Hace ya casi 20 años, antes de entrar a la vida contemplativa, fuimos como seminaristas a misionar en uno de esos barrios bien difíciles, donde las primeras indicaciones para visitar las casas (dejando de lado, por ahora, las obvias razones sobrenaturales que acompañan siempre el inicio de las misiones populares), versaban sobre “dónde no meterse”, “dónde había que ir siempre acompañados”, “cómo encarar las cosas ante ciertas circunstancias especiales, difíciles o peligrosas”, etc.; hasta una lluvia de piedras tuvimos por aquellos días. En resumen, era un barrio peligroso y complicado, pero no por eso sin personas buenas también; y sobre todo por eso, necesitado del Evangelio y su predicación en orden a la preparación y posterior celebración de los sacramentos. Dicho esto, vamos propiamente a la hermosa anécdota que ahora nos interesa.

Hacia el final de una calle -creo que de tierra, pero no estoy seguro-, había una especie de canchita, un pedazo de terreno desocupado y polvoriento, donde el padre misionero comenzaba su sermón con un gran parlante, acompañado de los seminaristas y hermanas que íbamos por las sencillas casas invitando a participar a todos los que quisieran. Para llegar a dicha esquina, había que atravesar la estrecha calle donde cada cual tenía su música, bien fuerte por lo general, con los parlantes hacia afuera en las ventanas algunos, produciendo una especie de aturdimiento hasta llegar donde el padre debía comenzar su sermón misionero. El caso es que el primer día no fue ninguno de los vecinos a escuchar al padre mientras predicaba frente a nosotros, lo cual fue bastante triste, pues la prédica fue excelente, con ejemplos de los santos y explicaciones bien claras, pues el padre además de formador del seminario tenía mucha experiencia, y se notaba realmente en sus palabras. Al segundo día ocurrió lo mismo… y al tercero y cuarto día creo que había alguna que otra señora y unos pocos niños esperando para jugar luego con nosotros. Y fue bastante triste. Fue así que, llegada la cena, después de la santa Misa, rosario por las calles (para el cual sí habían acudido más personas y muchos niños gracias a Dios), el padre dijo muy sereno y con una pequeña sonrisa: “la gente no está yendo a escuchar el sermón misionero, yo les pido oraciones, por favor, y quien pueda ofrecer algún sacrificio especial por estas almas sería de gran ayuda”. Fue entonces cuando el seminarista que había hecho apostolado en dicho barrio todo el año -y varios años en realidad, o sea, el que conocía mejor a las personas-, corrigió caritativamente al padre y nos dejó a todos asombrados: “no padre, todo lo contrario: todos lo están escuchando”. Ante la cara de sorpresa nuestra y del padre, continuó con su inesperada aclaración: “A esa hora, todos están con la música a más no poder, como compitiendo cuál suena más fuerte; pero fíjese padre cómo bajan la música apenas usted empieza a hablar. No salen porque les da vergüenza, pero lo están escuchando.” Esta, queridos amigos, es una de las anécdotas, para mí, más hermosas que les puedo compartir de mis años de seminario (aunque son muchísimas gracias a la bondad de Dios). No nos habíamos dado cuenta de que todo el trabajo y esfuerzo estaban dando fruto frente a nuestros ojos…, bueno, detrás de las ventanas propiamente, pero allí estaban las personas escuchando atentas, en un lugar donde el primer día apenas nos podíamos dar algunas indicaciones por el ruido; y en el barrio donde se decía “traten de no meterse ahí”, habían muchas almas escuchando voluntariamente las palabras del padre misionero; con un respeto que para nosotros, los misioneros, había pasado totalmente desapercibido, pero que al momento de darnos cuenta de lo que en realidad estaba pasando, nos llenó de un nuevo entusiasmo, y nos enseñó una vez más que siempre es posible hacer el bien, incluso “sin darnos cuenta”, ¡y cuántas veces sin darnos cuenta! Es más, en tierra de misión a menudo debemos renovar nuestros actos de fe en el valor del Evangelio predicado sea de la manera que sea, con palabras y con ejemplos; renovar la convicción de que no hay dolor ni sacrificio ofrecido a Dios que pase desapercibido ante sus ojos paternales, y que no lleve consigo algún fruto espiritual, tantas veces oculto para preservar al misionero del orgullo o el exceso de confianza, para mantenerlo humilde e irlo purificando, en su alma, en sus intenciones, en la esperanza sobrenatural; pues el día en que midamos nuestra entrega a Dios a la luz de los frutos visibles y consuelos, habrá comenzado la ruina de nuestra fe. Es cierto que aun así Dios a menudo nos deja ver algunos frutos, y para algunos quizás hasta en abundancia, pero esa no es la razón de que nos esforcemos más o no, de que recemos más o no, de que confiemos más o menos en la Divina Providencia, ¡claro que no!, la razón de estar en tierra de misión es simplemente la voluntad de Dios sobre nosotros, por nuestra salvación y la de las almas que se nos encomiende ayudar a acercarse a Él.

Muchas veces nuestro testimonio, en ciertas misiones especialmente, “no hace ruido”, no deja ver grandes conversiones y quizás ni pocas ni ninguna; pero los frutos, si somos fieles, aun así se dan. Donde Dios quiera, como Dios quiera, en quien Él quiera y en el momento que quiera.

Tal vez sintamos de vez en cuando “que estamos solos predicando en una esquina”, pero sabemos por la fe que no es así, pues la oración sincera no se esfuma, sino que llega al Cielo, y los sacrificios ofrecidos con paciencia y caridad jamás se pierden, sino que llegan gratamente a las manos de Dios como reparación de nuestras faltas e intercesión por las de los demás.

Pidamos a Dios constantemente la gracia de perseverar en todo buen propósito; en el deseo inquebrantable de vivir y predicar de palabra y de obra el Evangelio sin desanimarnos; siempre con mirada sobrenatural, siempre con santo abandono a su santa voluntad y no pendientes de los posibles consuelos terrenos, sino buscando simplemente hacer lo que Él espera de nosotros. Él sabrá dar sus frutos al momento oportuno, como hacia el final de aquella misión popular de la que he compartido esta hermosa anécdota y enseñanza para nosotros, donde gracias a Dios los sacramentos administrados fueron muchos.

Continuemos el plan de Dios en nosotros sin desanimarnos ante las dificultades, ante el ruido, las contrariedades y hasta las persecuciones; pues probablemente haya a nuestro alrededor almas que, escondidas y en silencio, estén poniendo a su manera y a su tiempo, los ojos de su corazón en la verdad salvífica del Evangelio que Dios desea predicarles.

¡Recemos por la salvación de las almas; recemos por nuestra conversión y santificación; recemos por los consagrados!

 

P. Jason Jorquera, IVE.