Comenzando el año en Séforis

Noticias breves del Monasterio de la Sagrada Familia,

Tierra Santa

 

Queridos amigos:
Durante estos últimos meses, por gracia de Dios, hemos podido recibir a variados peregrinos en nuestro Monasterio: religiosos, familiares de nuestros misioneros, laicos peregrinos que nos han conocido a través de este medio, etc.
Si bien, debido a las actividades de fin de año no hemos tenido mucho tiempo de escribir pequeñas crónicas, no han faltado las oportunidades para agradecer a Dios sus muchos beneficios, de entre los cuales les compartimos algunos.

Bendición del “pequeño Charbel”

Un matrimonio allegado al monasterio, perteneciente al grupo de oración “Hijos de la luz”, luego de una larga espera y muchas oraciones han podido ser padres del pequeño Charbel. Para compartir con nosotros su alegría y gratitud por las oraciones a las cuales nos unimos desde la casa de santa Ana, decidieron venir a bendecir a su hijito aquí, en la santa Misa, antes de bautizarlo en uno de los lugares santos; y junto con ellos algunos de los Hijos de la luz que quisieron acompañarlos. De más está decir la gran alegría que reflejaba en los rostros de estos nuevos padres.

Peregrinos

Como ya les hemos dicho más arriba, hemos podido recibir a variados peregrinos, como varias de nuestras religiosas, algunas a punto de partir para sus nuevos destinos, quienes han podido peregrinar por los santos lugares y acompañarnos en la liturgia del monasterio, ayudándonos de esta manera a hermosear la liturgia, especialmente con los cantos al sumar más voces y a rendirle culto a Dios en este lugar que, si bien está apartado de las iglesias más cercanas a Nazaret y Caná, sin embargo, desde hace ya casi 13 años alberga un sagrario con nuestros Señor Sacramentado presente en él.
Entre las visitas que hemos tenido están los padres Pablo De Santo y Marcelo Gallardo, nuestros sacerdotes misioneros en Jerusalén, Belén y Bet Jala, quienes realizan una gran labor en dichos lugares y con quienes no pudimos estar este año para Navidad -ya que nos encontrábamos en el encuentro de nuestra Rama Contemplativa junto con los demás monjes y el P. Nieto, en España-, pero que, sin embargo, se hicieron el tiempo para venir a vernos y compartir en familia.

Trabajos

Gracias a Dios trabajo jamás nos falta, y para comenzar el año junto con las lluvias hemos dado comienzo a la limpieza del terreno de manera especial luego de tantas lluvias ya mencionadas, las cuales han sido una gran bendición luego del anterior año de sequía.
También continuamos con la elaboración de las mermeladas y algunos arreglos en nuestra pequeña hospedería.

Como siempre a Dios sean dadas las gracias por sus muchos beneficios y bendiciones, de las cuales ciertamente podemos ver tan sólo un ápice.
Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos especialmente por los peregrinos y los cristianos de Tierra Santa, por su santificación y valiente testimonio de fe.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Los padres del pequeño Charbel y amigos del Monasterio

La imagen puede contener: 4 personas, personas sonriendo, personas de pie
Samer, amigo del Monasterio, quien amablemente se encarga de traducir al árabe la Homilía predicada en italiano, lengua común entre nosotros desde que nos conocemos. ¡Muchas gracias Samer!
 
Con peregrinas de nuestra familia religiosa después la Adoración Eucarística de la tarde y posterior del rezo de vísperas.
Daniel, nuestro feligrés habitual de los Domingo y amigo del Monasterio, quien vino a saludarnos con su hermano y rezaron junto con nosotros delante de Jesús sacramentado, como siempre que Daniel puede.
Preparando la mermelada de kinotos con la fruta que nos regaló la hermana de nuestra profesora de hebreo
Luego de la poda… las primeras rosas del año.

El hombre en oración I

El deseo de Dios en el corazón del hombre

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de mayo de 2011

La unidad del Padre y del Hijo (Jn 12, 44-50)

Sermón de san Agustín

 

1. ¿Qué significa, hermanos, lo que hemos oído decir al Señor: Quien en mí cree, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado?1 Es bueno para nosotros creer en Cristo, sobre todo porque también él dijo con toda claridad lo que acabáis de oír, a saber, que él había venido al mundo como luz, y que el que cree en él no caminará en tinieblas2 sino que tendrá la luz de la vida3. Es, por tanto, bueno creer en Cristo, y un mal grande no creer en él. Mas como Cristo, el Hijo, tiene del Padre el ser todo lo que es —pues el Padre no procede del Hijo, sino que es Padre del Hijo—, nos recomienda, cierto, la fe en él, pero hace recaer la gloria sobre aquel de quien procede.

2. Si queréis proseguir siendo católicos, retened como dato firme e inamovible que Dios Padre engendró a Dios Hijo fuera del tiempo y que le hizo de la Virgen dentro del tiempo. Aquel nacimiento rebasa los tiempos, este lo ilumina. Ambos nacimientos, sin embargo, son admirables: el primero, sin madre; el segundo, sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de sí mismo, no de madre; cuando la madre engendró al hijo, lo engendró virginalmente, no de varón. Del Padre nació sin comienzo; de la madre nació hoy, en fecha determinada. Nacido del Padre, nos hizo; nacido de madre, nos rehizo. Nació del Padre para que existiésemos, nació de madre para que no pereciésemos. Mas el Padre lo engendró igual a sí, y todo lo que es el Hijo lo tiene del Padre. En cambio, lo que es Dios Padre no lo recibió del Hijo. Y así decimos que Dios Padre no proviene de nadie y que Dios Hijo proviene del Padre. Por esa razón, todas las maravillas que obra el Hijo, todas las verdades que dice, se las atribuye a aquel de quien proviene, y no puede ser algo distinto de lo que es aquel de quien proviene. Adán fue hecho hombre, y pudo ser algo distinto de lo que fue hecho. Efectivamente, fue hecho justo y pudo ser injusto. En cambio, el Hijo unigénito de Dios es lo que es, y no puede sufrir mudanza; no puede trocarse en otra cosa, no puede menguar, no puede no ser lo que era, no puede no ser igual al Padre. Pero ciertamente el que dio todo al Hijo en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Indudablemente, el Padre dio al Hijo incluso la misma igualdad con el Padre. ¿Cómo se la dio el Padre? ¿Acaso le engendró menor que él y sobre la naturaleza fue añadiendo hasta hacerle igual? Si hubiese obrado así, lo habría dado a quien carecía de algo. Pero ya os he dicho lo que debéis retener con toda firmeza, a saber, que todo lo que es el Hijo se lo dio el Padre, pero en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Si se lo dio en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo, sin duda le dio también la igualdad y, al darle la igualdad, le hizo igual. Y aunque el Padre sea uno y el Hijo otro, no es una cosa el Padre y otra el Hijo, sino que lo que es el Padre, eso es el Hijo. No digo que el Padre sea también el Hijo, sino que el Hijo es también lo que es el Padre.

3. El que me ha enviado —dice y habéis oído—; el que me ha enviado —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna4. Es el evangelio de Juan; retenedlo en la memoria: El que me ha enviado me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. ¡Oh, si me concediera decir lo que quiero! Efectivamente, mi escasez y su abundancia me produce angustia. Él —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Busca en la carta de este evangelista Juan lo que dijo de Cristo. Creamos —dice— en su verdadero Hijo Jesucristo. Él es Dios verdadero y la vida eterna5. ¿Qué significa Dios verdadero y la vida eterna? El verdadero Hijo de Dios es Dios verdadero y la vida eterna. ¿Por qué dijo: en su verdadero Hijo? Porque Dios tiene muchos hijos, por lo que había que distinguirle de los demás, añadiendo que Cristo era el Hijo verdadero. No sólo diciendo que es Hijo, sino añadiendo —como he indicado— que es el Hijo verdadero. Había que establecer la distinción, debido a los muchos hijos que tiene Dios. Porque nosotros somos hijos por gracia, él por naturaleza. A nosotros nos hizo el Padre por medio de él; él es lo que el Padre. ¿Acaso somos nosotros lo que Dios es?

4. Pero alguien, de soslayo, sin saber lo que habla dice: «Se dijo: Yo y el Padre somos una misma cosa6, porque entre ellos se da la concordia de sus voluntades, no porque la naturaleza del Hijo sea la misma que la del Padre. Pues también los apóstoles —esto lo ha dicho él, no yo—, pues también los apóstoles son una misma cosa con el Padre y con el Hijo». ¡Espantosa blasfemia! También los apóstoles —dice— son una misma cosa con el Padre y el Hijo, porque obedecen a la voluntad del Padre y del Hijo. ¿Esto se atrevió a decir? Diga, entonces, Pablo: «Yo y Dios somos una misma cosa»; diga Pedro, diga cualquiera de los profetas: «Yo y Dios somos una misma cosa». No lo dice, no; ¡ni soñarlo! Él sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de salvación; sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de iluminación. Nadie dice: «Yo y Dios somos una misma cosa.» Por muy adelante que vaya, por sobresaliente que sea su santidad, elévese cuanto quiera la cima de su virtud, nunca dirá: «Yo y Dios somos una misma cosa». Por mucho que progrese, por mucho que destaque por su santidad, por alta que sea la cima de su virtud, nunca dice: «El Padre y yo somos la misma cosa», porque si tiene virtud y por eso lo dice, al decirlo, ha perdido lo que tenía.

5. Así, pues, creed que el Hijo es igual al Padre; mas creed, a su vez, que el Hijo procede del Padre, pero no el Padre del Hijo. En el Padre está el origen; en el Hijo, la igualdad. Pues, si no es igual, no es hijo verdadero. ¿Qué decimos, pues, hermanos? Si no es igual, es menor; si es menor, yo pregunto a ese hombre que necesita salvación al tener una fe errónea, cómo nació siendo inferior al Padre. Responde: «El que nace inferior, ¿crece o no crece? Si el Hijo crece, entonces también el Padre envejece. Si, por el contrario, va a ser igual a como nació, si nació inferior, inferior continuará siendo: alcanzará su perfección con daño propio; al nacer perfecto sin participar del ser del Padre, nunca llegará al ser del Padre». Así condenáis, oh impíos, al Hijo; así blasfemáis, oh herejes, contra el Hijo. ¿Qué dice, entonces, la fe católica? Que Dios Hijo procede de Dios Padre; que Dios Padre no recibe del Hijo el ser Dios. Si Dios Hijo es igual al Padre, nació siendo igual a él, no inferior; no fue hecho igual, sino que nació igual. Lo que es él, eso mismo es también este que ha nacido. ¿Existió alguna vez el Padre sin el Hijo? En modo alguno. Elimina el «alguna vez» de donde no hay tiempo. Siempre existió el Padre, siempre existió el Hijo. Carece de comienzo temporal el Padre, carece de comienzo temporal el Hijo; nunca existió el Padre antes del Hijo, nunca el Padre sin el Hijo. No obstante, como Dios Hijo proviene de Dios Padre, y, a su vez, el Padre es Dios pero sin que provenga de Dios Hijo, no nos desagrade honrar al Hijo en el Padre. En efecto, la gloria del Hijo redunda en honor del Padre, sin mengua de la divinidad del Hijo.

6. Así, pues, estaba hablando de lo que me había propuesto hablar: Y yo sé que su mandato es vida eterna7. Prestad atención, hermanos, a lo que digo: Y yo sé que su mandato es vida eterna. También lo leemos en el mismo Juan, referido a Cristo: Él es Dios verdadero y la vida eterna8. Si el mandato del Padre es la vida eterna, y Cristo, el Hijo, es la vida eterna, luego el mandato del Padre es el mismo Hijo. ¿Cómo, en efecto, no es el mandato del Padre el que es la Palabra del Padre? O bien, si estáis pensando en un mandato físico dado al Hijo por el Padre, como si el Padre hubiera dicho al Hijo: «Esto te mando y quiero que hagas aquello», ¿con qué palabras habló el Padre a su única Palabra? ¿Anduvo cuando daba el mandato a la Palabra, buscaba palabras? Por tanto, como la vida eterna es el mandato del Padre y el Hijo mismo es la vida eterna, creedlo y lo recibiréis, creedlo y lo entenderéis, puesto que dice el profeta: si no creéis, no entenderéis9. ¿No os cabe en la cabeza? Dilataos. Escuchad al Apóstol: Dilataos; no os unzáis al yugo con los infieles10. Quienes rehúsan creer lo dicho antes de entenderlo, son infieles. A la vez, al optar por ser infieles, permanecerán ignorantes. Crean, pues, para entenderlo. Indiscutiblemente, el mandato del Padre es la vida eterna. Luego el mandato del Padre es el Hijo, que ha nacido hoy; no un mandato dado en el tiempo, sino un mandato nacido. El evangelio de Juan ejercita las mentes, las lima y descarna, para que no nuestras ideas sobre Dios sepan a carne, sino a espíritu. Así, pues, hermanos, tened suficiente con esto no sea que por durante el largo hablar el sueño del olvido os lo venga a robar.

Ocupáis un puesto especial…

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA
EN LA CATEDRAL DE GUADALAJARA

Martes 30 de enero de 1979

Queridas religiosas de clausura:

En esta catedral de Guadalajara quiero saludaros con esas bellas y expresivas palabras que repetimos con frecuencia en la asamblea litúrgica: “El Señor esté con vosotras” (Misal Romano). Sí, que el Señor, al que habéis consagrado toda vuestra vida, esté siempre con vosotras.

¿Cómo podría faltar durante la visita a México, un encuentro del Papa con las religiosas contemplativas? Si a tantas personal yo quería ver, vosotras ocupáis un puesto especial por vuestra particular consagración al Señor y a la Iglesia. Por ese motivo, el Papa también quiere estar cerca de vosotras.

Este encuentro quiere ser la continuación del que tuve con las demás religiosas mexicanas; muchas cosas las decía también para vosotras, pero ahora deseo referirme a lo que es más específicamente vuestro.

¡Cuántas veces el Magisterio de la Iglesia ha demostrado su gran estima y aprecio por vuestra vida dedicada a la oración, al silencio, y a un modo singular de entrega a Dios! En estos momentos de tantas transformaciones en todo, ¿sigue teniendo significado este tipo de vida o es algo ya superado?

El Papa os dice: Sí, vuestra vida tiene más importancia que nunca, vuestra consagración total es de plena actualidad. En un mundo que va perdiendo el sentido de lo divino, ante la supervaloración de lo material, vosotras, queridas religiosas, comprometidas desde vuestros claustros en ser testigos de unos valores por los que vivís, sed testigos del Señor para el mundo de hoy; infundid con vuestra oración un nuevo soplo de vida en la Iglesia y en el hombre actual.

Especialmente en la vida contemplativa se trata de realizar una unidad difícil: manifestar ante el mundo el misterio de la Iglesia en el mundo presente y gustar ya aquí, enseñándoselo a los hombres, como dice San Pablo, “las cosas de allá arriba” (Col 1, 3).

El ser contemplativa no supone cortar radicalmente con el mundo, con el apostolado. La contemplativa tiene que encontrar su modo específico de extender el Reino de Dios, de colaborar en la edificación de la ciudad terrena, no sólo con sus plegarias y sus sacrificios, sino con su testimonio silencioso, es verdad, pero que pueda ser entendido por los hombres de buena voluntad con los que esté en contacto.

Para ello tenéis que encontrar vuestro estilo propio que, dentro de una visión contemplativa, os haga compartir con vuestros hermanos el don gratuito de Dios.

Vuestra vida consagrada arranca de la consagración bautismal y la expresa con mayor plenitud. Con una respuesta libre a la llamada del Espíritu Santo, habéis decidido seguir a Cristo consagrándoos totalmente a El. “Esta consagración será tanto más perfecta, dice el Concilio, cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia” (Lumen gentium, 44).

Las religiosas contemplativas sentís una atracción que os arrastra hacia el Señor. Apoyadas en Dios, os abandonáis a su acción paternal que os levanta hacia El y os transforma en El, mientras os prepara para la contemplación eterna, que constituye nuestra meta última para todos. ¿Cómo podríais avanzar a lo largo de este camino y ser fieles a la gracia que os anima, si no respondierais con todo vuestro ser, por medio de un dinamismo cuyo impulso es el amor, a esta llamada que os orienta de manera permanente hacia Dios? Considerad pues cualquier otra actividad como un testimonio, ofrecido al Señor, de vuestra íntima comunión con El, para que os conceda aquella pureza de intención, tan necesaria para encontrarlo en la misma oración. De este modo contribuiréis a la extensión del Reino de Dios, con el testimonio de vuestra vida y con “una misteriosa fecundidad apostólica” (Perfectae caritatis, 7).

Reunidas en nombre de Cristo, vuestras comunidades tienen como centro la Eucaristía, “sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad” (Sacrosanctum Concilium, 47).

Por la Eucaristía también el mundo está presente en el centro de vuestra vida de oración y de ofrenda como el Concilio ha explicado: “y nadie piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea que trabajen en vano quienes la edifican” (Lumen gentium, 46).

Contemplándoos con la ternura del Señor cuando llamaba a sus discípulos “pequeña grey” (cf. Lc 12, 32), y les anunciaba que su Padre se había complacido en darles el Reino, yo os suplico: conservad la sencillez de los “más pequeños” del Evangelio. Sabed encontrarla en el trato intimo y profundo con Cristo y en contacto con vuestros hermanos. Conoceréis entonces “el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo” que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino (cf. Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio, 54).

Que la Madre amadísima del Señor, que en México invocáis con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe, y bajo cuyo ejemplo habéis consagrado a Dios vuestra vida, os alcance, en vuestro caminar diario, aquella alegría inalterable que sólo Jesús puede dar.

Como un gran saludo de paz que no se agota en vosotras aquí presentes, sino que se extiende invisiblemente a todas vuestras hermanas contemplativas de México, recibid de corazón mi Bendición Apostólica.

El Reflejo Silencioso

 

Una reflexión sacerdotal

 

A mis compañeros

 de ordenación sacerdotal,

y a todos los sacerdotes

 del Instituto del Verbo Encarnado.

 

P. Jason Jorquera M.

 

Esta sencilla reflexión surgió, efectivamente, a partir de un reflejo silencioso. Al referirme así, me parece mejor para ir desglosando paulatinamente el significado que tal impresión tiene para mí.

El reflejo silencioso no es nada extraño al sacerdote, al contrario, le resulta tan familiar  como dar la bendición con el Santísimo Sacramento puesto en la custodia. Es justamente ahí, en el vidrio de la custodia que protege la Hostia Consagrada, que se produce este maravilloso reflejo silencioso en que el sacerdote puede verse impreso a la vez que observa atentamente a través del diáfano cristal al mismo Verbo Eterno convertido en sacramento.

Bien digo que este reflejo silencioso sea “maravilloso”, pues de alguna manera podemos decir que el sacerdote se ve reflejado en la misma hostia que han consagrado sus manos, que le ha dado todo el sentido a su existencia y que es el alma de su sacerdocio, pues sin Eucaristía no habría sacerdocio…ni viceversa.

Cuando el sacerdote “se contempla en la Hostia” no puede menos que reflexionar que ha sido tomado de entre los hombres, separado, consagrado para convertirse él mismo en el rostro de Cristo y prolongar así la imagen del Verbo que pasó por la tierra haciendo el bien[1], liberando las almas del pecado y quedándose con los hombres en cada sagrario y en cada copón para alimentarlos en su peregrinar hacia el encuentro definitivo en la eternidad.

 En aquel reflejo silencioso se descubre la mirada tierna del Padre a través de su Hijo que observa atentamente al sacerdote, a su sacerdote.

Es en aquel reflejo silencioso que ambos corazones pueden latir juntos al unísono del Sagrado Corazón divino, que ha hecho a su ministro partícipe de su mismo y eterno sacerdocio.

Cada vez que elevo la custodia para dar la bendición soy consciente de que junto con ella es el mismo Dios quien quiere elevar a los hombres hacia las cumbres más altas de la santidad. Cada reflejo silencioso es un llamado nuevo a una asimilación más profunda de la imagen divina, de las virtudes de Cristo, de su humanidad vivida por amor a las almas, de vivir mi sacerdocio muriendo, de vivir una vida inmolada, de vivir con el alma entregada y de abrazarse en aquel inagotable amor divino que brota del llagado Corazón de Cristo, expandiéndose ininterrumpidamente por el mundo entero.

¡Dichosa custodia!, ¡reliquia misteriosa en que el Verbo sacramentado se adora!; pero  más dichoso aún el sacerdote, “hostia y víctima con Cristo y Cristo mismo al consagrar tan sublime manjar celestial”; bienaventurado el sacerdote que contempla y se contempla, que bendice y es bendecido, que ama y es amado.

Aquel reflejo silencioso es una invitación perenne a ser cordero, a dejarse gastar y desgastar por las almas, a padecer en el silencio, a ser elevado también en el espíritu sobre la cruz, aquella que atrae a todos hacia Él[2], el varón de dolores[3] y Señor de los Señores[4].

En el reflejo silencioso  de la custodia el sacerdote comprende la invitación de este Rey de Reyes a transformar su misma alma en  diáfano cristal, que permita a los demás contemplar su divina misericordia, su entrega silenciosa y su constante llamado a acompañarlo.

No se critique al sacerdote cuando por su indigna y débil condición, colmado de gratitud, la emoción le arrebate lágrimas de los ojos, pues hasta Jesucristo las derramó;  no se admiren de que tiemble entre sus manos la custodia cuando su fragilidad pugne con la grandeza de Aquel que encierra; no se impacienten si el sacerdote se  queda absorto en un suspiro, ya que para suspirar por el cielo hemos venido y convertirnos en cristal y puente entre Dios y los hombres. Ese cristal, que no es otra cosa que la santidad, se forja con sufrimientos, se lava con lágrimas, se limpia con paciencia y reluce con alegría.

A mis hermanos en el sacerdocio que tienen junto conmigo la gracia hermosa de elevar la santa Víctima hacia el Padre por todas aquellas almas encomendadas a nuestro ministerio, y admirar cada día con un corazón enteramente  agradecido aquel maravilloso reflejo silencioso.

[1] Hch 10,38

[2] Cf. Jn 12,32

[3] Is 53,3

[4] 1 Tim 6,15

Ave María

Poesía dedicada a la Virgen

 

Dios te salve María,

noble albricia del Amor,

causa de nuestra alegría

y alabanza del Señor;

 

Llena eres de gracia

por divina dilección;

tu alma pura, sin falacia,

no conoce corrupción;

 

El Señor está contigo

como el sol junto a la luz,

como está en la espiga el trigo

o los brazos en la cruz.

Bendita, Madre, tú eres

-oh sagrario celestial-

entre todas las mujeres,

por ser Madre Virginal,

 

Y bendito sea el fruto

de tu vientre: tu Jesús,

cuya entrega fue el tributo

que agradó al Padre en la cruz.

 

“Santa María”, te aclaman

los creyentes con su voz,

y en los cielos te proclaman

como aquí, “Madre de Dios”;

 

Ruega tú, Corredentora,

por nosotros, pecadores,

desde ahora y en la hora

de la muerte y sus albores.

Amén.

 

P. Jason.

“Reunión de religiosos en Belén”

Instituto del Verbo Encarnado en Medio Oriente

Queridos amigos:
Por gracia de Dios, hemos tenido la posibilidad de participar de un encuentro de religiosos de las diversas congregaciones que misionan en Tierra Santa, organizado por “El comité de religiosos de Tierra Santa”.

La reunión fue presidida por Su Beatitud Michel Sabbah, quien recibió a nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado en Medio Oriente, y participaron de la misma representantes de muchas y diversas congregaciones actualmente presentes en Medio Oriente, tales como jesuitas, salesianos, dominicanos, asuncionistas, franciscanos, miembros de la Congregación del Sagrado Corazón y finalmente nosotros, sacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado.

El Comité de Religiosos de Tierra Santa se reúne periódicamente dos o tres veces al año para reunir representantes de todas las realidades religiosas presentes en el territorio y promover el intercambio y el conocimiento mutuos referente a la actividad misionera de cada congregación.
Este año el comité ha decidido designar para cada reunión a dos exponentes de algunas de las diversas congregaciones para presentarse ante los participantes, informándoles sobre las características de su propia familia religiosa. Los designados para esta ocasión fueron: el Instituto del Verbo Encarnado (exposición a cargo del P. Marcelo Gallardo) y los Padres del Sagrado Corazón.

Al final de las presentaciones, Su Beatitud Mons. Michel Sabbah presentó la undécima carta pastoral de los Patriarcas Católicos del Este, publicada para Pentecostés de 2018.

Digno de mención es el apostolado recíproco entre los religiosos allí presentes respecto a presentar lo propio de cada congregación, lo cual se palpó notablemente en el recreo y momento previo a la reunión, en que pudimos compartir y presentarnos con varios sacerdotes y hasta monjes de otras congregaciones, y dar a conocer así algo más sobre nuestra misión en Séforis.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante este encuentro. Encomendamos a sus oraciones, en esta ocasión, especialmente a todos los religiosos que desempeñamos nuestra labor misionera en Medio Oriente, especialmente por nuestra perseverancia, santificación, y que jamás se apague de nuestros corazones el celo misionero.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.

Durante las exposiciones
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah

La Eucaristía, sacramento de unidad

Catequesis de san Juan Pablo II

1. “¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!”. Esta exclamación de san Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: “Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo, afirma: “Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino” (9, 4).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de estas palabras, dice: “Los mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud unida” (Ep. ad Magnum 6). Este simbolismo eucarístico aplicado a la unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos Padres y en los teólogos escolásticos. “El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía “como un símbolo (…) de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos” y, por lo tanto, “símbolo de aquel único cuerpo del cual él es la cabeza”” (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench. Vat., 2, 424; cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza con eficacia: “Los que reciben la Eucaristía se unen más íntimamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia” (n. 1396).

3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la Escritura. San Pablo, en el pasaje ya citado de la primera carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la koinon|a, es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía. “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16). El evangelio de san Juan describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de “interioridad recíproca”: “él en mí y yo en él”. En efecto, Jesús declara en la sinagoga de Cafarnaúm: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena mediante el símbolo de la vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la savia y la vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca, destinada al fuego: aut vitis aut ignis, “o la vid o el fuego”, comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis Evangelium 81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el fiel y Cristo presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que san Pablo formula así: “Los que comen de las víctimas participan del altar” (1 Co 10, 18).

4. Esta comunión-koinon|a, de tipo “vertical” porque se une al misterio divino engendra, al mismo tiempo, una comunión-koinon|a, que podríamos llamar “horizontal”, o sea, eclesial, fraterna, capaz de unir con un vínculo de amor a todos los que participan en la misma mesa. “Porque el pan es uno -nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). El discurso de la Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la Iglesia de Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea esta unidad fraterna o koinon|a, relacionándola con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42). Es una comunión que se realiza de forma concreta en la historia: “Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinon|a), en la fracción del pan y en la oración (…). Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común” (Hch 2, 42-44).

5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. San Pablo es severo con los Corintios porque su asamblea “no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias y los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir, expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que desemboque en la caridad fraterna, “come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 29). “Si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el santísimo Sacramento, llamado generalmente sacramento del amor” (Dominicae coenae, 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y engendra esta caridad.

Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que exhortaba a los fieles de Filadelfia, en Asia menor, a la unidad: “Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo” (Ep. ad Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos a Dios Padre: “Que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria eucarística III).

©L’Osservatore Romano – 10 de noviembre de 2000

LA VIRGEN MARÍA, CASA DE LA DIVINA SABIDURIA

De los sermones de san Bernardo

 

  1. Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien , los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Cogeré a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención.
  2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: “Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”; y en seguida: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”. Y otra vez: “El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros” . Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad.
  3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza” Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: “Dios te salve, llena de gracia”, no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas .
  4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura. También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda.

 

Sobre la Inmaculada concepción

SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO
DE LA PROCLAMACIÓN DEL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Homilía de san Juan Pablo II

Miércoles 8 de diciembre de 2004

1. “Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28).

Con estas palabras del arcángel Gabriel, nos dirigimos a la Virgen María muchas veces al día. Las repetimos hoy con ferviente alegría, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, recordando el 8 de diciembre de 1854, cuando el beato Pío IX proclamó este admirable dogma de la fe católica precisamente en esta basílica vaticana.

Saludo cordialmente a cuantos han venido hoy aquí, en particular a los representantes de las Sociedades mariológicas nacionales, que han participado en el Congreso mariológico y mariano internacional, organizado por la Academia mariana pontificia.

Amadísimos hermanos y hermanas, os saludo también a todos vosotros aquí presentes, que habéis venido a rendir homenaje filial a la Virgen Inmaculada. De modo especial, saludo al señor cardenal Camillo Ruini, al que renuevo mi más cordial felicitación por su jubileo sacerdotal, expresándole toda mi gratitud por el servicio que, con generosa entrega, ha prestado y sigue prestando a la Iglesia como mi vicario general para la diócesis de Roma y como presidente de la Conferencia episcopal italiana.

2. ¡Cuán grande es el misterio de la Inmaculada Concepción, que nos presenta la liturgia de hoy!
Un misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos. El tema del Congreso que acabo de recordar -“María de Nazaret acoge al Hijo de Dios en la historia”- ha favorecido una profundización de la doctrina de la concepción inmaculada de María como presupuesto para la acogida en su seno virginal del Verbo de Dios encarnado, Salvador del género humano.

“Llena de gracia”,  “κεχαριτωµευη”:  con este apelativo, según el original griego del evangelio de san Lucas, el ángel se dirige a María. Este es el nombre con el que Dios, a través de su mensajero, quiso calificar a la Virgen. De este modo la pensó y vio desde siempre, ab aeterno.

3. En el himno de la carta a los Efesios, que se acaba de proclamar, el Apóstol alaba a Dios Padre porque “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3).
¡Con qué especialísima bendición Dios se ha dirigido a María desde el inicio de los tiempos! ¡Verdaderamente bendita, María, entre todas las mujeres! (cf. Lc, 1, 42).

El Padre la eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuera santa e inmaculada ante él por el amor, predestinándola como primicia a la adopción filial por obra de Jesucristo (cf. Ef 1, 4-5).

4. La predestinación de María, como la de cada uno de nosotros, está relacionada con la predestinación del Hijo. Cristo es la “estirpe” que “pisaría la cabeza” de la antigua serpiente, según el libro del Génesis (cf. Gn 3, 15); es el Cordero “sin mancha” (cf. Ex 12, 5; 1 P 1, 19), inmolado para redimir a la humanidad del pecado.

En previsión de la muerte salvífica de él, María, su Madre, fue preservada del pecado original y de todo otro pecado. En la victoria del nuevo Adán está también la de la nueva Eva, madre de los redimidos. Así, la Inmaculada es signo de esperanza para todos los vivientes, que han vencido a Satanás en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12, 11).

5. Contemplamos hoy a la humilde joven de Nazaret, santa e inmaculada ante Dios por el amor (cf. Ef 1, 4), el “amor” que, en su fuente originaria, es Dios mismo, uno y trino.

¡La Inmaculada Concepción de la Madre del Redentor es obra sublime de la santísima Trinidad! Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus, recuerda que el Omnipotente estableció “con el mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría” (Pii IX Pontificis Maximi Acta, Pars prima, p. 559).

El “sí” de la Virgen al anuncio del ángel se sitúa en lo concreto de nuestra condición terrena, como humilde obsequio a la voluntad divina de salvar a la humanidad, no de la historia, sino en la historia. En efecto, preservada inmune de toda mancha de pecado original, la “nueva Eva” se benefició de modo singular de la obra de Cristo como perfectísimo Mediador y Redentor. Ella, la primera redimida por su Hijo, partícipe en plenitud de su santidad, ya es lo que toda la Iglesia desea y espera ser. Es el icono escatológico de la Iglesia.

6. Por eso la Inmaculada, que es “comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura” (Prefacio), precede siempre al pueblo de Dios en la peregrinación de la fe hacia el reino de los cielos (cf. Lumen gentium, 58; Redemptoris Mater, 2).

En la concepción inmaculada de María la Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora de la Pascua.

En el acontecimiento de la Encarnación encuentra indisolublemente unidos al Hijo y a la Madre:  “Al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer “fiat” de la nueva alianza, prefigura su condición de esposa y madre” (Redemptoris Mater, 1).

7. A ti, Virgen inmaculada, predestinada por Dios sobre toda otra criatura como abogada de gracia y modelo de santidad para su pueblo, te renuevo hoy, de modo especial, la consagración de toda la Iglesia.

Guía tú a sus hijos en la peregrinación de la fe, haciéndolos cada vez más obedientes y fieles a la palabra de Dios.

Acompaña tú a todos los cristianos por el camino de la conversión y de la santidad, en la lucha contra el pecado y en la búsqueda de la verdadera belleza, que es siempre huella y reflejo de la Belleza divina.

Obtén tú, una vez más, paz y salvación para todas las gentes. El Padre eterno, que te escogió para ser la Madre inmaculada del Redentor, renueve también en nuestro tiempo, por medio de ti, las maravillas de su amor misericordioso. Amén.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado