VENGO EN EL NOMBRE DE DIOS

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

San Juan Maria Vianney

¿Por qué estoy yo hoy de pie en este púlpito, queridos hermanos? ¿Qué vengo a decirles? ¡Ah! Vengo en nombre del mismo Dios. Vengo en nombre de sus pobres padres, para despertar en ustedes ese amor y gratitud que les deben. Vengo para refrescar en sus memorias toda la ternura y amor que ellos les dieron mientras vivían en esta tierra.

Vengo a decirles que ellos sufren en el purgatorio, que lloran y claman con gritos urgentes el auxilio de sus oraciones y buenas obras. Los he visto clamar desde lo profundo de esas llamas que los devoran:

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

¿Ves, querido hermano? ¿Escuchas a esa madre tierna, a ese padre devoto y a todos esos parientes que te ayudaron y formaron parte de tu vida? Ellos claman: “¡Líbranos de este dolor, tú puedes!”

Consideren, entonces, queridos amigos:

1° – La magnitud de los sufrimientos por los que pasan las almas del purgatorio

y

2° – Los medios de que disponemos para aliviar esos sufrimientos: nuestras buenas obras, nuestras oraciones y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa.

No me detendré aquí para probar la existencia del purgatorio, pues sería una pérdida de tiempo. Espero que ninguno de ustedes tenga la menor duda al respecto. La Iglesia, a la que Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que, por lo tanto, no puede engañarse ni engañarnos, nos enseña claramente sobre el purgatorio. Es una certeza absoluta que allí las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidas en la gloria del Paraíso, la cual, dicho sea de paso, ya les está asegurada.

Sí, mis queridos hermanos, esto es un artículo de fe:

Si no hemos hecho penitencia proporcional a la gravedad de nuestros pecados, aunque hayamos sido absueltos en el Sagrado Tribunal de la Confesión, estaremos obligados a expiar por ellos.

En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que muestran claramente que, aunque nuestros pecados puedan ser perdonados, Dios aún nos impone la obligación de sufrir en este mundo trabajos penosos o en el próximo por medio de las llamas del purgatorio.

Vean lo que ocurrió con Adán:

Porque se arrepintió luego de haber cometido el pecado original, Dios le aseguró que lo había perdonado, pero aun así lo condenó a pasar nueve siglos sobre esta tierra haciendo penitencia.

Penitencias que superan cualquier cosa que podamos imaginar:

“¡Maldita sea la tierra por tu causa! Con trabajos penosos sacarás de ella tu sustento todos los días de tu vida. Ella te producirá espinas, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y en polvo te convertirás…” (Génesis 3,17).

Vean también: David ordenó, contra la voluntad de Dios, que se hiciese el censo de Israel:

Afligido por el remordimiento de conciencia, reconoció su pecado, se arrojó al suelo suplicando al Señor que lo perdonara. Consecuentemente, Dios, tocado por su arrepentimiento, lo perdonó. Pero a pesar de ello, envió a Gad para decirle a David que tendría que elegir entre tres tipos de castigos que Dios había preparado para reparar su pecado: peste, hambre o guerra.

David respondió: “¡Ah! ¡Caiga yo en las manos del Señor, porque inmensa es su misericordia; pero que no caiga en manos de los hombres!” (I Crónicas 21). Eligió la peste, y esta duró solo tres días, pero mató a siete mil personas de su pueblo.

Si el Señor no hubiera detenido la mano del Ángel que se extendía sobre Israel, ¡Jerusalén entera habría quedado despoblada! David, al ver todo el mal causado por su pecado, imploró la gracia de Dios pidiendo que castigase solo a él mismo, pero que perdonase a su pueblo, que era inocente.

Vean también las penitencias de Santa María Magdalena. ¡Quizás ablanden un poco sus corazones!

Mis queridos hermanos, ¿cuántos años tendremos que sufrir en el purgatorio, nosotros que hemos cometido tantos pecados y que, con el pretexto de haberlos confesado, no hacemos penitencia ni lloramos por ellos? ¿Cuántos años de sufrimiento nos esperan en la otra vida?

¿Cómo podría yo pintar el cuadro de los sufrimientos que esas pobres almas soportan, cuando los santos Padres de la Iglesia nos dicen que los tormentos que ellas padecen son comparables a los que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su dolorosa Pasión?

Una cosa es cierta: si el menor de los sufrimientos que soportó Nuestro Señor hubiese sido compartido por toda la humanidad, todos habrían muerto debido a la violencia de ese sufrimiento.

El fuego del purgatorio es el mismo que el fuego del infierno. La única diferencia es que el fuego del purgatorio no es eterno.

¡Oh, si Dios permitiese que una de esas pobres almas que está sumida en las llamas apareciese ahora en este lugar, envuelta completamente en el fuego que la consume, y ella misma nos relatase los sufrimientos que está soportando! ¡Toda esta iglesia, mis queridos hermanos, sería sacudida por el eco de sus gritos y sollozos, y quizás, quién sabe, eso ablandaría sus corazones!

Esa pobre alma nos diría:

“¡Cómo sufrimos! ¡Oh, hermanos, libradnos de estos tormentos! ¡Ah, si pudierais experimentar lo que es vivir separados de Dios!… Cruel separación. ¡Arder en un fuego encendido por la justicia de Dios!… Sufrir dolores incomprensibles para la mente humana… ¡Ser devorados por el remordimiento, sabiendo que podríamos haber evitado fácilmente estos tormentos! Oh, hijos míos —gritan los padres y las madres—, ¿cómo podéis abandonarnos en esta hora, nosotros que tanto os amamos cuando vivíamos en esta tierra?

¿Cómo podéis dormir tranquilos en vuestras camas mientras nosotros ardemos en un lecho de fuego? ¿Cómo tenéis el valor de entregaros a los placeres y alegrías mientras nosotros sufrimos y lloramos día y noche? Vosotros heredasteis nuestros bienes, nuestras propiedades; os divertís con el fruto de nuestros trabajos, mientras nosotros sufrimos males tan indescriptibles y durante tantos años… ¡Y no sois capaces de ofrecer una pequeña oración por nosotros, ni siquiera una simple Misa, que tanto nos ayudaría a liberarnos de estas llamas!… ¡Vosotros podéis aliviar nuestro sufrimiento, podéis abrir nuestras prisiones, y simplemente nos abandonáis! ¡Oh, cuán crueles son estos sufrimientos!”

Sí, hermanos míos, ¡los hombres juzgan muy a la ligera lo que es estar en las llamas del purgatorio por esas “faltas leves”! Si es que puede llamarse “leve” a algo que nos hace soportar castigos tan rigurosos. ¡Qué espanto para el hombre, exclama el profeta real, si incluso el justo fuese juzgado por Dios sin ninguna misericordia!

Si Dios halló manchas hasta en el sol, y malicia en los ángeles, ¿qué será entonces del hombre pecador?

Y nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y que prácticamente no hacemos nada para satisfacer la justicia de Dios… ¡Cuántos años de purgatorio nos esperan!

¡Dios mío! —dijo Santa Teresa de Ávila—: “¿Qué alma será suficientemente pura para entrar directamente en el Cielo sin pasar por las llamas de la justicia?”

Durante su última enfermedad, de repente gritó: “¡Oh, justicia y poder de mi Dios, cuán terribles sois!”

Durante su agonía, Dios le permitió contemplar por unos instantes Su Santidad, tal como lo hacen los ángeles y los santos del Cielo. Y eso causó en ella un pavor tan grande que se puso a temblar y a agitarse de modo tan extraordinario, que las hermanas le preguntaron llorando:

—“¡Ah, Madre! ¿Qué le pasa? ¿Acaso teméis la muerte después de tantos años de penitencia y lágrimas amargas?”

—“No, hijas mías, no temo la muerte. Al contrario, la deseo, porque es el único medio para estar unida eternamente a Dios.”

—“¿Serán entonces vuestros pecados los que aún os atormentan después de tantas mortificaciones?”

—“Sí, hijas mías —respondió Teresa—, temo por mis pecados, pero aún más temo por algo mayor.”

—“¿Sería entonces el juicio?”

—“Sí, temo la cuenta formidable que tendré que rendir ante Dios. Porque en ese momento seremos juzgados según la justicia, y no según la misericordia.”

—“Pero hay algo que aún me hace morir de terror.”

Las pobres hermanas estaban profundamente angustiadas:

—“Madre, ¿acaso es el infierno?”

—“No —respondió ella—, gracias a Dios, el infierno no es para mí. ¡Oh, hijas mías! Es la Santidad de Dios. ¡Dios mío, ten misericordia de mí! ¡Mi vida será confrontada cara a cara con Cristo mismo! ¡Ay de mí si tengo la menor mancha o falla! ¡Ay de mí si tengo la menor sombra de pecado!”

—“¡Ay de nosotras! —gritaron las pobres hermanas— ¿Qué será entonces el día de nuestra muerte?”

Mis queridos hermanos, ¿cuántos de nosotros no hemos cometido faltas semejantes? ¿Cuántos de nosotros hemos recibido de nuestros familiares y amigos la tarea de mandar celebrar Misas y dar limosnas, y simplemente nos olvidamos de hacerlo? ¿Cuántos de nosotros evitamos hacer buenas obras por simple respeto humano? ¡Y todas esas almas atrapadas en las llamas, porque no tenemos el valor de satisfacer sus deseos! ¡Pobres padres y pobres madres, ustedes están siendo sacrificados por la felicidad de sus hijos y parientes! ¡Tal vez ustedes hayan descuidado su propia salvación para construir sus fortunas, y ahora están siendo traicionados por las buenas obras que dejaron de hacer mientras aún estaban vivos! ¡Pobres padres!

¡Cuánta ceguera es olvidar nuestra propia salvación!

Tal vez me dirás: “Nuestros padres eran personas buenas y honradas. No hicieron nada tan grave como para merecer esas llamas”. ¡Ah! Si supieras cuánto menos necesitaban hacer para caer en esas llamas… Vean lo que dijo Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron de manera extraordinaria. Él reveló a uno de sus amigos que Dios lo había llevado al purgatorio por haberse enorgullecido de un pensamiento sobre su propio conocimiento. Lo más sorprendente fue que allí se encontraban verdaderos santos, muchos de los cuales ya habían sido canonizados por la Iglesia, y que estaban pasando por las llamas del purgatorio.

San Severino, arzobispo de Colonia, apareció a uno de sus amigos mucho tiempo después de su muerte y le dijo que había pasado un largo tiempo en el purgatorio por haber retrasado las oraciones del breviario que debía recitar por la mañana y haberlas hecho por la noche.

¡Oh, cuántos años de purgatorio pasarán esos cristianos que no tienen el menor escrúpulo en retrasar sus oraciones para otra hora, solo por la excusa de tener algo más importante que hacer!

Si realmente deseáramos la felicidad de poseer la visión beatífica de Dios, evitaríamos tanto los pecados mortales como los veniales, ya que la separación de Dios constituye un tormento tan terrible para esas almas.

“Mis ovejas escuchan mi voz”

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Nuestro Señor Jesucristo comienza su discurso del Evangelio de este Domingo, con estas palabras que, especialmente hoy en día, deberían ser una meditación constante para todo creyente: “Mis ovejas escuchan mi voz…”; y ¿por qué hablamos de “meditar” estas palabras?, pues porque actualmente son muchas las “ovejas sordas” o, mejor dicho, “que se hacen las sordas” a la voz del divino Maestro.

“Escuchar la voz de Jesucristo”

A partir de aquí comienza nuestra reflexión, ya que son muchas y variadas las hermosas palabras que nos dejó “la voz del Maestro” en los evangelios, y que se nos siguen transmitiendo en la liturgia de la Iglesia para examinar con total sinceridad si “escucho o me hago el sordo”; porque escuchar la voz de Cristo es, por ejemplo, perdonar de corazón y no guardar rencor; ser misericordiosos con los demás; no devolver mal por mal; no murmurar ni infamar a nadie; defender su nombre sin avergonzarse de nuestra fe; no dejarse guiar por respetos humanos sino por la ley de Dios, y, finalmente y de lo más importante: no tener una “fe selectiva”, es decir, seleccionar yo mismo los mandamientos que deseo cumplir o no. Hacer lo contrario a esto que nos enseña el mismo Hijo de Dios en el Evangelio, que conocemos y nos ofrece palabras de vida eterna, equivaldría a “no querer oír la voz del Maestro”, como el hijo que ha sido educado y aconsejado, pero hace caso omiso a las palabras de sus padres.

Sin embargo, también existen las buenas ovejas, y muchas, que son las que oyen de verdad la voz del Maestro, es decir, que las ponen en práctica, las hacen vida, y son capaces de perdonar, de anteponer la misericordia a los defectos de los demás, de renunciar a sí por amor al prójimo, etc.; en definitiva, de imitar lo mejor posible y con todas sus fuerzas a Jesucristo, preguntándose qué haría Él en cada momento para obrar según su voluntad. Éstas “buenas ovejas”, son las que tienen verdadera felicidad en el corazón porque caminan con la certeza de que, mientras permanezcan fieles a las enseñanzas del Evangelio, no se equivocarán, se santificarán, y ayudarán a santificarse a los demás.

En este punto es de suma importancia tener presente una consoladora realidad: si por alguna razón hemos dejado de escuchar o comprender la voz de Dios, no hay por qué desanimarse sino tomar nuevas fuerzas en el contacto íntimo con Dios en la oración y reemprender la súplica confiada del hijo que espera la paternal respuesta a sus angustias. Si es por culpa nuestra, de nuestras infidelidades y del ruido del mundo que hayamos dejado entrar en nuestra alma, apartémonos de él y refugiémonos en Dios; pero si no es por nuestra culpa, probablemente Dios nos esté haciendo esperar un poco para purificarnos y hacernos desear más todavía esa sutileza de sus palabras que poco a poco se dejan comprender en los corazones de buena voluntad; sea como sea hay que seguir confiando en Aquel que desea hablarnos: “Hay un hambre de Él; y de ahí que cuando uno no hace su oración siente una sequedad, un vacío, un disgusto, que es como una campana, es la voz misma de Dios que nos llama a volver a Él. Feliz aquel que es dócil. Desgraciado del que la desoye, porque la voz del Señor no es como el trueno, ni como el cañonazo de manera que esa voz irá haciéndose cada vez más lejana y terminará por apagarse. Pobrecito de aquel en quien se ha apagado, cuyo hilo de teléfono con el cielo está cortado. Y sentarse en la Iglesia, arrodillarse y aburrirse, y sentirse en el vacío todo es lo mismo. Pero, aunque así sea, que no desespere, porque si humildemente ora, podrá reparar la línea, porque Dios es tan bueno que basta que nos vea trabajando para que inmediatamente mande reparar los desperfectos y nos da línea… será trabajo de más o menos tiempo, pero la comunicación quedará restablecida.” (san Alberto Hurtado)

“Yo las conozco y ellas me siguen”

Jesucristo conoce bien a sus ovejas, es decir, quién está de su lado y le es fiel. Y esto debe ser un gran incentivo para nosotros ya que, pese a nuestros defectos y debilidades, también Jesucristo conoce nuestros esfuerzos por ser mejores y le son sumamente gratos, ¡claro que sí!; y ése ha de ser nuestro gran acicate o motor para continuar el trabajo de nuestra santificación: eso es seguir a Cristo, continuar siempre aun cuando haya tropezones o caídas, sin desanimarse ni desconfiar del buen Pastor que nos guía, y que nos asegura que “no seremos arrebatados de sus manos” si no nos alejamos de Él: “Habla de las ovejas, de las que se dice: El Señor conoce a aquellos que le pertenecen (2Tim 2,19); ni el lobo los arrebata, ni el ladrón los roba, ni el salteador los mata; seguro está del número de aquellos, el que sabe lo que ha dado por ellos…” (san Agustín)

Para seguir a nuestro Señor Jesucristo en todo, debemos ir donde Él está y huir de donde no lo está, es decir, ir siempre y sólo tras su voz: no tras la voz del mundo, no tras la voz de nuestras pasiones desordenadas, no tras la voz del enemigo; y para aprender a conocer y reconocer en todo la amorosa voz de nuestro Dios, debemos acudir constantemente a “la escuela de la oración”, donde se aprende a fuerza de amor e intimidad con Dios, pues solamente el contacto amoroso con Dios nos enseña, lejos del ruido del mundo, a escuchar su bondadosa voz de Padre y de pastor.

“Va delante de ellas -dice el P. Hurtado-. No va detrás, retándolas, pegándoles, va delante con el ejemplo. Recorre primero el camino: las atrae por el amor, la suavidad, la mansedumbre. El concepto cristiano de autoridad: no el derecho de mandar; el deber de proteger. Tengo autoridad en la medida en que puedo proteger; como el cirujano, el bombero y el superior. No para gloriarse, sino por el bien del súbdito, por eso se aconseja: es cordial. Por su carácter se vuelve forma del rebaño. Por eso los superiores son siervos. El Santo Padre: Siervo de los siervos, de todos, sobre todo de los humildes. La autoridad es un servicio que ama, y un amor que sirve. El primado de la autoridad es el primado del amor.”

En este día y durante toda nuestra vida, pidámosle a María santísima que nos alcance de su Hijo, la gracia para estar siempre atentos a su voz sin ignorarla jamás; y serle siempre fieles, con plena conciencia de la nobleza de aquel que continuamente nos llama a seguirlo desde cerca, imitándolo en todas las virtudes.

P. Jason Jorquera M., IVE.

La gratitud

¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

(Sal 118)

a)   Deber primario, escala para el amor

No hay nada más fecundo que la gratitud para con Dios. Recomendar la gratitud para con Dios, es recomendar el cumplimiento de un deber elementalísimo. Si lo que hacemos lo debemos a Dios, ¿por qué no estar pendientes de Dios? Si tuviéramos claro conocimiento de lo que debemos a Dios, no podríamos hacer otra cosa. Nos sería fácil olvidarnos de nosotros mismos para tener nuestro pensamiento puesto en Dios y en Él moraríamos como en nuestro descanso y nuestra luz. Entonces, viéndolo todo en Dios, serían sobrenaturales nuestros pensamientos, y no se infiltrarían en nuestra vida juicios y máximas del mundo. No viviríamos ausentes de la obra de amor que el Señor en nosotros realiza.

Las almas agradecidas tienen los ojos muy limpios, están iluminadas por el fuego santo del amor, y así llegan a conocer al Señor con una claridad maravillosa, aun dentro de las oscuridades de la fe. La gratitud es como una escala, que comienza con el conocimiento de nuestra propia nada y acaba en el seno mismo de Dios, a quien por ninguna otra senda se conoce mejor. Seamos, pues, agradecidos con eterna gratitud. Esa gratitud nos asegura el Cielo.

Achaque es de almas ruines esquivar la gratitud; las almas santas, en cambio, agradecen a Dios no tan sólo las misericordias que a ellas les hace, sino cuantas hace a los demás. Como saben amar de veras, agradecen los dones divinos donde los ven, y, si además los ven en quienes las aman a ellas con sincero amor, la gratitud se enciende sin medida.

Parece que no podemos o no sabemos descansar nunca en el perdón de Dios, y esto, que podría parecer un sentimiento de humildad, tiene el inconveniente de que apaga mucho la gratitud. Cuando uno reconoce que Dios le ha perdonado, de ese reconocimiento brota espontáneamente la gratitud; en cambio, cuando deja uno ese perdón en duda, la gratitud no puede brotar con tanta fuerza.

b)   La memoria de los beneficios divinos

Los beneficios del Señor no son ni se nos hacen para que apartemos de ellos nuestra mirada; son para que los miremos y los agradezcamos.

No basta el conocimiento general, esquemático, frío, de estos beneficios; eso no es más que una fórmula que se dice con los labios pero que ha dejado helado como un témpano el corazón. La gratitud no es eso. Es aquella meditación profunda, continuada, perseverante, que acaba por convertir en vida del espíritu el recuerdo de cada beneficio del Señor. Así es como la gratitud puede transformar nuestra vida en vida verdadera, y poner su sello en cada una de nuestras obras.

Vivimos sin ese sentimiento fundamental de gratitud que debería ser el sentimiento habitual de nuestra vida a la vista de la providencia amorosísima de Dios y de los beneficios que nos hace, que son infinitos, porque, además de los beneficios que nosotros conocemos, hay muchísimos más que no conocemos.

P. Alfonso Torres.

SOBRE LA ORACIÓN [Parte I]

Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar.

San Juan María Vianney

 

“Amen, amen dico vobis : si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis.

«En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, Él os lo concederá.» (Jn 16, 23)

No, hermanos míos, no hay nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, diciéndonos que todo lo que pidamos al Padre en su nombre, Él nos lo concederá. No contento con eso, hermanos míos, Él no sólo nos permite pedirle lo que deseamos, sino que llega al punto de ordenarnos que lo hagamos y de suplicarnos que lo hagamos. Decía a sus Apóstoles: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16, 24). Esto nos muestra que la oración es la fuente de todo bien y de toda felicidad que podemos esperar en la tierra.
De acuerdo con estas palabras, hermanos míos, si somos tan pobres y tan faltos de luz y de los bienes de la gracia, es porque no rezamos o rezamos mal. ¡Ay de nosotros, hermanos míos!, digámoslo con un gemido: muchos ni siquiera saben qué es orar, y otros sienten una gran repugnancia por un ejercicio tan dulce y tan consolador para un buen cristiano.
Sin embargo, vemos a algunas personas que rezan y no obtienen nada, y esto se debe a que rezan mal: es decir, sin preparación y sin saber siquiera lo que van a pedirle a Dios.
Pero para daros una mejor idea del gran bien que la oración nos aporta, hermanos míos, os diré que todos los males que nos afligen en la tierra provienen del hecho de que no rezamos o rezamos mal. Y si queréis saber la razón, aquí está: si tuviésemos la dicha de rezar al buen Dios como es debido, nos sería imposible caer en pecado; y si estuviésemos libres del pecado, nos encontraríamos, por así decirlo, como Adán antes de su caída.
Para animaros, hermanos míos, a rezar con frecuencia y a rezar como se debe, voy a mostraros:

  1. que sin la oración es imposible salvarse;
  2. que la oración es todopoderosa ante Dios;
  3. qué cualidades debe tener una oración para ser agradable a Dios y meritoria para quien la realiza.
  1. Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia es para la tierra. Fertilizad la tierra cuanto queráis; si no llueve, todo será en vano. Del mismo modo, haced todas las buenas obras que queráis; si no oráis con frecuencia y como es debido, nunca os salvaréis; porque la oración abre los ojos de nuestra alma, le hace sentir la grandeza de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y le hace temer su propia debilidad.
    En todo, el católico confía únicamente en Dios y en nada en sí mismo.
    Sí, hermanos míos, fue por medio de la oración que todos los justos perseveraron. En efecto, ¿qué llevó a todos esos santos a hacer sacrificios tan grandes como abandonar todos sus bienes, a sus padres y todas sus comodidades para ir a pasar el resto de sus vidas en los bosques, a fin de llorar sus pecados? Fue la oración, hermanos míos, la que inflamó sus corazones con el pensamiento de Dios, con el deseo de agradarle y de vivir sólo para Él.
    Mirad a Santa María Magdalena: ¿qué hizo después de su conversión? ¿No fue la oración?
    Mirad a San Pedro; mirad también a San Luis, rey de Francia, que, durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba en una iglesia, rezando allí, pidiendo al buen Dios el precioso don de perseverar en su gracia.
    Pero sin ir tan lejos, hermanos míos, ¿no vemos nosotros mismos que, apenas descuidamos nuestras oraciones, perdemos inmediatamente el gusto por las cosas del cielo? Sólo pensamos en la tierra; y, si retomamos la oración, sentimos volver en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas celestiales.
    Sí, hermanos míos, si tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o recurrimos a la oración, o ciertamente no perseveraremos mucho tiempo en el camino del cielo.

En segundo lugar, hermanos míos, decimos que todos los pecadores deben su conversión exclusivamente a la oración, salvo un milagro extraordinario, que sucede muy raramente.
Mirad a Santa Mónica y lo que hizo para pedir la conversión de su hijo: ora está a los pies de su crucifijo rezando y llorando; ora está junto a los sabios pidiendo la ayuda de sus oraciones.
Mirad al mismo San Agustín cuando quiso convertirse seriamente; vedlo en un jardín, entregado a la oración y a las lágrimas, para tocar el corazón de Dios y cambiar el suyo.
Sí, hermanos míos, aunque seamos pecadores, si recurriésemos a la oración y rezásemos como es debido, tendríamos la certeza de que el buen Dios nos perdonaría.
¡Ay de nosotros, hermanos míos! No nos sorprenda que el demonio haga todo lo posible para que faltemos a nuestras oraciones o las hagamos mal; es que él comprende mucho mejor que nosotros cuán temible es la oración para las fuerzas del infierno, y que es imposible que el buen Dios nos niegue lo que le pedimos por medio de la oración.
¡Oh, ¡cuántos pecadores saldrían del infierno si tuvieran la dicha de recurrir a la oración!

En tercer lugar, digo que todos los condenados fueron condenados porque no rezaron o rezaron mal.
De ahí concluyo, hermanos míos, que sin la oración nuestro destino es perdernos por toda la eternidad, y que con la oración bien hecha, tenemos la certeza de salvarnos.
Sí, hermanos míos, todos los santos estaban tan convencidos de que la oración era absolutamente necesaria para su salvación, que no sólo pasaban los días orando, sino también noches enteras.
¿Por qué, hermanos míos, sentimos tanta aversión por un ejercicio tan suave y consolador?
Lamentablemente, hermanos míos, es porque, al hacerlo mal, nunca sentimos la dulzura que en ella experimentaban los santos.
Mirad a San Hilarión, que oró durante cien años sin interrupción, y esos cien años de oración fueron tan breves que su vida le pareció pasar como un relámpago.
En efecto, hermanos míos, una oración bien hecha es como un bálsamo perfumado que se extiende por toda nuestra alma, que ya le hace gustar la felicidad que disfrutan los bienaventurados en el cielo.
Esto es tan cierto que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, muchas veces, al orar, caía en tal éxtasis que no distinguía si estaba en la tierra o en el cielo, entre los bienaventurados.
El fuego divino que la oración encendía en su corazón le producía un calor natural. Un día, estando en la iglesia, sintió un amor tan violento que comenzó a gritar en voz alta: «¡Dios mío, no lo soporto más!»

Pero tal vez pensáis: eso está muy bien para quien sabe orar bien y hacer oraciones hermosas.
—Hermanos míos, no son las oraciones largas ni las oraciones hermosas las que el buen Dios mira, sino aquellas que se hacen desde lo profundo del corazón, con gran respeto y con un deseo sincero de agradar a Dios.
He aquí un bello ejemplo: en la vida de San Buenaventura, que fue un gran doctor de la Iglesia, se cuenta que un religioso muy sencillo le dijo:
«Padre, yo, que no soy muy instruido, ¿creéis que puedo rezar al buen Dios y amarlo?»
San Buenaventura le respondió:
«Ah, amigo mío, son sobre todo estos los que el buen Dios más ama y los que más le agradan.»
Este buen religioso, maravillado con tan buena noticia, fue y se quedó en la puerta del monasterio, diciendo a todos los que pasaban:
«Venid, amigos míos, tengo una buena noticia que daros: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque seamos ignorantes, podemos amar al buen Dios tanto como los sabios. ¡Qué felices somos por poder amar a Dios y agradarle sin saber nada!»
Desde ahí, hermanos míos, os diré que nada hay más fácil que rezar al buen Dios, y que nada hay más consolador.

Decimos que la oración es una elevación de nuestro corazón a Dios. Mejor aún, hermanos míos, es la conversación afectuosa de un niño con su padre, de un súbdito con su rey, de un siervo con su señor, de un amigo con su amigo, en cuyo seno deposita sus penas y dolores. Para expresar aún mejor esta felicidad, es una vil criatura que el buen Dios acoge en sus brazos para derramarle toda clase de bendiciones. Es la unión de todo lo más vil con todo lo más grande, lo más poderoso y lo más perfecto en todos los sentidos. Decidme, hermanos míos, ¿acaso hace falta más para hacernos sentir el gozo de la oración y su necesidad? Por esto, hermanos míos, podéis ver que la oración es absolutamente necesaria si queremos agradar a Dios y salvarnos.

Por otro lado, sólo podemos encontrar la felicidad en la tierra amando a Dios, y sólo podemos amarlo orándole. Vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a Él por la oración, promete no negarnos nunca nada si le oramos como conviene. Pero, sin esforzarnos mucho por demostraros que debemos orar frecuentemente, basta con abrir vuestro catecismo y veréis que el deber de un buen cristiano es orar por la mañana, por la noche y muchas veces durante el día, es decir, siempre. Digo primero que, por la mañana, un cristiano que quiera salvar su alma debe, en cuanto se despierte, hacer la señal de la cruz, entregar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus acciones y prepararse para orar. Nunca se debe comenzar el trabajo antes de hacer esto: arrodillarse ante el crucifijo y santiguarse con agua bendita. Nunca perdamos de vista, hermanos míos, que es por la mañana cuando el buen Dios nos prepara todas las gracias que necesitamos para pasar santamente el día; porque el buen Dios conoce todas las ocasiones que tendremos de pecar, todas las tentaciones que el demonio nos pondrá durante el día; y si oramos de rodillas y como se debe, nos da todas las gracias necesarias para no sucumbir. Por eso el demonio hace todo lo posible para que no oremos o para que lo hagamos mal; y él está muy convencido de ello, como confesó un día por la boca de un poseso, al decir que, si consigue tener el primer momento del día, tendrá ciertamente todos los demás. ¿Quién de nosotros, hermanos míos, podría oír sin llorar de compasión a esos pobres cristianos que se atreven a decir que no tienen tiempo? ¡No tenéis tiempo! Pobres ciegos, ¿cuál es la cosa más preciosa que podéis hacer: trabajar para agradar a Dios y salvar vuestra alma, o ir a alimentar vuestros animales en el establo, o llamar a vuestros hijos o criados y mandarlos a mover la tierra o el estiércol? ¡Dios mío, el hombre es ciego!… Pero decidme, ingratos, si el buen Dios os hubiera hecho morir anoche, ¿habríais hecho algo? Si el buen Dios os hubiera enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado? Vamos, desdichados, merecéis ser abandonados por el buen Dios a vuestra ceguera para que perezcáis. ¡Nos parece demasiado darle unos minutos para agradecerle las gracias que nos concede a cada momento! Decís que queréis hacer vuestro trabajo. Pero, amigo mío, estás muy equivocado: tu única obra es agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu obra: si no lo haces tú, otros lo harán; pero si pierdes tu alma, ¿quién la salvará? Continúa, eres un necio: cuando estés en el infierno, aprenderás lo que debiste haber hecho; pero, ¡ay!, no lo hiciste.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

VIAJE APOSTÓLICO – SERMÓN EN LA BASÍLICA DE LUJÁN (1982)

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

San Juan Pablo II

Amadísimos hermanos y hermanas,

  1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

  1. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos, la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla al Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

  1. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

  1. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

  1. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

  1. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

  1. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

  1. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de María:
    Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc1, 49)  “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón… / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo – Obispo de Roma – vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.

Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

TRES PECADOS, TRES AMORES

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.

Al escuchar las lecturas de la liturgia de este Domingo III de Pascua, nos salta a la vista la figura de Pedro.

La primera lectura nos presenta al Pedro intrépido, al hombre decidido, a este Simón lleno de coraje, con el pecho abierto para enfrentar a todos los que se opongan a la misión sublime que le fue confiada de anunciar el Evangelio de Cristo: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, dijo él delante de sus perseguidores en Jerusalén.

Se consideró dichoso por sufrir injurias por causa del nombre de Cristo. Pero… Pedro, Pedro, al mirarte así de este modo, con este coraje, ¿cómo no contrastar esta imagen con los hechos sucedidos algunos días antes?

Simón, en efecto, te encontrábamos en una mezcla de confianza y debilidad en los momentos quizás más significativos de tu vida. Te vimos recibir del Espíritu la revelación de que Cristo era el Mesías, el Hijo de Dios; momento seguido, le increpas a Nuestro Señor porque les manifestó que tenía que padecer en Jerusalén: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! ¡Eso no puede pasarte!” (Mt 16,22). Huyes tú de la cruz, y quieres que el Señor tampoco se encuentre con ella.

En las vísperas de la Pasión de Nuestro Señor, le prometiste un seguimiento incondicional, amparado en tus propias fuerzas, con una confianza excesiva en ti mismo. Pero el Señor te desengaña: “Antes que el gallo cante, tres veces me habréis de negar” … Lo que le dijiste instantes antes de esta profecía: “Daré mi vida por ti si fuera necesario, Señor”, no demuestra más que la falta de conocimiento de ti mismo que tenías. Pobre miserable Pedro… Te fiaste de ti mismo, de tu espada en el huerto… Pensabas que podría tener fuerzas para defender al Maestro, pero de él, justamente del Maestro es de quién escuchas la orden para que volviese a meter la espada en la vaina.

¿Qué hacer entonces, Pedro? ¿Qué solución tenías? ¿Huir? Sería demasiado vergonzoso para ti. El orgullo te movía a mantenerse firme en el seguimiento de su Señor, pero le seguías a lo lejos.

Ya había tenido lugar en aquella noche, una traición por parte de uno de los más allegados a Nuestro Señor: Judas vendió a Jesús por 30 monedas de plata. Tú Pedro, sin embargo, también le vendiste, tuviste tu parte en una traición. No fueron 30 monedas, pero por 3 veces le negaste… por tres monedas le cambiaste a Nuestro Señor por un amor a ti mismo, amor a tu propia vida. Por tres negaciones traicionaste al que solamente te había dado amor… ¿Cómo te olvidaste tan pronto de lo que el mismo Señor te había predicho Pedro?

Volvamos nosotros, de nuevo, a la noche de aquel jueves santo, al entrar Jesús en la sala del primer proceso, en casa de Caifás. La oscuridad y el frío son desgarrados por las llamas de un brasero situado en el patio del palacio. El personal de servicio y de custodia estira las manos hacia una fuente de calor; los rostros están iluminados. Y he aquí que se escuchan tres voces en sucesión, tres manos apuntan hacia un rostro reconocido, el de Pedro.

La primera es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando al discípulo y exclama: “Tú también estabas con Jesús”. Luego se escucha una voz masculina: “Eres uno de ellos”. Y más tarde otro hombre repite la misma acusación, al notar el acento septentrional de Pedro: “Estabas con él”. A estas denuncias, casi en un aumento desesperado de autodefensa, el apóstol no duda en jurar tres veces: “¡No conozco a Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé lo que decís!”. La luz de aquel brasero penetra, por tanto, mucho más allá del rostro de Pedro; revela un alma mezquina, su fragilidad, el egoísmo, el miedo. Y, sin embargo, pocas horas antes había proclamado: “Aunque todos se escandalicen, yo no… Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré”.

Sin embargo, el telón no cae sobre esta traición, como había acontecido con Judas. En efecto, en esa noche un sonido intenso desgarra el silencio de Jerusalén y sobre todo la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En ese preciso momento Jesús está saliendo de la sala del juicio donde ha sido condenado. San Lucas describe el cruce de las miradas de Cristo y Pedro, y lo hace usando un verbo griego que indica fijar intensamente la mirada en un rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre cualquiera el que ahora mira a otro; es “el Señor”, cuyos ojos escrutan el corazón y los riñones, es decir, el secreto íntimo de un alma.

“Para mostrar a Pedro a sí mismo, es decir, para mostrar a Pedro a Pedro mismo” -decía San Agustín-, “el Señor apartó su rostro de él por un tiempo, y entonces lo negó. Volvió su rostro a él cuando lo miró, y Pedro se echó a llorar. Lavó su culpa con las lágrimas, derramó agua de sus ojos, y bautizó su conciencia.” (San Agustín)

Y de los ojos del apóstol resbalan las lágrimas del arrepentimiento. Tres veces lo negaste hasta que cantó el gallo. Se cruzaron sus miradas, saliste a llorar amargamente y te acordaste de tus fuerzas… te diste cuenta de que eran como paja que arrebata el viento.

En la historia de Pedro se condensan numerosas historias de infidelidad y de conversión, de debilidad y de liberación. “He llorado y he creído”: así, con estos dos únicos verbos, hace siglos, un convertido relacionará su experiencia con la de Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos pequeñas traiciones, protegiéndonos tras justificaciones mezquinas, dejándonos arrastrar por temores viles.

Sin embargo, el Señor le perdonó, vio que no había perdido su fe, al final, el propio Señor había rogado al Padre para que la fe de Simón no desfalleciera. Y ahora pide algo a cambio de su negación.

Tres veces confesó el amor a quien el temor había negado otras tres veces. He aquí el motivo por el que el Señor preguntó tres veces: para que la triple confesión borrase la triple negación.” (San Agustín, Sermón 275)

“Éste es Pedro, que ama y niega al mismo tiempo; niega por debilidad humana y ama por gracia divina.” “En la negación” -decía San Agustín, “Pedro se descubrió a sí mismo”. Podemos decir que en la confesión, Pedro descubre las exigencias del amor de Jesús, exige que le ame más que a todos los demás, exige que sea un amor perseverante, exige que sea un amor incondicional, pero por encima de todo, exige que sea un amor humilde, que confía totalmente en el Amado, y no pone su seguridad en sí mismo. “Había sido presuntuoso y con soberbia jactancia había echado al aire sus -llamémoslas así- fuerzas cuando decía: Señor, estaré contigo hasta la muerte, presumiendo de ellas. Y entonces precisamente escuchó lo que era.” “Porque cuando negó, temió morir, pero resucitando el Señor, ¿qué había de temer, si veía en El muerta la muerte?” (San Agustín, Sermón 149)

“Le dice por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Esta es la tercera vez que el Señor pregunta a Pedro si le ama, haciéndole confesar tres veces lo que negó tres veces, a fin de que la lengua no sirva menos al amor que lo que sirvió al temor, y que habló, más por conjurar la muerte que le amargaba, que por despreciar la vida presente.

Por eso, pidamos a la Santísima Virgen, ella que hermosamente es llamada la Madre del Amor Hermoso, que nos enseñe a verdaderamente amar a Su Hijo, Jesucristo Señor Nuestro, y que, a ejemplo de Pedro, podamos siempre estar dispuestos a confesar nuestro amor por el Señor, confiando siempre en su Misericordia que nos socorre, y jamás en nuestras débiles fuerzas.

Así sea.

P. Harley D. Carneiro, IVE

En este último tiempo…

Desde la casa de santa Ana
Queridos amigos:
Por gracia de Dios, desde que comenzó la tregua el ambiente cambió notablemente (al menos así es en esta parte de Medio Oriente), y la casa de santa Ana ha podido palpar notablemente esta nueva etapa que hace poco tiempo hemos comenzado, lo cual se ha dejado ver especialmente en el regreso de los visitantes, tanto los que vienen propiamente como “peregrinos”, es decir, para rezar pidiendo esas gracias especiales que ofrecen los santos lugares, como aquellos que vienen más bien por el aspecto histórico y la curiosidad acerca de lo que es un monasterio y el estilo de vida de los monjes, pues para no pocos de los habitantes locales de la zona es algo más bien desconocido. Dentro de estas visitas podemos resaltar la de nuestros padres y hermanas de las misiones vecinas y más cercanas, con quienes pudimos compartir especialmente durante la octava de Pascua, ese “gran Domingo” prolongado y dedicado a celebrar y alegrarnos de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Tampoco han faltado -si bien aún no se dejan ver los grupos como antes de la guerra en mayor cantidad-, las almas devotas que han venido a acompañar a nuestro Señor sacramentado o participar de vez en cuando de la santa Misa, como nuestro pequeño grupo de amigos hispanos que asisten a la santa Misa del sábado por la tarde, iniciativa que la Divina Providencia puso en nuestro camino cuando llegaron los primeros a pedirnos la santa Misa dominical en español, la cual gracias a Dios se sigue realizando ya desde hace algunos años; y hasta un par de almas voluntarias para ayudarnos con los trabajos hemos podido recibir, con profunda gratitud de nuestra parte.
Tampoco han faltado los grupos de peregrinos extranjeros que lentamente se van dejando ver por Séforis, así como los primeros grupos escribiéndonos desde la distancia para agendar la celebración de la santa Misa en los meses futuros.
Por supuesto que los trabajos de mantenimiento son parte de la maravillosa custodia de este sencillo santuario, y nos permiten llevar a cabo en el silencio propio del monasterio la misión que se nos ha encomendado, ayudándonos a vivir el “ora et labora” que ha de signar la vida contemplativa.
Y dentro de todo este contexto del Triduo pascual y la celebración de la resurrección, nos ha tocado a todos como Iglesia despedir al santo Padre, el Papa Francisco, a quien encomendamos especialmente a la Sagrada Familia, y por quien hemos recibido muchas condolencias de parte de nuestros amigos locales, principalmente cristianos, pero también de los no cristianos, tanto del vecindario como guías locales, y rezando ahora junto con todos los feligreses por la Iglesia.
Siempre hay mucho para rezar, para trabajar, atender, etc., y pedimos a la Sagrada Familia que nos alcance del Cielo la gracia de vivir así siempre nuestra vida, velando, ocupados en la búsqueda de la Divina voluntad; con el firme deseo de reparar nuestras faltas y adquirir las virtudes que necesitamos para darle a Dios la gloria que le corresponde.
Seguimos rezando siempre por sus intenciones.
“Tú, ¿qué has hecho? La responsabilidad del crecimiento de la Iglesia es mía. Él cumplió su misión, pero quiere que yo cumpla la mía. Quiere servirse de mis pies para caminar, de mis manos para trabajar, de mis labios para bendecir, de mi ejemplo para entrar en las almas. ¿Le negaré mi esfuerzo? Aquí está mi sublime y consoladora realidad.”
San Alberto Hurtado

HOMILIA DE SAN JUAN PABLO II – CANONIZACIÓN DE SANTA FAUSTINA KOWALSKA

En ocasión del 25º aniversario de la canonización de Sor Faustina Kowalska, en el 30/04/2000, volvamos a recordar las hermosas palabras de San Juan Pablo II pronunciadas en aquél día memorable.

1. “Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius“, “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (…) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23).

Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: “Estos dos haces ―le explicó un día Jesús mismo― representan la sangre y el agua” (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132).

2. ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista san Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir “sangre y agua” (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39).

La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: “Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona”, pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un “segundo nombre” del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?

Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia.

Jesús dijo a sor Faustina: “La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina” (Diario, p. 132). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

3. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.

Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: “Paz a vosotros”. Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna.

4. Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de “domingo de la Misericordia divina”. A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que “el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7)” (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales.

Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: “Misericordias Domini in aeternum cantabo”.

5. La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos.

El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos.

En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia!

En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: “En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía” (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las “obras de misericordia”, espirituales y corporales. Aquí la misericordia se transformó en hacerse concretamente “prójimo” de los hermanos más indigentes.

6. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: “Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo” (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!

En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.

7. Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación “Jesús, en ti confío”, que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno.

8. “Misericordias Domini in aeternum cantabo” (Sal 89, 2). A la voz de María santísima, la “Madre de la misericordia”, a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.

Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la misericordia divina, ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: “Cristo, Jesús, en ti confío”.

ALABANZA A LA TRINIDAD

Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Santa Catalina de Siena

Gracias, gracias a ti, Padre eterno, que, siendo yo criatura tuya, no me has despreciado ni has apartado tu rostro de mí, ni has menospreciado mis deseos. Tú, Luz, no has tenido en cuenta mis tinieblas; tú, Vida, no has mirado que estoy muerta; tú, Médico, no te has apartado de mí por mis enfermedades; tú, Pureza eterna, me atendiste a mí, que me encuentro llena de miserias; tú, Infinito, viniste a mí, que soy perecedera; tú, Sabiduría, llegaste a mí, que soy necia.

Tú, Sabiduría; tú, Bondad; tu Clemencia, y tú, infinito Bien, no me has despreciado por todos estos y otros infinitos males y pecados que hay en mí, sino que de tu luz me has dado luz. He conocido en tu sabiduría la verdad; en tu clemencia he encontrado tu caridad y el amor al prójimo. ¿Quién te ha obligado? No mis virtudes, sino sólo tu caridad.

¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuánto tiempo estará escondida tu cara a mis ojos?

Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorada de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo.

¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume: tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; tú iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe ves que mi alma tiene vida y con esta luz recibe la luz.

En esta luz te conozco y te presentas a mí, tú, infinito Bien, más excelso que cualquier otro. Bien feliz, incomprensible e inestimable. Eres Belleza sobre toda belleza, Sabiduría sobre toda sabiduría; es más, eres la Sabiduría en sí misma. Eres alimento de los ángeles; te has dado a los hombres con ardiente fuego de amor. Eres Vestido que cubre toda desnudez; alimentas con dulzura a los que tienen hambre. Eres dulce, sin amargura alguna.

¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste, recibida con la de la santísima fe, he conocido por muchas y admirables explicaciones, allanando esa luz el camino de la perfección, a fin de con ella y no en tinieblas te sirva, sea espejo de buena y santa vida, pues siempre, por mi culpa, te he servido en tinieblas. No he conocido tu Verdad, y por ello no la he amado. ¿Por qué no te conocí? Porque no te vi con la gloriosa luz de la fe, ya que la nube del amor propio ofuscó los ojos de mi entendimiento. Tú, Trinidad eterna, con la luz disipaste las tinieblas.

¿Quién podrá llegar a tu altura para darte gracias por tanto desmedido don y grandes beneficios como me has otorgado? La doctrina de la verdad que me has comunicado es una gracia especial, además de la común que das a las otras criaturas. Quisiste condescender con mi necesidad y la de las demás criaturas semejantes a nosotros.

Responde tú, Señor. Tú mismo lo diste y tú mismo respondes y satisfaces infundiendo una luz de gracia en mí, a fin de que con esa luz yo te dé gracias. Vísteme, vísteme de ti, Verdad eterna, para que camine aprisa por esta vida mortal con verdadera obediencia y con la luz de la santísima fe, con la que parece que de nuevo embriagas al alma. Deo gratias. Amén.

El Pan celestial y la bebida de salvación

De las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén

Jesús, el Señor, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de pronunciar la Acción de Gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, y dijo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo.» y tomando el cáliz, después de pronunciar la acción de Gracias, dijo: «Tomad y bebed, ésta es mi sangre.» Por tanto, si él mismo afirmó del pan: Esto es mi cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si él mismo afirmó: Ésta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre?

Por esto hemos de recibirlos con la firme convicción de que son el cuerpo y sangre de Cristo. Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo de pan, y su sangre bajo el signo de vino; de modo que al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así, pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo y sangre. Así, como dice san Pedro, nos hacemos participantes de la naturaleza divina.

En otro tiempo, Cristo, disputando con los judíos, decía: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros. Pero, como ellos entendieron estas palabras en un sentido material, se hicieron atrás escandalizados, pensando que los exhortaba a comer su carne.

En la antigua alianza había los panes de la proposición; pero, como eran algo exclusivo del antiguo Testamento, ahora ya no existen. Pero en el nuevo Testamento hay un pan celestial y una bebida de salvación, que santifican el alma y el cuerpo. Pues, del mismo modo que el pan es apropiado al cuerpo, así también la Palabra encarnada concuerda con la naturaleza del alma.

Por lo cual, el pan y el vino eucarísticos no han de ser considerados como meros y comunes elementos materiales, ya que son el cuerpo y la sangre de Cristo, como afirma el Señor; pues, aunque los sentidos nos sugieren lo primero, hemos de aceptar con firme convencimiento lo que nos enseña la fe.

Adoctrinados e imbuidos de esta fe certísima, debemos creer que aquello que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo; respecto a lo cual hallamos la antigua afirmación del salmo: El pan da fuerzas al corazón del hombre y el aceite da brillo a su rostro. Da, pues, fuerzas a tu corazón, comiendo aquel pan espiritual y da brillo así al rostro de tu alma.

Ojalá que con el rostro descubierto y con la conciencia limpia, contemplando la gloria del Señor como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús nuestro Señor, a quien sea el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(Catequesis 22 [Mistagógica 4], 1. 3-6. 9: PG 33, 1098-1106)

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado