Los que hemos dejado todo por seguir a Cristo, ¿hemos dejado todo por seguir a Cristo?

Reflexión dedicada a los consagrados

Sabemos bien que cada palabra, cada gesto, cada acción del Hijo de Dios encarnado pasando entre la humanidad, constituye una enseñanza.  Jesucristo, nuestro Señor, es capaz de adoctrinarnos hasta con las actitudes de quienes lo rodean; tan sólo hay que saber mirar la escena desde la distancia correcta, con la disposición correcta, para contemplar y comprender qué es lo que nos está diciendo a través de cada uno de los detalles que jamás se dejan caer en las infecundas tierras del azar. Y una de estas escenas, de las más conocidas, es su encuentro con el denominado “joven rico” (Mc 10, 17-30), alma buena que cambió la posibilidad de la mayor dicha de su vida por la tristeza que entretejen los afectos mundanos cuando se interponen claramente entre las santas intenciones y los grandes sacrificios, que saben bien recompensar con esas gracias misteriosas que colman y rompen los diques de ciertas felicidades que construimos según nuestro corto entendimiento, como el seguimiento de Cristo pero desde cerca, desde la vereda de los elegidos para estar con Él y compartir la intimidad de su misión.

El joven rico se nos muestra como la representación de la otra esquina, la de los que no quisieron seguir a Jesús y, en contraste con sus fieles discípulos, “no lo dejaron todo para seguirlo” (Cf. Mc 10, 28); y el justo pago a su falta de generosidad fue la mencionada tristeza con la que se marchó: vino en busca del Maestro preguntando con sinceridad sobre la vida eterna; y Jesús le respondió, pero no el joven a Jesús, siendo que “una sola cosa le faltaba”…, por eso se marchó apenado, porque comprendió perfectamente -pues no habían metáforas ni interpretaciones de por medio-, pero no quiso soltar, no se quiso desprender; puso en la misma balanza sus quereres y el querer de Jesucristo para Él, pero -misterio siempre actual-, pesaron más en su corazón sus posesiones que los despojos fecundísimos que nos pide el Evangelio. Y de aquí la primera gran enseñanza general: el fruto de la buena voluntad que le pregunta a Dios qué es lo que debe hacer para darle gloria y ser feliz, pero que antepone a los designios divinos sus afectos desordenados, es la tristeza de saber que ha elegido lo incorrecto y la amargura de la incertidumbre sobre las gracias y bendiciones que su egoísmo no le permitirá conocer mientras no haya sido desterrado del alma, al menos no mientras el alma no se retracte de su mala decisión… y mientras no se le acabe el tiempo o las posibilidades de elegir bien. Esto es lo que eligen quienes son llamados por Dios y le dicen que no, y esto es lo que pasa cuando Dios nos pide ciertas renuncias para nuestro bien, para nuestra purificación, para poder comenzar a tejer sus designios de grandeza en nosotros, pero no se lo permitimos. Oscuro y triste misterio.

Por otro lado están los apóstoles, los que lo dejaron todo y sí siguieron a Jesús, arquetipo de los futuros consagrados que con todas sus imperfecciones y hasta faltas que enmendar, sin embargo, le concedieron al Maestro su respuesta positiva y asentaron las bases del seguimiento de Cristo que constituye nuestra vida consagrada, seguimiento y búsqueda continua de la imitación del nuevo estilo de vida inaugurado por el Hijo de Dios al hacerse hombre: vivir para Dios, servir a Dios en los demás, despojarse de las creaturas mediante los sagrados votos; hombres y mujeres de todo el mundo llamados a refugiarse en Dios y dedicarse a darle gloria; a tratar de amarlo más, de ofrecerle y ofrecerse más; a combatir sin tregua contra sí mismos para convertirse, con la gracia de Dios, en morada agradable de la Trinidad, deseosos de ensanchar el corazón y aprender a crucificarse cada día y padecer por amor a Aquel que los eligió. Pero justamente aquí es donde nos detenemos, nosotros los consagrados, ante la radical pregunta que, “si nos dedicamos a responder” cuantas veces sea necesario durante el desarrollo de nuestra vida espiritual, ciertamente nos traerá muy fecundas consecuencias: ¿lo hemos dejado todo por seguir a Cristo?

El religioso, mediante sus votos y su pertenencia a su familia religiosa, ya lo ha dejado todo por seguir a Cristo, repetimos siempre. Pero dentro de esa radicalidad a los ojos del mundo, todavía es admisible una mayor profundidad a los ojos de Dios, de la cual depende traspasar o no los límites entre el religioso bueno que se conforma con ser bueno, y el religioso bueno y generoso que no se conforma, porque entiende bien que Dios merece más… estos son los que aman más y corresponden más al amor de Dios, y emprenden justamente por amor a Dios la noble y extraordinaria empresa de “aprender a despojarse más”, decisión y determinación por la gloria de Dios que constituye la antesala y el inicio de la santidad: aquí lo que importa es lo esencial, es decir, la gloria de Dios, de la cual la santidad será una consecuencia para el alma.

Tal vez aún hay mucho por dejar: ¿Ya dejé “mis planes” y mis conveniencias?, ¿ya dejé mis caprichos y mis complacencias?, ¿ya dejé de entristecerme por las cruces?, ¿ya dejé atrás las quejas y tristezas ante las incomprensiones y contrariedades?, ¿ya dejé de olvidarme que la Divina Providencia no descansa y no hay instante en que no esté presente sosteniéndome, consolándome y ayudándome a seguir adelante a través de los designios divinos? Si todavía nos falta mucho la respuesta no es entristecerse y marcharse -como lo hizo el joven rico, a quien Jesús miró y amó, como a nosotros-, sino entusiasmarse y “ponerlo en positivo”, de tal manera que sepamos alegrar a Dios y alegrarnos nosotros mismos de los pequeños progresos que podamos ir realizando asistidos por la gracia divina: “por amor a Dios, trabajaré en dejar atrás mis planes y mis conveniencias, mis caprichos y mis complacencias, mis tristezas y mis quejas, mis faltas de confianza y de abandono en las manos divinas; en fin, porque Dios lo quiere me despojaré, porque quiero dejarlo todo por seguirlo”.

Difícil es “dejar lo nuestro”, pero Jesucristo siempre merece nuestro esfuerzo; y si correspondemos a la bondad de su mirada -que se ha querido fijar en nosotros, pobres pecadores-, pagando el precio que haya que pagar, con determinación y alegría sobrenatural, poco a poco iremos dejando más y más de lo que nos impide actualmente una unión más íntima con Dios.

El que todo lo renuncia, todo lo posee, y pasa por la vida con una mirada libre, pura y desposeída.” (san Alberto Hurtado)

P. Jason.

Amar

Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor.

San Alberto Hurtado

 

El verdadero secreto de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí consignas fundamentales para un cristiano.

¿A quiénes amar?

A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.

Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado… Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño… A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro… Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas… Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles… Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios… Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América… Todos los del mundo: son mis hermanos.

Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios.

Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.

Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el Padre.

¿A quiénes más amar?

Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.

Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado, para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis hermanos y mis hijos.

¿Qué significa amar?

Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el hombre y toda la humanidad.

Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.

Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.

La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo…

Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez. Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal, mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista progresiva de su felicidad.

Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo combate de liberación.

Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria, ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la humanidad, el universo.

¿A quiénes consagrarme especialmente?

Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz, delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los ayude a desarrollarse como hombres.

Lo primero, amarlos

Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias…

Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí también.

Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira, reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de la belleza; para que sean hombres y no brutos.

Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.

Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se asemejan más a Él.

Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.

Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.

Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor frente al plan de Dios.

Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).

Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.

 

 “La búsqueda de Dios”, pp. 59-63

Santa Teresita del Niño Jesús

Homilía de san Juan Pablo II,
Domingo, 19 de octubre de 1997
1. “Los pueblos caminarán a tu luz” (Is 60, 3). En estas palabras del profeta Isaías resuena, como ardiente espera y luminosa esperanza, el eco de la Epifanía. Precisamente la relación con esa solemnidad nos permite comprender mejor el carácter misionero de este domingo. En efecto, la profecía de Isaías prolonga a la humanidad entera la perspectiva de la salvación, y así anticipa el gesto profético de los Magos de Oriente que, acudiendo a adorar al Niño divino nacido en Belén (cf. Mt 2, 1-12), anuncian e inauguran la adhesión de los pueblos al mensaje de Cristo. Todos los hombres están llamados a acoger en la fe el Evangelio que salva. La Iglesia ha sido enviada a todos los pueblos, a todas las tierras y culturas: “Id (…) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Estas palabras, pronunciadas por Cristo antes de subir al cielo, junto con la promesa, hecha a los Apóstoles y a sus sucesores, de que estaría con ellos hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), constituyen la esencia del mandato misionero: es Cristo mismo quien, en la persona de sus ministros, va ad gentes, hacia las gentes que no han recibido aún el anuncio de la fe.
2. Teresa Martín, carmelita descalza de Lisieux, deseaba ardientemente ser misionera. Y lo fue, hasta el punto de que pudo ser proclamada patrona de las misiones. Jesús mismo le mostró de qué modo podía vivir esa vocación: practicando en plenitud el mandamiento del amor, se introduciría en el corazón mismo de la misión de la Iglesia, sosteniendo con la fuerza misteriosa de la oración y de la comunión a los heraldos del Evangelio. Así, ella realizó lo que subrayó el concilio Vaticano II, cuando enseñó que la Iglesia, por su naturaleza, es misionera (cf. Ad gentes, 2). No sólo los que escogen la vida misionera, sino también todos los bautizados, de alguna manera, son enviados ad gentes. Por eso, he querido escoger este domingo misionero para proclamar Doctora de la Iglesia universal a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz: una mujer, una joven y una contemplativa.
3. Todos percibimos, por consiguiente, que hoy se está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estudios sistemáticos. Murió muy joven y, a pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la Iglesia, un notable reconocimiento que la exalta en la estima de toda la comunidad cristiana más de lo que pudiera hacer un “título académico”. En efecto, cuando el Magisterio proclama a alguien Doctor de la Iglesia, desea señalar a todos los fieles, y de modo especial a los que prestan en la Iglesia el servicio fundamental de la predicación o realizan la delicada tarea de la investigación y la enseñanza de la teología, que la doctrina profesada y proclamada por una persona puede servir de punto de referencia, no sólo porque es acorde con la verdad revelada, sino también porque aporta nueva luz sobre los misterios de la fe, una comprensión más profunda del misterio de Cristo. El Concilio nos recordó que, con la asistencia del Espíritu Santo, crece continuamente en la Iglesia la comprensión del “depositum fidei”, y a ese proceso de crecimiento no sólo contribuyen el estudio rico de contemplación a que están llamados los teólogos y el magisterio de los pastores, dotados del “carisma cierto de la verdad”, sino también el “profundo conocimiento de las cosas espirituales” que se concede por la vía de la experiencia, con riqueza y diversidad de dones, a quienes se dejan guiar con docilidad por el Espíritu de Dios (cf. Dei Verbum. La Lumen gentium, por su parte, enseña que en los santos “nos habla Dios mismo” (n. 50). Por esta razón, con el fin de profundizar en los divinos misterios, que son siempre más grandes que nuestros pensamientos, se atribuye un valor especial a la experiencia espiritual de los santos, y no es casualidad que la Iglesia escoja únicamente entre ellos a las personas a quienes quiere otorgar el título de “Doctor”.
4. Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz es la más joven de los “Doctores de la Iglesia”, pero su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez, y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu. En la carta apostólica que he escrito para esta ocasión, he señalado algunos aspectos destacados de su doctrina. Pero no puedo menos de recordar, en este momento, lo que se puede considerar el culmen, a la luz del relato del conmovedor descubrimiento que hizo de su vocación particular dentro de la Iglesia. “La caridad escribe me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, no le faltaba el más noble de todos: comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que este corazón ardía de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía actuar a los miembros de la Iglesia: que si el Amor se apagara, los apóstoles no anunciarían el Evangelio, los mártires no querrían derramar su sangre (…). Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones (…). Entonces, con alegría desbordante, exclamé: oh Jesús, Amor mío, (…) por fin he encontrado mi vocación. Mi vocación es el amor” (Ms B, 3 v). Es una página admirable, que basta por sí sola para ilustrar cómo se puede aplicar a santa Teresa el pasaje evangélico que acabamos de escuchar en la liturgia de la Palabra: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).
5. Teresa de Lisieux no sólo captó y describió la profunda verdad del amor como centro y corazón de la Iglesia, sino que la vivió intensamente en su breve existencia. Precisamente esta convergencia entre la doctrina y la experiencia concreta, entre la verdad y la vida, entre la enseñanza y la práctica, resplandece con particular claridad en esta santa, convirtiéndola en un modelo atractivo especialmente para los jóvenes y para los que buscan el sentido auténtico de su vida. Frente al vacío espiritual de tantas palabras, Teresa presenta otra solución: la única Palabra de salvación que, comprendida y vivida en el silencio, se transforma en manantial de vida renovada. A una cultura racionalista y muy a menudo impregnada de materialismo práctico, ella contrapone con sencillez desarmante el “caminito” que, remitiendo a lo esencial, lleva al secreto de toda existencia: el amor divino que envuelve y penetra toda la historia humana. En una época, como la nuestra, marcada con gran frecuencia por la cultura de lo efímero y del hedonismo, esta nueva Doctora de la Iglesia se presenta dotada de singular eficacia para iluminar el espíritu y el corazón de quienes tienen sed de verdad y de amor.
6. Santa Teresa es proclamada Doctora de la Iglesia el día en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Ella abrigó un deseo ardiente de consagrarse al anuncio del Evangelio y hubiera querido coronar su testimonio con el sacrificio supremo del martirio (cf. Ms B, 3 r). Además, es conocido con cuánto empeño sostuvo el trabajo apostólico de los padres Maurice Bellière y Adolphe Roulland, misioneros respectivamente en África y China. En su impulso de amor por la evangelización, Teresa tenía un solo ideal, como ella misma afirma: “Lo que le pedimos es trabajar por su gloria, amarlo y hacerlo amar” (Carta 220). La senda que recorrió para llegar a este ideal de vida no fue la de las grandes empresas, reservadas a unos pocos, sino una senda que está al alcance de todos, el “caminito”, un camino de confianza y de abandono total a la gracia del Señor. No se ha de subestimar este camino, como si fuese menos exigente. En realidad es exigente, como lo es siempre el Evangelio. Pero es un camino impregnado del sentido de confiado abandono a la misericordia divina, que hace ligero incluso el compromiso espiritual más riguroso. Por este camino, en el que lo recibe todo como “gracia”; por el hecho de que pone en el centro de todo su relación con Cristo y la elección de amor; y por el espacio que da también a los afectos y sentimientos en su itinerario espiritual, Teresa de Lisieux es una santa que permanece joven, a pesar del paso de los años, y se presenta como modelo eminente y guía en el itinerario de los cristianos para nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio.
7. Por eso, es grande la alegría de la Iglesia en esta jornada que corona las expectativas y las oraciones de tantos que han intuido, al solicitar que se le concediera el título de Doctora, este especial don de Dios y han promovido su reconocimiento y su acogida. Deseamos dar gracias por ello al Señor todos juntos, y particularmente con los profesores y los estudiantes de las universidades eclesiásticas romanas, que precisamente en estos días han comenzado el nuevo año académico. Sí, Padre, te bendecimos, junto con Jesús (cf. Mt 11, 25), porque has ocultado tus secretos “a los sabios y a los inteligentes”, y los has revelado a esta “pequeña”, que hoy nuevamente propones a nuestra atención y a nuestra imitación. ¡Gracias por la sabiduría que le concediste, convirtiéndola en testigo singular y maestra de vida para toda la Iglesia! ¡Gracias por el amor que derramaste en ella, y que sigue iluminando y calentando los corazones, impulsándolos hacia la santidad! El deseo que Teresa expresó de “pasar su cielo haciendo el bien en la tierra” sigue cumpliéndose de modo admirable. ¡Gracias, Padre, porque hoy nos la haces cercana de una manera nueva, para alabanza y gloria de tu nombre por los siglos! Amén.

Mi viejo rosario

Reflexión

El 30 de mayo del 2006, vísperas de nuestra primera profesión de votos, mi mamá me entregaba un pequeño y hermoso crucifijo. Y al hacerlo me contó su sencilla e interesante historia: resulta que un día, hablando con una señora que le compraba telas en ese momento, salió el tema de que me encontraba en el seminario para ser sacerdote, entonces la señora le dijo a mi mamá: “tengo algo para su hijo”, y después le entregó dicho crucifijo, el cual se había encontrado en la calle unos 40 años atrás, pensando que “debía guardarlo para una ocasión especial”, la cual “se dio cuenta que había llegado al hablar con mi mamá”. Y así, luego de 4 décadas piadosamente guardado, llegó a mis manos. Y desde el principio me encantó. Años después, ya como sacerdote en nuestro monasterio del Socorro, en Tenerife, el P. Romanelli viajaba desde Medio Oriente para predicarnos nuestros ejercicios espirituales anuales, dejándonos como regalo a cada monje un rosario traído desde Tierra Santa, tocado al Santo Sepulcro, sencillo, al cual con gran aprecio le cambié la cruz de madera por el pequeño crucifijo que desde el primer año de seminario me venía acompañando. Esta es la simple historia de mi “viejo rosario”, que si bien tiene apenas 11 años, en años de rosarios y sus respectivos Ave Marías pasando a través de él, considero que es bastante, pues sus cuentas están notablemente deterioradas: su madera ya no brilla y más de alguna deja ver una pequeña grieta que amenaza dividirla en dos; además, después de habérseme cortado varias veces, hoy luce un nuevo cordel que ha vuelto a unirlo todo en armonía, contrastando un poco con el uso que se deja ver claramente en todo lo demás, pero especialmente en el hermoso crucifijo, que luego de todo este tiempo, está realmente desgastado.

La primera tragedia de su crucifijo fue la pérdida de su pequeño “INRI”, acontecida por un descuido que lo dejó en el bolsillo de mi hábito al lavarlo; después fue perdiendo su color original, pues la madera era negra y la parte metálica era plateada. Fue desapareciendo aquel pequeño rostro que más o menos se dejaba apreciar, y que hoy por hoy no se distingue, así como los pliegos que representaban esa tela que apenas cubría el sacrosanto cuerpo del Señor. En síntesis, se perdieron sus rasgos por el tiempo, pero no por eso deja de ser hermoso, de hecho, su desgaste lo reviste de algo especial, le da una belleza que no es estética, esa que es diferente y no siempre es estimada, y es exactamente lo que me ha movido a escribir y compartir esta sencilla reflexión sobre un aspecto de la vida espiritual, o mejor dicho, una verdad que con visión sobrenatural podemos ver, y comprender, y profundizar, y hasta imitar si decidimos emprender con seriedad la dichosa búsqueda de la voluntad de Dios; y que podemos contemplar de manera sublime en el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, pero también en sus santos y en toda alma recta -cada cual a su modo, se entiende-, y que es ese maravilloso “desgastarse por la gloria de Dios” que debería ser nuestra gran aspiración en esta vida, y que quizás a ratos lo es, pero que si fuera una constante…, o mejor aún, un trabajo continuo, es decir, ininterrumpido, ciertamente transformaría nuestra vida y la de quienes nos rodean, como hacen los santos que parece que todo lo que tocan de alguna manera se ve afectado por ellos, con sus más y sus menos, pero es que ese “desgaste” paradójicamente parece ser la razón de su fortaleza espiritual y su santa determinación… Espero poder expresarme bien, es decir, no estamos hablando de una especie de destrucción de la salud o imprudencia respecto a nuestras capacidades, pues cada cual tiene “su máximo y sus límites”, pero también es cierto que en las almas ejemplares vemos cómo el amor a Dios constantemente va empujando esos linderos y le van permitiendo realizar esa maravillosa desproporción que llamamos magnanimidad, pequeñez del alma puesta en manos de Dios con todas sus fuerzas, con toda su confianza, con todo su amor, las cuales Dios mismo va acrecentando para recompensar al alma y hacerla “más partícipe” de su obra. Hay que ser prudentes, hay que ser sensatos, pero también hay que ser generosos y cada vez más, pedir la gracia de serlo, de “aprender a desgastarse” por la gloria de Dios, como hemos dicho, discerniendo y rechazando nuestras excusas.

Cuando miro el crucifijo de mi viejo rosario, no pienso que ya no sirve (¿y quién lo haría?), o que ya no ayuda a rezar bien, ¡nada de eso!; es decir, no está roto sino desgastado, porque le pasaron por encima años de oraciones, y ha estado en el bolsillo de mi hábito y luego en la capilla, o acompañándome por el jardín; siempre testigo de las plegarias a nuestra Madre del Cielo que van pasando por sus cuentas. Y en su desgaste veo reflejado aquel que exige el amor de Dios, ese por el cual los santos se consumen y se vuelven más y más fecundos.

Una vez un compañero de seminario me contaba que la biblia de su mamá llamaba la atención porque las hojas de los evangelios estaban muy gastadas en comparación con el resto, y se entiende perfectamente lo que esto significa. Recuerdo también haber leído una biografía de san Bernardo que decía que a los 40 años se veía como si tuviera más de 50; o la madre santa Teresa de Calcuta, en cuyo rostro se veía también el desgaste, pero el de los santos, ese que es fecundo, que jamás se desanima, que sabe sacar nuevas fuerzas del contacto con Dios en la oración y que hermosea… como el crucifijo de mi viejo rosario.

Desgastarse por la gloria de Dios, como hemos dicho, significa aprender a consumirse de alguna manera en la correspondencia a su amor, y es una gracia que debemos pedir constantemente. Tal vez nos falta mucho, tal vez todavía no nos determinamos con firmeza, pero también, tal vez, hoy podríamos comenzar a hacerlo si nos decidimos.

P. Jason.

“…quien le ha ayudado hasta ahora continuará hasta su salvación”

“No tema, vuelvo a repetirle en el Señor, quien le ha ayudado hasta ahora continuará hasta su salvación”

San Pío de Pietrelcina, carta del 11/4/1915

Hija querida del Padre celestial:

Su corazón es siempre el templo del Espíritu Santo. Que Jesús visite su espíritu y la consuele y la sostenga y saque del estado de desolación extrema en que la bondad de su Padre ha querido colocarla. Así sea. Perdone mi atrevimiento al permitirme dirigirle esta pobre carta mía sin haberle conocido nunca personalmente, porque debe saber que hace muchos años ruego al Divino Maestro darme a conocer ante El su alma y sus designios divinos sobre Ud. También ha sido beneplácito suyo manifestarme el estado actual en que Ud. se encuentra y El mismo me manda escribirle esta carta para que con ella reciba consuelo.

Que sea siempre bendito El también en esto. Hago votos ardientísimos al Señor para que la presente le sirva de mucho alivio y de total seguridad. Ahora Jesús me hace saber que no tema el amplio estado espiritual por la crisis actual que atraviesa, ya que todo resultará a gloria suya y al perfeccionamiento de Ud. El quiere que deje y abandone todos esos temores que tiene acerca de la salvación eterna, que no aumente esas sombras que el demonio va haciendo cada vez más densas para atormentarla y separarla de Dios si eso le fuera posible. Su desolación actual no es que Dios la abandone, ya que su divina misericordia la va haciendo cada vez más acepta: El permite todo esto para asemejarla a su Hijo divino en las angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Lo mejor que puede hacer es aceptar con alegría y serenidad la prueba presente sin desear verse liberada. Humíllese bajo la poderosa y paternal mano de Dios, aceptando con sumisión y paciencia las tribulaciones que le envía para que pueda exaltarla dándole su gracia cuando El la visite.

Que toda su solicitud en medio de las tribulaciones, que la invaden totalmente, se centre en un abandono total en los brazos del Padre celeste, ya que El tiene sumo cuidado para que su alma, tan predilecta, no sea sometida al poder de Satanás.

Humíllese, pues, ante la Majestad de Dios y dele gracias continuamente, a tan buen Señor, de tantos favores con lo que sin cesar enriquece su alma de Ud. y confíe cada vez más en su divina Misericordia. No tema, vuelvo a repetirle en el Señor, quien le ha ayudado hasta ahora continuará hasta su salvación.

Ud. se salvará; el enemigo se revolcará en su rabia, siendo cierto que la misma mano que la ha sostenido hasta ahora, haciéndole enumerar infinitas victorias, continuará apoyándola hasta aquel instante en que su alma se oirá invitada por el Esposo celeste: “ven, esposa mía, recibe la corona que te he preparado desde la eternidad.” Confianza ilimitada en el Señor debe tener pensando que el premio no está lejos: no pasará mucho tiempo sin que se realice en Ud. lo dicho por el profeta: “entre las tinieblas resplandecerá la luz” y luz en verdad es su actual desolación, luz que proviene de una singularísima gracia que no a todas las almas que caminan al cielo concede el Señor. Más aún, son poquísimas las almas que se hacen dignas de tal merced.

Ahora me parece que legítimamente puede ponerme esta objeción: Si es ésta una gracia -como Ud. Dice- y toda gracia da luz al alma, por qué a mí en vez de luz me trae tinieblas.? Esta réplica sería aceptable si se tratase de gracias de orden inferior, quiero decir de aquellas gracias que el Señor suele conceder a todos. Aquí, en cambio, el caso es muy diferente y yo hablo precisamente de Ud. La gracia del Señor de que se halla penetrada, sublimará su alma hasta la unión perfecta de amor. Ahora bien, el alma, antes de llegar a esta unión, y diré a esta así transformación en Dios o casi Dios por participación, necesita que sea purificada de sus defectos y de todas sus inclinaciones hacia las cosas materiales y sobrenaturales, y esto no sólo en cuanto a sus actos, sino también en cuanto a sus raíces en la mayor medida posible durante la vida presente. Necesita que sea despojada de toda potencia y de toda inclinación natural a fin de poder ser elevada a obrar de otro modo más divino que humano. Para obrar todas estas maravillas es necesario que una causa aflictiva interior las realice, y no es otra la gracia singularísima de que acabo de hablar y con la que el Señor la regala. Ahora bien, toda gracia produce luz, mejor dicho, es luz y, por consiguiente, cuanto más elevada es una gracia, tanto más sublime es su luz. Y ya que la gracia con que el Señor la ha enriquecido al presente es tan alta y sublime que tiende directamente a transformar el alma en una sola cosa con Dios, la luz que trae consigo es tan altísima que, penetrando el alma de modo trabajoso y desolador, la coloca en extrema aflicción y angustia interior de muerte. Y esto proviene de que esta gracia que produce luz tan sublime encuentra al principio el alma indispuesta para la unión mística y la penetra en forma purgativa y, por consiguiente, en lugar de iluminarla la obscurece; en lugar de consolarla la hiere, llenándola de grandes sufrimientos en el apetito sensitivo y de graves angustias y sufrimientos espantosos en sus potencias espirituales. Y así, cuando dicha luz, con estos medios, ha purgado el alma, la penetra entonces de forma iluminativa y la hace ver y la lleva a la unión perfecta con Dios.

También Santa Teresa fue sometida a tan durísima prueba: también ella experimento, y tal vez de modo bastante más penetrante que Ud., el efecto de esta luz purísima, que le hacía ver a Dios en lontananza sin tener posesión efectiva alguna, por lo que estaba transida de un dolor tan agudo que la hacía morir. Pero fue precisamente esa luz, que después de haberle purificado el espíritu con tan agudas puñaladas, lo unió finalmente a Dios con perfecto amor. El ejemplo de esta santa, mártir de amor, sírvale de estímulo y le haga combatir con fuerte ánimo para que, como ella, pueda obtener el premio a las almas generosas.

Comprendo muy bien que el encuentro es duro, penosísima la lucha, pero anímese pensando que el mérito del triunfo será y ande, la consolación inefable, la gloria inmortal y la recompensa eterna.
Termino recomendándole que viva tranquila porque nuevamente asegura Nuestro Señor Jesús Cristo que no hay lugar a tener miedo. Ensanche su corazón y deje al Señor que obre en Ud. libremente.

Ruegue por mí, que continuamente la recuerdo ante el Señor. Que Jesús la consuele siempre.

Un pobre sacerdote capuchino.

Santa Madre de Dios

Madre de Jesús: madre de Dios

P. Gustavo Pascual

“María es madre de Jesús (Cf. Mt 1, 18-20); Jesús es Dios (Cf. 1 Jn 5, 20); luego, María es Madre de Dios”

Esta conclusión la Iglesia la ha definido solemnemente y es verdad de fe para toda la Iglesia católica. Fue definida en el Concilio de Éfeso en el año 431 por primera vez contra el hereje Nestorio, que negaba la maternidad divina de María.

Dice el Concilio lo siguiente: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema”[1].

La Tradición por medio de los Santos Padres también la proclama desde tiempos remotos con este título. Dice San Gregorio Nacianceno “si alguno no cree en Santa María Madre de Dios, está fuera de la divinidad”. San Ignacio de Antioquía (+ 107): “uno es el Médico, carnal y espiritual, engendrado e ingénito, Dios en la carne, en la muerte vida verdadera, de María y de Dios, pasible y al mismo tiempo impasible, Jesucristo Señor Nuestro”. Y Tertuliano: “la Virgen concibió y dio a luz a Emmanuel, Dios con nosotros […] Envió Dios al Verbo en el seno de María haciéndose un buen hermano nuestro para destruir la memoria del hermano malo. De allí había de salir Cristo para salvación del hombre perdido”[2].

Llamada en los evangelios ‘la Madre de Jesús’ (Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como ‘la madre de mi Señor’, desde antes del nacimiento de su Hijo (cf. Lc 1, 43). En efecto, Aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (‘Theotokos’) (cf. DS 251)”[3].

En la maternidad divina vemos la relación de María a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo. El Hijo de Dios hecho carne, Jesucristo, fue concebido en el seno de María, cuando el ángel Gabriel, mensajero de Dios, trajo a María la Buena Nueva de que iba a ser la Madre del Redentor, y María le dio su “sí” aceptando con fe la vocación a la que Dios la llamaba[4].

Dios se preparó una Madre para nacer en el tiempo. El que existía antes de Abraham: “antes de que Abraham existiera, Yo Soy”[5], el que existía desde toda la eternidad quiso atarse voluntariamente a la limitación de la criatura, incluso al tiempo, para venir a rescatarnos de las ataduras del demonio.

Era conveniente, pues, que quien iba a ser en todo igual a nosotros menos en el pecado, naciese de madre como nosotros.

Sin embargo, María no es como las demás madres. Su santidad es mayor que la de todas las madres juntas.

Ya vimos su santidad personal[6], ahora la veremos en su relación a Dios.

La santidad de María es, en el decir de San Gregorio, “el hábito de estar con Dios”; hábito que María poseyó perfectamente en toda su vida, desde su concepción inmaculada, pero más aún, en su maternidad cuando concibió en su seno a Cristo y hasta su muerte; unión estrechísima de amor, coloquios sublimes con el Hijo en su vientre, ternura exquisita en el pesebre de Belén, caridad ardiente para con su Hijo niño y joven, diálogos subidos con su Hijo maestro, dolor lacerante en la pasión y muerte de Cristo, gozo inefable en su resurrección y ascensión.

¿Acaso el amor de madre no es el reflejo más semejante al amor de Dios? María es ejemplo de madre solícita por su Hijo en grado máximo. Del amor de María a Jesús han aprendido las demás madres.

Dice San Lucas que María conservaba todas estas cosas en su corazón[7]. ¿Qué cosas? Las que junto a la vida del Hijo pasó. ¿Para qué las conservaba? Para gozarlas en la contemplación, pero, además, para que nosotros las conozcamos si llegamos al cielo. Es la infancia y vida de Jesús la que María nos relatará en el cielo, porque son éstas, las que han quedado más fijas en su corazón. A Cristo lo veremos adulto, pero por su Madre Santísima lo conoceremos en su infancia, lo que nos producirá mucho gozo y será parte de nuestra gloria accidental.

Madre de Dios que nos invita a arrojarnos a sus brazos con súplica confiada porque todo lo puede alcanzar, ¿o qué buen hijo niega algo a su madre? ¡Cuánto más el Hijo de María que es verdadero Dios y para el cual todo es posible![8]

Por eso este misterio admirable del amor de Dios no se puede expresar con palabras. Sólo una madre puede comprender a otra madre. Sólo una Santa Madre, la Iglesia puede comprender la maternidad divina y dirá en su sabiduría aquella espléndida oración “ante la admiración de cielo y tierra engendraste a tu propio Creador […]”

 

[1] Dz 113, 46.

[2] Cuervo M., Maternidad Divina y Corredención Mariana, Biblioteca OPE Pamplona 1967, 44-46

[3] Catecismo de la Iglesia Católica n° 495, Asociación de Editores del Catecismo, Impresos y Revistas, S.A. Madrid 19922, 116-7. En adelante citaremos al catecismo: Cat. Igl. Cat.

[4] Cf. Lc 1, 26-38

[5] Jn 8, 58

[6] Cf. título Santa María

[7] Cf. Lc 2, 51

[8]  Cf. Lc 1, 37

Ese Judas que regresa

Breve reflexión sobre la verdadera conversión

P. Jason Jorquera, IVE.

Una de aquellas misteriosas interrogantes que jamás encontrarán respuesta definitiva en esta vida, aunque sí posibles y fecundas conjeturas, es aquel oscuro misterio que vino a manchar hasta el fin de los tiempos un nombre y un proceder, siempre tristemente recordados como aquel “amigo traicionero” (Cf. Mt 26, 50), aquella columna despeñada, aquel fatídico negocio cuya ganancia fue la pérdida más terrible de todas (Mt 26,14-16), y cuyo autor se convirtió en una especie de manifestación tangible de aquella infidelidad primera de los ángeles, los cercanos de Dios, que decidieron darle la espalda a su Creador y bienhechor, pero con la grande y penosa diferencia, de que esta vez lo que se rompía era aquella novedosa exclusividad que el Hijo de Dios en persona había venido a inaugurar de una manera completamente nueva, íntima: la amistad del hombre-Dios con sus elegidos (Jn 15, 15). Amistad traicionada por Judas.

He aquí una de las posibles preguntas ante el triste acontecimiento: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado? Formulamos así esta pregunta a la luz de las palabras del santo Cura de Ars, quien en su contundente sermón acerca del “aplazamiento de la conversión”, dice así: “Muchos se pueden haber arrepentido, pero convertirse es otra cosa. Llamar a un sacerdote por temer el mal que viene no implica convertirse, Judas se arrepintió y devolvió el dinero y sin embargo se colgó…” (Cf. Mt 27,3-10); es decir, “se arrepintió” porque se dio cuenta de lo que había hecho, y hasta se deshizo del fruto de su infidelidad; incluso su corazón se llenó de dolor al sopesar que había entregado a su Maestro, este Dios encarnado tan extraordinario y tan enamorado de los pecadores que aun sabiendo cada una de sus faltas lo había elegido y llamado para que estuviese junto con Él. Pero, atendiendo las palabras del santo, el problema de Judas -y de todo aquel que traicione a Dios dándose cuenta, luego, de la malicia de su obrar-, es que dicho arrepentimiento “se quedó incompleto”, pues le faltó la conversión, fruto inmediato de la verdadera compunción, dolor sincero y sin tapujos por haber ofendido a Dios y arruinarle con nuestras faltas los planes de santidad que nos tenía preparados; pero dolor realista a la vez, pues sabe bien que no es imposible para Dios levantarnos del pecado que sea, sacarnos de la corrupción más terrible, transformando nuestro barro en una obra de arte si nos entregamos en sus manos. El pecador que se reconoce como tal y acepta la misericordia de Dios, comprende bien que su miseria se ha convertido en el gran atractivo del Sagrado Corazón, y no por que ame los pecados obviamente, sino porque ama al pecador que anda extraviado, razón de haber asumido nuestra naturaleza herida para venir a invitarnos a aceptar su redención. Esa es la verdadera compunción: un dolor real, pero que confía en quien ha venido libremente por los pecadores, y de ahí a la profunda conversión que conjuga nuestro dolor de los pecados y nuestra confianza en el Padre celestial, con su infinita misericordia para forjar así a las almas agradecidas y enamoradas que comienzan a ser mejores, purificándose de sus faltas y adornándose con virtudes…, estas son las almas que regresaron junto a Dios después de su traición.

Entonces, volvamos a nuestra pregunta: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado?; y la respuesta no es difícil de formular e imaginar, y hasta la podemos ver reflejada de alguna manera en el vicario que negó a su Señor tres veces: Pedro también le falló a Jesucristo, y enseguida de sus promesas de ir con Él hasta la muerte la noche de su ordenación sacerdotal. Su traición también fue terrible, pero la gran diferencia entre uno y otro “amigo” de Jesucristo, es que uno no desesperó, es que uno sí confió en la compasión que tantas veces había predicado y mostrado su Maestro delante de sus propios ojos, con ellos, los imperfectos, los pasionales, los que no terminaban de comprender la grandeza de su elección ni del amor de su Señor. Pedro lloró amargamente, pues se arrepintió de corazón, y luego no se echó atrás, sino que “regresó junto a Jesús”, porque sabía que Él no sabe de guardar rencores ni de no dar nuevas oportunidades, en su Sagrado Corazón no hay lugar para eso, pero sí para los pecadores, los que se arrepienten, le piden perdón y se deciden a cambiar con la ayuda de su gracia. Pedro se arrojó con el mayor de los entusiasmos donde Aquel a quien había traicionado, porque sabía perfectamente que Jesús no lo rechazaría, ¡y cómo hacerlo, si había dado su vida por él!; el negador sí completó su arrepentimiento, aún siendo imperfecto todavía, y esto le valió para alcanzar la santidad hasta dar la vida por aquel a quien había reconocido como el Cristo, el Hijo de Dios, el mismo que lo elegía, perdonaba y trasformaba a partir de ahora.

Si Judas hubiese regresado, Jesús lo habría recibido también con los brazos abiertos, y al igual que a Pedro y los demás, ciertamente le habría confirmado su elección; tal vez con las mismas palabras de Getsemaní, llamándolo “amigo”, y recibiéndolo con un beso cargado de compasión y de perdón, invitándolo desde aquel mismo momento a reparar la amistad que la traición había destruido.

Por gracia de Dios, por su divina misericordia y eterna bondad, sabemos cuál es el final del pecador arrepentido y convertido que persevera. Sabemos por la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo que si lo hemos ofendido podemos regresar con Él. En definitiva, sabemos bien que podemos ser perfectamente “aquel Judas que regresa”, si es que lo hemos ofendido gravemente. Pero lo más hermosamente fascinante de todo esto, es que ese “ir donde Jesucristo” no se acaba con la conversión, es decir, no es que porque vivimos en gracia de Dios ya cumplimos y punto, sino que constantemente debemos acudir a Él, en la oración, en los sacramentos, en las pruebas, en las purificaciones; y seguir forjando una amistad cada vez más profunda y una intimidad más fecunda, que fue lo que hicieron -y hacen- las almas buenas y santas, que permanecen con Jesucristo, sí, pero que desean ir cada vez más allá en las amorosas consecuencias de esta amistad que Dios mismo ha decidido establecer con nosotros.

Que el posible peso de nuestras culpas no le cierre la puerta al arrepentimiento, y que nuestro arrepentimiento no se quede a medio camino, sino que desemboque en una constante conversión, cimentada en la confianza en Aquel que jamás rechaza a quien acude a Él, y que no deja de esperar nuestra correspondencia a su divina misericordia. Que jamás desesperemos.

“En ocasiones, Dios no desdeña de visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón […]. Tampoco tiene a menos hacer brotar en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones, para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza (Casiano, Colaciones)

Santa Ana se llenó de peregrinos

Monseñor Paul Mamba, 25 sacerdotes y 350 feligreses…

Queridos amigos:

Desde que comenzó la guerra, hace ya casi un año, Tierra Santa se contempla de una manera muy diferente: ya no se ven las multitudes de devotos peregrinos llenando los santuarios y sus calles con toda la abundancia de colores y estilos en sus vestimentas, ni se oyen a lo lejos los murmullos de las variadas lenguas que poco a poco suelen irse reconociendo en la medida en que uno se va acercando a ellos, ni las graciosas mímicas que a veces -por fuerza- son la única manera de hacerse más o menos entender, sea para preguntar o responder, en busca de indicaciones respecto a los lugares, los horarios y la atención de los mismos peregrinos… Sí, Tierra Santa está silenciosa, de duelo, solitaria en cierta medida, reflexiva en sus consagrados. Y para nosotros, que somos de vida monástica, podría ser tiempo de soledad más recogida y mayor dedicación a la contemplación; y sí, está más tranquilo cuando no están los aviones pasando por encima y las ventanas no se estremecen para hacerse notar, pero la razón de esta relativa tranquilidad (que tristemente no es sinónimo de paz), es lo que sigue entristeciendo a todos aquellos que seguimos rezando por el fin de esta guerra.

 

Nuestra zona está dentro de todo más tranquila, aunque no por eso las personas también lo están, sino todo lo contrario; hay gran preocupación por lo que pueda pasar, embebido de una compleja incertidumbre que a muchos pone fuertemente a prueba; y por esta razón la imagen de santa Ana que custodia el monasterio lleva meses contemplando silenciosa la basílica vacía, porque ya no vienen prácticamente peregrinos a acompañarla y elevar desde allí sus oraciones al Cielo, y prácticamente las únicas figuras que pasan a diario delante de ella son los monjes rumbo a la capilla y cuando la vistan para regar sus flores y encenderle aquella pequeña vela que representa las intenciones de todos sus devotos que, a la distancia, hacen llegar sus peticiones hasta este pequeño y apartado lugar pidiendo su intercesión y la de la Sagrada Familia.

Pues bien, con este panorama y todo este contexto, se imaginarán cuán grande ha sido nuestra alegría al recibir la llamada de los guías que hace meses nos habían pedido celebrar aquí la santa Misa para confirmar su asistencia, con su Obispo a la cabeza, Monseñor Paul Mamba, Obispo de Senegal, 25 sacerdotes y 350 feligreses, además de los guías de los distintos buses que traían en grupos a estos entusiastas peregrinos que nos hicieron revivir el colorido y la alegre algarabía que nos anunciaba su llegada, y el silencio respetuoso que se iba produciendo en la medida que iban entrando a la basílica y se encontraban con la hermosa imagen de nuestra querida santa con su hija, para ir a saludarla y poner en sus manos sus devotas oraciones para que ella desde el Cielo las presente delante de su nieto.

Es muy digno de mención el hecho de que, en medio de esta guerra y soledad de Tierra Santa, esta haya sido hasta ahora la primera santa Misa así de concurrida, sin tener en cuenta la del día 26 de julio, día de los santos abuelos del Señor; y acompañada por un obispo y tantos sacerdotes asistiendo a sus feligreses desde antes, pues la celebración era a las 5:00 pero ya desde las 3:30 estaban llegando los primeros y los sacerdotes atendían sus confesiones mientras tanto.

Después de la devota celebración, pudimos saludar a Monseñor y agradecer su visita y su paternal compromiso de rezar por nosotros y la paz del mundo entero.

Finalmente, luego de despedirnos de los peregrinos, nuevamente todo regresó al silencio… pero un silencio diferente, pues esta vez se había convertido en una muy grata acción de gracias; no por haber sido un tiempo de compañía después de todos estos meses solitarios, pues somos monjes y el silencio es lo habitual, sino porque la Sagrada Familia nos concedió la hermosa gracia de ver uno de los frutos por los cuales siempre estamos rezando: para que sean cada vez más las almas devotas que puedan elevar al Cielo sus plegarias desde la casa de santa Ana.

Demos a Dios siempre las gracias.

Sagrada Familia, ruega por nosotros.

“Santa María”

Una mujer llena de santidad…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Iglesia desde muy antiguo ha querido unir esta súplica a la salutación angélica para honrar a la Madre de Dios. Se dice que ya desde el siglo XII los cristianos la usaban, aunque su uso universal data del siglo XVI cuando la Iglesia la introduce en el rezo oficial de sus ministros.

SANTA MARÍA. En esta invocación van unidas dos palabras que son inseparables y convertibles. En primer lugar, inseparables porque donde está María está la santidad. Es un adjetivo inseparable del nombre María… También convertibles porque María es la santidad y la santidad es María. No hay criatura que se compare en santidad.

Veamos por separado éstas dos palabras y apliquémosla a aquella que es la poseedora de este título.

            SANTA. El fin último de todo cristiano, es decir, la razón última para la que Dios nos ha creado es glorificarlo y mediante esto salvar la propia alma, o sea, la santificación. Dice el catecismo que el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y así gozarlo en el Cielo.

El mismo Dios ha mandado “Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo”[1]. Este mandato es imperativo y nadie está exceptuado de cumplirlo. Es voluntad de Dios que seamos santos y en esto consiste nuestra felicidad.

María es la que mejor ha cumplido este precepto de Dios. Después de su Hijo Jesucristo ninguna criatura ha sido, es, ni será, más santa que ella.

Santa en su concepción, en su vida y por los siglos.

Pero, ¿cómo nos hacemos santos? Es una gracia. Por nuestra parte debemos ser cada vez más imagen de Dios. ¿Cómo se logra eso? Creciendo a cada momento en el regalo más precioso que Dios ha hecho a los hombres, creciendo en la gracia santificante.

María es nuestro ejemplar. Ella fue llamada por el mismo Dios “llena de gracia”[2]. Ella es la Hija predilecta de Dios Padre. Es la obra maestra de Dios Espíritu Santo. Preparada por Dios para una misión especial: ser su Madre. “Dios da a cada uno la gracia según la misión para que es elegido”[3], por lo cual hizo a María la “santa entre los santos”, pues iba a ser su madre.

            MARÍA. Este es el nombre que el evangelista San Lucas le da a la Madre del Redentor. Dice el Evangelio “el nombre de la Virgen era María”[4].

“Dios Padre es glorificado por el nombre de Jesús, o sea, por la persona de su Hijo, por su poder y por su misión salvífica[5], pero también es glorificado por el nombre de María, o sea, por la persona de la Madre de Cristo y por su misión en la historia de la salvación. El nombre de la Bienaventurada Virgen María es celebrado en cuanto es:

            Glorioso, porque Dios la ha glorificado de tal modo, que su alabanza esté siempre en la boca de todos, como glorificó el nombre de Judit, que prefiguraba a la Virgen María[6].

Santo, porque designa la Mujer, que fue toda llena de gracia y que encontró gracia ante Dios[7] para concebir y dar a luz al Hijo de Dios[8].

Maternal, porque el Señor Jesús a punto de expirar en la cruz, quiso que la Santísima Virgen María, a quien había elegido como Madre suya, fuese también Madre nuestra para que los fieles sean confortados al invocar su nombre maternal.

Providente, porque los fieles en cuya boca resuena asiduo el nombre de la beatísima Virgen María, la miran confiados, cual brillante estrella, la invocan como Madre en los peligros, y en las necesidades a ella se acogen seguros”[9].

¿Qué significa el nombre “María”? Muchos significados se han dado de este nombre, pero parece ser que los más importantes son: Señora, Estrella del mar y Ser Bella.

Respecto a los dos primeros dice San Beda “la palabra María en hebreo quiere decir “estrella del mar” y en siríaco “Señora”. Y con razón, porque mereció llevar en sus entrañas al Señor del mundo y a la luz constante de los siglos”[10].

SEÑORA. Se refiere principalmente a la maternidad divina de María, pero también al título que lleva como consecuencia de ser Reina y Señora de todo el universo; título que también es premio de los sufrimientos padecidos por María en su vida, sobre todo, al pie de la cruz.

ESTRELLA DEL MAR. María es para todo cristiano modelo de fe. Ella peregrinó primero que nosotros en la fe por el camino que conduce hacia la Patria. Ella es, desde el cielo, la estrella que ilumina nuestro peregrinar hacia el puerto de salvación.

Así como los marinos que navegaban en el mar se guiaban, en la antigüedad, por las estrellas en la oscuridad de la noche, también nosotros, marinos que navegamos en la barca de la Iglesia, debemos guiarnos por ésta Estrella en nuestro navegar en la noche de la fe para llegar seguros al Cielo. “Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la corriente de este mundo, náufrago de la galerna y la tormenta, sin estribo firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a María […]

Si la sigues no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si ella te sostiene, no vendrás abajo. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a puerto”[11].

Pero también María es ejemplo de todas las virtudes y modelo de vírgenes: “Efectivamente, es correctísimo compararla con una estrella. Porque si todo astro irradia su luz sin destruirse, la Virgen dio a luz sin lesionarse su virginidad. Los rayos que emite no menguan a la estrella en su propia claridad, como no menoscaba a la Virgen en su integridad el Hijo que nos da. María es la estrella radiante que nace de Jacob, cuya luz se difunde al mundo entero, cuyo resplandor brilla en los cielos y penetra los abismos, se propaga por toda la tierra, abriga no tanto los cuerpos como los espíritus, vigoriza las virtudes y extingue los vicios. María es, repito, la estrella más brillante y más hermosa. Ahí está el mar ancho y dilatado, sobre el que se levanta infaliblemente, esplendorosa con sus ejemplos y titilante con sus méritos”[12].

SER BELLA. Y tan bella que conquistó el corazón de Dios que admirado la llamó la “llena de gracia”. Y si Dios que es la Suma Belleza se dejó cautivar por María, ¡cuánto más nosotros pobres criaturas afeadas por el pecado!

Que su belleza nos conquiste y nos lleve a imitarla para que imitándola agrademos también a Dios como Él lo espera de nosotros.

 

[1] Lv 19, 2

[2] Lc 1, 28

[3] Cf.  Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIIª p., q. 27, a.5 ad 1. En adelante III, 27, 5 ad 1

[4] Lc 1, 27

[5] Cf. Hch 4, 12; Flp 2, 10

[6] Cf. Jdt 13, 20

[7] Cf. Lc 1, 30

[8] Cf. Lc 1, 31

[9] Cf. Comisión Episcopal de liturgia del Perú, Colección de misas de la bienaventurada Virgen María, Avanzada Lima 1987, 85. En adelante, Colección de misas de la bienaventurada Virgen María…

[10] Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Lucas (IV), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1946, San Beda a Lc 1, 27, 16. En adelante  Catena Áurea…

[11] San Bernardo, En alabanza a la Virgen Madre, homilía II, 17, O.C., t. II, BAC Madrid 19942, 639

[12] Ibíd., 638

Eucaristía: recibirla con nuestras mejores disposiciones

Homilía del Domingo XX del tiempo ordinario, ciclo b

El Evangelio de este Domingo nos presenta uno de los misterios más inesperados, más impresionantes, y absolutamente impensable para la pobre inteligencia humana: el sacramento de la “Eucaristía” (“acción de gracias”), Sagrada Comunión o directamente del Cuerpo y Sangre de Cristo. Y como sabemos por nuestra fe, solamente a Dios se le podía ocurrir hacerse Él mismo sacramento para poder así quedarse con nosotros y en nosotros, literalmente alimentando nuestra vida espiritual y preparándonos para la eternidad.

Como bien sabemos también, para poder recibir la sagrada comunión es necesario tener fe en ella, respeto y reverencia, y estar en gracia de Dios, es decir, sin conciencia de ningún pecado grave o mortal. A partir de aquí, quería referirme específicamente a nuestra buena disposición -y cada vez mejor-, para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo; teniendo como fundamento tanto la misma palabra de Dios como las enseñanzas y ejemplos de los santos.

En primer lugar, san Pablo es sumamente claro cuando dice estas palabras en la carta a los corintios: “Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor (Reo: culpable de haber cometido un crimen). Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo.” (1 Cor 11, 27-29) Es claro y explícito que comulgar en pecado grave tiene consecuencias graves, como la misma pérdida del alma si no hay arrepentimiento; pero el tema que hoy nos interesa son aquellas buenas disposiciones y hasta santas disposiciones que debemos poseer y acrecentar en la medida en que crece y se desarrolla nuestra vida espiritual alimentada constantemente por la sagrada Comunión; y esto es lo maravilloso de este sacramento: que gracias a Él podemos crecer en las virtudes, podemos sembrar abundantes propósitos buenos y ver en seguida sus frutos, como los vicios, pecados y malas costumbres que poco a poco van desapareciendo si trabajamos con seriedad y determinación en nuestra vida espiritual, y no dejamos de alimentarnos con el Pan del Cielo.

San Alberto Hurtado escribía: “Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que, mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí [mismo]. La gracia santificante y las virtudes concomitantes.

En la vida sacramental los dos sacramentos centrales son el Bautismo y la Eucaristía. El Bautismo, porque confiere la gracia santificante, necesaria para recibir la Eucaristía. Y la Eucaristía es el gran sacrificio, porque nos incorpora en la forma más íntima posible a la vida de Cristo y al momento más importante de la vida de Cristo.”; que como bien sabemos, es el momento de la cruz, donde resplandecen las virtudes que solamente pueden contemplarse y desearse con los ojos de la fe: ahí está el amor hasta el extremo, ahí está la paciencia más grande de todas, y el perdón de los enemigos y la oración por ellos; ahí está la humildad de un Dios que llegó hasta la humillación para atraer las almas a Él; ahí está la obediencia al plan del Padre y el cumplimiento de las palabras de Jesucristo, el siervo sufriente; y la perseverancia, fortaleza, santa entrega, sacrificio ofrecido, etc., etc.; y todo eso está presente también en cada Sagrada Comunión. Es por eso que no solamente debemos venir a recibir a Jesucristo en gracia de Dios, porque eso es lo mínimo; sino que para aprovecharlo al máximo debemos venir, ahora sí, con las mejores disposiciones posibles, es decir, no solamente comulgar sin aquello que mancha el corazón aún cuando no sea en materia grave (como algún pequeño resentimiento, alguna murmuración no reparada, algún mal trato no corregido, o cualquier mala costumbre sin ningún propósito de combatirla; esto significa que puedo ir a comulgar aún con mis defectos, con un cúmulo de defectos, una montaña -si se quiere- de defectos, pero detestándolos y con el firme propósito de seguir combatiéndolos). Debemos ir a recibir este santo Sacramento “presentando también nuestras ofrendas” al Señor, es decir, nuestras buenas obras, sean de caridad, sean de piedad, generosidad, perdón, misericordia, compasión, humildad, magnanimidad, abnegación, purificación, etc., todas las que podamos hacer porque son muchas las virtudes, gracias a Dios, en las que podemos trabajar y crecer; ¿por qué?, pues porque tenemos el Pan bajado del Cielo para alimentarnos y fortalecernos…

El maná en el desierto era figura de la Eucaristía, y como tal nos ha dejado una enseñanza que ahora hemos llegado a comprender gracias a Jesucristo: el maná fue el alimento del destierro, del pueblo que caminaba hacia la tierra prometida por medio del desierto, es decir, de las sequedades, arideces y demás pruebas de esta vida. Ahora, en cambio, ese maná ya no existe porque ya no es necesario, ahora tenemos otro pan bajado del Cielo y que alimenta para el Cielo en esta vida, donde también estamos de paso, donde también somos débiles y necesitamos tantas veces alimento espiritual para poder tener fortaleza en las dificultades y seguir adelante; eso en la sagrada Comunión, un sacramento que nos alimenta, pero además nos une a Dios y nos hace capaces de entrar en intimidad con Él.

Escribía hermosamente san Juan Pablo II: “Ella (la Eucaristía) une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo. La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia.”

En este punto debemos afirmar junto con la Iglesia y sus santos, que no tenemos derecho a comulgar de manera fría, rutinaria o distraída; sino tomando cada vez mayor conciencia de quién se nos da en cada Sagrada Comunión, la cual es un regalo, un don del Cielo que nadie merece pero que por la bondad divina se nos ofrece en cada santa Misa; y para poder recibirla, reiteramos, hay que tener las mejores disposiciones en el alma. Por eso es algo natural llegar un poco antes a la santa Misa, para tener unos minutos de preparación, lo mismo que ese tiempito que le dedicamos después de la misma a la acción de gracias, porque no podemos menos que agradecer este sacramento llamado también del amor de Dios; un amor que desea alimentar y santificar las almas que lo reciban con profunda devoción.

Santo Tomás de Aquino dice: “La Eucaristía es el Sacramento de Amor: significa Amor, produce Amor”; y santa Gemma Galgani afirmaba: “Siento una gran necesidad de ser fortalecida de nuevo por ese alimento tan Dulce que Jesús me ofrece. Esta afectuosa terapia que Jesús me da cada mañana, me atrae hacia Él todo el afecto que hay en mi corazón”; san Bernardo escribía: “La Eucaristía es ese amor que sobrepasa todos los amores en el Cielo y en la tierra”; y, finalmente, san Juan Crisóstomo se refería así en una de sus homilías: “Ustedes envidian la oportunidad de la mujer que tocó las vestimentas de Jesús, de la mujer pecadora que lavó sus pies con sus lágrimas, de las mujeres de Galilea que tuvieron la felicidad de seguirlo en sus peregrinaciones, de los Apóstoles y discípulos que conversaron con El familiarmente, de la gente de esos tiempos, quienes escucharon las palabras de Gracia y Salvación de sus propios labios. Ustedes llaman felices a aquellos que lo miraron … mas, vengan ustedes al altar, y lo podrán ver, lo podrán tocar, le podrán dar besos santos, lo podrán lavar con sus lágrimas, le podrán llevar con ustedes igual que María Santísima.”

Pidamos en este día, y en cada santa Misa en que tengamos la dicha de participar, la gracia de ser “almas eucarísticas”, de gran devoción y principalmente amor hacia Jesús Sacramentado; y que el deseo de recibirlo y visitarlo se acreciente más y más, de tal manera que nuestra dicha sea la más grande de todas cuando llegue el día de encontrarnos frente a frente con Él, no ya escondido bajo las especies del pan y del vino, sino resplandeciente en su gloria y felicidad perpetua. Que María santísima nos alcance esta gracia.

P. Jason.

 

 

 

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado