Catequesis de Juan Pablo II
(24-VII-96)
Al ángel, que le anuncia la concepción y el nacimiento de Jesús, María le dirige una pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34). Esa pregunta resulta, por lo menos, sorprendente si recordamos los relatos bíblicos que refieren el anuncio de un nacimiento extraordinario a una mujer estéril. En esos casos se trata de mujeres casadas, naturalmente estériles, a las que Dios ofrece el don del hijo a través de la vida conyugal normal (cf. 1 S 1,19-20), como respuesta a oraciones conmovedoras (cf. Gn 15,2; 30,22-23; 1 S 1,10; Lc 1,13).
Es diversa la situación en que María recibe el anuncio del ángel. No es una mujer casada que tenga problemas de esterilidad; por elección voluntaria quiere permanecer virgen. Por consiguiente, su propósito de virginidad, fruto de amor al Señor, constituye, al parecer, un obstáculo a la maternidad anunciada.
A primera vista, las palabras de María parecen expresar solamente su estado actual de virginidad: María afirmaría que no «conoce» varón, es decir, que es virgen. Sin embargo, el contexto en el que plantea la pregunta «¿cómo será eso?» y la afirmación siguiente: «no conozco varón», ponen de relieve tanto la virginidad actual de María como su propósito de permanecer virgen. La expresión que usa, con la forma verbal en presente, deja traslucir la permanencia y la continuidad de su estado.
- María, al presentar esta dificultad, lejos de oponerse al proyecto divino, manifiesta la intención de aceptarlo totalmente. Por lo demás, la joven de Nazaret vivió siempre en plena sintonía con la voluntad divina y optó por una vida virginal con el deseo de agradar al Señor. En realidad, su propósito de virginidad la disponía a acoger la voluntad divina «con todo su yo, humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con la gracia de Dios que previene y socorre y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo» (Redemptoris Mater, 13).
A algunos, las palabras e intenciones de María les parecen inverosímiles, teniendo presente que en el ambiente judío la virginidad no se consideraba un valor ni un ideal. Los mismos escritos del Antiguo Testamento lo confirman en varios episodios y expresiones conocidos. El libro de los Jueces refiere, por ejemplo, que la hija de Jefté, teniendo que afrontar la muerte siendo aún joven núbil, llora su virginidad, es decir, se lamenta de no haber podido casarse (cf. Jc 11,38). Además, en virtud del mandato divino: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gn 1,28), el matrimonio es considerado la vocación natural de la mujer, que conlleva las alegrías y los sufrimientos propios de la maternidad.
- Para comprender mejor el contexto en que madura la decisión de María, es preciso tener presente que, en el tiempo que precede inmediatamente el inicio de la era cristiana, en algunos ambientes judíos se comienza a manifestar una orientación positiva hacia la virginidad. Por ejemplo, los esenios, de los que se han encontrado numerosos e importantes testimonios históricos en Qumrán, vivían en el celibato o limitaban el uso del matrimonio, a causa de la vida común y para buscar una mayor intimidad con Dios.
Además, en Egipto existía una comunidad de mujeres que, siguiendo la espiritualidad esenia, vivían en continencia. Esas mujeres, las Terapeutas, pertenecientes a una secta descrita por Filón de Alejandría (cf. De vita contemplativa, 21-90), se dedicaban a la contemplación y buscaban la sabiduría.
Tal vez María no conoció esos grupos religiosos judíos que seguían el ideal del celibato y de la virginidad. Pero el hecho de que Juan Bautista viviera probablemente una vida de celibato, y que la comunidad de sus discípulos la tuviera en gran estima, podría dar a entender que también el propósito de virginidad de María entraba en ese nuevo contexto cultural y religioso.
- La extraordinaria historia de la Virgen de Nazaret no debe, sin embargo, hacernos caer en el error de vincular completamente sus disposiciones íntimas a la mentalidad del ambiente, subestimando la unicidad del misterio acontecido en ella. En particular, no debemos olvidar que María había recibido, desde el inicio de su vida, una gracia sorprendente, que el ángel le reconoció en el momento de la Anunciación. María, «llena de gracia» (Lc 1,28), fue enriquecida con una perfección de santidad que, según la interpretación de la Iglesia, se remonta al primer instante de su existencia: el privilegio único de la Inmaculada Concepción influyó en todo el desarrollo de la vida espiritual de la joven de Nazaret.
Así pues, se debe afirmar que lo que guió a María hacia el ideal de la virginidad fue una inspiración excepcional del mismo Espíritu Santo que, en el decurso de la historia de la Iglesia, impulsaría a tantas mujeres a seguir el camino de la consagración virginal.
La presencia singular de la gracia en la vida de María lleva a la conclusión de que la joven tenía un compromiso de virginidad. Colmada de dones excepcionales del Señor desde el inicio de su existencia, está orientada a una entrega total, en alma y cuerpo, a Dios con el ofrecimiento de su virginidad.
Además, la aspiración a la vida virginal estaba en armonía con aquella «pobreza» ante Dios, a la que el Antiguo Testamento atribuye gran valor. María, al comprometerse plenamente en este camino, renuncia también a la maternidad, riqueza personal de la mujer, tan apreciada en Israel. De ese modo, «ella misma sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen» (Lumen gentium, 55). Pero, presentándose como pobre ante Dios, y buscando una fecundidad sólo espiritual, fruto del amor divino, en el momento de la Anunciación María descubre que el Señor ha transformado su pobreza en riqueza: será la Madre virgen del Hijo del Altísimo. Más tarde descubrirá también que su maternidad está destinada a extenderse a todos los hombres que el Hijo ha venido a salvar (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 501).
[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 26-VII-96]

Isabel felicita a María por su fe. Su fe es la llave para entrar en el misterio de Dios. Dicen los Santos Padres que María concibió al Verbo primero en su inteligencia por la fe y luego en su seno.
En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que «los fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que veneren la memoria “ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor”» (n. 52). La constitución conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.
Siempre son pocas las palabras para vislumbrar, aun someramente, los misterios divinos. Siempre se podrá decir algo más para provecho del alma, o tal vez lo mismo, lo importante –dicen- es decirlo de manera diferente para que capte la atención. A esto último me inclino ahora pues no busco escribir nada nuevo o desconocido, sino que simplemente quiero dejar andar esta pobre pluma invitando a reflexionar nuevamente en la siempre inefable verdad de que al consagrar, el sacerdote y Cristo, siendo dos personas, se hacen uno solo en el altar: uno solo siendo dos, misterio siempre vivo que acrecienta su hermosura al transcurrir el tiempo y el camino hacia la eternidad.
La Iglesia ha considerado constantemente la virginidad de María una verdad de fe, acogiendo y profundizando el testimonio de los evangelios de san Lucas, san Marcos y, probablemente, también san Juan.
En la exhortación apostólica Marialis cultus el siervo de Dios Pablo VI, de venerada memoria, presenta a la Virgen como modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto. Esta afirmación constituye casi un corolario de la verdad que indica en María el paradigma del pueblo de Dios en el camino de la santidad: «La ejemplaridad de la santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno» (n. 16).
1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27).
Sólo en Dios encuentro lo que busco, y lo encuentro en tanta abundancia, que no me importa no hallar en los hombres aquello que algún día fue mi ilusión, ilusión que ya paso…
¿Quién puede conocer los tesoros de sabiduría y ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Al asumir nuestra condición mortal, destruyendo así la muerte, se mostró en pobreza; pero con ello nos garantizó las riquezas futuras, sin perder las que había dejado.