Desde la casa de santa Ana























(o Nuestra Señora del espasmo)[1]
Ningún profeta es bien recibido en su patria. Su incredulidad no les permite ver al Mesías sino solo al hijo de José
P. Gustavo Pascual, IVE.
En María[2].
María sentada junto a Jesús le pregunta: ¿Por qué nuestros paisanos te querían despeñar en Gebel el-Qafsé? Los vi venir contigo desde la roca… quede pasmada por el espectáculo y comencé a temblar. De pronto los perdí de vista y te vi bajar de la cima tranquilamente y la masa humana detrás de ti con calma. ¿Qué pasó Hijo, cuéntame, qué pasó en la sinagoga?[3]
Me levanté para hacer la lectura. Me entregaron el volumen del profeta Isaías y leí el pasaje que decía: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollé el volumen y les dije: Esta escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy. Decían algunos ¿Acaso no es éste el hijo de José? Les dije: seguramente me vais a decir el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria. En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.
Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio.
Al oír estas palabras se llenaron de ira y me llevaron para despeñarme a Getel el-Qafsé[4]. Cuando estábamos allí pasé por en medio de ellos y me vine a casa.
Cuando María quedó sola comenzó a reflexionar…
Quieren milagros para creer, no les basta el testimonio de los de Cafarnaúm. Ningún profeta es bien recibido en su patria. Su incredulidad no les permite ver al Mesías sino solo al hijo de José[5].
¿Por qué ese orgullo nacionalista mal entendido? Somos el pueblo elegido pero debemos obrar según el querer de Dios. Jesús les descubrió su mala conciencia recordando a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio. Su ironía les quiso hacer comprender que Dios no hace acepción de personas y que los verdaderos israelitas son los que hacen su voluntad.
Si bien mi Hijo hace milagros para que crean en El, hacer milagros aquí entre mis hermanos hubiese sido alimentar su falsa concepción mesiánica.
¡Grande es su envidia! Cuanto les cuesta alegrarse por el bien del prójimo. ¡Qué mayor alegría que tener al Mesías entre nosotros!
Mi Hijo quiere salvarlos. Están admirados de sus palabras y en vez de creer en Él se escandalizan. Lo toman por un meschúgge[6]. Lo desprecian, lo insultan, se encolerizan con Él y lo quieren matar…
María comenzó a temblar evocando aquella escena terrorífica y recordó las palabras de Simeón: “¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”[7] y sintió una espada traspasar su alma aunque sabía que su dolor recién comenzaba pero era un anticipo del temblor y pasmo del Calvario.
[1] Castellani hace referencia a una capilla de Nuestra Señora del Temblor en Nazaret cerca de donde pretendieron despeñar a Jesús pero no he encontrado la cita. Sólo he encontrado una referencia de una crónica de Monseñor Jacinto Verdaguer que dice: “Siguiendo la sierra, yendo a coronar la expedición, visitamos a Nuestra Señora del Temblor. Cuando los jueces iban a precipitar a Jesucristo, dicen que vino la Virgen llorando hasta allí siguiendo sus pisadas, y viendo que lo iban a lanzar, se vio poseída de un gran temblor”, https://mdc.ulpgc.es/utils/getfile/collection/aguayro/id/2643/filename/2644.pdf
[2] Debemos vivir en María y meditar sus misterios desde su propio interior. Tratando de entrar en este paraíso que fue la Madre de Jesús. Ver San Luis María Grignion de Montford, Tratado de la Verdadera Devoción nº 262-264
[3] Los textos del Talmud dicen expresamente que las mujeres podían ir a la sinagoga. Aunque para las mujeres no había ninguna obligación de rezar en la sinagoga. (María, mujer hebrea, Conferencia dada por el P. Frédéric Manns, para los religiosos del Instituto del Verbo Encarnado en el Seminario “María Madre del Verbo Encarnado” con ocasión de la VIIª Jornada Bíblica, San Rafael, Mendoza [2004])
[4] Cf. Lc 4, 16-30
[5] Cf. Lc 4, 22
[6] Loco
[7] Lc 2, 35
P. Gustavo Pascual, IVE.
Ya en las bodas de Caná[1], por pedido de la Virgen Santa, Jesús adelantó su hora e hizo su primer milagro. A partir de entonces la Santísima Virgen sigue siempre intercediendo por nosotros ante su Hijo. Por eso los Santos Padres y los Papas la llaman “Omnipotencia Suplicante”[2] ya que es capaz de obtener de Dios todo lo que le pide en la oración. Los católicos nos dirigimos suplicantes a ella porque su oración es mejor escuchada por Jesús[3].
“No tienen vino”, palabra que María pronunció en unas bodas en Caná[4] y que motivó el comienzo de los milagros de Jesús.
Caná es epifanía. Sigue a la epifanía de los gentiles y del bautismo de Jesús. Es epifanía del poder y de la divinidad de Jesús[5].
Caná es símbolo. Símbolo de la gracia representada por el agua[6] y del amor representado por el vino.
La falta de vino hizo que María por amor a los esposos pidiera el milagro y que Jesús por amor lo realizara.
Y este vino excelente que el maestresala probó y que era mejor que el anterior[7] es el buen vino de la caridad faltante en el Antiguo Testamento[8].
Símbolo de la Eucaristía ya que Jesús en este milagro adelanta “su hora” que es la hora de su Pascua[9] y también muestra su poder sobre los elementos de la naturaleza convirtiendo el agua en vino. La Eucaristía será el sacramento de su Pascua y será un milagro permanente donde Jesús está presente bajo las apariencias de vino.
Símbolo de la dignidad del sacramento del matrimonio. Jesús y María santifican con su presencia aquellas bodas.
María fue la primera en recibir la revelación de los principales misterios de nuestra fe, en Caná es la primera en conseguir y presenciar un signo de su Hijo.
María conoce las necesidades de nuestra vida hasta las más triviales. Se dio cuenta de la necesidad de los novios y pidió el milagro.
En unas bodas el vino ayuda a la alegría. María nos trae a Jesús y con Él todo lo que necesitamos para vivir con alegría. Ella es causa de nuestra alegría. María se congratula con nuestra alegría como lo hizo con los esposos en Caná.
Y María en este detalle de tratar de subsanar la necesidad de los esposos nos da ejemplo de caridad perfecta. Ve la necesidad sin que se la digan y es porque el que ama sale al encuentro del amado para amarlo, se adelanta… María quiere remediar nuestras necesidades, hasta las más pequeñas. María ante Jesús expresa sencillamente la necesidad para que El la remedie. Caridad eficaz que pone los medios, pide a Jesús.
María también nos da ejemplo de modestia y discreción en el modo de proceder “no tienen vino”. El que ama presenta la necesidad para que el amado haga lo que le plazca. Y así es mejor… porque Dios sabe lo que nos conviene, se compadece del necesitado que pide humildemente.
María no retrocede en su empeño a pesar de las palabras “aparentemente duras” de Jesús[10]. “Que tengo yo contigo”, semitismo que según el contexto parece decir que no es el momento oportuno para obrar… “Mujer” que parece áspero comparado con Madre o María. Pero según las interpretaciones esta “Mujer” se refiere al libro del Génesis[11] y significaría la maternidad espiritual de María, nueva Eva. Aquí intercediendo por las necesidades de sus hijos. Al pie de la cruz[12] dándolos a luz.
María con confianza ilimitada dice simplemente: “haced lo que El os diga”. María conoce el poder de su Hijo y tiene fe indudable en Él, confía en su liberalidad.
María es la mediadora excelsa entre Jesús y nosotros.
“Haced lo que Él os diga”; contiene un programa de vida para llegar a la santidad.
María es modelo de fe para todos nosotros[13]. En Caná por su intercesión creció la fe de los discípulos[14].
[1] Jn 2, 1‑11
[2] Cf. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC Madrid 1945, 771.
[3] Buela C., El Catecismo de los jóvenes…, 51-2
[4] Cf. Jn 2, 1-12
[5] Cf. v. 11
[6] Cf. Jn 19, 34
[7] Cf. v. 10
[8] Cf. Mt 22, 37-40
[9] Cf. Jsalén. (edición 1998) a Jn 2,4.
[10] Cf. v. 4
[11] 3,15.20
[12] Cf. Jn 19, 26
[13] Cf. L.G. nº 63
[14] Cf. v. 11
Desde la casa de santa Ana
Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165
La fe es una gracia
Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (DV 5).
La fe es un acto humano
Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).
La fe y la inteligencia
El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).
«La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».
Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).
La libertad de la fe
«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados […] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino […] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).
La necesidad de la fe
Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que “sin la fe… es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que “haya perseverado en ella hasta el fin” (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:
«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no […] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa […], imperfecta” (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
Catecismo de la Iglesia Católica Nº 153-165