EL CUIDADO ADMIRABLE DE UN DIOS TRINO POR SUS CREATURAS

[…] Y mis delicias están con los hijos de los hombres. – Pr 8,22-31

Queridos todos,

Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, fiesta muy importante para nosotros, dónde podemos profundizar en esta verdad inefable de nuestra fe; fiesta en la cual podemos contemplar la misteriosa presencia del Dios Uno y Trino no solamente en la eternidad, como también en el tiempo; actuando en la historia en distintos momentos, pero principalmente actuando en nosotros por medio de su presencia -por la Inhabitación- en las almas en gracia.

Ahora me gustaría subrayar un aspecto de este misterio admirable, para asentarlo como base de lo que será desarrollado más adelante. Aunque en términos filosóficos, podemos atribuir ciertas propiedades a una persona de la Santísima Trinidad en particular, como, por ejemplo, atribuimos al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espíritu Santo la santificación, nosotros sabemos bien que ellas -las tres personas divinas- están presente en todas estas obras. Es decir, que la creación, por más que sea una obra que se atribuye al Padre, ahí también está el Hijo y el Espíritu; la redención, por más que sea una obra atribuida al Hijo, también se puede decir igualmente que es del Padre y el Espíritu Santo; y por fin, por más que el Espíritu Santo sea el que santifica las almas, esto lo hace también con la presencia del Padre y del Hijo.

Volviendo a la liturgia de hoy, llama mucho la atención el tema de la creación. Esta obra magnífica de Dios, de la Trinidad, dónde podemos sentir el inmenso amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen por nosotros.

Comencemos por la primera lectura, del libro de los Proverbios. Aquí está puesto en labios de la Sabiduría divina, el hecho de la creación bajo su perspectiva: […] cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia […]. Y aquí viene una maravilla que el Espíritu Santo nos reveló por medio del Escritor Sagrado: de un modo lleno de ternura y cariño, el Verbo Divino demuestra, por un lado, su poder sobre toda la creación, el dominio que tiene sobre todo lo que fue creado, y, por otro lado, el amor para con una de sus criaturas, al punto de regocijarse de poder encontrarse en medio de sus criaturas. Dice: […] jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres […].

Con razón es que debemos admirarnos de las obras de Dios, de las maravillas que el Señor se ha dignado sacar de la nada y darles vida, darles ser, darles existencia. Pero especialmente, debería asombrarnos el hombre, el hecho de que nos haya creado, por simple y puro amor por nada más que esto.

Este asombro lo expresa muy bien el Salmista en el Salmo 8, que rezamos todos los sábados en la oración de las Laudes, dice: Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado. / ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, / el ser humano, para mirar por él? Y no contento por tamaño asombro por el cuidado que Dios nos tiene, quiere subrayar la posición que Dios le ha dado al hombre en la creación para justificar su admiración: Lo hiciste poco inferior a los ángeles, / lo coronaste de gloria y dignidad, / le diste el mando sobre las obras de tus manos. / Todo sometiste bajo sus pies.

En efecto, ¡este asombro jamás debería salir de nuestra mente! Nuestra alma debería ponerse a considerar esta gran verdad, este magnífico misterio, y debería enternecerse de amor por el que nos ha creado, incluso a aquellas almas más obstinadas en el pecado. Porque la verdad es que, mirando tanta bondad por parte de Dios y sabiendo de la infidelidad de nuestros primeros padres, que se transformó a lo largo de los siglos hasta llegar a la miseria y podredumbre actual, ¡no merecíamos para nada todo este cuidado! Parece que Dios se ha olvidado de todo lo que le hicimos, nosotros los hombres. Bien tenía razón el Siervo de Dios, el cardenal Van Thuân, cuándo, jocosamente -y con mucha reverencia- exponía a la curia romana en unos Ejercicios Espirituales anuales en el año 2000[1] que, era uno de los defectos de Dios Nuestro Señor que él más admiraba: la poca memoria que tiene el Señor.

Pues sí, estábamos en guerra con Dios, pero por supuesto que era una guerra, en la cual el empeño en pelear venía solamente de parte nuestra. Dios siempre nos quiere perdonar y desea que estemos arrepentidos verdaderamente.

San Pablo, en la segunda lectura nos hace recordar del remedio para esta guerra, para que nos admiremos más todavía con tamaño cuidado que Dios nos tiene: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Es decir, que, no obstante saber la miseria que somos, que hemos sido sacados de la nada a la vida por puro amor y benevolencia por parte del Padre, que hemos sido soberbios y hemos renegado su paternidad buscando por nuestros propios medios encontrar la felicidad, que hemos sido reconciliados con Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre; aún considerando todo este panorama, todavía tenemos muchos más motivos para gloriarnos y, por supuesto, no hemos de olvidarnos jamás, que debemos admirarnos, que debemos asombrarnos cada vez más con estas verdades sublimes.

Dice el Apóstol Pablo: […] nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Sí, es lo que leemos en la segunda lectura: ¡nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios! Pues por el sublime acto de amor manifestado por nosotros en Cristo, el Padre celeste nos ha abierto las puertas del Reino celestial para toda la eternidad, para que gocemos de su presencia, para que volvamos a su seno para contemplarlo cara a cara.

Pero Señor, ¿por qué no nos arrebatas luego, no nos llevas junto a tu seno en la Trinidad para que podamos alegrarnos eternamente contigo? Tenemos que sufrir, padecer tanto en este mundo y ¡Ay! Aún corremos el riesgo de perderte.

Por un lado, más justo que esto no hay, una vez que debemos contribuir con nuestra parte para nuestra salvación eterna. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, basta recordarnos de esta frase de San Agustín para que entendamos que debemos poner lo nuestro en esta tarea. Pero, Señor, subiste al Padre, comenzaste a reinar en el Cielo con todos los justos que viniste a rescatar y ahora tienes preparado lugar ahí para cada uno de nosotros que luchamos para seguir lo que nos enseñaste, y aún nos cuesta tanto estas peleas, estas tribulaciones, estas crucecillas que tenemos que cargar cada día. Incluso en esto debemos gloriarnos, pues aumenta nuestro premio de gloria. No lo digo yo, acordémonos de lo que nos dice el Apóstol: Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

Ahora ya no nos queda más por lo cual admirarnos, ¿habrá algo más para que nos asombremos, para que quedemos extasiados delante de tanta bondad?

¡Ah, alma mía! Cuanto pierdes en no poner en el Señor el ancla segura de tu felicidad suprema. Dios, tan bondadoso, tanta bondad tiene para que se le escape por todos lados y la desborde (vierta…) en nosotros: ha sido derramado en nuestros corazones, dice San Pablo, desborda, el Padre tiene tanto amor para regalarnos, y al mismo tiempo que tiene todo su esplendor, su gloria, su majestad, su potencia, su infinitud siempre en la eternidad, quiso derramarse a sí mismo, junto con el Espíritu Santo y el Hijo en nuestros corazones. Lo tenemos dentro, muy dentro, en el más profundo centro del alma, diría San Juan de la Cruz.

En el Evangelio, Jesús dijo: Todo lo que tiene el Padre es mío, lo mismo podemos decir del Espíritu Santo, y fuimos comprados por el Padre a precio de la Sangre preciosísima de su Hijo Unigénito. Por esto, que la Santísima Virgen María nos ayude a tomar conciencia de nuestra dignidad, de quién es Aquél a quién pertenecemos, para que nos admiremos siempre más del tamaño del amor con que la Santísima Trinidad nos ha amado desde toda la eternidad.

Que la Virgen nos conceda a todos esta gracia.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

[1] Idea sacada del libro Testigo de Esperanza, del Card. Van-Thuân

¿Qué haremos, Señor, con esta cruz?

Reflexión sobre el valor de nuestras cruces

Queridos todos: como ya la mayoría se habrá enterado mediante los noticieros, la situación por esta zona nuevamente se complicó… y fue una noche del todo especial. Si bien, en el momento en que les escribo está todo realmente tranquilo, no por eso debemos tomarnos un descanso respecto a las oraciones por la paz que deben seguir subiendo al Cielo con la mayor insistencia posible de nuestra parte. Nosotros estamos bien gracias a Dios y a las oraciones de todos ustedes; la Sagrada Familia jamás nos abandona y estamos muy seguros de que santa Ana vela por nosotros desde el Cielo. Es una situación compleja, triste, y a ratos muy tediosa, pero a la vez siempre -si nosotros lo decidimos- purificadora y santificante: porque es cruz, y la cruz es fecunda si sabemos llevarla como corresponde.

A partir esta penosa realidad, quisiera compartirles una sencilla reflexión que espero pueda ser de algún provecho para alguien y sirva de pequeña respuesta a la notable caridad que se manifiesta en todos aquellos que nos escriben preocupados reiterándonos sus oraciones por Tierra Santa y la casa de santa Ana: gracias de todo corazón, correspondemos siempre con nuestras plegarias.

Una carrera tiene por objeto alcanzar la meta. Y normalmente comporta un premio para quienes lleguen entre los primeros, además del reconocimiento mismo por haber completado el trayecto. Recordemos aquí las palabras de san Pablo a los corintios: “¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible.” (1Cor 9, 24-25) Pues bien, nosotros como creyentes sabemos bien que debemos “correr la carrera de esta vida con los ojos puestos en la maravillosa meta que es la eternidad junto a Dios”. Ahora bien, con esto bien en claro, consideremos lo que pasa cuando, debido a la falta de fe, el desorden de nuestras pasiones, la tristeza, pesadumbre u otras mundanas razones, dejamos entrar lo absurdo (absurdo para nuestra fe) en la carrera al punto de, no sólo dejar de correr hacia la meta, sino comenzar a correr en sentido contrario, lo cual ocurre mediante el pecado. Con esta idea presente, pensemos también en las almas llamadas a ir un poco más allá, es decir, invitadas por Dios a una entrega especial, a un amor más profundo, a un “darle mucha más gloria y arrastrar a muchas más almas con ellas hacia Dios”; estas son las almas destinadas a la grandeza de la santidad, cuya carrera se hace más y más fecunda si corren hacia nuestro Señor crucificado y crucificadas con Él. Pero también respecto a esto encontramos una contra cara: la de las almas que emprenden la frustrante y triste carrera en contra de la cruz, es decir, una carrera que en realidad es una huida. Esta sería una competencia, si es que propiamente la hubiera, en que nadie gana; cuyo único premio es el fracaso y la derrota. Y a esto me quería, propiamente, referir.

La carrera contra la cruz (o mejor dicho, la huida de la cruz), es una tentación que durará lo que dure la historia de la humanidad. La cruz por naturaleza implica rechazo, pues no ofrece deleites ni promete consolaciones, y cada uno de sus matices nos muestra un aspecto penoso y sombrío: un gran dolor, una cruel enfermedad, una pérdida terrible, un problema que aplasta, una circunstancia que aprisiona, una pasión que nos domina, un defecto que se aferra, un buen propósito que se nos hace inalcanzable, etc. Las cruces no son agradables y probablemente si se nos ofrecieran gratis en las vitrinas éstas se quedarían allí… Pero esto no es absoluto como ya lo sabemos, pues cuando la fe es profunda la mirada del alma se hace más sobrenatural, y las razones escondidas y los beneficios y las bendiciones que las cruces traen consigo comienzan a dejarse ver y ser apreciadas por el amor de los buenos corazones que no desean más que la gloria de Dios y la correspondencia a su amor divino. Y eso es lo que han sabido ver los santos, y lo que comienzan a ver las almas buenas que se esfuerzan con sinceridad -y sudores- en la vida espiritual.

Delante de las cruces que nos salen al camino, lo primero que debemos preguntarnos es “¿cómo puedo aprovechar lo mejor posible esta cruz?”, convencidos de que la Divina Providencia está detrás sosteniéndome, sí, pero además probablemente esperando de mí una respuesta que me alcanzará una gracia que de otra manera no seré capaz de conseguir. Hagamos aquí una pequeña pausa para recordar que Dios es un Padre bueno, y por lo mismo sabe bien recompensar a las almas generosas y enamoradas con las cruces que ellas necesitan para ser purificadas, de tal manera que a través de sus cruces vayan hermoseándose cada vez más y así, la distancia entre ellas y Dios se vaya estrechando y la intimidad con Él se vaya acrecentando.

Dios no permite o envía cruces para torturar, ¡claro que no! -y de esto debemos estar bien convencidos por la fe -aun cuando no lleguemos a comprender sus razones escondidas-, pues “todo ocurre para el bien de los que aman a Dios” (Ro 8, 28); así que si nos decimos amadores de Dios (por imperfectos y pecadores que nos sepamos), hagamos ante nuestras cruces ese acto sobrenatural de santa aceptación que exige la fe, para que ésta misma se acreciente y embellezca, y para que nuestra alma se haga fuerte y más y más cercana a nuestro buen Dios: “Acuérdate que se va lejos, después que se está fatigado. La gran ascética es no ponerse a recoger flores en el camino. Hay más valor en soportar los acontecimientos, que en cambiarlos. El sufrimiento, la Cruz, es sobre todo permanecer en el combate que se ha comenzado a librar. Esto es lo que más configura con Cristo.” (san Alberto Hurtado).

Una buena propuesta en este punto sería examinar nuestras quejas y ponerlas delante de Dios en la oración, pidiéndole su gracia para que en adelante, en vez de gracias de purificación desperdiciadas, se conviertan en victorias y progreso espiritual para nosotros, aceptándolas y ofreciéndolas con paciencia y gran determinación en corresponder al Dios de amor, cuya tristeza de muerte ante la cruz más terrible de todas, sin embargo, no le hizo retroceder ni dejar de ofrecerse Él mismo en cruz al Padre por nosotros (Cf. Mt 26, 38).

Queridos amigos, hermanos en la fe: o corremos por el sendero de la cruz -de nuestra cruz-, o corremos (huimos) de la cruz, perdiéndonos de sus beneficios, a veces tan secretos e incomprensibles, pero no por ello menos fecundos, sino todo lo contrario: siempre abundantes para quienes decidan hacerse “cireneos voluntarios” en el camino de la cruz junto a nuestro Señor.

¿Qué haremos, Señor, con esta cruz de la guerra?, pues la ofreceremos con paciencia por la conversión de los pecadores, por los corazones endurecidos, especialmente los más alejados de Ti; ¿qué haremos, Señor, con esta cruz de la enfermedad?, pues crecer en la vida espiritual, incluso en la medida que se vaya desgastando nuestra vida terrenal, pues el alma es lo más importante y tal vez sin esta enfermedad nuestros ojos se habrían quedado distraídos de la eternidad; ¿qué haremos, Señor, con este dolor profundo?, pues ponerlo a tus pies pidiéndote por nuestras necesidades y las de nuestros seres queridos.

Seamos sinceros, hay cruces más difíciles de llevar que otras, al menos para mí y dependiendo de las virtudes que posea o no. Pero es norma general de nuestra fe, que cada cruz, como hemos dicho, es fecunda si sabemos abrazarla y aprovecharla. Roguemos, pues, al Cielo para aprender a hacer fecundas nuestras cruces, a contemplarlas con mirada sobrenatural, a reparar por las que tal vez hemos despreciado y aprender de ellas, y -por qué no- a enseñarle a otros a llevarlas… y más aún: ¡a ayudar a los demás a llevar las suyas!

Quisiera ser un cireneo

Señor, quisiera ser un cireneo

saliendo, voluntario, a tu camino,

con ansias de abrazarse a tu destino

que tras la cruz esconde su trofeo;

 

Un cireneo firme y decidido

a no soltarse más de tu madero;

dichoso de ir tiñendo su sendero

con este amor que salva lo perdido.

 

Señor, que con mi vida te consuele:

bebiendo de tu cáliz sin lamentos

ni miedos que derrumben tus deseos

 

de rescatar a todo aquel que anhele

quedarse junto a Ti en los sufrimientos…

que rompen los grilletes de los reos.

 

P. Jason Jorquera, IVE.

 

 

LAS NEGACIONES DE PEDRO

«…Pedro le dijo: “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por Ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás tu vida por Mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo hasta que tú me hayas negado tres veces”» (Del Evangelio del Martes Santo).

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor fue preso, Pedro le siguió a cierta distancia; Juan le acompañaba también. Ambos llegaron hasta la casa de Anás y Caifás, donde Jesús sufrió el proceso religioso. La casa del sumo sacerdote estaba construida, al igual que muchas otras casas orientales, alrededor de un patio cuadrangular al que se entraba por un pasillo desde la parte delantera del edificio. Este pasaje abovedado era un pórtico cerrado a la calle por medio de una pesada puerta. En aquella ocasión se hallaba guardando la puerta una criada del sumo sacerdote. El patio interior a que daba acceso este pasaje se hallaba descubierto, y el suelo estaba pavimentado con lajas. Aquella noche hacía frío, pues era en los primeros días de abril. Pedro había sido infiel al Señor en el huerto, al quedarse dormido en vez de velar; ahora se le presentaba la ocasión de reparar su falta. Pero el peligro acechaba a Pedro, sobre todo porque éste tenía una confianza exagerada en su propia lealtad. Aunque un antiguo profeta había dicho que las ovejas serían dispersadas, el creía que, al habérsele dado las llaves del reino de los cielos, quedaba dispensado de semejante contratiempo. Un segundo peligro lo constituía su misma falta anterior de cuando se le rogó que «velara y orase». No había velado, sino que se había dormido; no oró, puesto que substituyó la espiritualidad por el activismo al hacer uso de la espada. Un tercer peligro podía ser el que la distancia física que le separaba de Jesucristo fuese el símbolo de la distancia espiritual que le mantenía alejado del Maestro. Y todo apartamiento del sol de justicia no es más que tinieblas.

Cuando Pedro entró en el patio, lo primero que hizo fue calentarse a la lumbre. Puesto a la luz de las llamas, era más fácil que le reconociera la criada que le había dejado entrar. Si el desafío a la lealtad de Pedro le hubiera venido de una espada o de un hombre, probablemente se habría mostrado más fuerte; pero, con la desventaja de su amor propio y de su orgullo, se vio más fácilmente vencido por una joven, que resultó ser así demasiado fuerte para el presuntuoso Pedro. El propósito de Cristo era vencer por medio del sufrimiento; el propósito de Pedro era vencer resistiendo. Pero aquí la oposición con que se encontró era poco evidente. Cogido de sorpresa por la criada, Pedro negó a Jesús por vez primera. La criada le dijo así:

También tú estabas con Jesús el galileo. Mt 26, 69.

Pero, delante de todos, Pedro respondió:

No sé lo que dices. Mt 26, 70

Pedro empezó a sentirse molesto ante lo que le pareció la luz escudriñadora de una llama que parecía querer sondear su alma al mismo tiempo que examinaba su rostro; por ello se dirigió unos pasos más allá, hacia el pórtico. Deseoso de evitar preguntas comprometedoras y miradas indiscretas, se sintió más seguro en la obscuridad del pórtico. La misma criada, o probablemente otra, vino a él diciendo que él había estado con Jesús de Nazaret, cosa que Pedro volvió a negar, pero esta vez con juramento, diciendo:

No conozco a ese hombre. Mt 26, 72

El que unas pocas horas antes había sacado la espada en defensa del Maestro, ahora negaba al mismo a quien había tratado de defender. El que había llamado a su Maestro «Hijo de Dios viviente», ahora le llamaba simplemente «ese hombre».

Trascurrió el tiempo, y su Salvador fue acusado de blasfemia y entregado a la brutalidad de sus verdugos; pero Pedro se hallaba todavía rodeado de enemigos. Aunque era probablemente más de medianoche, las calles estaban abarrotadas de gentes que habían salido de sus casas a la noticia del proceso de Jesús. Entre esta gente se hallaba un pariente de Malco que recordó perfectamente que Pedro era quien había cortado la oreja de su pariente en el huerto de los Olivos, y que Jesús le había sanado la herida poniendo nuevamente la oreja en su lugar. Con objeto de disimular su nerviosidad y aparentar cada vez más que no conocía a Jesús, Pedro debió de hablar seguramente en demasía; y esto fue lo que le perdió. Su acento provinciano reveló que se trataba de un galileo; se sabía que la mayor parte de los adeptos de Jesús provenían de aquella región, cuyo dialecto no era el lenguaje refinado de Judea y Jerusalén. Aquí se pronunciaban sonidos guturales que los galileos no sabían pronunciar, e inmediatamente uno de los presentes dijo así:

Verdaderamente tú también eres uno de ellos,

porque aun tu habla lo hace manifiesto. Mt 26, 73

Entonces Pedro comenzó a maldecir y a jurar, diciendo:

¡No conozco a ese hombre! Mt 26, 74

Tan fuera de sí estaba Pedro esta vez, que no vaciló en invocar a Dios omnipotente en testimonio de su reiterada mentira. Nos preguntamos si con ello no volvería en cierto modo a sus viejos tiempos de pescador; tal vez cuando se le enredaba la red en el lago de Galilea perdía los estribos y recurría a la blasfemia. Sea lo que fuere, ahora juró a fin de obligar a que los incrédulos le creyeran.

Entonces acudieron en tropel antiguos recuerdos a su mente. El Señor le había llamado «bienaventurado» al darle las llaves del reino de los cielos y al permitirle contemplar su gloria en la transfiguración. Ahora, en la helada aurora de la conciencia de su culpa, percibió un son inesperado:

Cantó un gallo. Mt 26, 74

Incluso la naturaleza protestaba de la negación que Pedro hacía de Cristo. Entonces cruzó como una centella por su mente el recuerdo de las palabras que Jesús le había dicho:

Antes que cante el gallo me negarás tres veces. Mt 26, 75

En aquel momento pasó por allí nuestro Señor con el rostro cubierto de esputos. Acababa de ser azotado.

Y, volviéndose el Señor, fijó la mirada en Pedro. Lc 22, 61

Aunque estaba atado ignominiosamente, los ojos del Maestro buscaron a Pedro con una compasión indescriptible. Nada dijo; solamente le miró. Aquella mirada sirvió probablemente para refrescar la memoria de Pedro y reavivar su amor. Pedro podía negar al «hombre», pero Dios seguía amando al hombre Pedro. El mismo hecho de que el Señor tuviera que volverse para mirar a Pedro indica que Pedro había vuelto la espalda al Señor.

El ciervo herido estaba buscando la espesura del bosque para desangrarse a solas, pero el Señor venía a arrancar la flecha del corazón herido de Pedro.

Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Lc 22, 62

Pedro se sentía ahora lleno de arrepentimiento, como Judas dentro de unas horas se sentiría invadido por el remordimiento. El dolor de Pedro estaba producido por el pensamiento del pecado en sí o de haber ofendido a la persona de Dios. El arrepentimiento no repara en las consecuencias; pero el remordimiento está inspirado sobre todo por el temor a las consecuencias. La misma misericordia que se extendió a uno que le negaba, se extendería a los que le clavaron en la cruz y al ladrón arrepentido que le pediría perdón. En realidad, Pedro no negó que Cristo fuese el Hijo de Dios. Negó conocer a aquel «hombre», o que fuera uno de sus discípulos. Pero fue infiel al Maestro. Y, sin embargo, sabiendo todas las cosas, el Hijo de Dios hizo de Pedro, y no de Juan, la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia, a fin de que los pecadores y los débiles no desesperaran jamás.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.451-454.

HUMILDAD Y SOBERBIA

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Josef Pieper

Humildad como forma fundamental de la templanza

           Una de las cosas en que el hombre, por instinto natural, procura hallar el logro de sí mismo es la tendencia a sobresalir, el demostrar superioridad, categoría y preeminencia.

La virtud de la templanza, en cuanto aplicada a ese instinto para someterlo a los dictados de la razón, se llama humildad. Esta consiste en que el hombre se tenga por lo que realmente es. Con esto está ya dicho lo fundamental sobre esta virtud.

Por eso resulta difícil entender el que se haya discutido tanto sobre ella. Claro que hay que tener en cuenta los esfuerzos del diablo para destruir en las almas la fisonomía delicada de esta virtud, tan esencial para la perfección cristiana. Pero si prescindimos de esto, hay que admitir un oscurecimiento del concepto de humildad en la conciencia cristiana, para explicarnos tanta discusión sobre su verdadero alcance y contenido.

En todo el tratado de Santo Tomás sobre la humildad y la soberbia no se encuentra ni una frase que diera pie a pensar que la humildad pueda tener algo que ver, como tampoco lo tiene ninguna otra virtud, con una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad.

Magnanimidad como virtud subordinada y necesaria.

         Para que se entienda por dónde va el camino de la verdadera humildad hay que percatarse de que no sólo no es contraria a la magnanimidad, sino que es su hermana gemela y compañera; ambas están a mitad de camino, igualmente distantes de la soberbia y de la pusilanimidad.

¿Qué quiere decir magnanimidad? Es el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. El magnánimo es en cierto modo caprichoso; no se deja distraer por cualquier cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande, que es lo que a él le va. El magnánimo tiene sobre todo una sensibilidad despierta para ver dónde está el honor: «el magnánimo se consagra a aquello que proporciona una grande honra». En la Summa theologica se dice: «El que despreciare la honra hasta tal punto que no se preocupa de hacer aquello que honra merece, es de vituperar». El magnánimo no se inmuta por una deshonra injusta; la considera sencillamente indigna de su atención. Acostumbra a mirar con desprecio a los seres de ánimo mezquino; y nunca es capaz de considerar que exista alguien tan alto que sea merecedor de que, por miramiento a él, se cometa algo deshonesto. Santo Tomás aplica al justo que muestra este sano desprecio de lo humano aquellas palabras del Salmo 14, 4: «A sus ojos es nada el hombre malvado».

Características del magnánimo son la sinceridad y la honradez. Nada le es tan ajeno como callar por miedo. El magnánimo evita, como la peste, la adulación y las posturas retorcidas. No se queja, pues su corazón no permite que se le asedie con un mal externo cualquiera. La magnanimidad implica una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo. No se deja rendir por la confusión cuando ésta ronda el espíritu, ni se esclaviza ante nadie, y sobre todo no se doblega ante el destino: únicamente es siervo de Dios.

Uno queda maravillado cómo la Summa theologica va construyendo, rasgo por rasgo, la imagen de la magnanimidad. Era necesario un desarrollo minucioso y claro porque, aunque Santo Tomás había dicho en el tratado sobre la humildad que la magnanimidad no es contraria a ésta, no lo había explicado demasiado. Ahora se entenderá mejor lo que aquella afirmación quería significar. Y advertiremos también que la frase de que humildad y magnanimidad no se contradicen, tiene su parte de aviso y de toque de atención para que no se desvirtúe el contenido de la humildad.

A veces se ha confundido el magnánimo con el engreído, y esta equivocación repercute en el juicio que se forma sobre la humildad. «Ese hombre es un soberbio», se oye a veces decir, con más ligereza que justificación; pues raras veces es cierto que haya verdadera soberbia («superbia» teológica) en los casos a que nos referimos cuando hablamos así.

La soberbia no es primariamente una forma de portarse con los demás. Soberbia es ante todo una postura ante Dios. Quiere decir, fundamentalmente, la negación de la relación criatura-Creador; el soberbio niega la dependencia de Dios como criatura.

De las dos cosas que definen el pecado: alejamiento de Dios y acercamiento a los bienes perecederos, lo primero es lo que determina y constituye la forma definitoria de lo pecaminoso. Este aspecto constitutivo del pecado se encuentra en la soberbia de una manera especialísima y específica, como en ningún otro: «Todos los pecados son fuga de Dios; la soberbia es el único que le planta cara». Los soberbios son también los únicos pecadores a quien Dios no soporta, según dice la Biblia, en la Epístola de Santiago 4, 6.

Tampoco la humildad es en primer término una forma de relacionarse con los demás, sino una forma determinada de estar en la presencia de Dios. Ese carácter de criatura, que es inherente al hombre y que la soberbia niega y destruye, es afirmado y mantenido por la humildad. Si ese carácter creacional del hombre, el ser hechura de Dios, es lo que constituye su esencia, la humildad, en cuanto «sometimiento del hombre a Dios», es la aceptación de una realidad primaria y definitiva.

Humildad y humor

         Por otra parte, la humildad no es tampoco en primer término un comportamiento exterior, sino una forma de ser por dentro, que nace de una decisión libre y consciente de la voluntad. Aplicada a la relación Dios-criatura, es la aceptación sin reservas de aquello que por divina voluntad es lo real. En este sentido, consiste en doblegarse conscientemente al hecho de que ni la humanidad ni el hombre particular son Dios, ni están tampoco creados de naturaleza divina. Y en este momento es cuando quiere hacerse visible una secreta correspondencia entre humildad y humor; algo que sería profundamente cristiano.

Aceptar la condición de criatura

          Una vez aclarado su auténtico concepto ya no será preciso demostrar que la humildad tiene también una cara que da hacia el mundo de la convivencia con los demás. Entendida así habremos de definirla como la virtud que inclina a los hombres a rebajarse los unos ante los otros. Palabras un poco grandilocuentes, pero que en seguida vamos a intentar explicar.

La cuestión de la humildad de unos hombres entre otros la ha resuelto Santo Tomás de Aquino en la Summa theologica de la siguiente manera: «En el hombre hay que distinguir dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre… Humildad, tomada en su sentido estricto, es el miedo reverencial por el que el hombre se somete a Dios. Por eso debe el hombre subordinar lo que hay de humano en sí mismo a lo que hay de Dios en el prójimo. Pero la humildad no exige que se someta lo que hay de Dios en sí mismo a lo que parece ser de Dios en el otro… Así como tampoco exige que se someta lo humano propio a lo humano de los demás».

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Una vez más nos encontramos con que la Iglesia, por lo que se refiere a la doctrina de la perfección cristiana, no es una gran partidaria del «camino único». Este cuidado que muestra la Iglesia por abrir sendas múltiples, su aversión incluso al exclusivismo, está comentada por San Agustín con ocasión de otro tema afín al que ahora nos ocupa, pero donde se refleja la identidad de pensamiento: «Si uno cree que debe recibirse el Cuerpo del Señor diariamente y el otro dice lo contrario, que cada uno haga lo que mejor le parezca según su opinión y devoción. Tampoco se pelearon entre sí Zaqueo y el Centurión porque el uno recibiera con gozo al Señor en su casa (Lc. 19, 6) y el otro dijera: Señor, yo no soy digno de que entréis en mi morada (Lc. 17, 6). Aunque no de la misma manera, ambos hicieron honor al Redentor».

* En «Las Virtudes Fundamentales» (fragmento del estudio de la virtud de la Templanza), Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición – 1998, pp. 276-281.

Un nuevo relicario para nuestra Capilla

“La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.” (CIC 955)

La carta a los Hebreos nos advierte: “Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe.” (Heb 13,7) El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 956, al hablar de la intercesión de los santos, nos enseña que por el simple hecho de que “los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la Santidad […] No dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra […] Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

Esta veneración que les prestamos a los santos, confiando en su auxilio junto a Cristo Señor y esperando recibir las gracias necesarias para que alcancemos el mismo camino que ellos mismos han recorrido y que, por lo tanto, han alcanzado la meta definitiva en la eternidad, es algo de una tradición antiquísima en la Iglesia. Con efecto, en el famoso Martirio de San Policarpo, nos es relatado la siguiente frase del santo obispo, dice san Policarpo: “Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su Rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos.” (CIC 957).                                                   

Con gran alegría, esta semana pudimos poner en nuestra sencilla capilla, un nuevo relicario, que nos recuerda toda esta enseñanza milenaria de la Iglesia sobre la veneración de los santos. Es una tradición en nuestra congregación, y en varios otros lugares también, el tener en la capilla un cuadro reservado para las reliquias de los santos, para que ellos también nos acompañen y nos auxilien en nuestro trabajo cuotidiano de amar más y más a Nuestro Señor.

Con ayuda de bienhechores, pudimos mandar confeccionar un relicario más grande, dónde fue posible ordenar no sólo las reliquias que ya teníamos, como también ponerle más reliquias que teníamos guardadas por cuestión de falta de espacio.

Ahora, con mucha alegría, les compartimos esta noticia y, confiados en la intercesión de estos nuestros amigos del Cielo, nos encomendamos unos a otros a su intercesión y ayuda para que ambos podamos alcanzar la gloria de la patria celestial y gozar por toda la eternidad de los gozos y alabanzas al Dios Uno y Trino que vive y reina por los siglos de los siglos, ¡amén!

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia

Oda XXI a nuestra Señora

(Poesía)

  Virgen, que el sol más pura,

gloria de los mortales, luz del cielo,

en quien la piedad es cual la alteza:

  los ojos vuelve al suelo

y mira un miserable en cárcel dura,

cercado de tinieblas y tristeza.

  Y si mayor bajeza

no conoce, ni igual, juicio humano,

que el estado en que estoy por culpa ajena,

  con poderosa mano

quiebra, Reina del cielo, esta cadena.

  Virgen, en cuyo seno

halló la deidad digno reposo,

do fue el rigor en dulce amor trocado:

  si blando al riguroso

volviste, bien podrás volver sereno

un corazón de nubes rodeado.

  Descubre el deseado

rostro, que admira el cielo, el suelo adora:

las nubes huirán, lucirá el día;

  tu luz, alta Señora,

venza esta ciega y triste noche mía.

  Virgen y madre junto,

de tu Hacedor dichosa engendradora,

a cuyos pechos floreció la vida:

  mira cómo empeora

y crece mí dolor más cada punto;

el odio cunde, la amistad se olvida;

  si no es de ti valida

la justicia y verdad, que tú engendraste,

¿adónde hallará seguro amparo?

  Y pues madre eres, baste

para contigo el ver mi desamparo.

  Virgen, del sol vestida,

de luces eternales coronada,

que huellas con divinos pies la Luna;

  envidia emponzoñada,

engaño agudo, lengua fementida,

odio crüel, poder sin ley ninguna,

  me hacen guerra a una;

pues, contra un tal ejército maldito,

¿cuál pobre y desarmado será parte,

  si tu nombre bendito,

María, no se muestra por mi parte?

  Virgen, por quien vencida

llora su perdición la sierpe fiera,

su daño eterno, su burlado intento;

  miran de la ribera

seguras muchas gentes mi caída,

el agua violenta, el flaco aliento:

  los unos con contento,

los otros con espanto; el más piadoso

con lástima la inútil voz fatiga;

  yo, puesto en ti el lloroso

rostro, cortando voy onda enemiga.

  Virgen, del Padre Esposa,

dulce Madre del Hijo, templo santo

del inmortal Amor, del hombre escudo:

  no veo sino espanto;

si miro la morada, es peligrosa;

si la salida, incierta; el favor mudo,

  el enemigo crudo,

desnuda, la verdad, muy proveída

de armas y valedores la mentira.

  La miserable vida,

sólo cuando me vuelvo a ti, respira.

  Virgen, que al alto ruego

no más humilde sí diste que honesto,

en quien los cielos contemplar desean;

  como terrero puesto—

los brazos presos, de los ojos ciego—

a cien flechas estoy que me rodean,

  que en herirme se emplean;

siento el dolor, mas no veo la mano;

ni me es dado el huir ni el escudarme.

  Quiera tu soberano

Hijo, Madre de amor, por ti librarme.

  Virgen, lucero amado,

en mar tempestuoso clara guía,

a cuvo santo rayo calla el viento;

  mil olas a porfía

hunden en el abismo un desarmado

leño de vela y remo, que sin tiento

  el húmedo elemento

corre; la noche carga, el aire truena;

ya por el cielo va, ya el suelo toca;

  gime la rota antena;

socorre, antes que emviste en dura roca.

  Virgen, no enficionada

de la común mancilla y mal primero,

que al humano linaje contamina;

  bien sabes que en ti espero

dende mi tierna edad; y, si malvada

fuerza que me venció ha hecho indina

  de tu guarda divina

mi vida pecadora, tu clemencia

tanto mostrará más su bien crecido,

  cuanto es más la dolencia,

y yo merezco menos ser valido.

  Virgen, el dolor fiero

añuda ya la lengua, y no consiente

que publique la voz cuanto desea;

  mas oye tú al doliente

ánimo, que contino a ti vocea.

 

Fray Luis de León

 

DEDOS, MANOS Y CLAVOS

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. 

Ven. Fulton Sheen

La primera aparición de nuestro Señor en el cenáculo fue hecha sólo a diez de los apóstoles; Tomás no estaba presente. No estaba con los apóstoles, pero el evangelio supone que debiera estar con ellos. Se ignora la razón de su ausencia, pero probablemente se debía a su falta de fe. En tres pasajes distintos del evangelio se describe a Tomás como uno que siempre veía el lado sombrío de las cosas, tanto en lo referente al presente como al futuro. Cuando nuestro Señor recibió la noticia de la muerte de Lázaro, Tomás dijo que quería ir a morir con Él. Más adelante, al decir nuestro Señor que volvería al Padre a preparar una morada para sus apóstoles, la respuesta de Tomás fue que él no sabía a dónde iba el Señor y que tampoco sabía el camino.

Tan pronto como los otros apóstoles estuvieron convencidos de la resurrección y gloria de nuestro Salvador, fueron a anunciar esta nueva a Tomás. Éste les dijo que no se negaba a creer, pero que no le era posible creer a menos que tuviera una prueba experimental de la resurrección, a pesar del testimonio que ellos le daban de que habían visto al Señor resucitado. Enumeró así las condiciones que se requerían para que él pudiera creer: Si yo no viere en sus manos la señal de los clavos, y si no metiere mi dedo en la señal de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré. Jn 20, 25

La diferencia entre los que creían y los que no estaban preparados para creer pudo verse en el modo como fueron recibidos los diez cuando dieron a Tomás la noticia de la resurrección. Negarse a confiar en el testimonio de diez compañeros competentes, que habían visto con sus propios ojos a Cristo resucitado, demostraba lo escéptico que era aquel pesimista. Sin embargo, el suyo no era el escepticismo frívolo de los que son indiferentes o enemigos de la verdad; él quería saber para poder creer. Era distinto del que quiere saber para atacar a la fe. En cierto sentido, su actitud era la del teólogo científico que fomenta el conocimiento y la inteligencia después de haber eliminado toda duda.

Éste es el único pasaje de la Biblia en que la palabra «clavos» se usa en relación con nuestro Salvador, y que recuerda las palabras del salmista: «Traspasaron mis manos y mis pies». Las dudas de Tomás se suscitaron, en su mayor parte, de su desaliento y por el efecto deprimente de la tristeza y la soledad; porque era un hombre que gustaba de aislarse de sus compañeros. A veces una persona que falta a una reunión pierde mucho. Si se escribieran los minutos de la primera reunión, habrían contenido las trágicas palabras del evangelio: «Tomás no se hallaba presente». E1 domingo empezaba a ser el día del Señor, puesto que ocho días después los apóstoles volvían a estar reunidos en el cenáculo, y Tomás estaba con ellos.

Estando otra vez cerradas las puertas, el Salvador resucitado se apareció en medio de ellos por vez tercera y los saludó:

La paz sea con vosotros. Jn 20, 19

Inmediatamente después de hablar de la paz, nuestro Señor procedió a tratar el asunto sobre el que se basaba la paz, o sea su muerte y resurrección. No había el menor dejo de censura en la actitud de nuestro Señor, como no lo hubo tampoco cuando se apareció más tarde a Pedro junto al lago de Galilea. Tomás había pedido una prueba basada en los sentidos o facultades que pertenecen al reino animal, y una prueba de los sentidos le iba a ser dada ahora. Díjole nuestro Señor a Tomás:

Llega acá tu dedo, y ve mis manos, y llega acá tu mano, y
métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino creyente. 
Jn 20, 27

Una vez había dicho que una generación pecadora y adúltera buscaba una señal, y ninguna señal le sería dada más que la de Jonás el profeta. Ésta fue precisamente la señal que se dio a Tomás. El Señor conocía las palabras escépticas que Tomás había dicho antes a sus compañeros; otra prueba de su omnisciencia. La llaga del costado debía de ser muy grande, puesto que dijo a Tomás que metiera su mano en ella; también debieron de serlo las llagas de su mano, por cuanto Tomás fue invitado a que usara su dedo a modo de clavo. Las dudas de Tomás tardaron en desvanecerse más que las de los otros, y su extraordinario escepticismo constituye una prueba más de la realidad de la resurrección.

Hay la misma razón para suponer que Tomás hizo lo que se le invitaba a hacer, que la que hay para suponer que los diez apóstoles habían hecho lo mismo precisamente durante la primera noche de pascua de resurrección. Las palabras de reprensión que nuestro Señor dirigió a Tomás, de que no fuera tan incrédulo, contenían también una exhortación a ser creyente y a alejar de sí aquel pesimismo que constituía su principal defecto.

Pablo no fue desobediente a la visión celestial; tampoco lo fue Tomás. Aquel escéptico quedó tan convencido por la prueba positiva que acababa de recibir, que se convirtió en adorador. Postrándose de hinojos, dijo al Señor resucitado:

¡Señor mío y Dios mío! Jn 20, 28

En una sola ardiente exclamación, Tomás recogió todas las dudas de una humanidad abatida para curarse repentinamente de ellas mediante todo lo que significaba aquella sencilla y sublime exclamación: «¡Señor mío y Dios mío!».

Con estas palabras venía a reconocer que el Emmanuel de Isaías se hallaba delante de él. Tomás, que había sido el último en creer, fue el primero en hacer la plena confesión de la divinidad del Salvador resucitado. Pero, puesto que esta confesión procedía de la evidencia proporcionada por la carne y la sangre, no fue seguida de la bendición que le fue concedida a Pedro cuando confesó que Jesús era el Hijo de Dios vivo. Sin embargo, el Salvador resucitado dijo a Tomás:

Porque me has visto, has creído;
¡bienaventurados aquellos que
no han visto, y han creído!
 Jn 20, 29

Hay algunos que no quieren creer, aunque vean como faraón; otros creen solamente cuando ven. Sobre estos dos tipos de personas, Dios nuestro Señor ha colocado a los que no vieron y, sin embargo, creyeron. Noé había sido advertido por Dios de las cosas que aún no habían sucedido; las creyó y preparó su arca. Abraham abandonó su propio hogar sin saber adónde iba, pero confiando en la promesa que Dios le había hecho de que sería padre de una raza más numerosa que las arenas del mar. Si Tomás hubiera creído por medio del testimonio de sus condiscípulos, su fe en Cristo habría sido mayor, puesto que Tomás había oído muchas veces decir al Señor que sería crucificado y luego resucitaría. También sabía por las Escrituras que la crucifixión era el cumplimiento de una profecía, pero él quiso el testimonio complementario de los sentidos.

Tomás pensaba que estaba haciendo lo más adecuado al exigir la plena evidencia de la prueba sensible; pero ¿qué sería de las futuras generaciones si habían de pedir la misma evidencia? Los futuros creyentes, vino a decir el Señor, han de aceptar el hecho de la resurrección del testimonio dado por los que estuvieron con Él. Nuestro Señor estaba describiendo así la fe de los creyentes después de la época apostólica, cuando no habría nadie que lo hubiera visto; pero su fe tendría una base, porque los apóstoles mismos habían visto al Señor resucitado. Veía que los fieles podían hacerlo sin ver, creyendo en el testimonio de ellos. Los apóstoles eran hombres felices no porque hubieran visto a nuestro Señor y creyeran; fueron mucho más felices cuando comprendieron cabalmente el misterio de la redención y vivieron conforme al mismo, e incluso dieron la vida por la realidad de la resurrección. Sin embargo, hay que agradecer en cierto modo a Tomás que tocara a Cristo como hombre, pero creyera en Él como Dios.

* En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959; págs. 567-570.

Elementos de vida espiritual

De los escritos de san Alberto Hurtado

1. Una espiritualidad sana

Los que se preocupan de la vida espiritual no son muchos; y, desgraciadamente, entre ésos no todos van por camino seguro.

¡Cuántos, durante decenas de años, hacen meditación y lectura sin sacar gran provecho! ¡Cuántos, más preocupados de seguir un método que al Espíritu Santo! ¡Cuántos quieren imitar literalmente tal o tal santo, rehacer sus prácticas, renovar sus oraciones! ¡Cuántos aspiran a estados extraordinarios, a lo maravilloso, a las gracias sensibles! ¡Cuántos olvidan que forman parte de una humanidad adolorida y se fabrican una religión egoísta que no se acuerda de sus hermanos! ¡Cuántos leen y releen los manuales, o buscan recetas, sin conocer el Evangelio, sin acordarse de San Pablo!.

Para otros, la vida espiritual se confunde con los ejercicios de piedad: lectura espiritual, oración, exámenes. La vida activa viene a ser un pegote que se le agrega, pero no una prolongación, ni una preparación de su vida interior. Las preocupaciones de su vida ordinaria, las dificultades que tienen que vencer, su deber de estado, son echados fuera de la oración: les parece indigno mezclar Dios a esas banalidades.

Así llegan a forjarse una vida espiritual complicada y artificial. En lugar de buscar a Dios en las circunstancias en que nos ha puesto, en las necesidades profundas de mi persona, en las circunstancias de mi ambiente temporal y local, preferimos actuar como hombres universales o abstractos. Dios y la vida real no aparecen jamás en el mismo campo de pensamiento y de amor. Pelean para mantener en sí una sentimentalidad afectiva de orientación divina, para mantener, con esfuerzo, la mirada fija en Dios, para sublimarse intensamente; o bien se contentan con las fórmulas azucaradas de libros llamados de piedad. Esto hace pensar en el pensamiento de Pascal: el hombre no es ni ángel ni bestia, pero el que quiere hacer el ángel, obra como bestia (fait la bête).

Cosa más grave: Sacerdotes, hombres de estudio, que trabajan materias sobrenaturales, predicadores que preparan su predicación de mañana… no tendrán siquiera la idea de introducir estas materias en su vida de oración.

Seglares que dirigen obras de acción se prohibirán pensar en estas materias durante su oración. Hombres que pasan su día sobre las miserias del prójimo, para socorrerla, apartarán el recuerdo de sus pobres mientras asisten a la misa. Apóstoles abrumados de responsabilidades con miras al Reino de Dios, considerarán casi una falta el verse acompañados por sus preocupaciones y sus inquietudes.

Como si toda nuestra vida no debiera ir orientada hacia Dios, como si pensar en todas las cosas por Dios, no fuera ya pensar en Dios; o como si pudiéramos liberarnos a nuestro arbitrio de las solicitudes que Dios mismo nos ha puesto. Es tan fácil, en cambio, tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.

2. El respeto de la persona

Una espiritualidad sana da a los métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las individualidades, y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, a las educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias, generosidades… Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre, sin que se sepa de dónde viene y a dónde va (cf. Jn 3,8), se sirve de cada uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia. Todos sirven en esta marcha de la humanidad hacia Dios; todos encuentran trabajo en la construcción de la Iglesia; el trabajo de cada uno, el querido por Dios, será el que a cada uno se revelará por las circunstancias en que [Dios] lo colocará y la luz que a él dará en cada momento.

La única espiritualidad que nos conviene es la que nos introduce en el plan divino, según mis dimensiones, para realizar ese plan en obediencia total.

Todo método demasiado rígido, toda dirección demasiado definitiva, toda sustitución de la letra al espíritu, todo olvido de nuestras realidades individuales, no consiguen sino disminuir el ímpetu de nuestra marcha hacia Dios.

3. El respeto de la obra de Dios

Serán, pues, métodos falsos todos lo que sean impuestos con uniformidad; todos los que pretendan dirigirnos hacia Dios haciéndonos olvidar a nuestros hermanos; todos los que nos hagan cerrar los ojos sobre el universo, en lugar de enseñarnos a abrirlos para elevar todo al Creador de todo ser; todos los que nos hagan egoístas y nos replieguen sobre nosotros mismos; todos los que pretendan encuadrar nuestra vida desde afuera, sin penetrarla interiormente para transformarla; todos los que den al hombre la ventaja sobre Dios.

4. ¡La entrega al Creador!

En todo camino espiritual recto, está siempre al principio el don de sí mismo (Principio y Fundamento y Contemplación para alcanzar amor ). Si multiplicamos las lecturas, las oraciones, los exámenes, pero sin llegar allí, es señal que nos hemos perdido… Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.

5. Un cristianismo que tome todo el hombre

Al comparar el Evangelio con la vida de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar… La mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz sobre el candil, la levadura de la masa… (cf. Mt 5,13-15). El soplo del Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume. Hay entre nosotros activos, y más que activos, más aún, agitados, pero las causas que nos consumen no son la causa del cristianismo.

Después de mirar y volver a mirarse a sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, agota toda actividad. Es como un río de lava ardiendo, incandescente, que sale del fondo mismo de la religión.

En nuestro tiempo, se hace de la Religión una formalidad mundana, un sentimentalismo piadoso bueno para las mujeres, una policía pacífica: “No romper nada, ¡¡no permitir que nadie rompa nada!!”. Así se podría expresar este cristianismo de buen tono, negativo, vacío de pasión, vacío de sustancia, vacío de Cristo, vacío de Dios. Un cristiano sin fuego y sin amor, de gente tranquila, de personas satisfechas, de hombres temerosos, o de los que gozan con mandar y desean ser obedecidos. Un cristianismo así no hace falta. Los que tienen consuelos en su interior, abundancia en su hogar, honores en la sociedad, ¿para qué necesitan de Dios?

Pero, felizmente, se encuentran en todas partes grupitos de cristianos que han comprendido el sentido del Evangelio. Jóvenes deseosos de servir a sus hermanos; sacerdotes que llevan abierta la herida que no cesa de sangrar al ver tanto dolor, tanta injusticia, tanta miseria; sacerdotes como el Gran Pontífice; hombres y mujeres que nos prolongan la presencia de Cristo entre nosotros, bajo una sotana, un overall o un traje de fiesta. Son luminosos como Cristo, y bienhechores como Él. Cristo está en ellos, y esto nos basta. No podemos menos de amarlos, nos tomamos de su mano y por ellos entramos en ese Cuerpo inmenso que anima el Espíritu.

Estos son los cristianos verdaderos, aquellos en los cuales Cristo ha entrado a fondo, ha tomado todo en ellos, ha transformado toda su vida; un cristianismo que los ha transfigurado, que se comunica, que ilumina. Son el consuelo del mundo. Son la Buena Nueva permanentemente anunciada.

Todo predica en ellos: la palabra, sin duda, pero también la sonrisa y la bondad, y la mano tendida, la resignación, la ausencia total de ambición, la alegría constante.

Van siempre adelante, rotos quizás en su interior, abrazándose serenamente a las dificultades, olvidados de sí mismos, entregados… Nada los detiene: ni el menosprecio de los grandes, ni la oposición sistemática de los poderosos, ni la pobreza, ni la enfermedad, ni las burlas. ¡¡¡Aman y eso les basta!!! Tienen fe, esperan. En medio de sus dolores, son los felices del mundo. Su corazón, dilatado hasta el infinito, se alimenta de Dios.

Son la Iglesia naciente entre nosotros. Son Cristo viviente entre nosotros y de Él les viene su nobleza, de Él, al cual se han entregado al entregarse a sus hermanos desgraciados. El haber comprendido que los otros eran también hijos de Dios, hermanos de Cristo, eso los ha hecho crecer. Entre ellos, Dios, Cristo y los otros, hay ahora un vínculo definitivo. Ellos comprenden que su misión es ser el puente hacia el Padre, puente para todos. Todos juntamente, todos los hijos del Padre, llevados por el Hijo Jesucristo, todos por Él llegando al Padre, y esto mediante nuestra acción, la de cada uno de nosotros. Toda la humanidad trabajando en esta obra, ayudados por los militantes de ayer, que en la tarde de su trabajo recibieron ya su recompensa.

¿Cómo puede ser que no vivamos más en esta perspectiva? Al sabernos consagrados a Dios, no podemos seguir viviendo inclinados sobre nosotros mismos, ni sobre nuestros méritos, ni siquiera sobre nuestros pecados… sino en imitar al Salvador, enérgico y dulce, que “amó a los hombres hasta el fin” (Jn 13,1).

Nuestra vida espiritual –y somos sacerdotes–, nuestro catecismo, nuestra predicación, la dirección espiritual, ¿no estará demasiado lejos del Maestro, de su auténtico Evangelio?

6. Una condición

Una condición para que el cristianismo tome todas nuestras vidas es conocer íntimamente a Cristo, su mensaje, y conocer a los hombres de nuestro tiempo a los cuales va este mensaje.

Pocos apóstoles, sacerdotes o seglares, están preparados para el apostolado moderno. Un predicador de fama decía que al bajar del púlpito se daba cuenta que había hablado por encima de la cabeza de sus oyentes. Se dolía de no haber dado a sus fieles lo que tenían derecho de esperar… Si nos examinamos nosotros, los que estamos en las obras sociales o de beneficencia o escolares, ¿no tenemos acaso la misma impresión?

La acción no penetra, se queda en la superficie. ¿Quién no ha sentido en su interior deseos ardientes que, al comunicarlos a otros, no producen en ellos sino resultados superficiales? Nuestros pensamientos más claros no encuentran fácilmente el camino de la inteligencia ni el del corazón, para llegar a los demás.

Predicamos una doctrina segura: Repetimos el Evangelio, los Padres, Santo Tomás, las Encíclicas… sin embargo, el contacto es superficial, nuestro dinamismo no ha movido a los que queríamos mover.

Más aún, si vamos a los que parecen grandes conductores de hombres, a los que han tenido éxito en su acción social, cívica, a los que han logrado poner un poco más de justicia y de felicidad en el mundo, si a éstos les preguntamos si están contentos de su acción, nos responderán que se dan perfectamente cuenta que no tocan el problema sino en su superficie, que la sociedad siempre escapa de toda acción moralizadora y más aún santificadora. Se necesitaría genios y santos para remediar los males tan hondos… ¡¡y estos deberían ser perseverantes!! Más cierta me parece aún la observación de un sacerdote con quien comentaba la crisis de una gran organización (la Juventud Obrera Católica) que me decía: Esto prueba que cada generación ha de comenzar de nuevo la Redención. No podemos vivir del trabajo ajeno; debemos aportar nuestra parte, con Cristo, a la obra común.

Cuando un apóstol parte demasiado pronto para la acción o cesa en su trabajo de formación, sufre las consecuencias. Uno queda en la acción apostólica al nivel de su verdadero valer. Sólo el santo santifica; sólo la luz alumbra; sólo el amor calienta. Ordinariamente, [frente] al apóstol, grupitos fáciles se dejan penetrar por su acción: niños, religiosas, almas piadosas… Ante los hombres sobre todo, están como desarmados, no teniendo para ellos sino fórmulas hechas, abstractas o gastadas, sacadas de manuales… Aun de las encíclicas, no saben servirse, porque no conocen el ambiente en que ellas se aplican.

Muchos apóstoles de hoy fallan por haber partido demasiado pronto, o haberse contentado demasiado luego con lo que tenían de ciencia, de experiencia, de virtud. Demasiado pronto se sintieron completos. Seglares… quedaron militantes mediocres, sin verdadera formación. Sacerdotes, indefinidamente fuera de la vida, fuera de lo real, inadaptados o mal comprendidos, repitiendo siempre los mismos clichés ante una clientela demasiado fácil, mientras la inmensa masa sigue ignorando aun que hay Dios, y que Cristo ha venido… sin que haya quién recuerde a los poderosos, a los superiores, como a los humildes, sus deberes, ni quién señale el camino en los momentos críticos.

Conocer, con el conocimiento de Sabiduría, que es más rico, más profundo que el de la simple ciencia; conocer a los hombres y amarlos apasionadamente como hermanos de Cristo e hijos de Dios; conocer nuestra sociedad enferma, como lo hace el médico para auscultarla. ¿Cuántos son los que se dan tiempo para estudiar la trama compleja de nuestra vida social, de sus corrientes intelectuales, de sus engranajes económicos, de sus imperios legales, de sus tendencias políticas? Para obrar con prudencia hay que conocer. El precio de nuestra conquista tiene que ser poner en acción todas nuestras energías para colaborar con la gracia divina (lo que decía Depierre al seminarista que sale: “Que sepa, al menos, que sabe muy poco; que ofrezca su granito de arena y esté dispuesto a pedir, a recibir, ¡¡a aprender!!” ).

Conocimiento hondo de Cristo: la teología en píldoras de tesis no puede bastar. La sabiduría se impone. La mirada del humilde que se acerca a fuerza de pureza a la mirada de Dios; la mirada del contemplativo sobre Cristo, en quien todo se resume, esperanza de nuestra salvación. El apóstol debe integrar su acción en el plan de Cristo sobre nuestro tiempo; conocer bien a Cristo y conocer bien nuestro tiempo para acercarlos con amor. Ahí está todo (esto supone esa inmensa humildad que es la que dispone para recibir las gracias de lo alto).

Espiritualidad sana que no consiste en solas prácticas piadosas, ni en sentimentalismos, sino [de los] que se dejan tomar enteros por Cristo que llena sus vidas. Espiritualidad que se alimenta de honda contemplación, en la cual aprende a conocer y amar a Dios y a sus hermanos, los hombres del propio tiempo. Esta espiritualidad es la que permitirá las conquistas apostólicas que harán de la Iglesia la levadura del mundo.

 

BELÉN

Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

Ven. Fulton Sheen

 

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

    José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado concerniente a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, en tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá el Caudillo que pastoreará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6).

   José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien el cielo y la tierra pertenecen. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que había tenido una moneda que entregar al posadero, mas no había sitio para aquel que venía para ser la Posada de todo corazón que en este mundo estuviera sin hogar. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos».

   Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

    De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que habría podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro sitio más que «en alguna parte de allá arriba»; cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, no tenía que hacer sino bajar la cabeza para contemplar el cielo.

    En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza. Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de vida que descendió del cielo», fue colocado sobre un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

    No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera –si es que en realidad había de nacer– en una posada. Un establo era el último sitio del mundo en que podía habérsele esperado. La Divinidad se encuentra donde menos se espera encontrarla.

    Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentaran con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, habría de ver el lugar de su nacimiento decretado en virtud de un censo imperial; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación sería recostada sobre un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    El Hijo de Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera. Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. El agacharse es señal de humildad. Los orgullosos  se niegan a hacerlo, y es por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en su mano.

    Por lo tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre». Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en mantillas en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en las mantillas de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones que fueron impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana. Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí cerca fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis a un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).

    Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor (Lc 2, 11)

   Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. El que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrán de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

    Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizá una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

    Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

[…]

En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959.

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor).

San Juan Pablo II

Queridos hijos, hermanos y amigos en Jesucristo:

En esta solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor, el Papa se complace en ofrecer el Sacrificio eucarístico con vosotros y por vosotros. Me siento feliz de hallarme con los estudiantes y todo el personal del Venerable Colegio Inglés, en este año en que conmemoráis el IV centenario. Y hoy me siento especialmente cercano a vosotros, a vuestros padres y familias, y a todos los fieles de Inglaterra y Gales que están unidos en la fe de Pedro y Pablo, en la fe de Jesucristo. Las tradiciones de generosidad y fidelidad que han sido una constante de vuestro Colegio durante 400 años, están presentes en mi corazón esta mañana. Habéis venido a agradecer y alabar a Dios por lo que su gracia ha hecho en el pasado, y a recibir fuerzas para seguir caminando —bajo la protección de Nuestra Señora bendita—con el mismo fervor de vuestros antepasados, de los muchos que dieron la vida por la fe católica.

Una palabra cordial de bienvenida dirijo asimismo a los nuevos sacerdotes del Pontificio Colegio Beda. También para vosotros es éste un momento de desafío especial a mantener vivos los ideales que resplandecen en vuestro Patrono, San Beda el Venerable, a quien conmemoráis mañana. Bienvenidos igualmente todo el personal y vuestros compañeros de estudios.

Con gozo, por tanto, y con propósitos recién estrenados para el futuro, reflexionemos brevemente sobre el gran misterio de la liturgia de hoy. En las lecturas de la Escritura se nos resume todo el significado de la Ascensión de Cristo. La riqueza de este misterio se descubre en dos afirmaciones: “Jesús les dio instrucciones” y después “Jesús ocupó su puesto”.

En la providencia de Dios —en el eterno designio del Padre— había llegado para Cristo la hora de partir. Iba a dejar a sus Apóstoles con su Madre, María, pero sólo después de haberles dado instrucciones. Ahora los Apóstoles tienen una misión que cumplir siguiendo las instrucciones que les dejó Jesús, instrucciones que eran a su vez expresión de la voluntad del Padre.

Las instrucciones indicaban ante todo que los Apóstoles debían esperar al Espíritu Santo, que era don del Padre. Desde el principio estaba claro como el cristal que la fuente de la fuerza de los Apóstoles. es el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad; se ha de extender el Evangelio por el poder de Dios; y no por medio de la sabiduría y fuerza humanas.

Además, a los Apóstoles se les instruyó para enseñar y proclamar la Buena Nueva en el mundo entero. Y tenían que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Al igual que Jesús, debían hablar explícitamente del Reino de Dios y de la salvación. Los Apóstoles tenían que dar testimonio de Cristo “hasta los confines de la tierra”. La. Iglesia naciente entendió claramente estas instrucciones y comenzó la era misionera. Y todos supieron que la era misionera no terminaría antes de que volviera de nuevo el mismo Jesús que había ascendido al cielo.

Las palabras de Jesús se convirtieron para la Iglesia en un tesoro que custodiar, proclamar, meditar y vivir. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo implantó en la Iglesia un carisma apostólico a fin de mantener intacta esta revelación. A través de sus palabras Jesús iba a vivir en su Iglesia: “Yo . estaré siempre con vosotros”. De este modo la comunidad eclesial tuvo conciencia de la necesidad de ser fieles a las instrucciones de Jesús, al depósito de la fe. Esa solicitud se transmitiría de generación en generación hasta nuestros días. Basándome en este principio hablé recientemente a vuestros rectores afirmando que «la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: “Lo que principalmente atañe al Concilio es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (Discurso del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en el “sagrado depósito de la doctrina cristiana”» (Discurso del 3 de marzo de 1979L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Sí, queridos hijos, nuestro gran desafío es el de ser fieles a las instrucciones del Señor Jesús.

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor). Para toda la eternidad Jesús ocupa su puesto de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29): nuestra naturaleza está con Dios en Cristo. Y en cuanto hombre el Señor Jesús vive para siempre intercediendo por nosotros ente su Padre (cf. Heb 7, 25). Al mismo tiempo, desde su trono de gloria Jesús envía a toda la Iglesia un mensaje de esperanza y una llamada a la santidad.

Por los méritos de Cristo, a causa de su intercesión ante el Padre, somos capaces de alcanzar en él justicia y santidad de vida. Claro está que la Iglesia puede experimentar dificultades, el Evangelio puede encontrar obstáculos, pero puesto que Jesús está a la derecha del Padre, la Iglesia jamás conocerá el fracaso. La victoria de Cristo es la nuestra. El poder de Cristo glorificado, Hijo amado del Padre eterno, es superabundante para mantenernos a cada uno y a todos en la fidelidad de nuestra dedicación al Reino de Dios y en la generosidad de nuestro celibato. La eficacia de la Ascensión de Cristo nos alcanza a todos en la realidad concreta de la vida diaria. Por razón de este misterio la vocación de toda la Iglesia está en “esperar con alegre esperanza la venida de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Queridos hijos: Vivid imbuidos de la esperanza que es parte tan grande del misterio de la Ascensión de Jesús. Tened conciencia honda de la victoria v triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Estad convencidos de que la fuerza de Cristo es mayor que nuestra debilidad, mayor que la debilidad del mundo entero. Procurad entender y tomar parte en el gozo que experimentó María al conocer que su Hijo había ocupado su lugar junto al Padre, a quien amaba infinitamente. Y renovad hoy vuestra fe en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo que se fue a prepararnos un lugar, para venir de nuevo y llevarnos con El.

Este es el misterio de la Ascensión de nuestra Cabeza. Recordémoslo siempre: “Jesús les dio instrucciones”, y después “Jesús ocupó su puesto”. Amén.

Homilia de su Santidad Juan Pablo II en la Solemnidad de la Ascensión del Señor (24/05/1979)

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado