Carta del P. Hurtado

Carta a uno que no concreta su vocación

3 de junio de 1945, Loyola

Mi querido […]:

Esta mañana, al leer en la santa Misa el Evangelio de hoy, me ha venido un fuerte deseo de escribirte para decirte algo que tengo atravesado entre el pecho y la espalda desde hace tiempo, y que jamás me atrevía a decírtelo, a pesar de la confianza que me has dado, por respetar en forma total tu libertad, como tú has visto que lo he hecho siempre….

Si recuerdas el santo Evangelio de hoy (S. Lucas 14,16-24), el Señor hizo una cena y los llamados comienzan a excusarse con los pretextos más fútiles desairando así a quien generosamente los había invitado. Esta lectura me trajo a la mente tu recuerdo, pues, si quieres que te diga francamente mi impresión, ésta es que tú querrías servir a Cristo, ser generoso con Él, pero que no acabas nunca de decidirte a cortar las amarras, porque éstas son fuertes, justas, santas, bellas, las más bellas en el orden de lo lícito: las del hogar donde uno ha nacido, y en un caso como el tuyo, de un hogar donde todo el cariño se reconcentra en el hijo único. Yo debo pensar en los que el Señor ha confiado a mis cuidados y muchas veces he pensado que tu inconsciente lucha muy fuertemente contra el llamamiento del Señor que te dice HOY, y tú le dices: MAÑANA… y yo me temo que ese “mañana”, pueda equivaler a “nunca”, como ha resultado verdad para tantos amigos nuestros, incluso para otros que, en el mismo puesto que tú ocupas en la A. C., sintieron un día el llamamiento de Cristo y hoy van por otro camino, honesto, lícito, pero que no es el que ellos creyeron en un primer momento, y en el que yo siempre he pensado que habrían dado más gloria a Dios, si a tiempo hubiesen marchado generosamente. Después, los oídos se endurecen, los ojos no tienen la finura para percibir y llega uno a creerse no llamado.

Tú has reaccionado violentamente contra una actitud semejante, pero te pido, […], que delante de Nuestro Señor, ante su Cruz pienses si eres sincero con Él al esperar aún más; o si no sería mejor afrontar la dificultad en la forma más valiente que sea posible: fijarte una fecha, hablar con tus padres, quemar las naves y echarte al agua, esto es, en los brazos de Cristo para trabajar por su gloria y por la salvación de las almas. Si tú en tu conciencia crees que la conducta debe ser otra, ten por no dichos mis consejos, pero si la voz de Cristo persiste, tú que has “puesto la mano al arado no vuelvas los ojos atrás”, porque ese “no es apto para el Reino de los cielos”. “El Reino de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo arrebatan”. “El que ama su alma la perderá y el que la perdiere por mí la hallará”. “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese, tome su cruz y sígame”. [cf. Lc 9,62; 16,16; 17,33; 9,23].

Quizás el Señor espera para bendecir a la A. C. y a otras vocaciones en germen, tu sacrificio. No dudes en hacer en cada momento, hoy mismo, lo que creas delante de Dios que debas hacer. El mañana es muy peligroso.

Esta carta es sólo para ti, y tu confianza para con tu ex-asesor y [actual] Director espiritual es la que me ha dado fuerzas para escribirla. Ruega a Jesús que yo también no ponga obstáculos a sus designios sobre mí. Afectísimo amigo y hermano en Cristo.

Alberto Hurtado C. s.j.

La Santísima Trinidad – Catequesis de San Juan Pablo II

Acerca de la Santísima Trinidad

Santísima Trinidad

(Comentario al Credo, IV Parte)

9.X.85

1. La Iglesia profesa su fe en el Dios único: que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de la Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como ‘Credo del Pueblo de Dios’.

Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que ‘habitando en una luz inaccesible’ (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua.(Cfr. Pablo VI, Credo.).

2. Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.

Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.

3. Este misterio -el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo- nos lo ha revelado Jesucristo: ‘El que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: ‘Id. y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'(Mt 28, 18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar -y bautizar quiere decir ‘sumergir’ (por eso, se bautiza con agua)- en la vida trinitaria de Dios.

Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’, Jesús había respondido: ‘El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’ (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a ‘su Padre’, hasta asegurar: ‘Yo y el Padre somos una sola cosa’ (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al ‘Espíritu de verdad, que procede del Padre’ y que -aseguró- ‘yo os enviaré de parte del Padre’ (Jn 15, 26).

4. Las palabras sobre el bautismo ‘en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: ‘La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo est con todos vosotros’ (2 Cor 13,13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo.

Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.

5. De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido -y es- por su esencia, trinitaria, en cuanto que es la expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden ‘del Padre’, revelando la ‘economía trinitaria’ presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la sotereología, es decir, mediante el conocimiento de la ‘economía de la salvación’, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad ‘inmanente’, del misterio de la vida íntima de Dios.

6. En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién n es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién n es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es El en Sí mismo. El es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

7. El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cfr., p.e., Sab. 7, 22-30; 12, 1: Prov 8, 22-30; Sal 32, 4-6; 147, 15; Is 55, 11;11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerigma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.

8. Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de Comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de ‘inscribir’ correctamente el misterio del Dios trino y uno ‘en la terminología del será’, es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la poca los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.

Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el ‘Credo’ niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia.

9. Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra ‘Quicumque’, y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.

El ‘Credo del Pueblo de Dios’ de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: ‘Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida’ (Pablo VI. El Credo.): realmente, “inefable y santísima Trinidad – único Dios!.