Renuncia y entrega totales

(Una invitación a la generosidad con Dios)

P. Alfonso Torres

LA RENUNCIA

a) Enseñanza fundamental

La enseñanza fundamental de todas las enseñanzas espirituales es la enseñanza de la renuncia.

Los momentos de las renuncias son momentos críticos y decisivos para las almas.

Si las renuncias tienen fuerza santificadora, es porque piden cosas que el mundo no juzga prudentes, cosas que el mundo considera intempestivas. Por eso hay que atropellarlo todo, hay que renunciar a todo; lo único a que no podemos renunciar nosotros es ni a un ápice de la virtud ni de la voluntad de Dios; todo lo demás, por grande y por santo que sea, lo podemos y lo debemos renunciar cuando el Señor lo pide.

 

b) Toda renuncia es paso hacia Dios

El alma nunca se acerca tanto a su Dios como cuando se renuncia; cada renuncia es un paso que se da hacia Dios. Acontece lo que a Moisés cuando entró en la nube: que le perdieron de vista los hombres y él estaba hablando con Dios.

“Sal fuera”. Es una palabra definitiva; en cuanto el alma cumple, lo tiene todo hecho. Es la palabra con la que el Señor llamó a Abraham para que saliera de su pueblo y de su parentela y es la palabra que dirige a cada una de las almas que Él llama para que se le entreguen; porque este salir es un salir de todo, absolutamente de todo: salir de las creaturas, de las cosas de la tierra, para vivir en el Cielo; allá debe tener todos sus amores.

En el momento en que el alma queda desasida de todo lo creado por una verdadera renuncia, se encuentra unida a Dios y llena de Dios. Por consiguiente, todo el secreto para santificarse un alma es ese: que se desprenda de todo.

 

c) La doctrina del perfecto despojo

Hay que llegar al despojo completo y total para que no quede en nuestra alma otra cosa que el escueto, puro y limpio cumplimiento de la voluntad divina.

Cuando parece que por medio del despojo se va a sumir a las almas en un abismo desolador, lo que hacen es salir a campo abierto, sentir la libertad de los hijos de Dios, encontrarse en su centro, que es el cumplimiento de la voluntad divina.

El profundo despojo, la radical desnudez del corazón, que una austeridad tan sincera le procuró, produjo en el Bautista dos efectos: el primero, la iluminación divina, pues en las almas desprendidas de esta suerte, entra la divina luz a raudales; y el segundo, la fortaleza del amor, pues tanto más fuerte es el amor cuanto más exclusivamente se pone en Dios. Por eso san Juan penetró el misterio de Cristo hasta lo más hondo, y probó su fortaleza hasta con la suprema del martirio. No es mera frase retórica la que dice que el desierto es la fragua donde se templan los aceros de las almas heroicas.

Cuando huimos de nosotros mismos, vivimos en Dios; cuando nos despojamos de las cosas creadas, poseemos a Dios; cuando nos apartamos de las cosas de la tierra, nos acercamos a los Cielos.

Si el alma no se vacía a sí misma, no logrará la perfección.

 

d) Labor ardua, pero necesaria

Para morir a las cosas temporales se necesita un ejercicio de renuncia, y cuanto más generoso sea ese ejercicio de renuncia, más pronto morirán las almas a las cosas temporales.

Salir de sí mismo es ardua cosa y son pocos los que lo consiguen. Aun las almas que han hecho otras renuncias difíciles viven a veces apegadas a su yo y lo dejan ver. Competencias quisquillosas, susceptibilidades ridículas, ocupación de sí mismo, jactancias encubiertas, tenaz afición a las adulaciones y alabanzas y otros indicios semejantes, dejan ver con frecuencia que vivimos apegados a nosotros mismos. Almas hay que parecen adornadas de todas las virtudes por la vida que llevan, y como pátina mugrienta que todo lo afea, se buscan con mal disimulada sutileza en todo y siempre, empañando con esta impureza las virtudes que practican.

 

LA ENTREGA TOTAL

a) La totalidad recíproca de la entrega

Dios no se da por entero sino a quien se le da por entero.

Cuando el alma se da del todo a Dios, todo se llena, todo florece, todo alienta, todo es paraíso. Por eso, el alma que sube del desierto sube rebosando delicias.

El Señor, como tiene por norma darse del todo a quien se le da del todo, al ver a un alma que se entrega con la entrega definitiva de la humildad, se le da Él del todo. Y ¿quién es capaz de describir lo que significa ese dársenos Dios?

 

b) Darlo todo

Quien no se decide a darlo todo, ¡no adquiere la perla preciosa!, ¡aunque de mucho! La adquisición de esta perla lo exige todo, lo reclama todo.

¡Darlo todo! Es una palabra que nosotros solemos repetir y cuyo contenido no tiene límites. Quien la cumplió fue Jesucristo, que se dio sin límites, sin la menor reserva, sin una evasiva, sin un encogimiento. Lo nuestro lo podemos dar y lo podemos sacrificar siempre. El cuchillo de la inmolación será uno o será otro, pero siempre lo tenemos a mano. Todo lo podemos inmolar, y lo que importa es que, cuando tratemos de inmolación, cuando tratemos de darnos, nos demos como Cristo se dio: no con ruindad, sino con grandeza de alma; no en lo estrictamente necesario, sino en todo lo posible; no con el corazón encogido, sino con el corazón palpitante de celo y de amor; sin medir, sin mirar, sin ponderar lo que damos; felices de dar. Y así, podemos dar nuestra honra, podemos dar, digámoslo con una sola palabra, nuestro corazón entero, centro de nuestra vida y resorte supremos de ella, porque, cuando el corazón esté puesto donde estaba el Corazón de Jesús, que es en darse del todo, acabaremos dándonos del todo.

Dios no se contenta con sacrificios parciales, sino que reclama el sacrificio total, el sacrificio íntegro del hombre. Al pedirle el mayor de los bienes que el hombre tiene en este mundo, como es la vida, en ese bien está pidiendo cuanto el hombre es y cuanto el hombre tiene.

No es un lenguaje reservado a un corto número de iniciados el lenguaje que empleamos cuando decimos: “hay que darse del todo a Dios”, “hay que vivir del todo para Dios”, “hay que ser completamente de Dios”; es para todos, y esta palabra, que parece que impone una obligación demasiado grande para nuestras fuerzas, es más bien un premio que se nos otorga. Esas cumbres divinas de la perfección, esas alturas de la virtud para unirnos a Jesucristo y para ser suyos, son también para nosotros, para cada uno de nosotros, por miserables y pequeños que nos encontremos al mirar nuestra ingratitud para con Dios y nuestra infidelidad.

 

c) Por el Reino de los Cielos

Es una labor muy ardua desnudar el corazón de todo lo que le pertenece, pero por la posesión del Reino de los Cielos hemos de dar todo lo que poseemos, hasta lo más íntimo; hay que darlo todo.

Hay que venderlo todo para comprar con ese precio el Reino de los Cielos. O lo que es igual: hay que renunciar a todo a cambio del Reino de los Cielos. ¡Cuántas veces, después de haber vendido lo que valía más, lo que tenían algún peso, lo que era de alguna monta, al tener que vender luego una bagatela a que tenemos apegado el corazón, fracasamos, y, después de tantos sacrificios, tropezamos en una tontería, en una cosa insignificante!

Siempre que se atraviese en nuestro camino el servicio de Dios o la ofensa de Dios, nosotros tenemos la obligación de sacrificarlo todo, hasta la propia vida. Solamente Dios tiene derecho a hablar así a los hombres. Y el Señor, que no podía descubrir de una manera clara y terminante su propia divinidad, porque no estaban dispuestos los espíritus para oír una verdad tan profunda, las va descubriendo con las señales que dio en el santo Evangelio; la descubre especialmente pidiendo estos sacrificios que solamente Dios puede pedir.

Hemos de hacer las renuncias sin creer que hacemos nada excesivo, sin creer que hacemos nada grande; con aquella disposición que pide el Señor cuando dice que, después de haber hecho todo lo que tenemos que hacer, hemos de confesarnos siervos inútiles.

 

d) Las santas exageraciones del amor

En la vida espiritual hay una palabra que puede hacer mucho bien y mucho mal. Me refiero a la palabra exageración. Las exageraciones pueden hacer mal. Las personas extremosas por temperamento se pueden dejar ir a excesos que no están conformes con la verdadera norma de la virtud. Pero, al mismo tiempo, el miedo a las exageraciones puede cortar las alas al alma y encerrarla dentro de los límites de una raquítica medianía.

Los santos no se aterraron ante las exageraciones. Sabían que la medida del amor de Dios es amar sin medida, y sin medida se entregaban al servicio de la virtud. Si de exageraciones hemos de hablar, hemos de decir, sin hipérbole, que el más exagerado entre todos los santos es el modelo de ellos, Cristo nuestro Señor. Su vida es un continuo exceso de amor.

El amor, cuando es muy grande, por su naturaleza tiende a esas cosas que llamamos exageraciones, y entonces el cuidado de la dirección espiritual no debe ser reducir el alma a la medianía en el ejercicio de la virtud, sino vigilar con espíritu sobrenatural y con prudencia divina las mociones del alma, permitiéndole todo lo que Dios nuestro Señor le pide. Nunca lo que pide el Señor es una imprudencia, ni un exceso reprensible, ni una exageración.

No son tiempos de poner freno a las generosidades de la virtud, sino de fomentarlas. Vivimos tiempos de lamentable decadencia espiritual y sería obra doblemente diabólica. Hora es de que se acaben las imitaciones lejanas y las copias borrosas, las aspiraciones mínimas y aun las mediocres y empecemos a vivir con toda su plenitud la vida que Jesús trajo a la tierra, enardeciéndonos los unos a los otros con la palabra y con el ejemplo.

 

e) Generosidad sin límites

A veces, la disposición íntima del corazón es de deseos insaciables de hacer algo por la gloria de Dios. Cuando hay esa disposición interior, el alma no solamente no tiene miedo a que Dios pida cosas, sino que no puede sufrir el que no pida algo, el que no pida más. Cuando la disposición del corazón es la contraria, cuando dan en rostro los excesos de amor, cuando se tiende a amortiguarlos en las almas, bien se puede pensar que el amor de Dios decae.

Empañamos la gloria de nuestro Padre cuando, en vez de ser generosos y poner los ojos y el corazón en la perfección de la virtud, vivimos una vida floja y rastrera, y, en vez del amor desbordado con que deberíamos amarlo, todos son distingos, cortapisas, tacañerías y miserias.

¿Por qué hemos de contentarnos con lo menos, cuando podemos conseguir lo más? ¿Anda loco el mundo tras los bienes terrenos con desenfrenada codicia, y no hemos de ir nosotros tras los eternos con amor insaciable?

¿Dónde están las almas que estén dispuestas a eso? Almas con veleidades abundan, pero que lleguen a término no con soberbia, sino con la humillación; almas que se resuelvan a darlo todo, las encuentra rara vez el amor de Jesucristo.

 

 

Los dos comienzos

Homilía sobre las bodas de Caná

Queridos hermanos:

El santo Evangelio de este Domingo está lleno de variados y coloridos detalles para meditar, como la particular y tan cotidiana invitación a una boda; Jesús junto a su Madre y sus primeros discípulos antes de ser conocido; el primer milagro y la primera intercesión documentada de María santísima y su confianza en su Hijo, etc.

Pero resaltemos especialmente, mis queridos hermanos, cómo estas sencillas bodas marcan un verdadero “antes y un después”, ya que -como bien sabemos-, a partir de aquí podríamos decir que se termina oficialmente la vida oculta de Jesús para dar comienzo a su vida pública, en la cual predicará abiertamente el Reino de los Cielos y llamará para sí a los pecadores que, arrepentidos, quieran aceptarlo. Sí, antes y después de Caná las cosas cambian completamente, ya que, junto con el término de los años de preparación de Jesús para su gran misión y el inicio de la misma, también nos encontramos con el comienzo de otra gran misión; y nos referimos a la de María santísima en su oficio de “intercesora”, asentando así las bases de su maternidad que, a partir del Calvario, se extenderá a todos sus hijos por la fe.

El primer comienzo: la vida pública de Jesús

Tan importante es la obra de la redención de la humanidad que el Hijo de Dios dedicó 30 años de su vida terrena a prepararla, en el silencio de Nazaret; porque así convenía hacerlo, ya que mientras más grande sea una obra más grandes y fuertes han de ser sus cimientos. Y así como en una exposición de arte se descubre el trabajo del artista para que los presentes puedan contemplarlo y gustar de él, de la misma manera en Caná de Galilea Jesús manifestó por primera vez su gloria, ante lo cual “creyeron en Él sus discípulos” al mismo tiempo que, como hemos dicho, terminaba oficialmente su vida oculta.

En Caná de Galilea, pequeño pueblo a tan sólo 20 minutos de nuestro monasterio, comenzó algo demasiado grande como para quedarse contenido allí: se convierte el agua en vino, sí, pero más importante aún, la fe comienza a echar raíces en los corazones de los pecadores convirtiéndolos en creyentes. También Jesús nos da la primera muestra de la predilección que tiene por aquello que le pide su Madre e inaugura “la Buena nueva de salvación”, dándonos a conocer que su preocupación son las almas, pues desde el principio y hasta el final sus milagros serán exclusivamente en beneficio de los demás.

Valor simbólico del milagro: al comentar este pasaje del Evangelio, los autores afirman que “el vino nuevo que aparece al final”, luego del vino más barato y de menor calidad, se refiere al Evangelio que viene después de la ley, es decir, el Antiguo Testamento que se ve notablemente superado cuando aparece en el mundo Aquel que venía figurado desde antiguo, ¿por qué?; pues simplemente porque ha llegado el Mesías esperado para dar cumplimiento a las Escrituras.

El segundo comienzo: el oficio intercesor de María santísima

Escribía hermosamente el P. Hurtado: “¡Faltó el vino! ¡Pero allí estaba María felizmente! Ella con su intuición femenina vio el ir y venir, el cuchicheo, los jarros que no se llenaban… Y sintió toda la amargura de la pareja que iba a ver aguada su fiesta, la más grande de su vida… Sintió su dolor como propio. ¡Comprensión! de los dolores ajenos… Y Ella comprendió que Ella podía hacer algo, y que Él lo podía hacer todo. Ella guardaba en su corazón el secreto desde hace 30 años… sabía que vendría un día en que Él tendría que manifestarse, en vano había esperado hasta ahora esa manifestación.

…¡Ah! María comprendió al punto que no era su hora, pero que no le iba a decir que no a Ella, su Madre.”

Si bien la pregunta de Jesucristo a su Madre resulta a primeras poco comprensible para nuestro actual lenguaje (“Mujer, ¿qué nos da a mí ni a ti? Aún no es llegada mi hora”), la respuesta de su Madre, por otra parte, se muestra sumamente interesante: “haced lo que Él os diga”. Pareciera como que su reacción no correspondiera con lo que Jesús le acababa de decir, y, sin embargo, su respuesta es completamente coherente con su corazón de madre, ya que ella lo conoce bien y sabe qué esperar del Corazón divino de su Hijo. Así pues, la Virgen simplemente obra según sus sentimientos, porque es Madre, y las buenas madres se preocupan siempre y no pueden quedarse indiferentes ante la necesidad: ¡cuánto más la Madre de Dios y Madre nuestra!

 

María santísima también nos revela aquí un comienzo: el de ella como nuestra intercesora; como aquella que “arrebata gracias” a su Hijo por el singular amor que Él le tiene; y como aquella Madre siempre preocupada de sus hijos, dispuesta a hacer llegar nuestras necesidades a su Hijo cada vez que lo hagamos mediante ella.

El Evangelio de este Domingo, nos invita a comenzar este nuevo año litúrgico con la plena conciencia del don de la fe en Jesucristo que hemos recibido: el vino nuevo del Evangelio, cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, que gracias a María santísima “se adelanta”. La invitación es, pues, a considerar “el vino nuevo en nuestras vidas”, es decir, los nuevos y santos propósitos para ofrecer a Dios en este año que recién comienza, asistidos por la intercesión de nuestra santa Madre del Cielo, aquella que hoy claramente nos enseña el secreto de la verdadera felicidad que nos ofrece el Evangelio: “haced lo que Él os diga”.

Que nuestra maternal intercesora nos alcance la gracia de renovar toda nuestra vida a la luz de la fe; y que para ello tengamos siempre presente las palabras de san José María Escrivá: “Si nuestra fe es débil, acudamos a Maria. Cuenta San Juan que, por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos (Jn 2, 11). Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.”

 

P. Jason.

 

 

A la Sagrada Familia

Un sencillo presente…

Queridos todos, con ocasión de la solemnidad de la Sagrada Familia, y en acción de gracias por la hermosa pintura recibida para ornamentar devotamente la pequeña capilla del Monasterio, que representa tanto a los padres como los abuelos de nuestro Señor según la carne, quisiera compartir en un sólo artículo algunos escritos relacionados con ellos, algunos de los cuales ya han sido publicados. Espero poder algún día ofrecer algo más extenso respecto a nuestro Señor en su infancia y adolescencia, así como nuevas reflexiones sobre quienes fueron los responsables de recibirlo en este mundo dándole un cariñoso hogar hasta comenzar su misión apostólica. Sin más que agregar, les deseo una muy feliz solemnidad de la Sagrada Familia.

P. Jason Jorquera M., IVE.

Santa Ana

“La que supo esperar”

Antes de llegar a Séforis, confieso con gran pesar, que santa Ana era para mí una figura más bien lejana. Conocía su nombre y el de san Joaquín y no mucho más, sin pensar jamás que la humilde abuela de nuestro Señor, se convertiría en una santa tan cercana para mí, al punto tal de que -sin mérito alguno de mi parte-, terminaría ni más ni menos que cuidando los restos de lo que antaño fuera su hogar.

Apenas llegado Tierra Santa, y en la simplicidad de estas ruinas, por fuerza uno va aprendiendo a degustar “el encanto de la sencillez”, pues el sólo hecho de pensar que por este terreno actualmente amurallado jugó la santísima Virgen en su niñez, y probablemente nuestro Señor en su adolescencia, y san Joaquín cuidó de su esposa y su hija de la manera más tierna posible, y que san José habrá tenido más de alguna de sus herramientas por aquí (pues el trabajo en aquella época estaba en Séforis, la capital, más que en la pequeña aldea de Nazaret); se convierte en una consideración obligada de la devoción católica la familia que recibió en su seno al Redentor del mundo y a su santísima Madre.

Santa Ana, según la tradición, no podía concebir y era grande su aflicción, porque en aquel tiempo la esterilidad era vista como una mala señal entre el pueblo, y para algunos hasta podía considerarse un castigo del Cielo; es así que santa Ana se convertiría en aquella “bendecida por Dios” al serle cumplida con creces aquella súplica fervorosa de poder llegar a concebir un hijo: ¡y qué grande bendición la de convertirse en la madre de la “creatura inmaculada”, única capaz de llevar en su vientre al mismísimo Hijo de Dios!; santa Ana, después de la concepción de su hija purísima, cambió su terrible tristeza por los gozos más profundos que un alma puede tener, pues supo esperar, supo confiar, y algo de eso se quedó impregnado en este lugar, pues después de más de 30 años en que estas ruinas estuvieron como durmiendo escondidas tras el recuerdo de la antigua capital de Galilea, contemplando desde lejos a los posibles peregrinos que fueron olvidando su existencia, nuestra querida santa nos ha dejado esa misma confianza de “saber esperar”, esperar rezando, con fe, con firme esperanza, a que nuevamente los peregrinos comenzaran a escuchar acerca de la casa de santa Ana, lugar apartado y simple, adornado solamente por vestigios de lo que alguna vez fuera una basílica cruzada erigida en su honor, paraje silencioso que enseña a sus monjes a imitar a “la dueña de casa”, en su aceptación de los designios divinos y su perseverancia en las plegarias que constantemente deben elevarse al Cielo desde la pequeña capilla que abrazan estos muros. Cuántas gracias nos ha alcanzado santa Ana no lo podremos saber en esta vida, pero seguiremos repitiéndole con devota confianza aquella saeta constante que sabe llegar bien a su corazón bueno y generoso, pues ella es abuela, y esos corazones saben bien ceder ante las súplicas de quienes saben tirar de su manto con confianza: “querida santa Ana, nosotros te cuidamos la casa, por favor ayúdanos con…”; y santa Ana siempre intercede por nosotros…, a veces, solamente hay que saber esperar.

San Joaquín

“El primer guardián”

Antes de que san José recibiera la noble encomienda de cuidar al Verbo Encarnado y a su santísima Madre desde el momento de haberlo concebido, san Joaquín había recibido como respuesta a sus oraciones y sus penitencias, ni más ni menos que la gracia inmensurable de recibir en el seno de su pequeña familia a la creatura inmaculada, la santísima Virgen María, a quien debió proteger y dar el entorno familiar de un hogar santo, donde la pequeña María recibiría las primeras impresiones, en su alma purísima, de lo que es ser una buena hija y una madre santa. San Joaquín fue el encargado de que la Virgen niña viera en su trato a ella y a santa Ana, un destello generoso de lo que es la paternidad divina, la del Dios de amor que no deja de preocuparse por sus creaturas, ofreciéndoles lo necesario para que éstas puedan corresponder fiel y felizmente a su amor. Así, san Joaquín fue el responsable de darle a la Virgen Madre de Dios el entorno adecuado para que su pureza no se viera jamás amenazada sino todo lo contrario, siendo su amor paternal la cerca protectora de esta niña única, preservada del pecado, pequeño fruto que maduraría rápidamente ante la misión para la cual había sido pensada por Dios sin perder jamás la inocencia de su alma, de todo lo cual san Joaquín era el guardián.

Es cierto que en los Evangelios nada se nos dice acerca de los padres de la Virgen; de hecho, ni siquiera luego de la Anunciación se nos habla de ellos, y, sin embargo, me atrevería a decir -con el máximo respeto y devoción-, que no sería raro especular que san Joaquín le hubiera encomendado cariñosamente a san José el cuidado de su hija, pues como buen padre habrá visto en el corazón de san José al indicado para traspasarle la custodia de tan precioso tesoro y regalo del Cielo.

En fin, san Joaquín fue el guardián del entorno de María santísima hasta que le llegó el momento a ella de ser madre y no cualquier madre, sino la Madre de Dios, dando paso al  Nuevo Testamento que comenzaría a gestarse en el seno de su hija santísima, a quien tan bien supo cuidar.

 

María santísima

“La niña Inmaculada”

Sabemos bien que por el pecado original arrastramos aquella inclinación al mal contra la cual debemos luchar sin tregua, lucha a través de la cual, a su vez, se forjan los grandes santos. Es esta misma mancha del alma la que comienza a mover a los pequeños a sus primeras travesuras, buscando llevar poco a poco de una especie de diversión mal entendida o desordenada hasta la malicia que ya implica propiamente el pecado. Pero en la Virgen María esto no fue así: ella fue preservada del pecado original, como claramente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “A lo largo de siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28) por Dios, había sido redimida desde su concepción…preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador”. Esto quiere decir que la Virgen jamás experimentó desórdenes ni malas inclinaciones, es decir, literalmente “era la niña más buena del mundo”, por eso solamente a ella la llamamos “santísima”, y es por eso que reflexionar en toda su vida no es más que contemplar una pureza y una inocencia tales que jamás se vieron contrariadas por las consecuencias del pecado que los demás sí experimentamos.

La Virgen Niña, por lo tanto, fue siempre obediente, siempre amorosa, atenta, respetuosa, piadosa, etc.; y debemos pensar en su infancia con ternura, pidiéndole la gracia de purificar el corazón porque ella sabe de pureza, de hacernos humildes porque ella sabe de humildad, y de enamorarnos de Dios y aceptar gustosos sus designios porque ella sabe de qué se trata el no negarle nada a Dios, aun si hay que huir hacia el desierto o compartir los dolores de la cruz de nuestro gran Amador.

Adentrémonos en el corazón de María, el corazón que jamás dejó entrar el pecado, el corazón sin culpa, intacto en su inocencia y siempre fiel en su deseo de forjar a los que quieran darse del todo a su Hijo.

Que la Virgen niña cautive nuestras vidas y su ternura nos conduzca cada vez más cerca de Dios.

 

“La maternidad espiritual de María santísima”

(Homilía)

El primer principio de la Mariología […] es el de la maternidad divina de la Virgen, derivado directamente de la divinidad de Cristo, declarada en el concilio de Nicea el año 325 contra la herejía del arrianismo […]. A partir de esta verdad, se sigue necesariamente que María santísima ocupa un lugar único y exclusivo en la historia de la salvación, y, por lo tanto, también en nuestra historia personal con Dios. Porque esta mujer, que es la madre de Dios, se ha convertido para nosotros en el gran regalo que Jesucristo mismo nos ha hecho desde la cruz… porque fue justamente allí, cuando su amor por nosotros ardía con más fuerza, que nos la entrego como madre nuestra también.

Desde aquel día la Virgen María se llenó de hijos y comenzó a extenderse su tierna maternidad espiritual sobre cada uno de los miembros del cuerpo místico de su Hijo que es la Iglesia, es decir, sobre cada uno de nosotros.

Debemos decir que la conciencia de la importancia de la madre Jesús, el Cristo, el Salvador, es manifiesta ya desde los comienzos de la Iglesia; así por ejemplo san Ignacio de Antioquía […] afirma que Jesucristo ha nacido de María y de Dios.

Y por otro lado, tenemos a san Ireneo, discípulo de san Policarpo que fue, a su vez, discípulo de san Juan apóstol (el encargado de cuidar a la Virgen María) […] que escribe palabras hermosas acerca de la asociación de María a nuestra salvación por su intimidad tan profunda con su Hijo, y así por ejemplo escribe:

«Así como Eva, teniendo un esposo, Adán, pero permaneciendo virgen (…), por su desobediencia fue causa de muerte para sí misma y para toda la raza humana, así también María, desposada y, sin embargo, Virgen, por su obediencia se convirtió en causa de salvación, tanto para sí como para todo el género humano[1]

La maternidad espiritual de la Virgen es tan profunda que ha de afianzarse cada vez en nosotros junto con el desarrollo y madurez de nuestra vida de gracia. La razón: porque la gracia nos une con Jesucristo y su Madre y madre nuestra está siempre fielmente con Él.

Por eso decía san Alberto Hurtado, advirtiéndonos de no ofender a esta santa Madre: “María es madre mía en cuanto yo estoy unido con Cristo su Hijo Unigénito. La maternidad de María es consecuencia de mi unión mística con Jesús. Al romper con él, rompo también con María. ¡Un pecado! Si mirara a María ¿tendría valor de hacerlo? Uno vino a confesarse profundamente arrepentido porque había visto llorar a su madre… La leyenda del corazón de la madre que habla. “No permitas, madre, que me separe jamás de ti. Y si lo estoy, Ella ora a su hijo porque este hijo muerto resucite”. Acude a Ella, lleno de confianza y ¡pídele la gracia de ser de nuevo su hijo!”.

¿Cuáles son las implicancias de la maternidad espiritual de María santísima?

Las dividimos principalmente en dos especies:

De Parte de María y de parte nuestra

De parte de María, mencionamos tan sólo algunas:

– Su intercesión ante Dios: porque una buena madre siempre intercede en favor sus hijos y la Virgen es realmente nuestra abogada ante el trono celestial.

– Su protección: ella vela incansablemente por nosotros, así como veló siempre por Jesús.

– Su ejemplaridad: porque los padres tienen la obligación de ser modelos de vida para sus hijos, y María santísima es un modelo perfectísimo, al punto que Dios mismo la eligió como madre de su Hijo.

Finalmente su bondad infinita: que nos invita continuamente a no desanimarnos por nuestros pecados sino a tomar parte de la gran empresa de la reparación, y de esa manera, además de purificar nuestras almas, nos hace partícipes de la gran obra de su Hijo Jesucristo que es la Redención de mundo entero.

Implicancias de parte nuestra: como la Virgen María es Madre de Jesús y también Nuestra Madre Santa y querida. En Ella debemos poner:

– toda nuestra confianza, porque María jamás defrauda;

– nuestro amor, porque, como dice la canción, es la Madre del amor más hermoso;

– nuestra ternura y devoción… porque es la Madre de Dios.

Y así también, debemos hacer todo:

– buscando agradar a la Virgen,

– evitando todo cuanto pueda entristecerla,

– y alegrarla haciéndonos santos…

Recordemos que para esto, ella misma se nos ofrece como molde de santidad según los grandes santos marianos afirman: ella es quien mejor y más perfectamente moldea a los hijos de Dios.

      En este día de reparación de las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de Nuestra Madre del Cielo, recordemos las bellísimas palabras que la Virgen de Guadalupe la dice al indiecito san Juan Diego:

       “… a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oiré (allí) sus lamentos y remediaré todas sus miserias, penas y dolores… Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas… ninguna enfermedad ni angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester?…”.

 Que María santísima nos conceda la gracia de vivir cada día más intensamente todas las hermosas consecuencias de haber sido adoptados tiernamente como Hijos suyos.

 

“Flores a mi Madre del Cielo”

Oh, Madre de los pobres pecadores

que acoges con ternura en tu regazo,

permíteme corresponder tu abrazo

y darte cada día nuevas flores:

 

Las rosas de las cruces ofrecidas

sin quejas ni amarguras ponzoñosas;

los lirios de las obras animosas

de bien, que contra el viento son bruñidas;

 

Orquídeas que fulguren gratitudes,

hortensias de plegarias coloridas,

geranios perfumados de despojos;

 

En fin, un ramillete de virtudes

labradas en el alma y acrecidas

al tiempo que se arrancan los abrojos.

 

“Ave María”

Dios te salve María,

noble albricia del Amor,

causa de nuestra alegría

y alabanza del Señor;

 

Llena eres de gracia

por divina dilección;

tu alma pura, sin falacia,

no conoce corrupción;

 

El Señor está contigo

como el sol junto a la luz,

como está en la espiga el trigo

o los brazos en la cruz.

 

Bendita, Madre, tú eres

-oh sagrario celestial-

entre todas las mujeres,

por ser Madre Virginal,

 

Y bendito sea el fruto

de tu vientre: tu Jesús,

cuya entrega fue el tributo

que agradó al Padre en la cruz.

 

“Santa María”, te aclaman

los creyentes con su voz,

y en los cielos te proclaman

como aquí, “Madre de Dios”;

 

Ruega tú, Corredentora,

por nosotros, pecadores,

desde ahora y en la hora

de la muerte y sus albores.

Amén.

 

San José

“El guardián de los tesoros de Dios”

Para cuidar los tesoros

se necesita un guardián

sin doblez y con afán

de proteger por decoro,

que esto vale más que el oro,

perlas, rubíes, diamantes;

y si además es constante

en las virtudes que expresa

-sobre todo la pureza-,

será confiable garante;

 

II

Cuánto más si los tesoros

corresponden al mismo Dios;

no uno solo sino dos,

y los más grandes de todos:

un Hijo, abajado al modo

de la herida humanidad;

y una Madre que en piedad

sobresale más que el sol;

y por eso el protector

debía ser santo en verdad.

 

III

Arquetipo de nobleza,

que Dios miraba con gusto,

de Belén, “el hombre justo”,

el de mayor entereza:

José recibió la empresa

de cuidarle al Poderoso

sus tesoros más grandiosos:

su Madre y su Hijo amados,

entre humildes cuidados

y el amor más dadivoso.

 

IV

Cuando el frío cruel sin rumbo

congelaba corazones,

las secretas razones

del Dios del amor profundo

irrumpían en el mundo,

trayendo la salvación;

y el dolor y la emoción

del corazón de José,

sostenido por su fe,

confirmaban su elección;

 

V

San José, entraba así

en el designio increíble,

donde Dios hizo posible

redimir al hombre ruin;

y él debía estar allí,

protegiendo y cuidando,

mientras iba contemplando

con tiernos ojos de padre,

a su Jesús y su Madre,

que lo iban santificando.

 

A la luz de nuestra fe, si bien no tenemos más que unos pocos versículos acerca de las acciones de san José, nuestro querido santo ha sido explícitamente llamado “varón justo”, es decir, santo. Y la pregunta que surge espontáneamente ante esta “falta de datos”, podría formularse así “¿acaso san José no debió haber sido un alma totalmente extraordinaria?”, es decir, ¡el mismo Dios le encomendó que cuidara ni más ni menos que a su Hijo y a su madre!; pues bien, la santidad de san José, obviamente, va más allá de las palabras, y solamente algo de ella podemos llegar a percibir a la luz de los hechos.

El Hijo de Dios nacería pobre en un pesebre, abandonado de los hombres, una noche fría y de la manera más impensada por la lógica humana; y san José fue el encargado de velar por Él, protegerlo, darle calor a Él y a su madre con la mayor de las delicadezas. Luego, la Sagrada Familia debía huir, entre los peligros del desierto y la gran longitud de la difícil travesía, y allí estaba san José para cuidarlos; y debía darles sustento, y ser el padre de familia, sin apartar sus cuidados sino hasta llegada la hora de Jesús… Algunos piensan que san José falleció justo antes que de nuestro Señor comenzara su vida pública, pues su tierno corazón no sería capaz de soportar verlo en la cruz, ni ver a su santísima esposa sufrir tal dolor; sea como sea, san José vivió para proteger los grandes tesoros de Dios, y eso implica que la pureza de su alma debía ser tal jamás faltara a la misión que el Todopoderoso le había confiado. San José no pudo tener simplemente un corazón purísimo, no; aprendió a amar de tal manera la sublime encomienda, viendo crecer al Dios-Amor ante sus ojos y entre sus brazos, que probablemente Dios mismo debió ensancharle el corazón y colmarlo de tales virtudes que su fidelidad al plan divino, del cual él formaba parte, se viera siempre intacta hasta el final.

San José fue el custodio perfecto de la grandeza de Dios, figurando de alguna manera cómo nosotros, análogamente, debemos ser guardianes de la gracia que Dios ha puesto en nuestros corazones, presencia divina por inhabitación en nuestro caso, que también implica nuestra fidelidad al plan de Dios en nosotros.

 

“La prueba de san José: ejemplo para nosotros”

(Homilía de Adviento)

Queridos hermanos:

Durante este tiempo litúrgico que venimos celebrando, se nos han propuesto en diversos momentos las denominadas “cuatro grandes figuras del Adviento”: el profeta Isaías, san Juan Bautista, María santísima y en este cuarto domingo la de san José, el varón justo, es decir, santo; elegido por Dios como el guardián y custodio de sus dos grandes tesoros: María santísima y Jesucristo, su Madre y su Hijo.

El evangelista nos presenta el conocido texto sobre la sorpresa de san José ante el conocimiento de que María santísima, la mujer con quien se desposaba, se encuentra de pronto embarazada, y su decisión de abandonarla en secreto. En síntesis, nos encontramos ante aquello que podríamos llamar “la gran prueba de san José”, quien “ciertamente buscaba una respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo, buscaba una salida a aquella situación tan difícil para él.” (San Juan Pablo II) Siguiendo la interpretación del Papa Magno, resulta difícil que san José se quisiese apartar de María santísima por desconfianza o desprecio: san José no era un hombre cualquiera, su virtud y la pureza de su corazón la habían ganado, como hemos dicho, la simpatía de Dios quien lo eligió como el exclusivo custodio de sus tesoros. ¿Cómo comprender, entonces, la actitud de san José?, ¿por qué pretender “dar un paso atrás” respecto a María, su esposa, de quien sabía su virtud?; y es que a este justo hijo de David le pasó lo mismo que a cualquier alma llamada a cosas grandes le puede pasar: sentirse indigno de tomar parte de algo que, ciertamente, está más allá de lo ordinario, de sus capacidades, de su comprensión, pero que tiene al mismo Dios por autor y sólo nosotros tenemos “el poder de frustrar” si nos alejamos de la divina voluntad. ¿Cuántas “almas pequeñas, como las nuestras” has sido llamadas a hacer cosas grandes?, ¿acaso no es la misma santidad, que Dios nos pide a cada uno sin discriminaciones, una grande empresa ante la cual retrocedemos?, ¿cuántas grandes renuncias Dios nos ha pedido y hemos “dado un paso atrás”, renunciando a la grandeza?; pues bien, en san José Dios nos enseña que nuestra nada y poquedad o son obstáculo para sus “grades obras”: Dios nos pide generosidad, Dios nos pide que confiemos en Él, Dios nos pide magnanimidad…

El ángel del Señor le dice a san José en sueños que “no tema”, porque el temor estanca las almas, frustra los planes divinos, y hace perder incontables gracias que nos serían concedidas si tan sólo confiáramos más en Dios.

“El mensajero se dirige a José como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María.” (San Juan Pablo II); pero no sólo se vuelve, san José, un modelo de padre para el Hijo de Dios a quien custodia, sino también un modelo de esposo, dedicado en todo a sustentar a su familia con el esfuerzo de su humilde trabajo: “Aunque no hubiera otra razón para alabar a San José, habría que hacerlo, me parece, por el solo deseo de agradar a María. No se puede dudar que ella tiene gran parte en los honores que se rinden a San José y que con ello se encuentra honrada. Además de reconocerle por su verdadero esposo, y de haber tenido para él todos los sentimientos que una mujer honesta tiene para aquel con quien Dios la ha ligado tan estrechamente, el uso que él hizo de su autoridad sobre ella, el respeto que tuvo con su pureza virginal le inspiró una gratuidad igual al amor que ella tenía por esta virtud y, consiguientemente, un gran celo por la gloría de San José” (san Claudio de la Colombiere); y san Bernardino de Siena llega a decir: “Si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen María, ya que por medio de ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a San José, después de ella, una especial gratitud y reverencia”.

Luego del sueño de san José, sin embargo, nuestro querido santo comprende bien que es el mismo Dios quien “le pide este favor”, y esto nos debe ayudar a preguntarnos a nosotros mismos ¿cuántas veces Dios me pidió algo a mí?, y ¿cuántas de aquellas veces le dijimos que no?, ¿cuántas veces dimos un paso atrás por falta de confianza en Dios? San José se ha convertido en ejemplo de fidelidad al plan de Dios, el cual una vez aceptado, no dejó de cumplir jamás. Si bien no sabemos cuándo aconteció su muerte, sí podemos deducir que hasta encontrarse con ella san José cumplió con Dios.

En este cuarto Domingo de adviento, ya casi la antesala del nacimiento más importante de la historia, le pedimos al custodio de Jesús y de María, que nos alcance la gracia de imitarlo en su abandono incondicional a la voluntad de Dios, de no retroceder ante las cosas grandes que Dios quiere hacer en y por nosotros, y de cumplir con fidelidad hasta el final los planes que Dios nos vaya trazando para nuestra santificación y encuentro final con Él en la eternidad.

“San José, modelo de contemplativo”

(Homilía predicada a religiosas contemplativas)

Como claramente nos enseña san Ignacio, “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…” (EE 23) y punto, es decir, que allí se encierra perfectamente la síntesis de lo que debe ser nuestro paso por la tierra. Pero hay algo más… recordemos que, si bien el hombre está herido profundamente en su naturaleza debido al pecado, sin embargo, posee un alma espiritual que puede mucho más de los que puede el cuerpo, un alma que puede elegir, que puede amar y que, con todas sus limitaciones aun puede hacer algo más, que le es propio como a los demás seres espirituales… el alma, simplemente, es capaz de contemplar. San Ignacio dice que “el hombre es creado para alabar”, y san Gregorio dice que “en la contemplación se busca al principio, que es Dios.”

Acerca de la contemplación, el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña: “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo lo miro y él me mira”, decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el “conocimiento interno del Señor” para más amarlo y seguirlo (Cf San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 104)”. A la luz de todo esto -ahora sí-, podemos decir con toda propiedad que san José es un perfecto modelo de contemplativo para nosotros que hemos abrazado justamente ese estilo de vida, el del que decide dedicarse a amar a Dios, como san José, y poner continuamente la mirada del alma en Jesucristo, el Verbo Encarnado. Pero san José es más cercano aun para nosotros, ya que no sólo contemplaba a Jesús, su hijo adoptivo y encomendado por el mismo Dios, sino además a la Virgen santísima, en quien contemplaba también la máxima perfección y ternura que el Altísimo se quiso forjar como madre, una creatura sin ninguna mancha de pecado, el segundo de los tesoros más grandes de Dios que también le era encomendado. Y san José nos resulta así “cercano de una manera especial”, porque profesamos los votos religiosos para imitar a Jesucristo, de quien san José fue testigo primerísimo desde el principio y cuya vida vio pasar delante de sus ojos paternales aprendiendo como nadie de este Dios hecho hombre que forjó la redención, pasando desapercibido junto a san José, en su humilde casa, en su sencillo taller y bajo su especial custodia; pero también nos resulta especialmente cercano por nuestro cuarto voto, que nos convierte en “los cercanos de la Virgen”, los que bajo juramento decimos agradarla y custodiar su honra maternal y virginal, como san José, el gran guardián de María santísima y su integridad y predilección delante de Dios. Por eso debemos amar tanto a san José y aprender de él a contemplar…, a dejar de lado nuestros planes y abandonarnos a los de Dios; a no tenerle miedo a la grandeza que Dios desea obrar en nuestras almas; a dar un paso atrás ante los buenos deseos que se oponen a los santos deseos; y especialmente como contemplativos, a buscar ese pasar desapercibidos mediante la humildad, y a crecer de manera especial en la intimidad con Jesucristo, abandonando completamente el corazón en las paternales manos de Dios, en su providencia, en sus designios.

Santa Teresa de Ávila, gran contemplativa y de una profundidad excepcional, tenía muy presente el rol de san José y con él como patrono comenzó su reforma desde Ávila, refiriéndose a él de esta manera: “A otros santos el Señor parece haberles dado la gracia para socorrernos en algunas de nuestras necesidades, pero de este santo glorioso mi experiencia es que nos socorre en todos ellos y que el Señor desea enseñarnos que como Él mismo estaba sujeto a él en la tierra (porque, siendo Su guardián y siendo llamado Su padre, él podría mandarle), de la misma manera en el Cielo Él todavía hace todo lo que pide. Esta ha sido también la experiencia de otras personas a las que he aconsejado que se encomienden a él; e incluso hoy en día hay muchos que le tienen una gran devoción por haber experimentado nuevamente esta verdad”; y el padre Pío afirma que: “San José, con el amor y la generosidad con que guardó a Jesús, así también guardará tu alma, y ​​como lo defendió de Herodes, así defenderá tu alma del Herodes más feroz: ¡el diablo! Todo el cariño que el Patriarca San José tiene por Jesús, lo tiene por ti y siempre te ayudará con su patrocinio. Él te librará de la persecución del malvado y orgulloso Herodes, y no permitirá que tu corazón se separe de Jesús. ¡Ite ad Ioseph! Acude a José con extrema confianza, porque yo, como Santa Teresa de Ávila, no recuerdo haberle pedido nada a san José sin haberlo obtenido de buena gana”.

Ciertamente que san José ocupa un lugar del todo especial cuando se trata de interceder por nosotros ante Dios, y la razón es que ocupó un puesto sumamente especial en la Sagrada Familia, de la cual debió ser el jefe y proveedor, guardián y defensor, padre y protector, y especialmente un gran “contemplativo del Hijo de Dios que se le había encomendado”. Pensemos en cuánto habrá crecido el corazón de san José a la luz del Verbo Encarnado, con cuánta ternura lo habrá observado y aprendido de cada detalle de “su hijo” durante el transcurso de su vida, una vida que había comprendido estar plena de sentido y que así, como era él, de pocas palabras pero de obras imborrables, se habrá apagado serenamente para encontrarse cara a cara, dichoso, con el Padre celestial que le había pedido que le cuidara sus tesoros en la tierra, tesoros que amó, que custodió y que siempre contempló.

Quería terminar con la primera estrofa de una poesía compuesta por santa Teresita de Lisieux en 1894, que tal vez conozcan, pero no está para nada de más. La compuso para ser cantada con una música popular. Al traducirla del francés, se pierde la rima, pero nos queda el contenido del poema, que es una oración.

 

  1. José, tu vida transcurrió en la sombra, humilde y escondida,

¡pero fue tu privilegio contemplar muy de cerca

la belleza de Jesús y de María!

José, tierno Padre, protege al Carmelo;

que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.

 

  1. Más de una vez, el que es Hijo de Dios

y entonces era niño, sometido en todo a tu obediencia,

¡descansó con placer sobre el dulce refugio

de tu pecho amante!

José, tierno Padre, protege al Carmelo;

que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.

 

  1. Y, como tú, nosotras servimos a María y a Jesús

en la tranquila soledad del monasterio.

Nuestro mayor cuidado es contentarles, no deseamos más.

José, tierno Padre, protege al Carmelo;

que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.

 

  1. A ti nuestra santa Madre Teresa

acudía amorosa y confiada en la necesidad,

y asegura que nunca dejaste de escuchar su plegaria.

José, tierno Padre, protege al Carmelo;

que en la tierra tus hijos gocen ya la paz del cielo.

 

  1. Tenemos la esperanza de que un día,

cuando haya terminado la prueba de esta vida,

iremos a verte, Padre, al lado de María.

José, tierno Padre, protege al Carmelo

y, tras el destierro de esta vida, ¡reúnenos en el cielo!

 

Jesús

 

“Ofrenda al Niño Dios”

¿Qué darte Dios nacido así, pequeño;

tan sólo por amores torrenciales

que brotan de los valles celestiales

y bajan a esta tierra con su dueño?

 

No tengo ningún oro que ofrecerte,

ni tengo algo de mirra entre mis cosas,

tampoco llevo incienso olor de rosas

ni nada que no sean ganas de verte…

 

Mas, ¿qué es esa sonrisa luminosa

que brindas a los pobres pastorcitos,

que sólo traen consigo su mirada?…

 

¡Ya entiendo!, ¡qué respuesta tan hermosa!;

Señor, ahí en tus brazos pequeñitos

te dejo mi pobre alma enamorada.

El Sagrado Corazón de Jesús

(Homilía)

Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo surge la atracción hacia el objeto que contemplamos, y si es posible poseerlo, brota en nosotros la esperanza y junto con ello nuestra actitud de ir por él, de quererlo para sí, y de aquí en adelante es posible que se produzca el amor; y el fruto del amor, es la unión. Es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la “unión de corazones”, y en la medida que ese amor se vaya acrecentando, se vaya haciendo puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. El amor verdadero, entonces posee ciertas características:

–  se corresponde: por ejemplo, los amigos que se buscan constantemente

–  se manifiesta: como los esposos que se dicen todos los días que se quieren

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

Y como este día celebramos al Sagrado Corazón que nos amó y nos ama hasta el extremo, pasemos ahora a considerar el amor que brota hacia nosotros de este Sagrado Corazón cuyos latidos nos siguen llamando ininterrumpidamente a la unión con Él.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto, vemos más claramente que el amor genera lazos tan fuertes entre aquellos que se aman que se dice que “se van volviendo una sola alma”, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro. Por eso el amor verdadero, agradable a los ojos de Dios, es el amor que se funda en la virtud:

– no es amor verdadero el que se fundamenta en el interés,

– no es amor verdadero el que se funda en el placer,

– y no es amor verdadero el que se fundamenta en el pecado; sino el que se asienta sobre los lazos de la virtud.

Pero para formase estos “lazos fuertes” se necesita además tiempo y hábito, es decir, mantener la llama viva y avivarla cada vez más mediante los actos de amor, los gestos, los detalles, etc., y en consecuencia nuestro amor por Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración, en nuestros ratos a solas con Él y en las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

El amor del Sagrado Corazón es del todo especial, porque va más allá de los humanos esquemas ya que en realidad los trasciende, está por sobre ellos; ya que Él mismo, siendo Dios, se dignó amar a los hombres de modo gratuito y tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la sabiduría humana nos podría decir:

– No hay proporción entre ambas partes; Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y le envió a su Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia, pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el castigo divino por la rebelión, pero Dios nos ofreció misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla. Él mismo nos la dejó escrita en “su gran carta”, llamada Sagrada Escritura, donde se nos dice que “Él  nos amó primero[2]… porque el Amor de Dios siempre se nos adelanta, y a partir del costado abierto de nuestro Señor en la Cruz, sabemos por la fe que el amor de su Sagrado Corazón no ha cesado de fluir deseoso de que nosotros le correspondamos, porque “el amor con amor se paga”, y se manifiesta con las obras; por lo tanto, los verdaderos discípulos de Jesucristo debemos dar ejemplo de caridad y llevar una vida tal que le sea agradable al Corazón de Cristo.

Decía san Juan Pablo II: “El corazón no es sólo un órgano que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo. Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de Juan. … En realidad así mira la Iglesia; así mira la humanidad. Y, de hecho, en la transfixión de la lanza del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de Dios.”

En el día de hoy la invitación es a considerar en nuestras vidas dos cosas:

-Lo que ofendió en mi vida al Sagrado Corazón, para comenzar a reparar;

-Lo que hice por Él para consolarlo, pare perseverar, seguir adelante y hacer nuevos y nobles propósitos respecto a esto, teniendo en cuenta las motivadoras palabras de san Alberto Hurtado: “Si pudiéramos nosotros en la vida realizar esta idea: ¿qué piensa de esto el Corazón de Jesús, ¿qué siente de tal cosa…? y procurásemos pensar y sentir como Él, ¡cómo se agrandaría nuestro corazón y se transformaría nuestra vida!”

Le pedimos a María santísima, que nos alcance de su Hijo la gracia de aprender a “dilatar nuestro corazón” de amor por Él, y de renovar con seriedad el noble deseo de vaciarnos de nuestro egoísmo para dejarle lugar al Sagrado Corazón que debe reinar en nosotros.

El corazón de Cristo

 

Contemplando el abandono sin razón

de los hombres que la infamia convenció,

el Eterno, compasivo, sentenció

asumir la humanidad y un Corazón:

 

Benigno, que acogiera a los heridos;

sensible, que supiera de flaquezas;

sincero, sin ambages ni cortezas;

radiante, luz y guía de afligidos;

 

Paciente, tierno, fuerte, generoso;

en fin, tan portentoso y aledaño,

que oyera quien quisiera sus latidos

 

Llamando a su regazo junto al gozo

sin fin del que regresa a su rebaño:

morada y redención de los perdidos.

 

La Sagrada Familia de santa Ana, san Joaquín y la Virgen niña

“San Joaquín y santa Ana: por los frutos se conoce el árbol”

Queridos hermanos:

En este día tan importante para nosotros, monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, lugar que resguarda los cimientos de la casa de san Joaquín y santa Ana, podemos considerar varios aspectos acerca de los padres de la Virgen María a la luz de la tradición, algunos textos de los santos, o los datos del evangelio apócrifo de Santiago (donde encontramos, por ejemplo, sus nombres).

En esta oportunidad, quisiéramos referirnos brevemente a tres de ellos:

En primer lugar, siguiendo la idea de san Juan Damasceno, como el árbol se conoce por sus frutos, podemos estar seguros de la santidad de los padres de María santísima, ya que, en palabras del santo: “Toda la creación os está obligada, ya que por vosotros ofreció al Creador el más excelente de todos los dones, a saber, aquella madre casta, la única digna del Creador.” Así como el Hijo de Dios debía nacer de un vientre purísimo, de la misma manera aquella que lo recibiría en el mundo en su vientre fue preparada desde toda la eternidad tanto por el eterno designio fuera del tiempo, como por la santidad de sus padres en la tierra, la cual fue probada con la “paciencia”, ya que fue recién en su vejez y luego de muchas plegarias que pudieron ser padres de tan excelsa niña; y por esta misma razón fue una santidad probada con la confianza en Dios y el santo abandono a su divina voluntad; por eso, dice también el Damasceno de los abuelos del Señor: “Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto, en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo.”

En segundo lugar, san Joaquín y santa Ana fueron el instrumento por el cual la Virgen, ya desde niña, aprendió la maternidad que posteriormente se extendería a toda la humanidad, es decir, que fueron el primer ejemplo de lo que implica realmente ser madre o padre. Decía san Juan Pablo II: “La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí «aprendía» de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre… Así, pues, cuando como «herederos de la promesa» divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre”. Es decir, que, en san Joaquín y santa Ana, la Virgen conoció desde su infancia lo que implica el rol de los padres respecto a sus hijos: preocupación por ellos, renuncia, sacrificio, dolor de sus males y alegría de sus bienes; consuelo, compromiso y todo esto sin condiciones, porque así son las buenas madres, con un amor que no sabe de límites y no duda en olvidarse de sí con tal de beneficiar, especialmente el alma, de los hijos.

En tercer lugar, análogamente al Precursor, los santos padres de la Virgen son ejemplo de abandono absoluto a la voluntad de Dios, en concreto, a la misión para la cual el Altísimo los tenía destinados. Porque, así como el Bautista debía señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y luego dar un paso atrás, así también estos ancianos, hacia el ocaso de su vida ofrecieron a la Madre de Dios y de la Iglesia, desapareciendo luego humildemente, pues aquella había sido su misión y la aceptaron y cumplieron cuando Dios lo quiso, encontrando allí su santificación y posterior premio en la eternidad.

En este día en que celebramos la memoria de los abuelos de nuestro Señor Jesucristo y padres de María santísima, a ellos les pedimos que nos alcancen la gracia de abrazar la voluntad de Dios, al tiempo que Él quiera y de la manera que nos la muestre, para asemejarnos así a aquella que más que nadie agradó al Padre del Cielo con su santo abandono y su humildad.

La Sagrada Familia de Nazaret

“Que la familia sea escuela de virtud”

“(Homilía)

Queridos hermanos:

Hablando acerca de la solemnidad que hoy celebramos, dice san Juan Pablo II que este día está dedicado a celebrar a la “Sagrada Familia: Jesús, María y José. Y el título expresa por sí solo toda la sublime realidad de un hecho humano-divino, al presentar ante nosotros un modelo que reproducir en la vida, para que cada familia, especialmente la cristiana, se empeñe en realizar en sí misma esa armonía, honradez, paz, amor, que fueron prerrogativas admirables de la Familia de Nazaret.”

El Papa magno sintetiza de manera hermosa lo que significa para nosotros la familia de Nazaret: un modelo perfecto y acabado de lo que debe ser la familia cristiana, hoy más que nunca, en que vivimos una época en la que se ataca de manera especial, con una saña terrible, al núcleo de la sociedad y semillero de la fe y la santidad de los miembros de la Iglesia; ya que es “en la familia donde se adquieren o no los valores y virtudes que forjarán o no a los hombres y mujeres virtuosos del mañana”, es decir, todas aquellas almas buenas que desde pequeños aprendieron las virtudes cristianas del ejemplo de sus padres, que el día de mañana les permitirán alcanzar la madurez en la fe y la felicidad iniciada en este mundo, que sólo saben poseer quienes hayan asimilado los valores que en toda buena familia se deben inculcar desde pequeños; como el amor, el respeto, la paciencia, la perseverancia, el amor a la cruz y espíritu de sacrificio, la generosidad, etc.; sin los cuales lo único que se producen son los llamados “niños malcriados”, que serán los fracasados del mañana si no aprenden a adquirir las virtudes luego por su propia cuenta. Por ejemplo, un niño consentido, a quien por un amor mal entendido se le da todo lo que pide con alguna queja o lloriqueo, sin importar si eso lo hará mejor o no; si esto no se corrige, al crecer podría convertirse en un fracasado, al no tener experiencia justamente del fracaso y de cómo sobreponerse y superarlo, por la carencia de una experiencia tan importante como la de no recibir todo lo que quiere, de ganarse las cosas con trabajo y esfuerzo; pues por extraño que parezca, a menudo los adultos resentidos de hoy, son los niños consentidos de ayer, que de alguna manera más o menos clara llegan a percibir que si se los hubiera amado bien, corregido bien, estimulado bien en las virtudes, se les habrían inculcado los valores para hacerlos fuertes ante las adversidades de la vida, triunfadores en las pruebas, pilares ante las tormentas y hasta líderes de nobleza, en vez de dejarlos crecer con caprichos que terminarán pagando con frustraciones como adultos. Dicho esto, no olvidemos que, si bien hay virtudes que probablemente no se adquieran con ninguna facilidad si no arraigaron desde el seno de la familia, no debemos desconfiar de los increíbles frutos de la gracia en un alma que decide cambiar y abrazar la virtud bajo la tierna mirada de Dios…, así que a no desanimarse, pero tampoco a descuidar a nuestros hijos, que son los hombres y mujeres del mañana que deberán llevar el reinado de Jesucristo a los demás armados de la gracia y las virtudes que se les hayan enseñado y los hayan hecho firmes en la fe.

Y para iluminar un poco más esta necesidad de aprender a educar y amar bien en nuestras familias, pensemos en el hogar de la Sagrada Familia en Nazaret: una madre humilde, la más de todas, con el corazón más puro que jamás haya existido; un padre bondadoso, sacrificado y ciertamente un gran contemplativo, que a diario se detenía a observar y preocuparse de los dos grandes tesoros que el Dios eterno le había encomendado: su madre y su Hijo. Y, por supuesto, Jesucristo, el Verbo encarnado, la Palabra del Padre que dedicó la mayor parte de su vida a resguardarse y preparar su misión redentora, en la sencilla casa de Nazaret, “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”, y sencillamente siendo un buen hijo: preocupado de sus padres, atento a sus consejos, empeñado en jamás dejarlos mal delante de los demás; sumamente respetuoso y educado con sus vecinos, etc. Pero sobre todo, la casa de Nazaret debía estar embebida de la madre de las virtudes: la caridad; y de la señal de las almas grandes: la humildad; donde Jesús, María y José, vivían en plenitud el significado de la familia: escuela de virtudes y valores que, revestidas de la divina gracia, hacen que las familias cristianas se conviertan en semilleros de santidad; como Mamá Margarita para san Juan Bosco, Luis y Celia para santa Teresita, y todas las madres y padres de familia que fueron decisivos en la santidad de tantas almas buenas que hoy podemos venerar en los altares.

Que en este día de la Sagrada Familia de Nazaret, nuevamente la tomemos por modelo de nuestras propias familias, especialmente haciendo que realmente sea Jesucristo en centro de nuestras vidas, y contemplándolo a Él y a sus padres nos decidamos firmemente a trabajar por la santidad que puede efectivamente comenzar en la sencillez de nuestros hogares.

Jesús, José y María: os doy el corazón y el alma mía.

 

[1] San Ireneo, Adversus haereses, I, 10, 1: PG 7, 549

[2] 1Jn 4,19

¡La Sagrada Familia llegó a Séforis!

Desde la casa de santa Ana…

Queridos amigos:

Como bien saben, en este lugar santo que alberga los restos de la basílica cruzada erigida en honor de santa Ana, se encuentra el sencillo Monasterio de la Sagrada Familia, y la razón de haberlo nombrado así al llegar nuestros primeros monjes, es el hecho de que históricamente toda la Sagrada Familia debió haber pasado por aquí en algún momento; es decir, sabemos por la Tradición que santa Ana era oriunda de Séforis y probablemente haya nacido aquí, en la antigua capital de Galilea en tiempos de Herodes el grande, también llamada Diocesarea por los romanos, actualmente “Tsippori” (“pájaro” en hebreo, ya que se encuentra en la parte alta del valle, como un ave que observa desde las alturas), y donde -justamente por ser la Capital y estar en construcción durante la infancia y adolescencia de nuestro Señor-, estaba de hecho el trabajo, a diferencia del pequeño pueblo de Nazaret en aquel entonces. Es por este aspecto histórico, además de la sagrada Tradición, que podemos afirmar dicho paso de toda la Sagrada Familia por aquí, sea por vivienda, sea por trabajo, santificando este lugar con su presencia. Pues bien, en atención a este maravilloso dato que solemos compartir con cada grupo que nos visita, es que desde el principio quisimos dedicar la sencilla y pequeña capilla del monasterio a la Sagrada Familia toda, es decir, santa Ana, san Joaquín, la Virgen, san José y, por supuesto, nuestro Señor en sus primeros años habiendo asumido nuestra humanidad. Y para resaltar mejor este grande y silencioso detalle, es que habíamos propuesto mandar a hacer una hermosa pintura que pudiera resaltar al centro de la capilla, y no fue sino hasta hace poco más de dos años que pudimos vislumbrar más de cerca este sueño, cuando un grupo de peregrinos venidos de Taiwan, junto con uno de nuestros sacerdotes y una hermana, pasaron por aquí dejándonos la ayuda que necesitábamos para poder encargar dicha empresa; a continuación, nos hacía falta encontrar al artista, que comprendiera bien no tan sólo el aspecto histórico sino también espiritual al momento de comenzar a realizar su obra, y fue así que por esas cosas de la Divina Providencia nos pusimos en contacto con la hermana María de Jesús sacramentado, de nuestra familia religiosa, quien pese a encontrarse muy ocupada por sus demás trabajos, en seguida se entusiasmó con el proyecto y lo dejó agendado para realizar en cuanto le fuera posible; y fue así que hace poco nos llegó el esperado mensaje avisándonos de que la anhelada pintura estaba terminada; y como si fuera poco, la Sagrada Familia -ciertamente- intercedió, y dispuso todo para que justamente un amigo del monasterio que estaba por viajar nos ofreciera traer lo que nos hiciera falta desde san Rafael, Argentina, donde visitaría a su familia y donde estaba la obra de arte ya terminada.

Sólo Dios sabe la emoción que sentimos al abrir el rollo que contenía una imagen tan hermosa que nos dejó un buen rato con los ojos fijos en ella y nuestra más profunda gratitud a Dios, a la Sagrada Familia, a todos aquellos que de una u otra manera intervinieron para que finalmente llegara hasta Séforis (la hermana que la pintó, la ayuda de los peregrinos, quienes la trajeron y enmarcaron; y todos quienes rezan por nosotros). Finalmente, como corresponde, estas primeras vísperas del Domingo 4º de Adviento, cuyo Evangelio está dedicado a la santísima Virgen María yendo presta a ayudar a santa Isabel, su familia, celebramos la santa Misa como corresponde: siempre solemne, pero además esta vez con la piadosa colocación y bendición de la hermosa pintura que, desde hoy en adelante, ornamentará con gran belleza y devoción la simple capilla dedicada a nuestros amados intercesores en el Cielo.

A continuación, les compartimos la explicación que amablemente nos envió la artista apenas le dimos la buena noticia de que la pintura había llegado sana y salva a su destino:

“…el cuadro lo centré en la Pasión, en la sangre de Jesús. Por eso Él está en el centro. De su Corazón saqué las líneas de la perspectiva, por eso hay uvas, viña; el Niño tiene una uva en la mano, San Joaquín también. Hay rosas rojas, símbolo de la Pasión; la fuente con el león y los tres pajaritos: un petirrojo, un pinzón y un jilguero, a los tres se les llama “pajaritos de la Pasión”, por una leyenda que dice que quisieron sacarle las espinas de la cabeza a Jesús y quedaron rojos salpicados por la sangre. San José lleva una paloma, por la inocencia de Cristo, por eso el Niño está de blanco: la sencillez. Santa Ana y Joaquín de verde por el antiguo testamento. El asiento de la Virgen es corintio, símbolo de la mujer virgen; el de santa Ana es jónico, símbolo de la mujer. La fuente, el león y los pajaritos están atrás del Niño, como figura de Él.”

 

Con grande alegría y gratitud,

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Séforis, Tierra Santa.

 

Carta del P. Segundo Llorente a las carmelitas descalzas del Cerro de los Ángeles (Madrid) en Enero de 1964.

Si no hubiera sido por la soledad, yo no hubiera resistido aquello… En la soledad he encontrado al Señor. Al Señor no se le encuentra fácilmente… Hay mucha gente que ama al Señor, así, vagamente, intelectualmente. Una fe así, intelectual…, pero ese contacto íntimo, esa experiencia, esa proximidad, ese sentirle y hablarle… todas esas cosas se sienten allí gracias a la soledad. Por ejemplo: yo por las noches, no todas, pero por las noches, cuando despacho a la gente, abro la puerta que me separa de la iglesia, entro en la iglesia y estoy yo solo con él… yo solo con el Señor… Allí no hay ruidos, nadie tose, nadie estornuda, no se oyen pasos, nadie baja las escaleras… Está uno solo. En aquella soledad uno, al cabo de los años, se va familiarizando, familiarizando, familiarizando más y más con él… hasta que llega un momento en que ya es una especie de transfiguración en él, y está uno que da gloria. Y allí me paso un rato muy largo con él por las noches. Hay noches que hace mucho, mucho, mucho frío y tengo mucho que hacer. Bueno, pues entonces antes de acostarme entro en la capilla, que a lo mejor hace 25 ó 30º bajo cero o algo así… me arrodillo y pongo los codos en el altar y pongo la cabeza así, muy cerca del sagrario, y le digo algunas cosas muy, muy bonitas, muy bonitas, y allí le tiro una infinidad de besos y… me marcho a la cama…

Yo noto en muchas familias que cuando los niños van a acostarse dan un beso a sus padres, y yo digo: ¡hombre, esto que se usa en las familias… pues aquí vivimos una familia! Él y yo y la Santísima Virgen. La familia es: la Santísima Trinidad, la Humanidad de Jesucristo, la Santísima Virgen, San José y yo, ¡solos!. Ustedes tienen que formar la suya con el mismo grupo (pero sin mí). Dios es infinito… En esta familia no admito a nadie, estoy de hijo único, unigénito solo con la familia aquella. Y allí ¿pues qué dice un niño? Hay mucha diferencia entre ser uno de casa o no ser. Yo entro allí, entro en casa, y entro en la intimidad con Dios, porque soy de la familia. Y usted también tiene que hacerse su familia, apañárselas como pueda…

Entonces yo noto lo siguiente: cuando no se tiene más que un hijo o una hija nada más, se la quiere de una manera especial, porque es la única. Pues para Dios nuestro Señor, que es infinito, cada uno es como si fuera él solo… Somos una familia, claro, una infinitud… Hay dos maneras de ver esto: una manera es verlos a todos debajo del manto de la Virgen… a todos amparados debajo del Sagrado Corazón… a todos en la casa de Dios. Y otra manera, es uno solo. Cuando no se tiene más que un hijo, siempre se le tiene un cariño especial y se le permiten ciertas travesuras… ¡Claro, se le corrige siempre!, pero… se le frunce el entrecejo, pero se supone que la chica hará alguna travesurilla. Mientras la travesurilla sea pequeña, pues está bien, no pasa nada, ¡claro! Por eso cada una de ustedes es hija única de Dios. Bueno, pues a ustedes les permite travesurillas…

Miren, cuando no sepan de qué confesarse, estén seguras de que ustedes faltan a lo siguiente:

. «De contentarse prácticamente con una medianía en la vida espiritual», es decir, no apuntar más alto, no aspirar a más, no querer señalarme más en el servicio de Dios, no amar a Dios con todas las fuerzas que debo, no sobrenaturalizar todo lo que hago como debiera hacerlo… y no hacer todo eso supone contentarse con una medianía en la vida espiritual, ¿estamos?

. «De irreverencias internas en el trato con Dios». Ahí caen todas, ¿verdad? Porque si realmente nos diésemos cuenta, así, cuenta completa de qué es lo que tratamos en la santa Misa o en la comunión y esas cosas… pues estaríamos así… como temblando de emoción, en un estado así de ternura temblorosa ante Dios… y al contrario de eso, lo damos por supuesto y vamos bostezando a comulgar… Bueno, bostezando no, pero vamos despreocupados, pensando en Cáceres o pensando en Ocaña, o pensando en yo qué sé, en vez de pensar lo que debemos pensar, de manera que a eso se llama irreverencia interna; externamente estamos muy modositos, muy reguapitos… internamente andamos por los Cerros de Úbeda, ¿verdad? Ya tienen dos acusaciones.

. «Faltar al silencio interno». ¿Saben lo que es silencio interno? Silencio interno es:

•pensamientos frívolos,

•pensamientos tontos,

•pensamientos vanos,

•pensamientos del pasado,

•pensamientos de cuando fuimos a la escuela, de aquella vez que nos caímos en el río, de aquella vez cuando salimos a bailar…,

y por falta de silencio interno Dios nuestro Señor no nos habla como quisiera hablarnos, porque nos encuentra ocupados… Quiere hablarnos, pero estamos ocupados. ¿En qué estamos ocupados? Pues en esos pensamientos.

. «Preocuparme inútilmente en cosas que ni me van ni me vienen». Porque no están muertas todavía… ¿Están muertas ya? Todavía no se han muerto, ¿eh?… Para morir, 1º quererlo, hay que quererlo… 2º Se va uno a la iglesia… y empieza a morir a todo. Mueren:

•a la patria, porque si la mandan a Alaska, o la mandan al Congo o al Canadá, usted está dispuesta a dejar España, ¿verdad? Pues usted muere a la patria.

•mueren a la lengua. Si la mandan al extranjero tiene que aprender otra lengua. ¿Está dispuesta usted a aprender otra lengua? ¿El japonés o así? ¿Usted va a morir al español? ¿Está dispuesta a sacrificar la lengua española?… Cada muerte de éstas es un golpe formidable en la cabeza del egoísmo, ¿eh?…

•mueren a la familia, quiere decir que hay que estar completamente despegada. La familia hay que quererla mucho. ¿eh?, pero hay que dejarla, ¿estamos? Y si alguna hermana de usted se casa, usted se coge la fotografía, le da un par de besos y después la rompe. ¿Por qué? Porque esas cosas atan, esas cosas llenan la habitación, la celda es pequeña, no hay sitio para esas cosas, ¿estamos? Usted rece mucho por ella, rece mucho por la familia. Bueno, pero mueran a la familia. ¿eh?…

•después mueren a la voluntad propia. ¡Hombre!, eso es facilísimo. Miren, no tienen que hacer más que lo siguiente: nunca hagan nada porque les gusta, nunca dejen de hacer nada porque les disgusta. Háganlo porque ésa es la voluntad del Padre Dios, todo lo que hacen lo hacen para agradar a Dios, y con eso ya no tienen voluntad propia. Bueno, ¿qué cosas quiere Dios?… Quiere todas las cosas que manda la Regla, eso lo quiere Dios; las virtudes, la práctica de las virtudes, eso lo quiere Dios; el silencio, la unión con Dios. ¿Qué es lo que quiere Dios?… Pues al alma le sale una especie de radar para ver, aunque haya una bruma espesísima a una distancia enorme, aunque sea noche oscurísima, con el cual ve venir los cielos de lejos, ve venir a mil kilómetros ya lo que ofende a Dios y lo que le agrada a Dios… ¿eh? Usted hace las cosas para agradar a Dios. Todo lo que hace lo hace porque Dios lo quiere, se acuesta porque Dios lo quiere, come porque Dios lo quiere. Ustedes hacen todo para gloria de Dios, y cuando les llegue la muerte, dicen: yo me muero porque Dios lo quiere… vivo porque Dios quiere que viva… y si usted se pone enferma, dice: porque Dios lo quiere, así… Y cuando lo sobrenaturalicen todo, cuando hagan todo, como lo han hecho por la gloria de Dios, han muerto ustedes a su propia voluntad… No es imposible, ¿verdad? Pues manos a la obra…

•luego mueren a la compañía. Ustedes están aquí con las que Dios les trae, no con las que ustedes quisieron tener.

•mueren a los consuelos espirituales. Ustedes se agarran a los consuelos que Dios les dé. A las lágrimas que les dé, agárrense bien a ellas y si Dios se las quita, si Dios quiere que usted pase por esas purificaciones, noches del sentido y noche del espíritu, no se quejen, ¿eh? Y díganle al Señor: Señor si tú a mí no me arredras, tú me estás queriendo… Mientras más árida y seca estoy, más me quieres tú. Así, con eso, pues ya se pasa mejor la aridez… Cuando el demonio las persuada a ustedes de que ustedes están ya condenadas, que ésas son las pruebas de la purificación del espíritu, díganle al Señor: aquí Satanás no hace más que decirme que yo estoy condenada, pero yo no se lo creo… Se lo dicen a él, ¿eh? Y así con eso ya están ustedes despojadas de todo y muertas a todo…

•Ah, ¡claro! a la fama, tienen que morir a la fama. A usted lo mismo le da ser abadesa que ser cocinera, ¿verdad? Lo mismo le da un oficio que otro, ¿verdad?… ¿Todavía no están muertas a los oficios?…

la fama, las ocupaciones, las compañeras, la voluntad propia, la lengua, la patria, la familia y los consuelos espirituales … Y cuando hayan muerto a esto, ya están muertas. Y luego después se levantan muertas y echan a andar muertas. ¿Ya está bien?… Hasta que a los tres o cuatro días resucitan… y una vez que resuciten… ¡a morirse otra vez! ¿Saben ustedes cuántas veces hay que morir y resucitar? ¡Setenta veces siete!… Y si las coge la muerte muriendo y resucitando, muriendo y resucitando, son ustedes como el Señor, que iba camino del Calvario, que es la muerte, y allí: Venid, benditos de mi Padre… Y ya está… Es que yo todo se lo cuento al Señor… todo se lo cuento a él.

Dice San Juan de la Cruz que las almas así, Dios tira con tal fuerza del alma y las almas tiran con tal fuerza de Dios, que las carnes ya no pueden sujetar al alma y el alma sale, y eso es morir de amor… Y esas almas ya no pasan por el purgatorio, porque ya están purificadas de amor de Dios. Y no pasan por el juicio, porque ya están juzgadas de antemano y aprobadas. Bueno, pues a mí me dio mucha luz… Cuando me veo en algún apuro o viene algún contratiempo o un desplante o algo, digo: Bueno, ¿y a mí qué me importa todo eso, si yo voy a morir de amor?… ¿A mí qué más me da… que me ahogue, o que muera en el hospital, o que muera en la cama, que nieve, que haga frío, que pierda el tren, que no lo pierda, a mí qué más me da, si tengo que morir de amor? ¡A mí que más me da! Puede que a lo mejor les ayude a ustedes.

Procuren desarrollar ustedes un poco de soledad por Dios, un poco de soledad por la ausencia de Dios… Eso hace mucho bien al alma… Soledad de Dios… Ausencia de Dios… como que les cuesta llevar ya tanto tiempo aquí, ausentes de él… que la vida se va gritando… Aquello de Santa Teresa cuando daba el reloj se alegraba porque ya le quedaba una hora menos de… ¿verdad que sí? Y luego, al acostarse, pues otro día más cerca… Ya otro día más… por la noche estoy un día más cerca de Dios… Así… cierta ausencia de Dios… Esa ausencia de Dios ayuda mucho al alma, despega mucho de la tierra… ¿estamos?…

El padre Segundo Llorente, jesuita leonés (1906-1989), pasó 40 años en Alaska evangelizando a los esquimales en condiciones de vida durísimas.

Dios ha revelado su caridad por medio de su Hijo

De la Carta a Diogneto
Nadie pudo ver ni dar a conocer a Dios, sino que fue él mismo quien se reveló. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no sólo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo.
Mientras mantenía en lo oculto y reservaba sabiamente su designio, podía parecer que nos tenía olvidados y no se preocupaba de nosotros; pero, una vez que, por medio de su Hijo querido, reveló y manifestó todo lo que se hallaba preparado desde el comienzo, puso a la vez todas las cosas a nuestra disposición: la posibilidad de disfrutar de sus beneficios, y la posibilidad de verlos y comprenderlos. ¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a imaginar jamás tanta generosidad?
Así pues, una vez que Dios ya lo había dispuesto todo en compañía de su Hijo, permitió que, hasta la venida del Salvador, nos dejáramos arrastrar, a nuestro arbitrio, por desordenados impulsos, y fuésemos desviados del recto camino por nuestros voluptuosos apetitos; no porque, en modo alguno, Dios se complaciese con nuestros pecados, sino por tolerancia; ni porque aprobase aquel tiempo de iniquidad, sino porque era el creador del presente tiempo de justicia, de modo que, ya que en aquel tiempo habíamos quedado convictos por nuestras propias obras de ser indignos de la vida, la benignidad de Dios se dignase ahora otorgárnosla, y una vez que habíamos puesto de manifiesto que por nuestra parte no seríamos capaces de tener acceso al reino de Dios, el poder de Dios nos concediese tal posibilidad.
Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para poner de manifiesto su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como éramos?
¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos injustos!
De la Carta a Diogneto
(Caps. 8, 5-9, 6: Funk I, 325-327)

San Juan Bautista

Una misión y una lección de humildad

San Juan Bautista es una de esas figuras que cautivan. Y cómo no, si es “el mayor de los nacidos de mujer”, en palabras de nuestro Señor. Cautiva por su especial vocación de penitencia y preparación del pueblo, por ser el elegido para señalar literalmente al Cordero de Dios, y luego dar un paso atrás y desaparecer… y esto es lo que, personalmente, creo que resulta tan llamativamente misterioso. ¿Por qué san Juan Bautista no fue uno de los apóstoles?, es decir, ¿acaso lo podríamos imaginar negando, traicionando, y huyendo lejos del Maestro?; ¿acaso no hubiera sido el más atento de los oyentes de las enseñanzas de Jesús?; ¿podríamos pensar siquiera que no hubiera comprendido mejor que nadie la importancia de la curación del alma antes que la del cuerpo, siendo él el gran anunciador de la llegada del Mesías?; sí, es cierto que todo lo escrito sobre Jesús debía cumplirse y él, con todo el dolor de su corazón, no se hubiera podido oponer a la partida cruel del Hijo de Dios hacia el Calvario para poder obrar así nuestra redención, pues sabía bien quién era Jesús. Y es por eso también que el Precursor es una figura única, “exclusividad de Dios”, con una de las misiones más grandes de todas, y, sin embargo, pese a todas las posibles conveniencias de haberse quedado con Jesús durante su ministerio público, hizo solemne y devota renuncia a todo esto y fue absolutamente fiel a lo que Dios le había encomendado: preparar el camino del Señor, disponiendo a las almas, exhortando a la penitencia y luego apagándose como la gran antorcha que fue, para dar paso “al Sol que nace de lo alto” y llegaba a iluminar con su vida, su doctrina, su muerte y su resurrección, al mundo entero, ofreciendo eternidad a todo aquel que se ponga al resguardo de su verdad y salvación. Y Juan, el austero y humildísimo Precursor, se alegró de la llegada del Salvador de quien no se consideraba digno siquiera de desatar sus sandalias, razón por la cual merecería recibirlo luego glorioso al entrar en la eternidad.

Es así como san Juan Bautista cumplía humildemente su misión, y tan bien, que completó su vida con aquel honor sublime del martirio, dejando en este mundo, sin embargo, sus obras y su ejemplo, del cual ahora nosotros podemos aprender muchísimo.

Mencionemos en este punto algunos para considerar en este tercer Domingo de adviento.

 

Su humildad

Dice Beaudenom: “Si hay ambientes que comunican la impresión superficial de la humildad, hay, también, temperamentos que forjan la ilusión de la misma. Son aquellos en los que señorea la imaginación (…) Existen almas [que]… admiran esta virtud, la desean, la aman y celebran su hermosura. Pero consideran como adquirida una virtud que sólo existe en su imaginación. Viven un ensueño de humildad. La sacudida de una humillación concreta y sensible las arranca de ese ensueño, y tornan en su amor propio.” Pero san Juan Bautista no era así: su humildad era totalmente genuina. No buscaba ni los honores ni los aplausos ni la fama de la que por fuerza comenzó a ser adornado, lo cual vemos claramente en que siempre se mantuvo austero y no se permitió ni gozos ni placeres a modo siquiera de cierta recompensa, por el contrario, “Juan usaba un manto hecho de pelo de camello y que se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre”, manera de vivir nada fácil ni ostentosa. Además, la autenticidad de su humildad se deja ver en lo diametralmente opuesto al espíritu que hoy en día más que nunca reina en los corazones superficiales: el deseo de fama, aplausos y reconocimiento; pues el precursor predicaba una doctrina completamente diferente, “proclamaba el bautismo del arrepentimiento para el perdón de los pecados”, ocupándose de la recompensa del Cielo y no de los fugaces goces de esta tierra; en otras palabras, de ganarse la mirada bondadosa de Dios y no los aplausos de los hombres que nada suman para eternidad. San Juan Bautista fue realmente humilde, y tanto que -como hemos citado arriba-, Jesucristo lo mencionó como el más grande de los nacidos, y la grandeza de la que habla Jesucristo como bien sabemos consiste en la pequeñez, la simplicidad, la pureza del corazón que sabe reconocer perfectamente cuál es su lugar respecto a Dios y respecto a los demás, siempre con alegría y entusiasmo sobrenaturales.

 

Su fidelidad

Fidelidad significa lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona, y habla de honestidad, nobleza, confianza, franqueza. ¿A qué fue fiel el Precursor?, pues al plan de Dios en donde él tenía una misión única, la de prepararle el camino al Mesías esperado y señalarlo a los demás, encomienda cumplida fielmente y de la manera más perfecta, pues como bien sabemos, el que dice vuelve vana su predicación, le quita fuerza al mensaje y arriesga hacerlo perecer; en cambio el bautista perfumó cada palabra salida de sus labios con el ejemplo de una vida totalmente mortificada, llenando de autoridad su mensaje penitencial para disponerse a la llegada del Ungido de Dios que ya se encontraba en este mundo preparando la redención en el silencio y sencillez de Nazaret. Y el bautista siempre fiel a Dios, a lo correcto, a la verdad, perseveró hasta el final sin importarle la sentencia de los hombres, sino manteniéndose siempre leal a aquel Espíritu Divino que lo había enviado a predicar en el desierto y que lo había invadido desde el vientre de su madre, haciéndolo saltar de alegría aun antes de nacer ante la primera visita que le hiciera el Salvador en el seno de la Virgen, alegría que le habrá hecho saltar el corazón al reencontrase nuevamente con Él a las orillas del Jordán. Fidelidad hasta dar la vida por la verdad, enseñanza imperecedera que nos dejó el Precursor al coronar su paso definitivo de este mundo hacia la gloria.

 

Su santa aceptación de la voluntad de Dios

Es cierto que san Juan Bautista estaba lleno del Espíritu Santo y, por lo tanto, su docilidad a Él es absoluta e innegable. Aun así, me atrevería a pensar que su corazón tan noble y tan delicado, habrá sentido un gran deseo de acompañar a Jesús, de seguirlo y escucharlo predicar, de tener profundas conversaciones o simplemente contemplarlo…, pero no era ese el designio divino, sino que debía renunciar incluso a esa maravillosa recompensa terrena para conquistar con diligencia el Cielo. Su misión, su simple, maravillosa e ilustre misión, era testimoniar la luz de la Verdad: Jesucristo, el Mesías esperado, ya había llegado y se encontraba entre los hombres inaugurando para ellos la entrada al Reino de los Cielos. Y san Juan lo aceptó con alegría y santa resignación.

“Yo soy la voz que clama en el desierto…”, dijo de sí mismo san Juan, una voz que anunciaba la venida de la Palabra de Dios encarnada, aceptando lleno de gozo lo que Dios le había encomendado, preparándole el camino al Señor: “El camino del Señor es enderezado hacia el corazón cuando se oye con humildad la palabra de la verdad. El camino del Señor es enderezado al corazón cuando se prepara la vida al cumplimiento de su ley.” (San Gregorio)

Repitamos una vez más en este día la gran enseñanza que nos ha dejado el Precursor del Señor: también nosotros debemos ser precursores de Jesucristo, yendo adelante con nuestros buenos ejemplos, nuestro amor y fidelidad a la voluntad de Dios, nuestro cumplimiento de la misión que Dios nos ha encomendado; sea como laico o consagrado; en la Iglesia, el trabajo, la familia o donde sea, pues en esta fidelidad nos jugamos la entrada al Reino de los Cielos en la otra vida, y la dicha eterna comenzada por la gracia en esta vida terrena.

Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance de su Hijo esta gracia.

 

P. Jason, IVE.

Madre de la divina gracia

“Fue María la dulce depositaria de la gracia”

P. Gustavo Pascual

No aparece explícitamente en las Sagradas Escrituras que María sea Madre de la Divina Gracia, pero es fácil deducirlo:

Si Jesús es Hijo de María[1],Y Jesús se presenta muchas veces como fuente de todas las gracias y también como la Divina Gracia:

“De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia”[2].

“Él te habría dado agua viva […] El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”[3].

“Para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia”[4].

 

Luego, María es Madre de la Divina Gracia.

Dice San Agustín que: “María alimentaba a Jesús con su leche virginal, y Jesús alimentaba a María con la gracia celestial. María envolvía a Jesús en el pesebre y Jesús preparaba a María una mesa celestial”.

Y San Bernardo: “Completamente envuelta por el sol como por una vestidura, ¡cuán familiar eres a Dios, señora, ¡cuánto has merecido estar cerca de Él, en su intimidad, cuanta gracia has encontrado en El! Él permanece en Ti y Tú en Él; Tú le revistes a Él y eres a la vez revestida por Él. Lo revistes con la sustancia de la carne, y Él te reviste con la gloria de su majestad. Revistes al sol con una nube y Tu misma eres revestida por el sol”[5].

El culmen de la revelación de Cristo como la Divina Gracia se encuentra en la parábola de la Vid y los sarmientos[6]. Dios Padre (el Viñador) plantó una Vid. La Vid es Cristo que fue plantado por el Padre en la encarnación, haciéndose tierra, hombre, sin dejar de ser Dios. Esa Vid tiene muchos sarmientos que son los hombres, unos dan fruto y otros no. Los que dan frutos son los que además de estar unidos por la fe con Cristo, traducen la fe en obras. Estos son los podados con pruebas, tribulaciones, noches, sequedades… para que den más frutos. Los que no llevan frutos sólo se quedaron con la fe del bautismo, pero por su pecado perdieron la gracia bautismal y nunca la recuperaron, por lo cual, además de no llevar frutos se secaron. Estos serán cortados y arrojados al fuego.

El Padre quiso plantar una Vid para que los hombres unidos a ella, la fuente de todas las gracias, sean alimentados por su misma sabia y glorifiquen a Dios en unidad de amor.

Separados de Cristo, la Vid verdadera, nada puede hacer el hombre. Sus buenas obras por más que sean grandísimas, no le servirán de nada porque les faltará la forma que les da la caridad, la cual se pierde con la gracia, es decir, con la unión a Cristo. Dice San Agustín “Porque aquel que opina que puede dar fruto por sí mismo, ciertamente no está en la vid: el que no está en la vid no está en Cristo, y el que no está en Cristo no es cristiano”[7].

Por eso, el cristiano debe unirse a la Vid verdadera, debe beber la sabia del costado abierto de la Vid, de lo contrario, padecerá siempre sed: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva”[8].

María es Madre de la Divina Gracia, Jesucristo. Porque Cristo no sólo es la fuente de este germen del cielo, sino que es la Divina Gracia que el Padre celestial entregó a la humanidad por pura misericordia y amor. Divina Gracia por ser divina su persona y también porque abrió las puertas del cielo por su muerte y resurrección.

Fue María la dulce depositaria de aquella Gracia que por ser divina tiene el poder de divinizar al que la recibe. Por eso María Madre amantísima te pedimos nunca dejes de dar a luz en nuestra alma, como lo hiciste en el pesebre de Belén, a Cristo la Divina Gracia.

[1] Mt 1, 18

[2] Jn 1, 16

[3] Jn. 4, 10.14

[4] Ef 1, 6-8

[5] Royo Marín, La Virgen María…, 265-66

[6] Cf. Jn 15, 1-11

[7] Catena Aurea, Juan (V), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1948, 350

[8] Jn 7, 37-38

 

El tesoro de la cruz

Homilía para consagrados en el día de san Juan de la Cruz

Celebramos en este día a san Juan de la Cruz, una de aquellas almas puras y selectas que con su vida y sus escritos vinieron a iluminar la vida espiritual de todas las almas que con sinceridad deseen caminar hacia la unión con Dios… y dentro de este grupo de almas tenemos que estar -por fuerza-, nosotros los consagrados, los que aceptamos dedicar la vida al servicio de Dios muriendo a diario a nosotros mismos; y esta noble determinación no debe irse apagando con los años de vida religiosa, sino todo lo contrario, debe irse encendiendo conforme se hace más profunda nuestra entrega y nuestro amor a Dios.

Todo consagrado debe velar por las almas que la Divina Providencia pone en su camino para ayudarlas a llegar a Dios; pero sin descuidar jamás la propia alma, lo cual ocurre -tristemente-, cuando el apostolado se desordena, llevando a descuidar la propia vida espiritual, es decir, cuando se vuelve más importante que el mismo trato con Dios; y el alma se preocupa más de agradar a los demás que a su Señor. Y si esto llegase a ocurrir -como sabemos-, probablemente la vida espiritual habrá desaparecido… o al menos estará en agonía. En cambio, cuando el alma se dedica con amor y constancia a Dios, Él mismo se encargará de todo lo demás, santificando al alma generosa; porque, en definitiva, si el alma se dedica a buscar la gloria de Dios, Dios dedicará sus cuidados y abundantes gracias a esa alma.

Dedicarse a Dios implica amar, morir a sí mismo, renunciar, sacrificarse y aprender a sufrir con generosidad; para lo cual es clave adentrarse en los misterios de Cristo y a partir de ahí, vivir una “ascesis intensa”, es decir, todo lo que acabamos de decir pero con una generosidad realmente grande, totalmente opuesta a la pequeñez de la mediocridad, y completamente fundamentada en el santo deseo de corresponder al amor Divino; obligando al alma a disponerse a las necesarias purificaciones para adentrarse en la intimidad con Dios a la que todos están invitados, pero son pocos los que llegan, “Porque -como dice san Juan de la Cruz- aún a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella.”

San Juan de la Cruz es sumamente claro: debemos primero padecer mucho para entrar a una intimidad más exclusiva con Dios; debemos pasar por contrariedades, por incomprensiones, por injusticias, por grandes dolores y sufrimientos que no son más que la manera más perfecta y divina que nuestro buen Dios ha elegido para purificarnos y hacernos más dignos de Él ante sus ojos (…¡más dignos de Dios!). En otras palabras, renunciar a todos estos sufrimientos y despreciar la cruz no es más que la elección de no querer llegar a la cercanía y santidad que nos ofrece nuestro Padre celestial, lo cual es una total locura a los ojos de la fe, del amor de Dios y de los muchos ejemplos que los grandes santos místicos nos dejaron. En cambio, renunciar a los placeres, a los deleites, gozos, aplausos, honores, etc.; renunciar a cometer cualquier pecado deliberado y cualquier posible acto de egoísmo en nuestras vidas, movidos por el solo amor de Dios; es elección segura del camino que conduce al corazón del mismo Dios, que desea comenzar en esta vida nuestra purificación, pero que no lo hará mientras nosotros no nos determinemos a darnos enteramente a Él… pero si somos coherentes y consecuentes con nuestra consagración, ciertamente iremos por el camino correcto; y el adelantar más o menos rápido, dependerá (de nuestra parte), de la generosidad de nuestra entrega -como hemos dicho-, según sea nuestro amor a Dios.

Justamente, lleno de amor a su Creador y Padre celestial, exclamaba nuestro santo: “¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios, que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer, para entrar en ella, en la espesura de la cruz!”

Este mismo Dios de amor, en la persona del Hijo, le ha dicho a cada uno de sus elegidos -a nosotros-, y les repetirá hasta el fin de los tiempos: “si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame”… no habla de pausas, no habla de descansos, simplemente de cruz y seguimiento en esta vida; los cuales como sabemos, darán el hermoso fruto no tan sólo de la salvación, sino de la exclusividad y gloria especial reservada a los que entran en la eternidad con la impronta de haberse dedicado en esta a vida a ser trigo que muere amando a Dios, con la alegría de la cruz que sólo los corazones generosos saben descubrir.

Pedimos por intercesión de María santísima y de san Juan de la Cruz, la gracia de vivir nuestra consagración como escribía el santo en su conocido y profundo Cántico espiritual:

Mi alma se ha empleado,

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

P. Jason, IVE.

 

Madre de la Iglesia

“Virgen íntegra por la fe, la Iglesia imita su fidelidad al Esposo, Cristo Jesús”

P. Gustavo Pascual, IVE.

            Las referencias bíblicas de este título son las usadas por la liturgia en las Misas en honor de la Virgen María imagen y madre de la Iglesia[1].

“La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 P 3, 10), brilla ante el Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo”[2].

“María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (cf. LG 63): ‘La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es la virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo’ (LG 64)”[3].

“Madre de la Iglesia […] este título nos permite penetrar en todo el misterio de María, desde el momento de la Inmaculada Concepción, a través de la Anunciación, la Visitación y el Nacimiento de Jesús en Belén, hasta el Calvario. Él nos permite a todos nosotros encontrarnos de nuevo […] en el Cenáculo donde los Apóstoles junto con María, Madre de Jesús, perseverando en oración, esperando, después de la Ascensión del Señor, el cumplimiento de la promesa, es decir, la venida del Espíritu Santo, para que pueda nacer la Iglesia”[4].

“¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia! Te acogemos en nuestro corazón, como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz. Y en cuanto discípulos de tu Hijo, nos confiamos sin reservas a tu solicitud porque eres la Madre del Redentor y la Madre de los redimidos”[5].

La Virgen como Madre de la Iglesia ha sido tratado en el capítulo ocho de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, cuyo título es “La Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.

El día 21 de noviembre de 1964, en la homilía de la solemne Misa con que se clausuraba la IIIª sesión del Concilio Vaticano II, Pablo VI declaró a “María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los Pastores, quienes la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”[6].

Desde ese momento muchas Iglesias locales y familias religiosas comenzaron a venerar a la Bienaventurada Virgen bajo el título de “Madre de la Iglesia”. Y en el año 1974, para fomentar las celebraciones del Año Santo de la Reconciliación se compuso una misa que, poco después, fue incorporada a la edición típica del Misal Romano, entre las misas de la Bienaventurada Virgen María.

Podemos contemplar los múltiples vínculos con que la Iglesia está unida a la Bienaventurada Virgen y, especialmente, su oficio maternal en la Iglesia y a favor de la Iglesia.

  Cuatro momentos cumbres de la relación María-Iglesia:

            La encarnación del Verbo, en la cual la Virgen María acogiendo con un corazón sin mancha al Hijo de Dios mereció concebir en su seno virginal y dando a luz al fundador, animó los orígenes de la Iglesia.

La pasión de Cristo, porque el Unigénito de Dios, clavado en la cruz, constituyó a la Virgen María, su Madre, como Madre nuestra.

Pentecostés, en la cual la Madre del Señor uniendo sus plegarias a las súplicas de los discípulos sobresale cual modelo de la Iglesia orante.

La asunción de la Virgen, porque Santa María elevada a la gloria de los cielos, sigue de cerca, con amor maternal a la Iglesia peregrina y cuida benigna, sus pasos hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor.

  María es modelo de virtudes para la Iglesia:

De caridad; por lo que los fieles piden: “concede a tu Iglesia que sumisa como ella al mandamiento del amor brille ante todas las naciones como sacramento de tu predilección”.

De fe y de esperanza; por ello los fieles ruegan que la Iglesia al contemplar continuamente a la Virgen Bienaventurada arda por el celo de la fe y sea fortalecida por la esperanza de la gloria futura.

De profunda humildad; nos has dejado en la Bienaventurada Virgen María el modelo de la más profunda humildad.

De perseverancia y de oración común; pues los apóstoles y los primeros discípulos perseveraban en la oración, con María la Madre de Jesús[7] y con los apóstoles oraba en común.

De culto espiritual; se ofrece a tu Iglesia como modelo de culto espiritual, por el que debemos ofrecernos a nosotros mismos como hostia santa y agradable en tu presencia[8]      .

De auténtico culto litúrgico; la Madre de Jesús -como advierte Pablo VI- aparece como ejemplo de la actividad espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios (MC 16); porque María es la Virgen oyente, la Virgen orante, la Virgen Madre, la Virgen actuante (Cf. MC 16-21), la Virgen vigilante que espera sin vacilar la resurrección de su Hijo. En una palabra, María es ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino (MC 21).

La Iglesia contempla a María como imagen profética de su peregrinación terrena hacia la gloria futura del cielo (Cf. SC 103).

La Virgen María espejo sin mancha de la majestad de Dios[9] se ofrece a los ojos de la Iglesia como la imagen más pura de la discípula perfecta en el seguimiento de Cristo, para que fijos sus ojos en ella, siga fielmente a Cristo y se conforme a su imagen; Virgen íntegra por la fe, la Iglesia imita su fidelidad al Esposo, Cristo Jesús (Cf. LG 64); esposa fiel que acompañó a su Hijo durante toda la vida y en quien la Iglesia contempla más a fondo el misterio de la Encarnación (Cf. LG 65) y Reina gloriosa llena de virtudes en quien la Iglesia ve el reflejo de su gloria futura (Cf. SC 103)[10].

 

[1] Gn 3, 9-15.20; Hch 1, 12-14; Ap 21, 1-5a; Jn 2, 1-11; 19, 25-27; Lc 1, 26-38. Cf. Colección de misas de la bienaventurada Virgen María

[2] Vaticano II, Documentos Conciliares, Constitución Dogmática Lumen Gentium nº 68, Paulinas Buenos Aires 1981, 89. En adelante L.G.

[3] Cat. Igl. Cat. nº 507…, 119.

[4] Juan Pablo II en Polonia, Paulinas, Buenos Aires 1980, 64

[5] Juan Pablo II, Vino y enseñó, Conferencia Episcopal Argentina, of. del libro Buenos Aires 1987, 152

[6] Acción Católica Española, Colección de Encíclicas y documentos pontificios [Concilio Vaticano II], t. II, Publicaciones de la Junta Nacional Madrid 19677, 2981.

[7] Cf. Hch 1, 12-14

[8] Cf. Rm 12, 1

[9] Cf. Sb 7, 26

[10] He seguido en esta última parte a Colección de misas de la bienaventurada Virgen María…, 98-107. Resumo usando sus mismas palabras.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado