Un sencillo presente…
Queridos todos, con ocasión de la solemnidad de la Sagrada Familia, y en acción de gracias por la hermosa pintura recibida para ornamentar devotamente la pequeña capilla del Monasterio, que representa tanto a los padres como los abuelos de nuestro Señor según la carne, quisiera compartir en un sólo artículo algunos escritos relacionados con ellos, algunos de los cuales ya han sido publicados. Espero poder algún día ofrecer algo más extenso respecto a nuestro Señor en su infancia y adolescencia, así como nuevas reflexiones sobre quienes fueron los responsables de recibirlo en este mundo dándole un cariñoso hogar hasta comenzar su misión apostólica. Sin más que agregar, les deseo una muy feliz solemnidad de la Sagrada Familia.
P. Jason Jorquera M., IVE.
Santa Ana
“La que supo esperar”
Antes de llegar a Séforis, confieso con gran pesar, que santa Ana era para mí una figura más bien lejana. Conocía su nombre y el de san Joaquín y no mucho más, sin pensar jamás que la humilde abuela de nuestro Señor, se convertiría en una santa tan cercana para mí, al punto tal de que -sin mérito alguno de mi parte-, terminaría ni más ni menos que cuidando los restos de lo que antaño fuera su hogar.
Apenas llegado Tierra Santa, y en la simplicidad de estas ruinas, por fuerza uno va aprendiendo a degustar “el encanto de la sencillez”, pues el sólo hecho de pensar que por este terreno actualmente amurallado jugó la santísima Virgen en su niñez, y probablemente nuestro Señor en su adolescencia, y san Joaquín cuidó de su esposa y su hija de la manera más tierna posible, y que san José habrá tenido más de alguna de sus herramientas por aquí (pues el trabajo en aquella época estaba en Séforis, la capital, más que en la pequeña aldea de Nazaret); se convierte en una consideración obligada de la devoción católica la familia que recibió en su seno al Redentor del mundo y a su santísima Madre.
Santa Ana, según la tradición, no podía concebir y era grande su aflicción, porque en aquel tiempo la esterilidad era vista como una mala señal entre el pueblo, y para algunos hasta podía considerarse un castigo del Cielo; es así que santa Ana se convertiría en aquella “bendecida por Dios” al serle cumplida con creces aquella súplica fervorosa de poder llegar a concebir un hijo: ¡y qué grande bendición la de convertirse en la madre de la “creatura inmaculada”, única capaz de llevar en su vientre al mismísimo Hijo de Dios!; santa Ana, después de la concepción de su hija purísima, cambió su terrible tristeza por los gozos más profundos que un alma puede tener, pues supo esperar, supo confiar, y algo de eso se quedó impregnado en este lugar, pues después de más de 30 años en que estas ruinas estuvieron como durmiendo escondidas tras el recuerdo de la antigua capital de Galilea, contemplando desde lejos a los posibles peregrinos que fueron olvidando su existencia, nuestra querida santa nos ha dejado esa misma confianza de “saber esperar”, esperar rezando, con fe, con firme esperanza, a que nuevamente los peregrinos comenzaran a escuchar acerca de la casa de santa Ana, lugar apartado y simple, adornado solamente por vestigios de lo que alguna vez fuera una basílica cruzada erigida en su honor, paraje silencioso que enseña a sus monjes a imitar a “la dueña de casa”, en su aceptación de los designios divinos y su perseverancia en las plegarias que constantemente deben elevarse al Cielo desde la pequeña capilla que abrazan estos muros. Cuántas gracias nos ha alcanzado santa Ana no lo podremos saber en esta vida, pero seguiremos repitiéndole con devota confianza aquella saeta constante que sabe llegar bien a su corazón bueno y generoso, pues ella es abuela, y esos corazones saben bien ceder ante las súplicas de quienes saben tirar de su manto con confianza: “querida santa Ana, nosotros te cuidamos la casa, por favor ayúdanos con…”; y santa Ana siempre intercede por nosotros…, a veces, solamente hay que saber esperar.
San Joaquín
“El primer guardián”
Antes de que san José recibiera la noble encomienda de cuidar al Verbo Encarnado y a su santísima Madre desde el momento de haberlo concebido, san Joaquín había recibido como respuesta a sus oraciones y sus penitencias, ni más ni menos que la gracia inmensurable de recibir en el seno de su pequeña familia a la creatura inmaculada, la santísima Virgen María, a quien debió proteger y dar el entorno familiar de un hogar santo, donde la pequeña María recibiría las primeras impresiones, en su alma purísima, de lo que es ser una buena hija y una madre santa. San Joaquín fue el encargado de que la Virgen niña viera en su trato a ella y a santa Ana, un destello generoso de lo que es la paternidad divina, la del Dios de amor que no deja de preocuparse por sus creaturas, ofreciéndoles lo necesario para que éstas puedan corresponder fiel y felizmente a su amor. Así, san Joaquín fue el responsable de darle a la Virgen Madre de Dios el entorno adecuado para que su pureza no se viera jamás amenazada sino todo lo contrario, siendo su amor paternal la cerca protectora de esta niña única, preservada del pecado, pequeño fruto que maduraría rápidamente ante la misión para la cual había sido pensada por Dios sin perder jamás la inocencia de su alma, de todo lo cual san Joaquín era el guardián.
Es cierto que en los Evangelios nada se nos dice acerca de los padres de la Virgen; de hecho, ni siquiera luego de la Anunciación se nos habla de ellos, y, sin embargo, me atrevería a decir -con el máximo respeto y devoción-, que no sería raro especular que san Joaquín le hubiera encomendado cariñosamente a san José el cuidado de su hija, pues como buen padre habrá visto en el corazón de san José al indicado para traspasarle la custodia de tan precioso tesoro y regalo del Cielo.
En fin, san Joaquín fue el guardián del entorno de María santísima hasta que le llegó el momento a ella de ser madre y no cualquier madre, sino la Madre de Dios, dando paso al Nuevo Testamento que comenzaría a gestarse en el seno de su hija santísima, a quien tan bien supo cuidar.
María santísima
“La niña Inmaculada”
Sabemos bien que por el pecado original arrastramos aquella inclinación al mal contra la cual debemos luchar sin tregua, lucha a través de la cual, a su vez, se forjan los grandes santos. Es esta misma mancha del alma la que comienza a mover a los pequeños a sus primeras travesuras, buscando llevar poco a poco de una especie de diversión mal entendida o desordenada hasta la malicia que ya implica propiamente el pecado. Pero en la Virgen María esto no fue así: ella fue preservada del pecado original, como claramente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “A lo largo de siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28) por Dios, había sido redimida desde su concepción…preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador”. Esto quiere decir que la Virgen jamás experimentó desórdenes ni malas inclinaciones, es decir, literalmente “era la niña más buena del mundo”, por eso solamente a ella la llamamos “santísima”, y es por eso que reflexionar en toda su vida no es más que contemplar una pureza y una inocencia tales que jamás se vieron contrariadas por las consecuencias del pecado que los demás sí experimentamos.
La Virgen Niña, por lo tanto, fue siempre obediente, siempre amorosa, atenta, respetuosa, piadosa, etc.; y debemos pensar en su infancia con ternura, pidiéndole la gracia de purificar el corazón porque ella sabe de pureza, de hacernos humildes porque ella sabe de humildad, y de enamorarnos de Dios y aceptar gustosos sus designios porque ella sabe de qué se trata el no negarle nada a Dios, aun si hay que huir hacia el desierto o compartir los dolores de la cruz de nuestro gran Amador.
Adentrémonos en el corazón de María, el corazón que jamás dejó entrar el pecado, el corazón sin culpa, intacto en su inocencia y siempre fiel en su deseo de forjar a los que quieran darse del todo a su Hijo.
Que la Virgen niña cautive nuestras vidas y su ternura nos conduzca cada vez más cerca de Dios.
“La maternidad espiritual de María santísima”
(Homilía)
El primer principio de la Mariología […] es el de la maternidad divina de la Virgen, derivado directamente de la divinidad de Cristo, declarada en el concilio de Nicea el año 325 contra la herejía del arrianismo […]. A partir de esta verdad, se sigue necesariamente que María santísima ocupa un lugar único y exclusivo en la historia de la salvación, y, por lo tanto, también en nuestra historia personal con Dios. Porque esta mujer, que es la madre de Dios, se ha convertido para nosotros en el gran regalo que Jesucristo mismo nos ha hecho desde la cruz… porque fue justamente allí, cuando su amor por nosotros ardía con más fuerza, que nos la entrego como madre nuestra también.
Desde aquel día la Virgen María se llenó de hijos y comenzó a extenderse su tierna maternidad espiritual sobre cada uno de los miembros del cuerpo místico de su Hijo que es la Iglesia, es decir, sobre cada uno de nosotros.
Debemos decir que la conciencia de la importancia de la madre Jesús, el Cristo, el Salvador, es manifiesta ya desde los comienzos de la Iglesia; así por ejemplo san Ignacio de Antioquía […] afirma que Jesucristo ha nacido de María y de Dios.
Y por otro lado, tenemos a san Ireneo, discípulo de san Policarpo que fue, a su vez, discípulo de san Juan apóstol (el encargado de cuidar a la Virgen María) […] que escribe palabras hermosas acerca de la asociación de María a nuestra salvación por su intimidad tan profunda con su Hijo, y así por ejemplo escribe:
«Así como Eva, teniendo un esposo, Adán, pero permaneciendo virgen (…), por su desobediencia fue causa de muerte para sí misma y para toda la raza humana, así también María, desposada y, sin embargo, Virgen, por su obediencia se convirtió en causa de salvación, tanto para sí como para todo el género humano.»[1]
La maternidad espiritual de la Virgen es tan profunda que ha de afianzarse cada vez en nosotros junto con el desarrollo y madurez de nuestra vida de gracia. La razón: porque la gracia nos une con Jesucristo y su Madre y madre nuestra está siempre fielmente con Él.
Por eso decía san Alberto Hurtado, advirtiéndonos de no ofender a esta santa Madre: “María es madre mía en cuanto yo estoy unido con Cristo su Hijo Unigénito. La maternidad de María es consecuencia de mi unión mística con Jesús. Al romper con él, rompo también con María. ¡Un pecado! Si mirara a María ¿tendría valor de hacerlo? Uno vino a confesarse profundamente arrepentido porque había visto llorar a su madre… La leyenda del corazón de la madre que habla. “No permitas, madre, que me separe jamás de ti. Y si lo estoy, Ella ora a su hijo porque este hijo muerto resucite”. Acude a Ella, lleno de confianza y ¡pídele la gracia de ser de nuevo su hijo!”.
¿Cuáles son las implicancias de la maternidad espiritual de María santísima?
Las dividimos principalmente en dos especies:
De Parte de María y de parte nuestra
De parte de María, mencionamos tan sólo algunas:
– Su intercesión ante Dios: porque una buena madre siempre intercede en favor sus hijos y la Virgen es realmente nuestra abogada ante el trono celestial.
– Su protección: ella vela incansablemente por nosotros, así como veló siempre por Jesús.
– Su ejemplaridad: porque los padres tienen la obligación de ser modelos de vida para sus hijos, y María santísima es un modelo perfectísimo, al punto que Dios mismo la eligió como madre de su Hijo.
Finalmente su bondad infinita: que nos invita continuamente a no desanimarnos por nuestros pecados sino a tomar parte de la gran empresa de la reparación, y de esa manera, además de purificar nuestras almas, nos hace partícipes de la gran obra de su Hijo Jesucristo que es la Redención de mundo entero.
Implicancias de parte nuestra: como la Virgen María es Madre de Jesús y también Nuestra Madre Santa y querida. En Ella debemos poner:
– toda nuestra confianza, porque María jamás defrauda;
– nuestro amor, porque, como dice la canción, es la Madre del amor más hermoso;
– nuestra ternura y devoción… porque es la Madre de Dios.
Y así también, debemos hacer todo:
– buscando agradar a la Virgen,
– evitando todo cuanto pueda entristecerla,
– y alegrarla haciéndonos santos…
Recordemos que para esto, ella misma se nos ofrece como molde de santidad según los grandes santos marianos afirman: ella es quien mejor y más perfectamente moldea a los hijos de Dios.
En este día de reparación de las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de Nuestra Madre del Cielo, recordemos las bellísimas palabras que la Virgen de Guadalupe la dice al indiecito san Juan Diego:
“… a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oiré (allí) sus lamentos y remediaré todas sus miserias, penas y dolores… Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas… ninguna enfermedad ni angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?…”.
Que María santísima nos conceda la gracia de vivir cada día más intensamente todas las hermosas consecuencias de haber sido adoptados tiernamente como Hijos suyos.
“Flores a mi Madre del Cielo”
Oh, Madre de los pobres pecadores
que acoges con ternura en tu regazo,
permíteme corresponder tu abrazo
y darte cada día nuevas flores:
Las rosas de las cruces ofrecidas
sin quejas ni amarguras ponzoñosas;
los lirios de las obras animosas
de bien, que contra el viento son bruñidas;
Orquídeas que fulguren gratitudes,
hortensias de plegarias coloridas,
geranios perfumados de despojos;
En fin, un ramillete de virtudes
labradas en el alma y acrecidas
al tiempo que se arrancan los abrojos.
“Ave María”
Dios te salve María,
noble albricia del Amor,
causa de nuestra alegría
y alabanza del Señor;
Llena eres de gracia
por divina dilección;
tu alma pura, sin falacia,
no conoce corrupción;
El Señor está contigo
como el sol junto a la luz,
como está en la espiga el trigo
o los brazos en la cruz.
Bendita, Madre, tú eres
-oh sagrario celestial-
entre todas las mujeres,
por ser Madre Virginal,
Y bendito sea el fruto
de tu vientre: tu Jesús,
cuya entrega fue el tributo
que agradó al Padre en la cruz.
“Santa María”, te aclaman
los creyentes con su voz,
y en los cielos te proclaman
como aquí, “Madre de Dios”;
Ruega tú, Corredentora,
por nosotros, pecadores,
desde ahora y en la hora
de la muerte y sus albores.
Amén.
San José
“El guardián de los tesoros de Dios”
Para cuidar los tesoros
se necesita un guardián
sin doblez y con afán
de proteger por decoro,
que esto vale más que el oro,
perlas, rubíes, diamantes;
y si además es constante
en las virtudes que expresa
-sobre todo la pureza-,
será confiable garante;
II
Cuánto más si los tesoros
corresponden al mismo Dios;
no uno solo sino dos,
y los más grandes de todos:
un Hijo, abajado al modo
de la herida humanidad;
y una Madre que en piedad
sobresale más que el sol;
y por eso el protector
debía ser santo en verdad.
III
Arquetipo de nobleza,
que Dios miraba con gusto,
de Belén, “el hombre justo”,
el de mayor entereza:
José recibió la empresa
de cuidarle al Poderoso
sus tesoros más grandiosos:
su Madre y su Hijo amados,
entre humildes cuidados
y el amor más dadivoso.
IV
Cuando el frío cruel sin rumbo
congelaba corazones,
las secretas razones
del Dios del amor profundo
irrumpían en el mundo,
trayendo la salvación;
y el dolor y la emoción
del corazón de José,
sostenido por su fe,
confirmaban su elección;
V
San José, entraba así
en el designio increíble,
donde Dios hizo posible
redimir al hombre ruin;
y él debía estar allí,
protegiendo y cuidando,
mientras iba contemplando
con tiernos ojos de padre,
a su Jesús y su Madre,
que lo iban santificando.
A la luz de nuestra fe, si bien no tenemos más que unos pocos versículos acerca de las acciones de san José, nuestro querido santo ha sido explícitamente llamado “varón justo”, es decir, santo. Y la pregunta que surge espontáneamente ante esta “falta de datos”, podría formularse así “¿acaso san José no debió haber sido un alma totalmente extraordinaria?”, es decir, ¡el mismo Dios le encomendó que cuidara ni más ni menos que a su Hijo y a su madre!; pues bien, la santidad de san José, obviamente, va más allá de las palabras, y solamente algo de ella podemos llegar a percibir a la luz de los hechos.
El Hijo de Dios nacería pobre en un pesebre, abandonado de los hombres, una noche fría y de la manera más impensada por la lógica humana; y san José fue el encargado de velar por Él, protegerlo, darle calor a Él y a su madre con la mayor de las delicadezas. Luego, la Sagrada Familia debía huir, entre los peligros del desierto y la gran longitud de la difícil travesía, y allí estaba san José para cuidarlos; y debía darles sustento, y ser el padre de familia, sin apartar sus cuidados sino hasta llegada la hora de Jesús… Algunos piensan que san José falleció justo antes que de nuestro Señor comenzara su vida pública, pues su tierno corazón no sería capaz de soportar verlo en la cruz, ni ver a su santísima esposa sufrir tal dolor; sea como sea, san José vivió para proteger los grandes tesoros de Dios, y eso implica que la pureza de su alma debía ser tal jamás faltara a la misión que el Todopoderoso le había confiado. San José no pudo tener simplemente un corazón purísimo, no; aprendió a amar de tal manera la sublime encomienda, viendo crecer al Dios-Amor ante sus ojos y entre sus brazos, que probablemente Dios mismo debió ensancharle el corazón y colmarlo de tales virtudes que su fidelidad al plan divino, del cual él formaba parte, se viera siempre intacta hasta el final.
San José fue el custodio perfecto de la grandeza de Dios, figurando de alguna manera cómo nosotros, análogamente, debemos ser guardianes de la gracia que Dios ha puesto en nuestros corazones, presencia divina por inhabitación en nuestro caso, que también implica nuestra fidelidad al plan de Dios en nosotros.
“La prueba de san José: ejemplo para nosotros”
(Homilía de Adviento)
Queridos hermanos:
Durante este tiempo litúrgico que venimos celebrando, se nos han propuesto en diversos momentos las denominadas “cuatro grandes figuras del Adviento”: el profeta Isaías, san Juan Bautista, María santísima y en este cuarto domingo la de san José, el varón justo, es decir, santo; elegido por Dios como el guardián y custodio de sus dos grandes tesoros: María santísima y Jesucristo, su Madre y su Hijo.
El evangelista nos presenta el conocido texto sobre la sorpresa de san José ante el conocimiento de que María santísima, la mujer con quien se desposaba, se encuentra de pronto embarazada, y su decisión de abandonarla en secreto. En síntesis, nos encontramos ante aquello que podríamos llamar “la gran prueba de san José”, quien “ciertamente buscaba una respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo, buscaba una salida a aquella situación tan difícil para él.” (San Juan Pablo II) Siguiendo la interpretación del Papa Magno, resulta difícil que san José se quisiese apartar de María santísima por desconfianza o desprecio: san José no era un hombre cualquiera, su virtud y la pureza de su corazón la habían ganado, como hemos dicho, la simpatía de Dios quien lo eligió como el exclusivo custodio de sus tesoros. ¿Cómo comprender, entonces, la actitud de san José?, ¿por qué pretender “dar un paso atrás” respecto a María, su esposa, de quien sabía su virtud?; y es que a este justo hijo de David le pasó lo mismo que a cualquier alma llamada a cosas grandes le puede pasar: sentirse indigno de tomar parte de algo que, ciertamente, está más allá de lo ordinario, de sus capacidades, de su comprensión, pero que tiene al mismo Dios por autor y sólo nosotros tenemos “el poder de frustrar” si nos alejamos de la divina voluntad. ¿Cuántas “almas pequeñas, como las nuestras” has sido llamadas a hacer cosas grandes?, ¿acaso no es la misma santidad, que Dios nos pide a cada uno sin discriminaciones, una grande empresa ante la cual retrocedemos?, ¿cuántas grandes renuncias Dios nos ha pedido y hemos “dado un paso atrás”, renunciando a la grandeza?; pues bien, en san José Dios nos enseña que nuestra nada y poquedad o son obstáculo para sus “grades obras”: Dios nos pide generosidad, Dios nos pide que confiemos en Él, Dios nos pide magnanimidad…
El ángel del Señor le dice a san José en sueños que “no tema”, porque el temor estanca las almas, frustra los planes divinos, y hace perder incontables gracias que nos serían concedidas si tan sólo confiáramos más en Dios.
“El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María.” (San Juan Pablo II); pero no sólo se vuelve, san José, un modelo de padre para el Hijo de Dios a quien custodia, sino también un modelo de esposo, dedicado en todo a sustentar a su familia con el esfuerzo de su humilde trabajo: “Aunque no hubiera otra razón para alabar a San José, habría que hacerlo, me parece, por el solo deseo de agradar a María. No se puede dudar que ella tiene gran parte en los honores que se rinden a San José y que con ello se encuentra honrada. Además de reconocerle por su verdadero esposo, y de haber tenido para él todos los sentimientos que una mujer honesta tiene para aquel con quien Dios la ha ligado tan estrechamente, el uso que él hizo de su autoridad sobre ella, el respeto que tuvo con su pureza virginal le inspiró una gratuidad igual al amor que ella tenía por esta virtud y, consiguientemente, un gran celo por la gloría de San José” (san Claudio de la Colombiere); y san Bernardino de Siena llega a decir: “Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José, después de ella, una especial gratitud y reverencia”.
Luego del sueño de san José, sin embargo, nuestro querido santo comprende bien que es el mismo Dios quien “le pide este favor”, y esto nos debe ayudar a preguntarnos a nosotros mismos ¿cuántas veces Dios me pidió algo a mí?, y ¿cuántas de aquellas veces le dijimos que no?, ¿cuántas veces dimos un paso atrás por falta de confianza en Dios? San José se ha convertido en ejemplo de fidelidad al plan de Dios, el cual una vez aceptado, no dejó de cumplir jamás. Si bien no sabemos cuándo aconteció su muerte, sí podemos deducir que hasta encontrarse con ella san José cumplió con Dios.
En este cuarto Domingo de adviento, ya casi la antesala del nacimiento más importante de la historia, le pedimos al custodio de Jesús y de María, que nos alcance la gracia de imitarlo en su abandono incondicional a la voluntad de Dios, de no retroceder ante las cosas grandes que Dios quiere hacer en y por nosotros, y de cumplir con fidelidad hasta el final los planes que Dios nos vaya trazando para nuestra santificación y encuentro final con Él en la eternidad.
“San José, modelo de contemplativo”
(Homilía predicada a religiosas contemplativas)
Como claramente nos enseña san Ignacio, “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…” (EE 23) y punto, es decir, que allí se encierra perfectamente la síntesis de lo que debe ser nuestro paso por la tierra. Pero hay algo más… recordemos que, si bien el hombre está herido profundamente en su naturaleza debido al pecado, sin embargo, posee un alma espiritual que puede mucho más de los que puede el cuerpo, un alma que puede elegir, que puede amar y que, con todas sus limitaciones aun puede hacer algo más, que le es propio como a los demás seres espirituales… el alma, simplemente, es capaz de contemplar. San Ignacio dice que “el hombre es creado para alabar”, y san Gregorio dice que “en la contemplación se busca al principio, que es Dios.”
Acerca de la contemplación, el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo lo miro y él me mira”, decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el “conocimiento interno del Señor” para más amarlo y seguirlo (Cf San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 104)”. A la luz de todo esto -ahora sí-, podemos decir con toda propiedad que san José es un perfecto modelo de contemplativo para nosotros que hemos abrazado justamente ese estilo de vida, el del que decide dedicarse a amar a Dios, como san José, y poner continuamente la mirada del alma en Jesucristo, el Verbo Encarnado. Pero san José es más cercano aun para nosotros, ya que no sólo contemplaba a Jesús, su hijo adoptivo y encomendado por el mismo Dios, sino además a la Virgen santísima, en quien contemplaba también la máxima perfección y ternura que el Altísimo se quiso forjar como madre, una creatura sin ninguna mancha de pecado, el segundo de los tesoros más grandes de Dios que también le era encomendado. Y san José nos resulta así “cercano de una manera especial”, porque profesamos los votos religiosos para imitar a Jesucristo, de quien san José fue testigo primerísimo desde el principio y cuya vida vio pasar delante de sus ojos paternales aprendiendo como nadie de este Dios hecho hombre que forjó la redención, pasando desapercibido junto a san José, en su humilde casa, en su sencillo taller y bajo su especial custodia; pero también nos resulta especialmente cercano por nuestro cuarto voto, que nos convierte en “los cercanos de la Virgen”, los que bajo juramento decimos agradarla y custodiar su honra maternal y virginal, como san José, el gran guardián de María santísima y su integridad y predilección delante de Dios. Por eso debemos amar tanto a san José y aprender de él a contemplar…, a dejar de lado nuestros planes y abandonarnos a los de Dios; a no tenerle miedo a la grandeza que Dios desea obrar en nuestras almas; a dar un paso atrás ante los buenos deseos que se oponen a los santos deseos; y especialmente como contemplativos, a buscar ese pasar desapercibidos mediante la humildad, y a crecer de manera especial en la intimidad con Jesucristo, abandonando completamente el corazón en las paternales manos de Dios, en su providencia, en sus designios.
Santa Teresa de Ávila, gran contemplativa y de una profundidad excepcional, tenía muy presente el rol de san José y con él como patrono comenzó su reforma desde Ávila, refiriéndose a él de esta manera: “A otros santos el Señor parece haberles dado la gracia para socorrernos en algunas de nuestras necesidades, pero de este santo glorioso mi experiencia es que nos socorre en todos ellos y que el Señor desea enseñarnos que como Él mismo estaba sujeto a él en la tierra (porque, siendo Su guardián y siendo llamado Su padre, él podría mandarle), de la misma manera en el Cielo Él todavía hace todo lo que pide. Esta ha sido también la experiencia de otras personas a las que he aconsejado que se encomienden a él; e incluso hoy en día hay muchos que le tienen una gran devoción por haber experimentado nuevamente esta verdad”; y el padre Pío afirma que: “San José, con el amor y la generosidad con que guardó a Jesús, así también guardará tu alma, y como lo defendió de Herodes, así defenderá tu alma del Herodes más feroz: ¡el diablo! Todo el cariño que el Patriarca San José tiene por Jesús, lo tiene por ti y siempre te ayudará con su patrocinio. Él te librará de la persecución del malvado y orgulloso Herodes, y no permitirá que tu corazón se separe de Jesús. ¡Ite ad Ioseph! Acude a José con extrema confianza, porque yo, como Santa Teresa de Ávila, no recuerdo haberle pedido nada a san José sin haberlo obtenido de buena gana”.
Ciertamente que san José ocupa un lugar del todo especial cuando se trata de interceder por nosotros ante Dios, y la razón es que ocupó un puesto sumamente especial en la Sagrada Familia, de la cual debió ser el jefe y proveedor, guardián y defensor, padre y protector, y especialmente un gran “contemplativo del Hijo de Dios que se le había encomendado”. Pensemos en cuánto habrá crecido el corazón de san José a la luz del Verbo Encarnado, con cuánta ternura lo habrá observado y aprendido de cada detalle de “su hijo” durante el transcurso de su vida, una vida que había comprendido estar plena de sentido y que así, como era él, de pocas palabras pero de obras imborrables, se habrá apagado serenamente para encontrarse cara a cara, dichoso, con el Padre celestial que le había pedido que le cuidara sus tesoros en la tierra, tesoros que amó, que custodió y que siempre contempló.
Quería terminar con la primera estrofa de una poesía compuesta por santa Teresita de Lisieux en 1894, que tal vez conozcan, pero no está para nada de más. La compuso para ser cantada con una música popular. Al traducirla del francés, se pierde la rima, pero nos queda el contenido del poema, que es una oración.
- José, tu vida transcurrió en la sombra, humilde y escondida,
¡pero fue tu privilegio contemplar muy de cerca
la belleza de Jesús y de María!
José, tierno Padre, protege al Carmelo;
que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.
- Más de una vez, el que es Hijo de Dios
y entonces era niño, sometido en todo a tu obediencia,
¡descansó con placer sobre el dulce refugio
de tu pecho amante!
José, tierno Padre, protege al Carmelo;
que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.
- Y, como tú, nosotras servimos a María y a Jesús
en la tranquila soledad del monasterio.
Nuestro mayor cuidado es contentarles, no deseamos más.
José, tierno Padre, protege al Carmelo;
que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.
- A ti nuestra santa Madre Teresa
acudía amorosa y confiada en la necesidad,
y asegura que nunca dejaste de escuchar su plegaria.
José, tierno Padre, protege al Carmelo;
que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.
- Tenemos la esperanza de que un día,
cuando haya terminado la prueba de esta vida,
iremos a verte, Padre, al lado de María.
José, tierno Padre, protege al Carmelo
y, tras el destierro de esta vida, ¡reúnenos en el cielo!
Jesús
“Ofrenda al Niño Dios”
¿Qué darte Dios nacido así, pequeño;
tan sólo por amores torrenciales
que brotan de los valles celestiales
y bajan a esta tierra con su dueño?
No tengo ningún oro que ofrecerte,
ni tengo algo de mirra entre mis cosas,
tampoco llevo incienso olor de rosas
ni nada que no sean ganas de verte…
Mas, ¿qué es esa sonrisa luminosa
que brindas a los pobres pastorcitos,
que sólo traen consigo su mirada?…
¡Ya entiendo!, ¡qué respuesta tan hermosa!;
Señor, ahí en tus brazos pequeñitos
te dejo mi pobre alma enamorada.
El Sagrado Corazón de Jesús
(Homilía)
Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo surge la atracción hacia el objeto que contemplamos, y si es posible poseerlo, brota en nosotros la esperanza y junto con ello nuestra actitud de ir por él, de quererlo para sí, y de aquí en adelante es posible que se produzca el amor; y el fruto del amor, es la unión. Es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la “unión de corazones”, y en la medida que ese amor se vaya acrecentando, se vaya haciendo puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. El amor verdadero, entonces posee ciertas características:
– se corresponde: por ejemplo, los amigos que se buscan constantemente
– se manifiesta: como los esposos que se dicen todos los días que se quieren
– y busca cada vez más la unión de los que se aman.
Y como este día celebramos al Sagrado Corazón que nos amó y nos ama hasta el extremo, pasemos ahora a considerar el amor que brota hacia nosotros de este Sagrado Corazón cuyos latidos nos siguen llamando ininterrumpidamente a la unión con Él.
El amor de Cristo
Habiendo considerado todo esto, vemos más claramente que el amor genera lazos tan fuertes entre aquellos que se aman que se dice que “se van volviendo una sola alma”, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro. Por eso el amor verdadero, agradable a los ojos de Dios, es el amor que se funda en la virtud:
– no es amor verdadero el que se fundamenta en el interés,
– no es amor verdadero el que se funda en el placer,
– y no es amor verdadero el que se fundamenta en el pecado; sino el que se asienta sobre los lazos de la virtud.
Pero para formase estos “lazos fuertes” se necesita además tiempo y hábito, es decir, mantener la llama viva y avivarla cada vez más mediante los actos de amor, los gestos, los detalles, etc., y en consecuencia nuestro amor por Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración, en nuestros ratos a solas con Él y en las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.
El amor del Sagrado Corazón es del todo especial, porque va más allá de los humanos esquemas ya que en realidad los trasciende, está por sobre ellos; ya que Él mismo, siendo Dios, se dignó amar a los hombres de modo gratuito y tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la sabiduría humana nos podría decir:
– No hay proporción entre ambas partes; Dios es perfecto y el hombre pecador.
– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y le envió a su Hijo.
– El hombre había rechazado la gracia, pero Dios se la volvió a ofrecer.
– Correspondía el castigo divino por la rebelión, pero Dios nos ofreció misericordia.
Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla. Él mismo nos la dejó escrita en “su gran carta”, llamada Sagrada Escritura, donde se nos dice que “Él nos amó primero”[2]… porque el Amor de Dios siempre se nos adelanta, y a partir del costado abierto de nuestro Señor en la Cruz, sabemos por la fe que el amor de su Sagrado Corazón no ha cesado de fluir deseoso de que nosotros le correspondamos, porque “el amor con amor se paga”, y se manifiesta con las obras; por lo tanto, los verdaderos discípulos de Jesucristo debemos dar ejemplo de caridad y llevar una vida tal que le sea agradable al Corazón de Cristo.
Decía san Juan Pablo II: “El corazón no es sólo un órgano que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo. Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de Juan. … En realidad así mira la Iglesia; así mira la humanidad. Y, de hecho, en la transfixión de la lanza del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de Dios.”
En el día de hoy la invitación es a considerar en nuestras vidas dos cosas:
-Lo que ofendió en mi vida al Sagrado Corazón, para comenzar a reparar;
-Lo que hice por Él para consolarlo, pare perseverar, seguir adelante y hacer nuevos y nobles propósitos respecto a esto, teniendo en cuenta las motivadoras palabras de san Alberto Hurtado: “Si pudiéramos nosotros en la vida realizar esta idea: ¿qué piensa de esto el Corazón de Jesús, ¿qué siente de tal cosa…? y procurásemos pensar y sentir como Él, ¡cómo se agrandaría nuestro corazón y se transformaría nuestra vida!”
Le pedimos a María santísima, que nos alcance de su Hijo la gracia de aprender a “dilatar nuestro corazón” de amor por Él, y de renovar con seriedad el noble deseo de vaciarnos de nuestro egoísmo para dejarle lugar al Sagrado Corazón que debe reinar en nosotros.
El corazón de Cristo
Contemplando el abandono sin razón
de los hombres que la infamia convenció,
el Eterno, compasivo, sentenció
asumir la humanidad y un Corazón:
Benigno, que acogiera a los heridos;
sensible, que supiera de flaquezas;
sincero, sin ambages ni cortezas;
radiante, luz y guía de afligidos;
Paciente, tierno, fuerte, generoso;
en fin, tan portentoso y aledaño,
que oyera quien quisiera sus latidos
Llamando a su regazo junto al gozo
sin fin del que regresa a su rebaño:
morada y redención de los perdidos.
La Sagrada Familia de santa Ana, san Joaquín y la Virgen niña
“San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol”
Queridos hermanos:
En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).
En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:
En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”
En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.
En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.
En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.
La Sagrada Familia de Nazaret
“Que la familia sea escuela de virtud”
“(Homilía)
Queridos hermanos:
Hablando acerca de la solemnidad que hoy celebramos, dice san Juan Pablo II que este día está dedicado a celebrar a la “Sagrada Familia: Jesús, María y José. Y el título expresa por sí solo toda la sublime realidad de un hecho humano-divino, al presentar ante nosotros un modelo que reproducir en la vida, para que cada familia, especialmente la cristiana, se empeñe en realizar en sí misma esa armonía, honradez, paz, amor, que fueron prerrogativas admirables de la Familia de Nazaret.”
El Papa magno sintetiza de manera hermosa lo que significa para nosotros la familia de Nazaret: un modelo perfecto y acabado de lo que debe ser la familia cristiana, hoy más que nunca, en que vivimos una época en la que se ataca de manera especial, con una saña terrible, al núcleo de la sociedad y semillero de la fe y la santidad de los miembros de la Iglesia; ya que es “en la familia donde se adquieren o no los valores y virtudes que forjarán o no a los hombres y mujeres virtuosos del mañana”, es decir, todas aquellas almas buenas que desde pequeños aprendieron las virtudes cristianas del ejemplo de sus padres, que el día de mañana les permitirán alcanzar la madurez en la fe y la felicidad iniciada en este mundo, que sólo saben poseer quienes hayan asimilado los valores que en toda buena familia se deben inculcar desde pequeños; como el amor, el respeto, la paciencia, la perseverancia, el amor a la cruz y espíritu de sacrificio, la generosidad, etc.; sin los cuales lo único que se producen son los llamados “niños malcriados”, que serán los fracasados del mañana si no aprenden a adquirir las virtudes luego por su propia cuenta. Por ejemplo, un niño consentido, a quien por un amor mal entendido se le da todo lo que pide con alguna queja o lloriqueo, sin importar si eso lo hará mejor o no; si esto no se corrige, al crecer podría convertirse en un fracasado, al no tener experiencia justamente del fracaso y de cómo sobreponerse y superarlo, por la carencia de una experiencia tan importante como la de no recibir todo lo que quiere, de ganarse las cosas con trabajo y esfuerzo; pues por extraño que parezca, a menudo los adultos resentidos de hoy, son los niños consentidos de ayer, que de alguna manera más o menos clara llegan a percibir que si se los hubiera amado bien, corregido bien, estimulado bien en las virtudes, se les habrían inculcado los valores para hacerlos fuertes ante las adversidades de la vida, triunfadores en las pruebas, pilares ante las tormentas y hasta líderes de nobleza, en vez de dejarlos crecer con caprichos que terminarán pagando con frustraciones como adultos. Dicho esto, no olvidemos que, si bien hay virtudes que probablemente no se adquieran con ninguna facilidad si no arraigaron desde el seno de la familia, no debemos desconfiar de los increíbles frutos de la gracia en un alma que decide cambiar y abrazar la virtud bajo la tierna mirada de Dios…, así que a no desanimarse, pero tampoco a descuidar a nuestros hijos, que son los hombres y mujeres del mañana que deberán llevar el reinado de Jesucristo a los demás armados de la gracia y las virtudes que se les hayan enseñado y los hayan hecho firmes en la fe.
Y para iluminar un poco más esta necesidad de aprender a educar y amar bien en nuestras familias, pensemos en el hogar de la Sagrada Familia en Nazaret: una madre humilde, la más de todas, con el corazón más puro que jamás haya existido; un padre bondadoso, sacrificado y ciertamente un gran contemplativo, que a diario se detenía a observar y preocuparse de los dos grandes tesoros que el Dios eterno le había encomendado: su madre y su Hijo. Y, por supuesto, Jesucristo, el Verbo encarnado, la Palabra del Padre que dedicó la mayor parte de su vida a resguardarse y preparar su misión redentora, en la sencilla casa de Nazaret, “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”, y sencillamente siendo un buen hijo: preocupado de sus padres, atento a sus consejos, empeñado en jamás dejarlos mal delante de los demás; sumamente respetuoso y educado con sus vecinos, etc. Pero sobre todo, la casa de Nazaret debía estar embebida de la madre de las virtudes: la caridad; y de la señal de las almas grandes: la humildad; donde Jesús, María y José, vivían en plenitud el significado de la familia: escuela de virtudes y valores que, revestidas de la divina gracia, hacen que las familias cristianas se conviertan en semilleros de santidad; como Mamá Margarita para san Juan Bosco, Luis y Celia para santa Teresita, y todas las madres y padres de familia que fueron decisivos en la santidad de tantas almas buenas que hoy podemos venerar en los altares.
Que en este día de la Sagrada Familia de Nazaret, nuevamente la tomemos por modelo de nuestras propias familias, especialmente haciendo que realmente sea Jesucristo en centro de nuestras vidas, y contemplándolo a Él y a sus padres nos decidamos firmemente a trabajar por la santidad que puede efectivamente comenzar en la sencillez de nuestros hogares.
Jesús, José y María: os doy el corazón y el alma mía.
[1] San Ireneo, Adversus haereses, I, 10, 1: PG 7, 549
[2] 1Jn 4,19