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Si el grano de trigo no muere…

Sobre el sentido del sacrificio

Homilía Domingo 5º de Cuaresma, Ciclo B

Queridos hermanos:

En el Evangelio que acabamos de escuchar, nuestro Señor Jesucristo, parece sintetizar todo el significado de la cuaresma en un solo versículo, cuando dice: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.» (Jn 12, 24). Y decimos que en este versículo se resume el significado de la cuaresma porque, como toda la Sagrada Escritura, estas palabras tan breves en extensión tienen un sentido muy profundo que se fundamenta en el hecho de ser palabra de Dios.

si el grano de trigo muere… da mucho fruto”, esto tenemos que aplicarlo en sentido espiritual, a la muerte a nosotros mismos que a cada uno de nosotros nos exige la vida de la gracia, y más aún, la misma sangre de Cristo, que compró la salvación de cada uno de nosotros. Esta muerte que se nos exige, la conocemos también con el nombre de “sacrificio”, y es justamente Jesús quien ha venido a llenar de sentido la realidad inevitable del sacrificio en nuestras vidas.

Cuando Adán y Eva pecaron, perdieron todos los dones preternaturales y entró en la tierra el sacrificio como castigo por la ofensa hecha Dios: el hombre debía ganar el pan con el sudor de su frente. Apareció también la enfermedad, el dolor (en el plano corporal), el sufrimiento (en el orden espiritual), dificultad, la muerte, etc.; y toda la vida del hombre se volvió llena de sacrificios. En otras palabras, el sacrificio era solamente una pena más para la humanidad.

Pero cuando vino el Hijo de Dios al mundo, para manifestar la fuerza de su poder, quiso servirse misteriosamente del mismo sacrificio para salvarnos, y es así que Jesucristo llenó la palabra y el hecho del sacrificio, de un significado completamente nuevo, y a partir del más grande de todos, que fue el de la cruz, donde el Hijo de Dios conquistó la salvación de todos los hombres y mujeres de todo el mundo y de todos los tiempos. A partir de Jesucristo, el sacrificio ya no tiene un sentido solamente penal, sino que se llenó además de un misterioso, y más profundo, “sentido redentor”.

Cada vez que nosotros unimos nuestros sacrificios a los de Cristo, nos vamos haciendo más agradables a Dios y a su vez él nos va llenando de bendiciones, por más que muchas veces no veamos las gracias que Él nos concede; porque Jesucristo, como hemos dicho, transformó el sentido del sacrificio a tal punto que nos lo dejó como signo de su amor por nosotros, y esto la santa Iglesia y todos nosotros lo hemos entendido tan bien que, de hecho, nuestro signo como cristianos católicos es el crucifijo, es decir, el sacrificio del Hijo de Dios por nosotros, expresión máxima del amor hasta el extremo.

Los beneficios del sacrificio ofrecido a Dios son muchos, nombremos algunos:

– Nos ayuda a expiar y reparar nuestros pecados y, por lo tanto, nos quitan tiempo de purgatorio.

– También nuestros sacrificios nos hacen más semejantes a Jesucristo y, por lo tanto, en este sentido nos santifican.

– Además el sacrificio fortalece nuestra voluntad contra el pecado.

– Nos ayuda a morir a nuestros desordenes afectivos para aspirar mejor a las realidades espirituales.

– Nos hace ganar méritos tanto para nosotros como para otras almas.

– y, en definitiva, nos hacen participar de la cruz que es, como sabemos, la única llave para entrar en el Cielo.

Por eso Jesucristo ha dicho que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto, porque el sacrificarse es una especie de muerte espiritual, y es justamente el tipo de muerte que produce esos frutos abundantes de los que nos habla Jesús en los evangelios: es morir a lo malo, a lo desordenado, a lo torcido, a lo incorrecto, a lo mediocre, a lo triste y pusilánime, a lo que estanca al alma y no le permite volar hacia la santidad.

Pensemos, por ejemplo, en los grandes sacrificios de los mártires, que soportaron la muerte del cuerpo para ganar la vida del alma; o en las lágrimas de santa Mónica que después de tantos años dieron como fruto a uno de los santos más grandes de la Iglesia, su hijo san Agustín; o el fruto de los sacrificios de tantos misioneros que en medio de grandes dificultades, largos viajes y peligros, enfermedades, torturas, etc., finalmente fructificaron la evangelización y conversión de pueblos enteros a la fe y su consecuente santificación; o hasta más cercano y cotidiano aún: ¿quién puede ignorar los sacrificios de los padres y las madres para educar cristianamente a sus hijos?, ¿las horas en vela y compañía de nuestros enfermos?, ¿las largas jornadas de trabajo para llevar el sustento a nuestra familias?…, y todas aquellas cosas que nos gustan y son buenas a las cuales renunciamos para ir tras las mejores, las de mayor peso para la eternidad, como esa sencilla hora a la semana para asistir a la santa Misa que tal vez hubiera sido un pequeño descanso, o ese sacrificio de nuestro orgullo para realizar una buena confesión, o esos minutos ofrecidos a la Madre de Dios para regalarle un ramo de rosas mediante el rezo del santo rosario, o ese tiempito que dedicamos a examinar nuestra conciencia para corregirnos y ser mejores de allí en adelante, etc.

Siempre los sacrificios, cuando son ofrecidos a Dios como corresponde, alcanzan abundantes frutos. ¿Qué significa que sean ofrecidos como corresponde?, significa ofrecerlos por los mismos motivos que Cristo: por amor, no por conveniencia egoísta o vanidad, sino sólo por amor a Dios. Y teniendo siempre presente que los frutos muchas veces no los veremos, sino que los sembramos para que otros los cosechen -nos referimos a los frutos de este mundo, claro, porque los frutos del cielo los recibiremos en la otra vida-.

En definitiva, el gran medio de seguimiento de Cristo que es siempre eficaz para santificarnos y producir frutos abundantes, es seguirlo sacrificándonos con Él en la cruz (en nuestra cruz de cada día).

Escribía san Alberto Hurtado como con los labios Jesucristo: «Para que siguiéndome en la pena, ya lo sabes: El que quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame… El grano de trigo, si no muere se queda solo; si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros, si a mí me han llamado Beelzebul ¿cómo os llamarán a vosotros? (cf. Mt 16,24; Jn 12,24; Mt 10,25). No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador.»

“Sacrificarse” significa aprender a morir a sí mismo en búsqueda de ideales más altos que los ideales terrenales, por eso todo sacrificio implica renuncias, a veces incluso a cosas buenas y nobles, pero siempre en miras a las más altas, como hemos dicho, que no comprenderá jamás quien no tenga una fe pura y verdadera en el Hijo de Dios, que eligió el sacrificio como medio de salvar nuestras almas y como signo invencible de su amor por nosotros.

Si queremos llegar a hacer grandes sacrificios por amor a Dios y en reparación de nuestros pecados, debemos comenzar por las cosas pequeñas, porque “el que no es fiel en lo poco no es fiel en lo mucho” -como dice nuestro Señor-, y de esta manera la gracia de Dios va a ir obrando a sus tiempos en nuestras almas para asemejarnos cada vez más al mayor ejemplo de sacrificio por amor que es el del mismo Jesucristo.

En este Domingo de cuaresma, le pedimos a María santísima, aquella que participó más que nadie de los sacrificios de su Hijo en su propia alma, que nos alcance la gracia de descubrir con la fe el sentido salvador de cada sacrificio que tengamos oportunidad de ofrecer a Dios y aprovecharlo, y aprender a morir cada día a nuestro egoísmo, para dar abundantes frutos de salvación.

P. Jason Jorquera M., IVE.

Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios

Homilía del Domingo 1º de Cuaresma – ciclo B

 

Queridos hermanos:

Uno de los temas que aparece en más de una oportunidad en la Sagrada Escritura es el del tiempo, entendido específicamente como “plazo”, es decir, el momento preciso en que una acción debe cumplirse; así por ejemplo escribirá san Pablo a los gálatas (4,4) acerca de la Encarnación de Cristo: “cuando se cumplió el tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…”; e incluso mucho antes ya se podía leer en el libro del Eclesiastés (3,1): “Para todo hay un tiempo oportuno. Hay tiempo para todo lo que se hace bajo el sol.”. Pues bien, este tema surge nuevamente en el Evangelio de hoy, donde nuestro Señor Jesucristo dice explícitamente: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Como bien sabemos, la santa Cuaresma es un tiempo litúrgico -y espiritual si la vivimos como corresponde-, dedicado especialmente a buscar nuestra conversión por medio del acompañamiento de nuestro Señor en su camino a la sagrada Pasión. La cuaresma en es gran tiempo en que nos debemos poner delante de Dios con total sinceridad y humildad, y presentarle todo aquello de malo que haya en nosotros, y ofrecerle nuestro genuino arrepentimiento y propósito de enmienda, movidos por la contemplación de las terribles consecuencias del pecado que nos viene a hacer visibles de una manera única y exclusiva en los dolores de Jesús: en su preparación de nuestra redención y su culminación en el Calvario, donde su muerte por amor dividiría para siempre la historia en dos, tanto de la humanidad en general como la de cada alma que decida aceptarlo de verdad y comenzar su propio “después de Cristo” en su vida, que no es otra cosa que decir “desde ahora junto a Cristo”, pero de cerca, como amigos, arrepentidos, reparadores y entusiasmados por traducir en virtudes la gratitud por el perdón recibido.

Jesucristo viene a decirnos que “hay un plazo que ya se ha cumplido”, el cual podemos entender como todo el tiempo transcurrido hasta su venida al mundo, a partir de la cual ya no hay excusas porque ya nos predicó la verdad, y nos quedó escrita en la Sagrada Escritura y custodiada en la Iglesia Católica, y vivida y ejemplificada en ese vasto ejército de santos que la vivieron con un compromiso absoluto. Así también debemos mirar esta santa Cuaresma “como un plazo”, es decir, un tiempo especial “que debe cumplirse” para alcanzar gracias especiales de conversión, tiempo de mayor intimidad con Dios y ofrecimientos de buenas acciones en abundancia; tiempo para reparar nuestras faltas, tiempo de pedirle perdón a Dios y a quienes hayamos ofendido, tiempo de reconciliación, y tiempo de renunciar a los impedimentos que le ponemos a Dios para que pueda hacernos santos: pecados sin arrepentimiento, afectos desordenados no mortificados, olvido de su asistencia y compañía, indiferencia a las exigencias de nuestra fe, o defectos no combatidos con los cuales hayamos pactado amistad. Aún es tiempo de misericordia, aún es tiempo de perdón, aún se puede salir del lodo más espeso y del abismo más profundo, pero debemos actuar ya, ahora mismo, no mañana ni pronto sino hoy, porque nadie tiene asegurado el mañana y Dios está esperando hoy nuestra conversión, por eso decía magistralmente san Agustín: “No digas, pues: «Mañana me convertiré, mañana contentaré a Dios, y de todos mis pecados pasados y presentes quedaré perdonado». Dices bien que Dios ha prometido el perdón al que se convierte; pero no ha prometido el día de mañana a los perezosos.”; así es que ahora, mis queridos hermanos, debemos decidirnos con firmeza a cambiar para mejor: que el alma en pecado salga de él, que las almas buenas se decidan a ser santas, y que todo esto esté reflejado en obras concretas de virtud. Esta santa Cuaresma es el tiempo de dejar atrás el hombre viejo y comenzar una nueva historia, de cara al Dios que ha venido en persona por los pecadores, “sus predilectos”, para transformarlos.

En este punto debemos recordar dos aspectos clave para emprender nuestra transformación, que son la confianza en Dios y “la paciencia” con nosotros mismos, pues iremos adelantando más o menos rápido según nuestras buenas disposiciones y nuestro sano entusiasmo perfumados por la gracia divina, sí, pero también según nuestras heridas y debilidades, las cuales deben sanar poco a poco normalmente, aunque si Dios desea infundir súbitamente un cambio radical depende absolutamente de su voluntad, como hizo con san Pablo, por ejemplo, pero no nos corresponde a nosotros exigírselo, aunque podemos perfectamente pedírselo con nuestras oraciones y nuestras acciones;  mientras tanto debemos dedicarnos a progresar a nuestro ritmo, sin parar, sin retroceder, sin bajar los brazos, y yendo siempre adelante quitando los obstáculos y adornando nuestra alma con virtudes, pues -como decía san Alberto Hurtado-, “Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.”.

Jesucristo culmina la enseñanza del Evangelio de hoy, con la simple y profundísima verdad que es capaz de cambiar una vida por completo: “creed en el Evangelio”, nos dice a cada uno de nosotros. ¿Qué significa actualmente esto para nosotros, los bautizados de hoy en día?, si ya creemos, ya poseemos la fe y tenemos a disposición los sacramentos… Pues podríamos decir que significa “creer más”, es decir, profundizar nuestras convicciones en el mensaje de Cristo, pues nuestra falta de progreso espiritual y santificación, si bien implica ausencia de virtudes o falta de desarrollo de estas en general, no pocas veces es la falta de fe, al menos en la práctica, pues pareciera que no creemos que podemos salir de nuestras faltas, que nos resignamos a nuestros defectos (“así soy”, frase terrible y arruinadora de santidades, expresión de la desconfianza en la gracia); que no creemos que el mismo Dios que resucita muertos y resucita almas y que hace santos nos puede transformar también a nosotros si ponemos de nuestra parte. Cuántas almas han renunciado a la santidad por egoísmo: por quedarse mirando solamente sus defectos (a sí mismos), a su naturaleza herida, a las miserias que arrastran, sin poner los ojos en la misericordia divina y en la gracia que es capaz de hacer milagros, tales como hacer amigos íntimos de Dios sacados de las canteras de toda la vasta gama y colorido de los vicios y pecados: hay santos que fueron ladrones, asesinos, prostitutas, mentirosos, rencorosos, perversos, etc., etc., y sin embargo, se rindieron ante la bondad de Dios y lo dejaron obrar en ellos… sabemos esto -no es nada nuevo lo que estamos diciendo-, pero ¿lo creemos de verdad?, ¿tenemos realmente fe en que la omnipotencia de Dios puede obrar también así en nosotros?; creamos mis queridos hermanos, creamos en Dios y creámosle a Dios firmemente cuando nos dice que ha venido a llamar a los pecadores, a rescatar lo que se hallaba perdido, y que el Reino de los Cielos es de los que se hacen pequeños, de los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, etc.; y de cada uno de nosotros si le damos a Dios la oportunidad de transformarnos con su gracia. Pensemos en que mientras dure nuestra vida en este mundo Dios estará esperando nuestras conversiones, pues su bondad no le permite negarnos la posibilidad de cambiar, entonces, ¿le negaremos nosotros la oportunidad de transformarnos en mejores?

No sabemos cuál será nuestro último día en esta vida, no nos arriesguemos a que nos encuentre sin estar trabajando por entrar en el Reino de los Cielos.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de ver con claridad, en esta santa Cuaresma, aquellos aspectos de nuestra vida en los cuales debemos trabajar siempre con gran confianza en Dios, y que nuestros propósitos le sean agradables y que los cumplamos con fidelidad y alegría, pues la recompensa que nos espera si nos decidimos de verdad, es desproporcionadamente maravillosa: el Reino de los Cielos, meta y recompensa de los pecadores que se convirtieron y creyeron con intensidad en el Evangelio.

P. Jason, IVE.

Conocerse a sí mismo o abismarse en el propio yo, humildad o egoísmo

EL CONOCIMIENTO PROPIO

P. Alfonso Torres

 Frontera definida

Una de las cosas que más recomiendan en la vida espiritual es vivir hacia adentro. Entre conocerse a sí mismo, vivir hacia adentro, etc., y ocuparse de sí y abismarse en el propio yo, hay una diferencia muy sutil y que fácilmente se desconoce. Aquí es facilísimo pasar del conocimiento propio al ocuparse de sí. Quisiera que se fijaran en ciertos síntomas que descubren esta enfermedad espiritual.

  • Uno de los síntomas es éste: que, cuando hemos pasado del conocimiento propio que Dios quiere a este ocuparnos de nosotros, se nos acaba la paz del corazón; no hay paz.
  • Otra de las señales de este espíritu es que el alma se siente imposibilitada para considerar los beneficios divinos, y, en cambio, fácilmente se encarniza en las propias miserias. Ahí sí, ahí se mantiene como encarnizada.
  • Tercero: este espíritu tiene otro síntoma clarísimo, y es una tal marejada de pensamientos, de suspicacias, de temores, que anda pobre el alma como quien se ha perdido en el seno de una nube oscura y da manotazos sin saber por dónde va.
  • Cuarto síntoma: un alma así es un alma profundamente amargada; aun en las cosas más dulces de la vida espiritual, encuentra pronto hieles.

¿Qué remedio contra este mal? Claro, el remedio fundamental, en este como en todos los males, es la obediencia, pero, para indicar algún otro remedio concreto que el alma puede poner, les diré esto: a un alma así le conviene, en vez de practicar el conocimiento propio, el olvido de sí.

Si queremos saber lo que somos delante de Dios, no tenemos más que mirar a nuestras obras. Y no nos engañemos, porque si el árbol es bueno llevará obras buenas, y si es malo, las llevará malas. Esta es la piedra de toque para conocernos.

Humildad y realismo

De las propias miserias se puede sacar muchísimo mal y se puede sacar muchísimo bien; porque a veces se saca esa situación que he descrito con toda su amargura y con toda su desconfianza; pero otras veces se saca arrepentimiento, humildad y confianza en Dios y recurso a Dios, que esto es lo capital.

El conocimiento propio, cuando es verdadero, como pone mucho en la verdad, y pone en la verdad con buen ánimo, acaba siempre dando la paz. Este otro conocimiento, que viene del mal espíritu, en vez de dar paz, lo que trae es continua turbación.

Cada cual debe mirar su propia historia, sin empeñarse en ser más pecador de lo que es, pero tampoco sin atenuar las faltas.

Las “pequeñas” virtudes según Marcelino Champagnat

(Del libro “Consejos, Instrucciones, Sentencias”, del Hno. Juan Bautista Furet)

San Marcelino Champagnat describe algunas virtudes que aseguran el vivir siempre en unión, concordia y común acuerdo.

Las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

El Hermano Lorenzo fue un día a ver al Padre Champagnat y, con su acostumbrada sencillez, le dijo:

-Padre, vengo a manifestarle algo que me da mucha pena.

-Bienvenido, Hermano Lorenzo. Diga, dígame pronta y francamente el motivo de su pena.

-En la casa a la que me destinó hace pocos días, somos seis Hermanos. Si no me equivoco, creo poder afirmar que observamos la Regla en todos sus puntos. Los Hermanos, en mi opinión, son todos hombres virtuosos, que trabajan con celo en su santificación y salvación. Me parece que todos buscamos el bien y nos afanamos por conseguirlo.

No obstante, la unión entre nosotros no es perfecta. Esa unión es aún más floja en la comunidad de…1, que son nuestros vecinos más próximos y a los que vamos a visitar de vez en cuando. Y eso que son tres Hermanos de más reciedumbre cristiana y fervor religioso que nosotros. Pues bien, con frecuencia me pregunto:

¿Cuál puede ser la causa de los leves roces que hay entre nosotros? ¿Por qué no es perfecta la unión entre hermanos tan observantes y que tanto se afanan por su adelanto espiritual? ¿Cómo es posible que la caridad perfecta, la unión de los corazones y la conformidad de sentimientos dejen que desear entre nuestros Hermanos vecinos, que son, así y todo, hombres de virtud sólida? Ése es el motivo de mi pena, Padre. Tenga la bondad de darme una explicación del porqué de tantas desavenencias domésticas y señalarme sus remedios.

-Querido Hermano, tiene razón al decir que los hermanos con los que está viviendo y los de la comunidad vecina son virtuosos: lo son de veras y le confieso con sumo agrado que los tengo por buenos religiosos. ¿A qué se debe que no haya unión perfecta entre todos ellos? Podría limitarme a decirle que en todas partes se cuecen habas y que hasta los hombres más virtuosos tienen defectos y están expuestos a cometer faltas, ya que el justo -dice la Sagrada Escritura- cae siete veces al día 2. Pero me parece mejor tratar seriamente el problema y explicarle bien mi parecer sobre este punto.
Se puede ser sólidamente virtuoso y tener mal carácter. Pero ocurre que, para alterar la unión de una comunidad y hacer sufrir a todos sus miembros, basta el mal talante de un solo Hermano. Puede uno ser regular, piadoso y tener afán de santificación; puede uno, en una palabra, amar a Dios y al prójimo sin tener la perfección de la caridad, a saber, las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. Pues bien, sin la práctica diaria, habitual, de las “pequeñas” virtudes, no se da la unión perfecta en las comunidades. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

-Dispense, Padre, pero no acabo de ver qué entiende por “pequeñas” virtudes. ¿Tendría la bondad de explicármelo?

-Aunque es un poco larga la enumeración y definición de dichas virtudes, se la voy a dar 3. Son virtudes pequeñas o escondidas:

1. La indulgencia o facilidad para excusar las faltas ajenas, reducirlas a menos e incluso perdonarlas, aunque no pueda uno permitirse semejante indulgencia consigo mismo. San Bernardo nos ofrece un ejemplo maravilloso de ese espíritu de indulgencia. «Hermanos -decía a sus monjes-, podéis tratarme como os parezca, me he propuesto amaros siempre, aunque no me améis vosotros. Seguiré afecto a vosotros, aun a vuestro pesar.

Si me lanzáis insultos, los aguantaré pacientemente; agacharé la cabeza ante los denuestos; venceré vuestros rudos modales con nuevos beneficios; iré al encuentro de quienes rechacen mis atenciones; haré bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, ya que somos todos miembros del mismo cuerpo» 4.

2. La disimulación caritativa, que no se da por enterada de los defectos, yerros, faltas o despropósitos del prójimo, y todo lo aguanta sin protestar ni quejarse: Revestíos de entrañas de compasión… sufriéndoos y perdonándoos mutuamente (Col 3, 1 2-1 3). Os conjuro que andéis con paciencia, soportándoos unos a otros con caridad (Ef 4, 1-2), exhorta san Pablo. ¿Por qué no dice el Apóstol: reprended, corregid, castigad, sino soportad? Porque, generalmente, no tenemos encargo de corregir, oficio propio de los Superiores; nuestro deber es solamente soportar. Porque, incluso si nos reprenden, hemos de aguantar, pues hay defectos que sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y de la tolerancia. Los hay, además, que aun en las almas virtuosas no se corrigen a pesar de todos los esfuerzos, y que Dios deja para que se ejerciten en la virtud el que los tiene y los que han de vivir con él.

3. La compasión, que comparte las penas de los que sufren para suavizárselas, llora con los que lloran, participan en las dificultades de todos y se afana por aliviarlas, o carga personalmente con ellas.

4. La alegría santa, que toma también para sí los gozos ajenos con el fin de acrecentarlos y proporcionar a sus colegas todos los consuelos y dicha de la virtud y de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un admirable ejemplo de la caridad que adopta todas las formas para ser útil al prójimo: Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos. Híceme todo para todos, por salvar a todos (1 Co 9, 22). ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién se escandaliza, que yo no me requeme? (2 Co 1 1 , 29).

San Cipriano, que seguía fielmente las huellas del Apóstol, decía a su grey: «Hermanos míos, comparto todos vuestros dolores y todas vuestras alegrías; estoy enfermo con los enfermos, el amor que os profeso me hace sentir todas vuestras aflicciones y todas vuestras alegrías» 5.

5. La tolerancia, que no impone nunca, sin graves motivos, las propias opiniones a nadie, sino que admite fácilmente lo que haya de bueno y juicioso en las ideas de un Hermano, y aplaude sin dentera sus aciertos y pareceres, con miras a salvar la unión y la caridad fraterna. Huye de contiendas de palabras (2 Tm 2, 14), manda san Pablo. Hay quien replicará: Mi actitud está justificada, no puedo tolerar las necedades o tonterías de los Hermanos. Oíd lo que contesta Belarmino: «Una onza de caridad vale más que cien libras de razón» 6. Manifestad vuestra opinión con miras a fomentar el diálogo, pero luego dejad que la rebatan sin defenderla: es preferible ceder y transigir con lo que digan los demás. San Eloy decía que, en esa clase de lides, el vencedor es el que cede, porque supera a los otros en virtud 7. San Efrén aseguraba que siempre había cedido en las discusiones, con el fin de mantener la paz general 8, y san José de Calasanz agregaba: «Quien desee la paz, no contradiga a nadie» 9.

6. La solicitud caritativa, que se adelanta a las necesidades del prójimo para ahorrarle la pena de sentirlas y la humillación que supone tener que pedir ayuda. Es la bondad de corazón, incapaz de negar nada, que está siempre al acecho para prestar servicio, complacer y obsequiar a todos. San Hugo, obispo de Grenoble, se retiraba de vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta ocasión le tocó ser compañero de un monje llamado Guillermo. (En cada celda o habitación vivían entonces dos cartujos). Pues bien, fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. ¿Sabéis cuál fue su queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se portaba no como compañero, sino como criado, prestándole los servicios más bajos. Rogó, pues, instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. A su vez, san Hugo suplicaba también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al servicio de su hermano 10. Tales son las contiendas de los santos. ¡Cuán adecuadas para fomentar la paz!

7. La afabilidad, que atiende a los importunos sin manifestar la menor impaciencia y está siempre lista para correr en ayuda de los que reclaman su auxilio; que instruye a los ignorantes sin aparentar cansancio ni fastidio. San Vicente de Paúl nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta virtud. Se lo vio interrumpir el diálogo que mantenía con personas de condición noble, para repetir cinco veces el mismo encargo a alguien que no acababa de entenderlo, y decírselo la última vez con la misma serenidad que la primera. Se lo vio escuchar, sin el menor asomo de impaciencia, a personas humildes que hablaban torpe y prolongadamente; se lo vio, abrumado de negocios como solía estar, permitir que, treinta veces en un día, le interrumpieran personas escrupulosas que no hacían sino repetirle machaconamente las mismas cosas con términos diferentes; escucharlas hasta el final con admirable paciencia, escribirles a veces de su puño y letra lo que les había dicho, y explicárselo con más detención cuando no acababan de entenderlo; finalmente, interrumpir el rezo del oficio y el sueño para prestar servicio al prójimo 11.

8. La urbanidad y decoro. Es la inclinación a anticiparse a todos en testimoniar respeto, miramientos y deferencias, y a ceder siempre el primer puesto para honrar a los demás. “Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia” (Rm 12, 10), aconseja san Pablo. Tributadas con sinceridad, tales deferencias fomentan el amor mutuo, igual que el aceite sirve de pábulo para la llama de la lámpara: sin esos miramientos se apagan la unión y la caridad fraterna.

A todo el mundo le gusta verse honrado, y ello se debe a un sentimiento recóndito que nos hace sentir mucho el desprecio y nos vuelve pundonorosos: de ahí que le agrade a uno verse tratado con respeto y se crea obligado a pagar con idéntica moneda. «Ama -dice san Juan Crisóstomo- y se te amará; alaba a los demás, y ellos te alabarán; respétalos, y te respetarán; condesciende con ellos, y tendrán para contigo toda clase de miramientos» 12.

No maltrates a nadie, no faltes a nadie; guárdate de despreciar a uno solo de tus hermanos, o manifestarle rudeza porque tiene defectos. ¿Te mofas de tu mano o tu pie cuando tienen úlceras, malformaciones o magulladuras? ¿No los cuidas, por el contrario, con más solicitud? ¿No los tratas con más delicadeza que cuando estaban sanos? 13.

9. La condescendencia, que satisface sin dificultad los deseos del prójimo, no teme rebajarse por complacer a los inferiores, atiende con gusto sus razones, aunque alguna vez carezcan de fundamento.

«Tener condescendencia -dice san Francisco de Sales- es doblegarse al beneplácito de todos en cuanto no vaya contra la voluntad divina o la recta razón; ser susceptible, cual bola de cera blanda, de recibir todas las formas, con tal de que sean buenas, y no buscar los propios intereses sino los del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia es hija de la caridad, pero hay que evitar el confundirla con cierta debilidad de carácter que impide corregir las faltas ajenas cuando hay obligación de hacerlo: no se trata, en tal caso, de un acto de virtud, sino al revés, de participación en las faltas del prójimo». La condescendencia con el talante ajeno y el soportar al prójimo eran las virtudes predilectas de san Francisco de Sales. No cesaba de aconsejarlas a los que se ponían bajo su guía. Decía con frecuencia que es mucho más fácil amoldarse uno a los deseos de los demás, que pretender doblegar todo el mundo al propio humor y a las opiniones personales. No se podía dar con persona más complaciente y mansa que él, pero tampoco más hábil y animosa para corregir y reprender 14.

10. La abnegación y entrega en favor del bien común, que inclina a preferir los intereses de la comunidad e incluso los de cada uno de sus miembros a los propios, y a sacrificarse por el bien de los Hermanos y la prosperidad de la Congregación.

11. La paciencia, que se calla, aguanta, sigue aguantando, y no se cansa nunca de hacer favores aun a los ingratos.
San Euquerio, abad, era tan paciente, que Ilevaba esa virtud hasta el extremo de dar las gracias a los que le hacían sufrir 15.

El hombre colérico se parece al enfermo de calentura, y el hombre paciente al médico que mitiga los accesos de fiebre y devuelve la dicha y la paz a los que la han perdido por la ira.
Guardaos de la impaciencia y alteración ante los defectos ajenos. «Si vieras a uno que se arroja al río -dice san Buenaventura-, ¿darías pruebas de prudencia arrojándote también, sólo porque él se haya arrojado?» 16. Tolerad, pues, con paciencia las imperfecciones, defectos y molestias del prójimo: no hay mejor remedio para tener paz y fomentar la unión con todos.

12. La ecuanimidad y buen talante, que ayuda a conservar el equilibrio; a no dejarse llevar de una alegría loca, del arrebato, el tedio, la melancolía o el mal humor; antes bien, a permanecer siempre bondadoso, alegre, afable y satisfecho de todo.

Las “pequeñas” virtudes son virtudes sociales, es decir, útiles a más no poder para todo el que viva en la sociedad de los seres racionales. Sin ellas no se podría gobernar este mundo pequeño en el que nos toca vivir, y las comunidades se hallarían en continuo alboroto y desorden. Sin la práctica de tales virtudes no hay paz doméstica, que es el mejor alivio en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas. ¡Ay!, qué desdichada es la comunidad en la que no se hace caso alguno de las virtudes pequeñas: Superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, todos viven en discordia. Sin el amor y la práctica de esas virtudes no es posible que tres religiosos vivan juntos bajo el mismo techo. Sin el amor y la práctica de esas virtudes la casa religiosa se convierte en un presidio o un infierno.

¿Queréis que vuestra casa se convierta en un paraíso de concordia? Daos a la práctica fiel de las “pequeñas” virtudes: ellas son las que constituyen la dicha de las casas religiosas.
Voy a exponerle todavía unos motivos que nos pueden animar a la práctica de esas virtudes:

1° Las flaquezas del prójimo. Sí, todos los hombres son débiles, y por eso hay tantos defectos. Éste es suspicaz y examina minuciosamente cuanto se dice o hace; ése es quisquilloso y continuamente le acosa la idea de que se lo mira mal, se le falta, se desconfía de él, etc. Aquél es víctima del desaliento y la menor dificultad lo amilana, lo vuelve melancólico, pesado para sí y para los demás. El de más allá es vivo como la cendra, se inflama en cuanto se le dirige una palabra. En resumidas cuentas, cada uno tiene su flaco y propensión a diversos defectillos e imperfecciones que han de aguantarse y que proporcionan continuas ocasiones de practicar las “pequeñas” virtudes. Es justo y razonable tolerar esas flaquezas y se han de aguantar, por consiguiente, todas las debilidades del prójimo.

2° La pequeñez de los defectos que se han de soportar. La mayor parte de los religiosos, por su virtud y a menudo por simple educación, no incurren en defectos groseros. Bien miradas, las flaquezas que hemos de soportar en nuestros hermanos son, las más de las veces, meras imperfecciones, arranques de genio, debilidades que de ningún modo empecen para que sean, los que las tienen, almas selectas, de fondo excelente, de conciencia timorata y virtud sólida. Un hombre virtuoso y de buen criterio puede aguantar de sobra semejantes flaquezas en esas almas.

3° Considérese no sólo la parvedad de la materia, sino la ausencia de cualquier falta. En efecto, son cosas indiferentes de por sí, y que no pueden tildarse de faltas, las que hemos de soportar en el prójimo. Tales son ciertas facciones del rostro, fisonomía, timbre de voz, modales que no nos agradan, achaques del cuerpo o del alma que nos repugnan, etc. Recordemos también aquí la diversidad de caracteres y su posible choque con el nuestro. Uno es naturalmente alegre, el otro serio; hay quien es tímido y quien es atrevido; éste es demasiado lento y se le ha de esperar, aquél es demasiado vivo e impetuoso y quisiera hacernos tomar el paso del tren o del telégrafo 17. La razón pide que vivamos en paz en medio de esa diversidad de temperamentos, y nos acomodemos al talante de los demás con flexibilidad, paciencia y benignidad. Alterarse por esa diferencia de temperamento estaría tan fuera de razón como enfadarse porque haya a quien le agrade una fruta o un dulce que a nosotros no nos gusta 18.

4° Todos necesitamos que nos aguanten. No hay nadie tan bueno y cabal, que pueda prescindir de la comprensión ajena.

Hoy me tocará tolerar con paciencia a una persona; mañana le tocará a ella, o a otra, aguantarme a mí. Sería totalmente injusto pedir miramientos, cortesía, y no corresponder sino con altanería y rudeza.

¿Te atreverías a decir que no tienes defectos, absolutamente nada que pueda molestar al prójimo? Escucha lo que se le respondió a alguien que se las daba de perfecto:

«Hermano, aunque se crea buen religioso y yo mismo lo tenga por tal, le confieso que sufro un martirio con usted. No quiere pan sino tierno, porque tiene mala dentadura; yo no lo puedo tolerar, me resulta indigesto y sólo quisiera pan duro. Ha dado usted orden de que le traigan la sopa muy caliente, casi hirviendo; a mí me gusta fría. No permite que sirvan ensalada, porque está débil de pecho; yo no comería otra cosa, y no tenerla me supone un gran sacrificio. No quiere usted ver en la mesa otra fruta que la cocida; a mí no me gusta más que la cruda e incluso sin madurar del todo. No puede aguantar la menor corriente, y nos obliga a mantener siempre cerradas todas las ventanas; yo no estoy a gusto sino al aire libre; de seguir mis preferencias y tratarme conforme a lo que necesito, abriría de par en par todas las puertas y ventanas. Durante los recreos siempre quiere estar sentado; con frecuencia, yo preferiría pasear. Todavía hay un sinnúmero de cosas que usted hace por necesidad o por antojo, que me aburren y fastidian a más no poder. Es usted un iluso, querido Hermano, si piensa que nadie tiene la menor cosa que sufrir junto a usted. A pesar de su virtud, que reconozco, le puedo asegurar que es para mí causa de continuos sacrificios y aguante; pero no se lo digo en son de queja, porque tengo también mis defectos y necesito que usted me los tolere» 19.

5° Los lazos que nos unen con las personas a las que hemos de aguantar. Abrahán decía a Lot: Ruégote no haya disputa entre nosotros, ni entre mis pastores y los tuyos pues somos hermanos (Gn 13, 8). ¡Qué motivo más hermoso y conmovedor! Las personas cuyos defectos hemos de tolerar son, efectivamente, hermanos nuestros en Jesucristo: todos los miembros del Instituto somos hijos del mismo padre, nuestro Fundador; no tenemos sino una madre, la Virgen Santísima. Oigamos a nuestro venerado Padre cuando exclama: «¿Puede acaso nuestra divina Madre contemplar insensible que mantengamos sentimientos rencorosos o de mera antipatía contra algún Hermano, al que Ella ama tal vez más que a nosotros mismos? Os lo pido por Dios, ¡no causemos semejante pena y dolor a su corazón de Madre!» 20.

Las personas a las que hemos de aguantar son amigos de Jesucristo: comparten nuestra vocación, forman con nosotros una sola familia, trabajan con el mismo fin que nosotros; contamos con ellos para el desempeño de nuestro oficio; son nuestros colaboradores en un ministerio común. ¡Cuántos motivos para amarlos, prestarles servicios y soportar con toda paciencia sus defectos!

6° La excelencia de esas virtudes. Ahora me arrepiento de haberlas llamado «pequeñas», pero no es mía esa expresión, es de san Francisco de Sales 21. Son pequeñas porque apuntan, por su objeto, a cosas menudas: una palabra, un gesto, una mirada, un detalle de cortesía; pero son muy grandes, si uno examina el principio que las informa y el fin que tienen.

Para un buen religioso, la práctica de las “pequeñas” virtudes es un continuo ejercicio de caridad para con el prójimo. Ahora bien, la caridad es la primera y más excelente de las virtudes. Por eso, el ejercicio de las “pequeñas” virtudes es el que forma a los hombres sólidamente virtuosos: razón de mucho peso, que nos las hace amar y facilita su práctica.

 

Carta del Papa Juan Pablo II a los niños por Navidad

¡Falta poco para la Navidad!

San Juan Pablo II

¡Queridos niños!

Nace Jesús

Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en cada familia. Este año lo será aún más porque es el Año de la Familia. Antes de que éste termine, deseo dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta entrañable conmemoración.

La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosostros la esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría, contando los días y casi las horas que faltan para la Nochebuena de Belén.

Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período navideño el establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se apresuran a acercarse en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el Redentor del universo.

También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada Familia, pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en vuestra madre, que os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos desde su nacimiento.

Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros. Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad, y al ver brillar la estrella de Belén corría al nacimiento con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000 años. Los niños manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el divino Niño venido al mundo en la Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta: así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño: llamándole Jesús.

Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con todos los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo Simeón se acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció estas palabras proféticas: « Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc2, 29-32). Después, dirigiéndose a María, su Madre, añadió: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará también la Madre, María: el Viernes Santo ella estará en silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no pasarán muchos días después del nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años, y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.

Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús. Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y catequistas, y cada año los revivís espiritualmente durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis los aspectos trágicos de la infancia de Jesús.

¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no sólo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos. ¿Cómo es posible permanecer indiferente ante al sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de algún modo por los adultos?

Jesús da la Verdad

El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce años, como sabéis, subió por primera vez, junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de sus padres y, con otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una « clase de catecismo ». En efecto, las fiestas eran ocasiones adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad, más o menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el extraordinario Adolescente venido de Nazaret no sólo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo. Era la misma admiración que, en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el episodio del Templo de Jerusalén no es otra cosa que el comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos años más tarde.

Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ¿no vienen a vuestra mente, en este momento, las clases de religión que se dan en la parroquia y en la escuela, clases a las que estáis invitados a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ¿cuál es vuestra actitud ante las clases de religión? ¿Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?

Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José, regresando con otros peregrinos a Nazaret, se dieron cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus pasos y sólo al tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo. « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de Jesús y cómo hace pensar! « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que María « conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (2, 51). En efecto, era una respuesta que se comprendería sólo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar, afirmando que por su Padre celestial estaba dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.

Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2, 51). Sobre este período, antes de iniciar la predicación pública, el Evangelio señala sólo que « progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52).

Queridos chicos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años que dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que más tarde, con treinta años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce Apóstoles, será seguido por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos de su potencia divina: devolverá la vista a los ciegos, curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos. Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada madre.

Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad divina, mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá a los Apóstoles: « Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis », y añadirá: « Porque de los que son como éstos es el Reino de Dios » (Mc10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos » (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también palabras severísimas de advertencia: « Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar » (Mt 18, 6).

¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el « Evangelio del niño ».

En efecto, ¿qué quiere decir: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos »? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros. Sólo éstos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios.

¿No es éste el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: « Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros » (1, 14); y además: « A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios » (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas de vuestros padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la Familia. Alegraos por este « Evangelio de la filiación divina ». Que, en este gozo, las próximas fiestas navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la Familia.

Jesús se da a sí mismo

Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez -en la Primera Comunión- y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús.

Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es el primer sacramento y el más necesario para la salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre todo los adultos, el rito se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién nacidos -es también el caso de muchos de vosotros, queridos niños, que por tanto no podéis recordar el día de vuestro Bautismo- la fiesta más solemne se trasladó al momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se vive como una gran fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto con el festejado, los padres, los hermanos y hermanas, los demás familiares, los padrinos y, a veces también, los profesores y educadores.

El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento para así no olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías durante toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.

¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés, que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía, porque prefirió morir antes que entregar a Jesús sacramentado, a quien llevaba consigo.

Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús muestra en el Evangelio una confianza particular en los niños, así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su atención maternal a los pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima.

Os hablaba antes del « Evangelio del niño », ¿acaso no ha encontrado éste en nuestra época una expresión particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así: Jesús y su Madre eligen con frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para la vida de la Iglesia y de la humanidad. He citado sólo a algunos universalmente conocidos, pero ¡cuántos otros hay menos célebres! Parece que el Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.

Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos días víctimas del odio que se extiende por varias partes de la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países de Africa. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias.

¡Alabad el nombre del Señor!

Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113112, 1-3). Mientras medito las palabras de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre del Señor!

Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: « ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo en las misiones… ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después seguirla generosamente.

¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles, mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de Belén: « Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace » (Lc 2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo quiere.

¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente vuestras.

Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?

¡Levanta tu mano, divino Niño,
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!

 

Vaticano, 13 de diciembre de 1994.

Las obras: el traje de gala

Homilía: Domingo XXVIII del tiempo Ordinario, Ciclo A

P. Jason, IVE

Queridos hermanos:
El domingo pasado escuchamos en el evangelio la parábola de “los viñadores homicidas”, aquellos que, según Jesucristo, les será quitada la viña para dársela a otro pueblo que le dé los verdaderos frutos a su tiempo. En el evangelio de hoy se nos habla acerca del fin de los tiempos, porque es una parábola que anuncia el día final de nuestra historia en que el Gran Rey dará su gran festín a todos aquellos que no se excusaron de asistir, es decir, a todos aquellos que no rechazaron la invitación.
El P. Castellani, dice que en esta parábola se pueden considerar dos tipos de rechazos a la invitación del gran rey al banquete de las bodas de su hijo: por un lado está el rechazo nacional del pueblo judío que no quiso escuchar a los profetas y que inclusive llegaron a matarlos; y por otro lado tenemos el aspecto más bien personal, es decir, el de un individuo que es arrojado afuera, a las tinieblas, por no haber estado revestido con el traje de gala que exigía el banquete.
De aquí podemos comprender claramente que cuando llegue el gran día de las bodas del hijo del rey, es decir, el día en que Jesucristo venga a celebrar su gran banquete con los que no lo hayan rechazado, no basta simplemente con haber aceptado la invitación sino que además hay que haberla recibido y estar revestidos con el traje de gala, sin el cual, no es posible permanecer en la compañía del rey… de hecho, es mismo rey quien manda echar fuera de su banquete y atado al hombre mal vestido.
Y ahora nos toca preguntarnos: ¿De qué vestiduras se trata este “traje de gala”?
Muchos autores, muchos santos y padres de la iglesia no han pasado por alto este detalle de la parábola y han dado distintas interpretaciones:
Orígenes dice: «Cuando entró [el rey], vio a uno que no había mudado sus costumbres; […] Dijo en singular, porque son de un mismo género todos los que conservan la malicia después de la fe, como la habían tenido antes de creer.»; y san Jerónimo: “El vestido nupcial es también la ley de Dios y las acciones que se practican en virtud de la ley y del Evangelio, y que constituyen el vestido del hombre nuevo. El cual si algún cristiano dejare de llevar en el día del juicio, será castigado inmediatamente; por esto sigue: “Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas?” Le llama amigo, porque había sido invitado a las bodas (y en realidad era su amigo por la fe), pero reprende su atrevimiento, porque había entrado a las bodas, afeándolas con su vestido sucio… (o, al menos, impropio… basta con eso); y finalmente, san Juan de Ávila:
“[se pregunta] ¿Tanto vale esa ropa que por ella me dan la bienaventuranza eterna? ¿Qué ropa es esa? ¡Comprémosla!, cueste lo que costare, aunque me cueste la vida. ¿Dónde la venden? Escucha: la boda es entre Cristo, que es el Esposo, y la Iglesia. Por lo tanto esa vestidura es la vestidura que lleva Cristo, el Esposo. Esto quiere decir que debo revestirme de una ropa que me haga parecido al Esposo. Es decir, debo imitar el Esposo. Por eso os digo: esa vestidura de bodas es la imitación de Jesucristo.
Por eso, tengamos cuidado de las vestiduras de las estamos vestidos ahora; no sea que sea superflua, aunque a nosotros nos parezca preciosa. ¿Qué vestidura llevas ahora? ¿No será que estás sin el traje de bodas para entrar en el cielo, sino con el traje por el cual serás echado al infierno? [¿Echado fuera?] (…) Quiera Dios que no…”
Ya sabemos, entonces, que este “traje de gala” consiste no en otra cosa que la imitación de Jesucristo, y esta imitación comienza con la vida de la gracia, es decir, que empieza en el momento en que recibimos el bautismo. Pero no basta con esto, pues la fe que nos da la gracia santificante es, a la vez, una fe viva y por lo tanto operante, o sea que opera, que obra, que se mueve (no es estática) porque la fe sin obras es una fe anémica, tullida, enferma… por eso dice el apóstol Santiago aquella frase tan conocida por nosotros: “muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe” … y podría agregar el apóstol: “mi traje de gala son mis obras”. Pero no cualquier obra, sino las obras hechas según Dios, según lo que sea para su mayor gloria y salvación de las almas, por eso Jesucristo dijo también: “no todo aquel que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos.”; y la voluntad del Padre se resume en el gran mandamiento que Dios ha dado a los hombres por medio de su hijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” … de este mandamiento dependen todas las obras con que debemos estar revestidos cuando venga Jesucristo en su segunda venida.
A los ojos de Dios, las buenas obras, son las que son consecuentes con la imitación de Cristo:
Por ejemplo:
– no es consecuente con la imitación de Cristo guardar rencor… pero sí perdonar.
– no es consecuente con la imitación de Cristo mentir… pero sí decir la verdad, aunque a veces cueste.
– no es consecuente con la imitación de Cristo dejar que el error siga perdiendo a las almas… pero sí combatirlo.
– en resumen, no es consecuente con la imitación de Cristo tomar parte activa en todos los beneficios espirituales que Jesucristo nos dejó en ella para nuestras almas pero al mismo tiempo compartir criterios mundanos, es decir, criticarla antes de buscar humildemente comprenderla… porque la Iglesia es madre… y nos la regaló Jesucristo.
Ya sabemos en qué consiste el traje de bodas, ahora conviene tratar brevemente acerca del fundamento de estas obras, y que no puede ser otro que el amor de Dios. Por eso decía el santo cura de Ars que “El amor se manifiesta mejor con hechos que con palabras”, o sea que nuestras obras de caridad han de ser un fruto del sincero amor a Dios. Por eso dice san Juan de la Cruz: “Un poquito de este puro amor…, más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas [las demás] esas obras juntas.” Y san Juan Crisóstomo tiene un texto muy profundo, que a la vez es una invitación a corregir lo que haya que corregir y enmendarse con gran confianza en Dios. Él dice así: “Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos.”
Por eso se dice que los ejemplos arrastran, porque cada vez que unimos nuestras vidas a la gran obra de Dios, nos vamos revistiendo con el traje de gala que se nos va a exigir al final de los tiempos: “En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana quien la contradice con sus obras” (San Antonio de Padua).
Hemos considerado más bien el aspecto negativo de esta exigencia en cuanto a la obligación que pesa realmente sobre nosotros, pero no podemos dejar de mencionar también el aspecto positivo que se desprende de la misma bondad divina que a todos ofrece la oportunidad de ir revistiéndose de estas buenas obras que brotan del amor que a Dios le profesamos y que, por lo tanto, debe llenarnos de confianza en Él.
San Pablo, por ejemplo, exhortaba a los primeros cristianos a ofrecer todo su día a Dios […]. Así leemos en la carta a los corintios: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.” (1 Cor 10,31); y a los colosenses: “todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.”(Col 3,17).
Cada una de nuestras obras hechas por amor a Dios, y estando en gracia, es verdaderamente meritoria para alcanzar el Cielo; porque si su motor es el amor a Dios, y no el interés personal o la vanagloria, entonces Dios siempre las acepta gustoso. De ahí que diga un santo que “el Señor no mira tanto la cantidad que se le ofrece, como el amor que se pone en la ofrenda” (San Juan Crisóstomo).
En este día, en que se nos invita a revestirnos con las buenas obras hechas en gracia y movidos por el amor de Dios, le pedimos a María santísima la gracia de ser siempre fieles a las mociones del Espíritu Santo para que, cuando llegue el gran banquete de Jesucristo con su segunda venida, no seamos echados fuera por habernos atado antes con nuestras malas acciones sino que le hayamos ofrecido con sinceridad y confianza nuestras vidas para su mayor gloria y salvación de las almas. La pedimos esta gracia a la Virgen.

Exposición del Padre Nuestro

San Francisco de Asís

Oh santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro.

Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien. Santificado sea tu nombre: clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios.

Venga a nosotros tu reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.

Danos hoy nuestro pan de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que por nosotros dijo, hizo y padeció.

Perdona nuestras ofensas: por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos.

Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti por ellos devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti.
No nos dejes caer en la tentación: oculta o manifiesta, súbita o importuna.

Y líbranos del mal: pasado, presente y futuro. Gloria al Padre, etc.

El perdón

Imitemos a nuestro Señor, el gran perdonador…

(Homilía)

“¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.” (Mt 18, 33-35)

Ciertamente que el perdón ocupa un lugar fundamental en la vida de todo cristiano. Nos llamamos cristianos, justamente, porque somos seguidores de Cristo, miembros de su iglesia y herederos por la gracia de los premios prometidos a todos aquellos que vivan y mueran en comunión con Él.

Jesucristo mismo, el Hijo de Dios y Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios, es decir, para ofrecer el perdón divino a todos los hombres. Que algunos no acepten ese perdón divino y prefieran el pecado es otra cosa, eso depende de la libertad de cada uno, pero nosotros, cristianos católicos, le hemos dicho que sí, a ese perdón divino, lo hemos aceptado y nos seguimos beneficiando de él y lo seguimos renovando y acrecentando sacramental y efectivamente en cada confesión.

Pero existe también otro perdón que no es sacramental, pero que sin embargo nos predispone a recibirlo y a merecerlo. Ese perdón no es ya considerado como sacramento sino como una virtud que nos hace capaces de asimilar poco a poco las virtudes de Cristo: nos referimos al perdón hacia nuestros demás hermanos, o dicho de otra manera, el saber perdonar las injurias, las ofensas de nuestro prójimo como Cristo  mismo nos lo enseñó.

Hay situaciones en que el perdón nos resulta fácil. Por ejemplo una madre que reta a su hijito porque se portó mal. Cuando el niño le pide perdón no le cuesta nada, al contrario, lo hace con gusto.

Pero cuando la ofensa es mayor que las pequeñeces de los niños, cuando vienen de nuestros enemigos, qué difícil se nos hace perdonar… y más todavía cuando la ofensa viene de nuestros amigos, de nuestros hermanos, de aquellos que más queremos.

Siempre detrás del rencor, de la falta de capacidad para perdonar, hay un tinte de soberbia porque es nuestro orgullo el que no quiere “rebajarse” a perdonar. Terrible error: porque el que perdona, se hace a los ojos de Dios (y de los hombres espirituales) mucho más grande porque manifiesta la bondad y nobleza de su corazón, y además da ejemplo de cómo tienen que obrar los verdaderos hijos de Dios.

Perdonar no significa disfrazar la ofensa, sino revestirla con la luz de la gracia divina, verlo pero en manos de la divina providencia que una vez más nos regala una oportunidad para hacer actos de caridad que nos vayan santificando y asemejando a Jesucristo, el gran perdonador.

   San Bernardo: «Oh amor inmenso de nuestro Dios que, para perdonar  a los esclavos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo».

-perdona a María Magdalena de la que dice el Evangelio que había expulsado 7 demonios.

-perdona el pecado de David que era de adulterio y asesinato

-perdona a Pedro que lo traicionó y a todos los apóstoles que lo abandonaron

– perdona a los verdugos que lo clavaban en la cruz

-perdona, a todo el que le pide perdón…

Cómo no vamos a aprender nosotros a perdonar, a eliminar el rencor que lo único que hace en el alma es estancarla, quitarle la tranquilidad y la alegría. Recordemos que la oración del rencoroso podrá ser escuchada, pero más difícilmente atendida, porque el que guarda rencor en su corazón, cuando reza, presenta al Cielo una ofrenda sucia e indigna, manchada con el término opuesto al amor de Cristo que perdonó y nos mandó perdonar. En cambio, quien perdona de corazón, pese a lo que le cueste, se duerme sin reproche Dios, de la propia conciencia ni de los demás hombres.

Recordemos la parábola del hijo pródigo:  El padre bondadoso, al recibir al hijo que vuelve avergonzado, no trata de disfrazar los hechos de su hijo; no dice “él pensaba que obraba bien”, o “no sabía lo que hacía”, ni dice “aquí no ha pasado nada” o “hagamos como si no se hubiese ido nunca”. Dice con toda claridad “mi hijo estaba muerto”; por lo tanto, reconoce la partida, la muerte, el desgarro en su alma de padre. Pero ve su retorno bajo una nueva luz: “pero ha resucitado”. Lo cual no significa, únicamente, que ha vuelto y todo retorna a su cauce primero. La resurrección transforma el ser. Ha vuelto pero con un corazón resucitado; porque ya no es el muchacho rebelde, indiferente al dolor paterno, egoísta y orgulloso. Es un muchacho que ha tenido que humillarse y que ha comprendido lo que significa hacer sufrir y por eso se humilla a pedir perdón y a mendigar el último lugar en la casa paterna. No es el muchacho que se alejó; es superior a lo que antes fue. El padre ve este bien que costó tanto dolor para su propio corazón: “su hijo, ha resucitado”.

Perdonar sin quejarse, sin murmurar, y ofreciéndole a Dios todo el esfuerzo que nos cueste, es la mayor acción de gracias que podemos darle por su perdón hacia nosotros. Dios me dio perdón, entonces yo también perdonaré. No importa si el otro no quiere aceptarlo,  qué importa si lo rechaza. Si yo lo he perdonado como corresponde, con caridad y sigo rezando por él, el resto queda en manos de Dios.

El perdón es parte de la madurez de toda persona adulta, cuanto más de la madurez de la propia fe, de la esperanza y de la caridad. En definitiva… de nuestra gratitud al amor de Dios.

Que María santísima nos convierta en hombres y mujeres de perdón, de ejemplo cristiano y de alma siempre grande, capaz de imitar a su Hijo Jesucristo por el resto de nuestras vidas, quien lleno de amor en el momento crucial de su Pasión, rezó esta breve oración por sus verdugos y por todos aquellos que lo ofendieran con sus pecados, dejándonos una vez más un hermoso ejemplo para que nosotros, agradecidos de su compasión, lo imitásemos en nuestras vidas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

P. Jason, IVE.

Solemnidad de Corpus Christi

Homilía 

Correspondencia y unión: Eucaristía, plenitud de la amistad divina

P. Jason Jorquera, IVE.

Amor en general

Es bastante conocida la obra literaria de Saint Exupéry titulada “El principito”, en donde el autor narra un inolvidable encuentro con este pequeño hombrecito que busca amigos. Me gustaría citar el libro hacia el final (pero no es el final, por si alguno todavía no lo ha leído) porque resalta de una manera muy clara y a la vez profunda el valor de la verdadera amistad. Comienza este breve dialogo el principito:

-Mirarás por la noche las estrellas. No sabrás exactamente cuál es la mía pues mi casa es demasiado pequeña. Pero será mejor así. Para ti mi estrella será alguna de todas ellas; te agradará mirarlas y todas serán tus amigas. Luego te haré un regalo…

Rió nuevamente.

-Ah! cómo me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo… será como el agua…

-No comprendo.

-Las estrellas no significan lo mismo para todas las personas. Para algunos viajantes son guías. Para otros no son más que lucecitas. Para los sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Ninguna de esas estrellas habla. En cambio tú…, tendrás estrellas como ninguno ha tenido.

-Qué intentas decirme?

-Por las noches tú elevarás la mirada hacia el cielo. Como yo habitaré y reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú poseerás estrellas que saben reír.

Volvió a reír.

-Cuando hayas encontrado consuelo (siempre se encuentra), te alegrarás por haberme conocido. Siempre seremos amigos.

 La amistad es una de las especies del amor, es decir, que los amigos realmente se aman y buscan acrecentar ese mutuo amor; eso es la amistad.

Antes de seguir adelante, mencionemos brevemente el proceso del amor en general, para comprender mejor la particularidad del amor de Cristo.

Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo o comprendemos la bondad de aquello que llamó nuestra atención, surge la atracción hacia el objeto que contemplamos. Si ese objeto, que posee la bondad que nos atrae, no lo podemos llegar a poseer produce admiración. Pero si es posible poseerlo, brota la esperanza y junto con ello nuestra actitud de ir por él. Y, finalmente, cuando este objeto, bueno para nosotros (aun cuando en esto pueda haber error, como el que considera bueno algo que está mal y comete un pecado), cuando se da una correspondencia mutua entonces surge el amor. Y el fruto del amor, es la unión; es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la unión de corazones, y en la medida que ese amor se vaya acrecentando, se vaya haciendo puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. El amor verdadero, entonces:

–  se corresponde: por ejemplo los amigos que se buscan constantemente

–  se manifiesta: como los esposos que se dicen todos los días que se quieren

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto, vemos claramente que el amor de amistad, al igual todas las especies del amor, genera lazos tan fuertes entre aquellos que se aman que se dice que se van volviendo una sola alma, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro. Por eso la amistad perfecta, verdadera, agradable a los ojos de Dios, es la amistad que se funda en la virtud:

– no es amistad verdadera la que se funda en el interés,

– no es amistad verdadera la que funda en el placer,

– y no es amistad verdadera la que se fundamenta en el pecado; sino la que se asienta sobre los lazos de la virtud.

Pero para formase estos lazos se necesita además tiempo y hábito… El deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo esPor lo tanto: la amistad con Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración, en nuestros ratos a solas con Él y en el las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

Pero Jesucristo, una vez más, rompe todos estos esquemas, porque en realidad los trasciende, está por sobre ellos, ya que Él, siendo Dios, se dignó amar a los hombres por su solo amor, de modo gratuito, y sin embargo, tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la sabiduría humana nos podría decir.

– No hay proporción entre ambas partes; Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y le envió a su Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia, pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el castigo divino por la rebelión, pero Dios nos ofreció misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla. Él mismo nos la dejó escrita en una carta que se llama Sª Eª, ahí se nos dice que “Él  nos amó primero[1]

Porque Dios siempre se nos adelanta. y hoy, en esta solemnidad del Corpus Christi, la santa Iglesia Católica, fruto del amor de Dios por los hombres, nos invita a considerar la mayor manifestación del amor de Dios hacia nosotros al dejarnos en la tierra, el manjar precioso que conduce al Cielo: el Cuerpo y la Sangre de su Hijo… hoy es la celebración del Hijo de Dios entre los hombres, y también la alegría de los hombres capaces de hacerse, desde ahora, poseedores de Dios y de la eternidad:

«Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo[2] Son palabras de Dios hecho hombre, y en favor de los hombres.

Cuando el amor es verdadero, implica el deseo y, podríamos decir, la necesidad de darse completamente hacia el amado. Jesucristo, siendo Dios, no quiso eximirse de este aspecto y decidió darse a sí mismo a los hombres. Nos dio su vida, pero como es Dios, no se conformó con darnos mucho y entonces decidió darnos todo. Y Él mismo, para poder dársenos todo y a todos, creó un sacramento y se hizo sacramento y hasta el fin de los tiempos seguirá presente este sacramento que es la fuente de la vida eterna y el mayor de los regalos que Dios podría habernos hecho:

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él
[3]

Frutos del amor de Cristo

San Alberto Hurtado: (resumido) « Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía, [el sacramento del Cuerpo y la sangre de Cristo]:

La Felicidad: El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida…

Cambiarse en Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gal 2,20)

Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… […], ofreciendo la Misa […] el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará [el Padre] […] cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…!

Además, en la Misa, el hombre y Dios se unen con una intimidad tal que llegan a tener un ser y un obrar. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo que ofrece y con Cristo que se ofrece…

El mayor fruto de este amor de amistad íntima que nos ofrece Dios en el sacramento del cuerpo y sangre de su Hijo, es la unión. Y este es el colmo del amor de Dios, porque colma y sobrepasa nuestra medida, por eso nosotros tenemos un gran consuelo: que a Dios siempre se lo puede amar más y  que Él siempre va a corresponder a ese amor con fidelidad.

En esta solemnidad del Corpus Christi, le pedimos a la mujer que realizó la primera procesión con el Santísimo Sacramento al visitar a su prima, que nos conceda la gracia de anunciar con nuestras vidas la gratitud a Dios por haberse quedado con nosotros hasta el fin de los tiempos… y de buscar hacer cada día más íntima nuestra unión con Dios mediante la eucaristía y una seria vida de oración.

[1] 1Jn 4,19

[2] Jn 6,51

[3] Jn 6, 55-56

Solemnidad de la Ascensión del Señor

“Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas”

Homilía

Para la Iglesia entera y también para la humanidad es motivo de profunda alegría la celebración del misterio de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, que fue exaltado y glorificado solemnemente por Dios. A Cristo que vuelve al Padre aplica hoy la liturgia las palabras jubilosas que dedica el Salmista al Eterno:

“Dios asciende entre aclamaciones,/ El Señor al son de trompetas./ Pueblos todos, batid palmas,/ aclamad a Dios con gritos de júbilo./ Porque Dios es el rey del mundo,/ Dios reina sobre las naciones,/ Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46(47),6-9).

La Ascensión de Cristo constituye una de las etapas fundamentales de la “historia de la salvación”, es decir, del plan misericordioso y salvífico de Dios para la humanidad. Santo Tomás de Aquino[1], subraya maravillosamente, que la Ascensión es causa de nuestra salvación bajo dos aspectos:

De parte nuestra, porque la mente se centra en Cristo a través de la fe, esperanza y caridad; y de parte de Cristo, en cuanto al subir nos prepara el camino para ascender nosotros también al cielo; porque siendo Él nuestra Cabeza, es necesario que los miembros le sigan allí donde Él les ha precedido. “La Ascensión de Cristo al cielo es directamente causa de nuestra ascensión, pues Cristo es nuestra Cabeza y a ésta cabeza deben unirse los miembros” (S. Th. III, 57, 6, ad 2).

Dice san Lucas que en su ascensión, Cristo, “levantando sus brazos” al modo de los sacerdotes en el templo, “los bendecía[2], y los discípulos “se postraron” ante Él: Este era el acto de reconocimiento ante la majestad de Cristo, que así subía a los cielos.

Postrarse ante Cristo fue la misma actitud que tuvo Pedro en  la pesca milagrosa (Luc_5:8ss), Pedro, admirado, “se postró” a los pies de Jesús, diciéndole que se apartase de él porque era pecador, ahora era la misma  reacción espontánea de los discípulos ante Cristo subiendo a los cielos n. y así completó su “retorno al Padre” que había iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.

Pese a que es un hecho histórico, la ascensión de Jesucristo sigue siendo un misterio para nosotros pues no podemos llegar a comprender todo su significado, pero sí lo suficiente como para enamorarnos de este misterio que forma parte de nuestra redención.

Doble aspecto: preanunciado-realizado.

 Misterio pre-anunciado. Jesús al encontrar la Magdalena después de su resurrección, le dice: no me toques, que todavía no he subido al Padre, pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestros Dios (Jn 20,17). Jesús también lo había pre-anunciado a sus discípulos en la última Cena: sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre… sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía (Jn 13,1-3), Jesús tenía su mente puesta en la pasión, pero también anuncia: me voy a Aquel que me ha enviado (Jn 16,5); me voy al Padre, y ya no me veréis (Jn 16,10).

De esto se sigue una estrecha relación entre:

  1. a) Ascensión- encarnación. La ascensión es la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, que se hizo hombre por nuestra salvación. Porque la ascensión está estrechamente conectada con la encarnación, con el “descenso del cielo”.

Sólo el que bajó del cielo, puede abrir al hombre el acceso al cielo. La ascensión es el momento conclusivo de la encarnación.

Y de aquí se sigue inevitablemente su estrecha relación con nuestra salvación: porque la ascensión se convierte en el preludio necesario para pentecostés, para la venida del Espíritu Santo a nuestras almas.

En segundo lugar, la Ascensión, es un misterio realizado.

Lucas concluye su Evangelio: los sacó hasta cerca de Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y sucedió que mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo (Lc 24,50-51).

La bendición de Cristo indica el sentido salvífico de su partida.

          Finalmente: Valor teológico de la ascensión

Como todo misterio de la vida de Cristo, también su Ascensión a los cielos tiene una importancia fundamental para nuestra salvación:

Importancia para…

1º) Para aumento de nuestra fe: porque la fe es de las cosas que son se ven (y nosotros creemos en ella por la fe)

2º) Para aumento de nuestra esperanza: que es elevada porque llegó al cielo una naturaleza humana como la nuestra; y se abre así la posibilidad de llegar nosotros gloriosos también a los cielos.

3º) Para aumento de nuestra caridad: enciende nuestra caridad hacia los bienes celestiales.

También se aumenta nuestra reverencia hacia Él:

  • Cristo, como nuestra Cabeza, sube para abrirnos el camino;
  • Y como Sacerdote para interceder por nosotros,
  • además envía desde el Padre los dones divinos a los hombres

Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida definitiva no les causara tristeza? No obstante, se lee que volvieron a Jerusalén llenos de alegría y alababan a Dios. ¿Cómo podemos entender nosotros todo esto?

En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben que «la derecha de Dios», donde Él está ahora «enaltecido», implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano.

La alegría de los discípulos después de la «ascensión» corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La «ascensión» no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.

Volvamos al texto de Lucas. Se nos dice que Jesús llevó a los suyos cerca de Betania. «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo» (24,50s). Jesús se va bendiciendo, y permanece en la bendición. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege.

Dice Benedicto XVI: son al mismo tiempo un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él y llegue a ser en él una presencia. En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana.

En esta solemnidad de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, vayamos a nuestras casas reflexionando en este gran misterio, como decía san Gregorio Magno celebrándola:

Debemos seguir a Jesús de todo corazón allí donde sabemos por fe que subió con su cuerpo. Rehuyamos los deseos de tierra, no nos contentemos con ninguno de los vínculos de aquí abajo, nosotros que tenemos un Padre en los cielos…

dejémonos atraer por el amor en pos de Él, pues estamos bien seguros de que Aquel que nos ha infundido este deseo, Jesucristo, no defraudará nuestra esperanza[3]

Que María santísima nos conceda esta gracia.

Monasterio de la Sagrada Familia.

[1] En sus meditaciones sobre los “misterios de la vida de Cristo”

[2] Cf. Lev 29,22

[3] In Evang, Homilia XXIX, 11; PL 76,1219