Desde la casa de santa Ana



Desde la casa de santa Ana
Sí el grano de trigo, que cae en la tierra, no muriere, él solo quedará
(Jn 12, 24).
Santo Tomás de Aquino
Para dos cosas usamos el grano de trigo: para el pan y para semilla.
Aquí se trata del grano de trigo que es semilla, no como materia del pan, porque en este último caso no brota para que produzca fruto. Mas dice muriere, no porque pierda la virtud seminativa, sino porque se muda en otra especie. Lo que tú siembras, no se vivifica, si antes no muere (I Cor 15, 36).
El Verbo de Dios es semilla en el alma del hombre, por cuanto entra en ella por la voz sensible para producir fruto de buenas obras, como dice San Lucas: La simiente es la palabra de Dios (8, 11). Del mismo modo el Verbo de Dios, vestido de carne, es la semilla enviada al mundo, de la cual debía brotar abundantísima mies, por lo cual se compara al grano de mostaza (Mt 13, 31). Dice, pues: Yo he venido como la semilla, para fructificar, y por eso os digo en verdad: Sí el grano de trigo, que cae en la tierra, no muriere, él solo queda; esto es, si yo no muero, no se seguirá el fruto de la conversión de las gentes. Mas se compara al grano de trigo, porque vino para restablecer y sustentar a las mentes humanas. Esto lo hace principalmente el pan de trigo, como dice la Escritura: El pan corrobore el corazón del hombre (Sal 103, 15). El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 52).
Mas sí muriere, mucho fruto lleva (Jn 12, 24).
Aquí se indica la utilidad de la Pasión, como diciendo: Si no cae en tierra por la humildad de la pasión, no se sigue ninguna utilidad, porque él solo queda. Pero si muriere, esto es, mortificado y matado por los judíos, mucho fruto lleva.
1º) Fruto de remisión de pecado, como dice el Profeta Isaías: Éste es
todo su fruto, que sea quitad su pecado (Is 27, 9). Este fruto lo trajo la pasión de Cristo, según aquello: Cristo una vez murió por nuestros pecados, el justo por los injustos, para ofrecernos a Dios (I Ped 3,18).
2º) El fruto de la conversión de los gentiles a Dios, como se lee en el
cuarto Evangelio: Os he puesto para que vayáis, y llevéis fruto, y que permanezca vuestro fruto (Jn 15, 16). Ese fruto lo trajo la Pasión de Cristo: Si yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo (Jn 12, 32).
3º) El fruto de la gloria. Porque glorioso es el fruto de los buenos
trabajos (Sab III, 15). Este fruto también lo trajo la Pasión de Cristo: Teniendo confianza de entrar en el santuario por la sangre de Cristo, por un camino nuevo y de vida, que nos consagró el primero por el velo, esto es, por su carne (Hebr 10, 19, 20).
(In Joan XII)
De los Sermones de san Bernardino de Siena, presbítero
FIEL CUIDADOR Y GUARDIÁN
Es norma general de todas las gracias especiales comunicadas a cualquier creatura racional que, cuando la gracia divina elige a alguien para algún oficio especial o algún estado muy elevado, otorga todos los carismas que son necesarios a aquella persona así elegida, y que la adornan con profusión.
Ello se realizó de un modo eminente en la persona de san José, que hizo las veces de padre de nuestro Señor Jesucristo y que fue verdadero esposo de la Reina del mundo y Señora de los ángeles, que fue elegido por el Padre eterno como fiel cuidador y guardián de sus más preciados tesoros, a saber, de su Hijo y de su esposa; cargo que él cumplió con absoluta fidelidad. Por esto el Señor le dice: Bien, siervo bueno y fiel, pasa al banquete de tu Señor.
Si miramos la relación que tiene José con toda la Iglesia, ¿no es éste el hombre especialmente elegido, por el cual y bajo el cual Cristo fue introducido en el mundo de un modo regular y honesto? Por tanto, si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen Madre, ya que por medio de ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a san José, después de ella, una especial gratitud y reverencia.
Él, en efecto, cierra el antiguo Testamento, ya que en él la dignidad patriarcal y profética alcanza el fruto prometido. Además, él es el único que poseyó corporalmente lo que la condescendencia divina había prometido a los patriarcas y a los profetas.
Hemos de suponer, sin duda alguna, que aquella misma familiaridad, respeto y altísima dignidad que Cristo tributó a José mientras vivía aquí en la tierra, como un hijo con su padre, no se la ha negado en el cielo; al contrario, la ha colmado y consumado.
Por esto, no sin razón añade el Señor: Pasa al banquete de tu Señor. Pues, aunque el gozo festivo de la felicidad eterna entra en el corazón del hombre, el Señor prefirió decirle: Pasa al banquete, para insinuar de un modo misterioso que este gozo festivo no sólo se halla dentro de él, sino que lo rodea y absorbe por todas partes, y que está sumergido en él como en un abismo infinito.
Acuérdate, pues, de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tus oraciones ante tu Hijo; haz también que sea propicia a nosotros la santísima Virgen, tu esposa, que es madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por siglos infinitos. Amén.
De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo
El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción. Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo. La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma. Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma.
Desde la casa de santa Ana
Queridos amigos:
Debido a la abundancia de trabajo se nos ha dificultado poder publicar más material de formación y noticias del monasterio, así que, a continuación, les compartimos un poco de lo que ha sido este último tiempo en la casa de santa Ana.
Gracias a Dios y la Sagrada Familia, la situación es notablemente mejor: las personas se ven más tranquilas y confiadas por las calles, y ya desde hace un par de meses que poco a poco los peregrinos comienzan a colorear las calles e iglesias con su devota presencia. Hemos podido recibir a varios grupos locales, retomando un poco la sencilla visita guiada del monasterio cada vez que algún grupo o quien sea lo solicite; hace tiempo que no sonaba la campana del monasterio llamando al monje portero del día para pedir dicha visita guiada, entrar a la capilla o alguna que otra confesión, hermosos vestigios de lo que implican los “momentos fuertes” que recordamos con gran alegría, cuando a veces a todo eso se sumaba celebrar nosotros mismos la santa Misa para los grupos o familias peregrinas que no disponían de un sacerdote, o dedicarnos a confesar mientras algún grupo celebraba la sagrada liturgia. Ayer fue del todo especial, pues recibimos al primer grupo de peregrinos extranjeros desde hace casi un año (un pequeño grupo de españoles), quienes nos pidieron celebrar aquí la santa Misa en la capilla de la Sagrada Familia, misma donde a diario rezamos por sus intenciones y por el mundo entero, y donde cada jueves el Santísimo Sacramento queda expuesto toda la tarde para quienes deseen venir a acompañarlo.
Por otro lado, terminamos la cosecha de limones y elaboración con ellos de la mermelada que, junto con el aceite, nos ayudan al sostenimiento del lugar; pudiendo podar algunos de los olivos más altos para que el próximo año, con la ayuda de Dios, la producción sea abundante.
También agregamos en la capilla la “caja de intenciones”, donde cada peregrino que lo desee pueda escribir y dejar su pedido de oraciones para que los monjes del monasterio recen por ellas, ofreciendo la santa Misa de cada primer Domingo de mes por esas intenciones especialmente, así como por las de todos aquellos que rezan por nosotros. Si bien, de hecho, cada semana celebramos al menos una santa Misa especialmente por estas intenciones, el hecho de dejarlo escrito para los peregrinos esperamos que los mueva a pedir oraciones pues es parte de nuestro deber como consagrados principalmente a la oración (así que cada primer Domingo de mes, sepan que vuestras intenciones estarán presentes en la santa Misa de la casa de santa Ana).
Finalmente pudimos realizar, como cada año, la peregrinación caminando de ida y vuelta hasta la basílica de la Anunciación en Nazaret, a unos 10 kilómetros de Séforis, donde hicimos la correspondiente Adoración frente a la gruta, y donde luego los padres franciscanos, nos invitaron a participar con ellos del rezo del Ángelus junto al altar que está dentro.
Agradecemos a la Sagrada Familia y a todos ustedes por rezar por nosotros, y correspondemos a diario con nuestras plegarias por sus intenciones y necesidades. En esta oportunidad, les pedimos que nos ayuden a rezar por el regreso de los peregrinos a Tierra Santa, donde tantas gracias especiales están “como escondidas” en los santos lugares, gracias de conversión (de las cuales hemos podido ser testigos tantas veces, ¡bendito sea Dios!), gracias especiales para nuestras almas y para nuestros seres queridos, gracias que saben sorprender a las almas devotas, etc.
Siempre en unión de oraciones:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.
Reformar a los buenos se reduce a sacar a un alma de la medianía, de una cierta fidelidad, de una cierta generosidad, y lanzarla a banderas desplegadas por el camino del sacrificio y de la abnegación…
P. Alfonso Torres
Cuando ha habido épocas de mucha decadencia espiritual
y ha habido que hacer una reforma del mundo,
la reforma la han hecho los buenos
que primero se han reformado a sí mismos.
a) Lo más urgente y decisivo
La obra más urgente y más trascendental -me atrevo a decirlo con franca sinceridad- es la reforma de los buenos. Sin esa reforma seguiremos siendo bronce que resuena y címbalo que clamorea. Con esa reforma, los trabajos que se hacen por remediar los males del mundo tendrán una eficacia incontrastable y -permitidme que lo diga- hasta creadora. No es problema de mayorías ni minorías, no es problema de masas ni de selecciones; es problema de reforma, y reforma de buenos, como lo ha sido y lo será siempre.
Nos afanamos por reformar a los malos, a los que están lejos de Dios, y, en cambio, no nos preocupamos de reformar a los buenos, es decir, a los que ya han comenzado a servir al Señor. Miren: una de las cosas más hermosas que se pueden hacer en la santa Iglesia es precisamente “el reformar a los buenos”.
El mayor bien que se puede hacer al mundo es reformar a los buenos. Reformar a los buenos se reduce a sacar a un alma de la medianía, de una cierta fidelidad, de una cierta generosidad, y lanzarla a banderas desplegadas por el camino del sacrificio y de la abnegación, por la práctica heroica y crucificadora de las virtudes perfectas. Cuanto más corrompido esté el mundo, más fuerza apostólica se necesita, y la fuerza del apostolado es la de la santidad, la que se obtiene con la mudanza de los buenos.
Cuando ha habido épocas de mucha decadencia espiritual y ha habido que hacer una reforma del mundo, la reforma la han hecho los buenos que primero se han reformado a sí mismos.
b) El Evangelio, programa único para la reforma de los buenos
La reforma de los buenos tiene su orientación y su programa en las palabras del Evangelio. Lo demás será descaminado, o secundario, o superficial.
Para que os buenos sean mejores hay que abandonar esos caminos que conducen hacia poniente, hacia donde fenece la luz, y volver los ojos a oriente, adonde la luz se hace cada vez más radiante. Como hacían los fieles en los siglos de martirio al borde de la fuente bautismal. El oriente adonde estaban fijos los ojos de san Pablo era Cristo crucificado.
El mejor modo de reformar y hasta de reformar a los demás es seguir a Jesucristo. no temer las persecuciones y mirar al Calvario como una gloria. Nadie puede vencer a quien se enamora de veras de la cruz de Jesucristo. La mejor manera de promover reformas en sí y en los demás es someterse por ellas a las persecuciones, y especialmente a la famosa persecución de los buenos, con humildad de corazón, con espíritu de sacrificio y con puro amor de la santidad.
Pensar que la reforma cristiana del mundo ha de consistir en aparatosas exterioridades, es una equivocación. La reforma cristiana del mundo ha de ser de otra manera: que entre el espíritu de Cristo en las almas; ésa es la reforma.
En épocas relajadas, cuando la reforma es necesaria a todas luces, debe comenzarse por reformar a los ministros del Santuario. Así hizo la santa Iglesia en el concilio de Trento. Y esto no solamente no rebaja la dignidad sacerdotal, sino que más bien la eleva y acrisola. Sobre todo, es esto lo que quiere Cristo nuestro Señor, y lo que nos enseña con su ejemplo cuando comienza por el templo la reforma fundamental del pueblo escogido. Sólo un concepto mundano de la dignidad sacerdotal o una prudencia más carnal que evangélica puede sostener lo contrario.
c) Las resistencias a la reforma de los buenos
En las colectividades de buenos se reforma a veces una mentalidad que parece caridad y es relajación. No es fácil declararla, porque andan en ella muchas cosas que no todos captan. La primera es un como afán de que se ignoren las faltas comunes más visibles, como si el bien de la colectividad consistiera en repetir que todo anda bien. De aquí procede un espíritu sutil de soberbia colectiva y de ficción. Los que se afanan con buen celo por que las faltas se corrijan, son imprudentes, porque hablan de ellas, y dicen que no aman a la colectividad, porque no repiten que todo está bien. A veces se prefiere relajar los criterios que reconocer las relajaciones. Que oigan a la colectividad reconocer sus miserias, que la vean corregirse; esto se tiene por un desdoro desedificante, y, en cambio, se tiene por edificante que la vean celar lo que no puede celarse para que los demás no vean lo que tienen que ver.
d) Los santos reformadores
¡Qué misterioso espíritu el de los santos reformadores! Se tienen por miserables, los más miserables de los hombres, y se lanzan a reformar; prevén que de todos los puntos del horizonte avanzarán agresivos contra ellos los enemigos de la reforma, y no se intimidan ni cejan; se ven convertidos, a fuerza de intrigas, maledicencias y pretericiones, en barreduras del mundo y en deshecho de todos (1Cor 4, 16), y repiten los reformadores aquello de san Pablo: De muy buena gana gastaré de lo mío y me gastaré a mí mismo entero por vuestras almas, siquiera, amándoos más, sea menos amado (2 Cor 2, 15); palpan que el espíritu de reforma les cierra muchas puertas, les arrincona, les deja sin arrimo, y desde su rincón desamparado y solitario, donde saborean la dicha de vivir en la verdad, hacen resonar el grito de reforma hasta en los vericuetos más lejanos de la relajación. Aun en los momentos más trágicos de la lucha les alumbra el heroísmo de la fe y el de la esperanza contra toda esperanza. Se apoyan sólo en Dios.
Una cosa son los santos reformadores y otra los arbitristas de la reforma. Estos aturden con mil invenciones peregrinas, señuelos de incautos y frívolos, mas ni siquiera tocan a las raíces del mal. (…)
Los imperfectos tienen una condescendencia infinita para las relajaciones y un antagonismo irreductible contra la perfección cristiana. Ven impasibles, con arrumacos y regodeos de complicidad, la decadencia espiritual; pero saltan como tigres enfurecidos contra quien hable de perfección. No lo pueden sufrir.
Reflexión para este Domingo
(Lucas 5, 1-11)
El Evangelio de este Domingo nos presenta una de las enseñanzas más hermosas y motivadoras para nuestra vida espiritual y, en concreto, para nuestra relación con Dios. La historia narrada por el evangelista ya la conocemos, la historia ocurrida, en cambio, en los corazones de los presentes -especialmente de Pedro-, debemos descubrirla poco a poco…
Jesús se acerca al lago, donde Él mismo realizará la pesca más importante, porque fue a pescar creyentes y fue a pescar discípulos, una misión velada para la mirada terrena de los presentes, la misma misión que ha venido a compartir con sus discípulos representados en la persona de Pedro, a quien promete hacer “pescador de hombres”, como Él.
Pero en esta oportunidad, daremos un paso atrás para detenernos en el futuro primer papa de la Iglesia, quien nos muestra una actitud que no pocas veces puede aparecer como tentación en nuestras vidas, y que es muy peligrosa en cuanto tiene la capacidad de frustrar conversiones, arruinar santidades, y reducir a bondad lo que debiera ser perfección en un alma; esta es la actitud que apaga los deseos santos de crecer en las virtudes y que ata a las almas a las situaciones de pecado que pone en la balanza haciéndolas pesar más que la Divina Misericordia; y esta actitud, mis queridos hermanos, es la de tener miedo, pero no cualquier miedo, sino temer a acercarse más a Dios y a lanzarse con confianza en sus manos paternales para hacer cosas grandes por su gloria. Con todo esto en cuenta, pongamos nuevamente nuestros ojos en el discípulo destinado a ser roca: contempla el prodigio, reconoce en su corazón la bondad del Señor y comprende el poder sobrenatural de este Maestro que le ha salido al encuentro, pero al poner en contraste la santidad de su benefactor y su propia condición de pecador, comete el error que acabamos de mencionar, y “se asusta” de la grandeza de Jesús, pues se sabe indigno de Él; y, en vez de arrojarse confiadamente en los brazos de quien ha venido por él, le pide que se aleje…, ¡le pide a Cristo que se aparte de su vida! Y este peligro, mis hermanos, sigue muy vigente en nuestros días y rondando nuestras vidas: alejarnos de Dios “porque es demasiado para nosotros”, “porque no lo merezco”, ¡y claro que no lo merecemos!, por eso mismo es que Él nos sale al encuentro para regalarnos el don de su gracia para que vivamos en comunión con Él, para que tengamos una relación con Él, para que nos animemos a corresponderle con generosidad a tantos dones, gracias, bendiciones y demás beneficios que constantemente nos concede.
En esta pesca milagrosa, también se esconde ese misterioso obrar de Cristo que siempre quiere multiplicar sus bondades en nuestra vida, y para eso hay que ensanchar el corazón y esforzarnos aun cuando pareciera que nos vamos a hundir en ciertas pruebas por las cuales debemos pasar, pero hay que confiar, hay que responderle positivamente a Dios. La excusa que pone Pedro para estar más cerca de Jesús es su condición de pecador, ¡pero si justamente Cristo ha venido por los pecadores!, es decir, lo que para Pedro -o para nosotros- es una excusa, para Cristo es la razón de su Encarnación, es decir, de haber asumido nuestra humanidad y venir así por nosotros, para rescatarnos, para transformar poco a poco nuestras vidas y hacerlas dignas del Reino de los Cielos: “¡Éste recibe a los pecadores!, es la acusación que lanzaban contra Jesucristo hipócritamente escandalizados los fariseos (Lc 15,2). “¡Éste recibe a los pecadores!” Y ¡es verdad! Esas palabras son como la divisa exclusiva de Jesucristo. ¡Ahí pueden escribirse sobre esa cruz, en la puerta de ese Sagrario! (san Alberto Hurtado)
“Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador”, dijo Pedro, y la respuesta de Jesús fue “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” … “No temas”, expresión que aparece 365 veces en toda la Biblia… es una constante de Dios para nosotros. Santo Tomás de Aquino, citando a san Agustín, nos enseña que “la causa del temor es el amor”, y explica: “Nadie dude de que no es otra la causa de temer sino el poder perder lo que amamos después de conseguirlo, o no alcanzarlo después de esperarlo. Luego todo temor es causado porque amamos algo.” Con esto presente, podemos entender el temor de Pedro y el de tantas almas para acercarse más a Dios, para abrazar en serio a Dios; y es porque el amor de Dios es exigente, y nos pide renunciar a todo aquello que en nuestra vida sea un obstáculo para nuestra salvación (como son los pecados y las ocasiones de pecado que ponen en peligro mi alma), y a todo aquello que sea un obstáculo para nuestra unión con Él (como lo es la falta de virtud o las virtudes poco arraigadas y sin vigor). Pedro se reconoce pecador, y entiende que en su vida hay muchas cosas que contradicen la voluntad de Dios, y tal vez tiene miedo de dejarlas, o por una humildad mal entendida tiene miedo de no estar a la altura pero más bien por falta de confianza, porque le hace falta hacer un salto de abandono confiado en el Señor que se le presenta adelante, no lo sabemos bien; pero el hecho es que el temor tiene esa triste y terrible capacidad de arruinar planes maravillosos que Dios quiere realizar en nosotros, y para poder dejarlo obrar esos planes debemos vencer el miedo a nuestra debilidad, a nuestras miserias actuales y a lo que Dios nos pueda llegar a pedir que sacrifiquemos a cambio de algo mejor… este es el punto central de lo que venimos diciendo, ¿acaso Dios nos puede pedir un sacrificio a cambio de algo menos bueno? (imposible).
El primer paso es reconocerse pecador, pero a partir de ahí no detenerse por temor, sino dejar a Dios obrar en nosotros lo que nosotros no podemos hacer según nuestras fuerzas, nuestras capacidades y determinaciones actuales; por eso dice san Ambrosio: “Di tú también: Señor, apártate de mí, porque soy un hombre pecador, para que Dios responda: “No temas”. Debemos confesar nuestros pecados al Señor para que nos trate con indulgencia. Ve cuán bueno es el Señor, cuando concede a los hombres el gran poder de vivificar. Prosigue: De aquí en adelante serás pescador de hombres” …
Explica Pemán: “…Jesús no tira de él con hilo de oro, sino con basta soguilla bien visible. Le hace echar las redes en el lago, que durante toda la noche se había mostrado cruel con los pescadores, y las redes se llenan de peces. Entonces Simón se arroja a los pies de Jesús: “apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador”. Está dosificado y equilibrado todo: un acto de fe inicial, en el arrojar las redes por orden de Jesús, en el lago infecundo; un arranque ya de genuino estilo petrístico en la humilde confesión final; pero, en el medio, un prodigio carnal, utilitario, vistoso: una “pesca milagrosa” -inicio de otras varias- con la que el Señor tira, dura y ásperamente, del corazón de aquel “hombre” que había de necesitar a cada instante violentos argumentos plásticos para apuntalamiento y sostén de sus vacilaciones. Ya empieza Pedro, el de los generosos arranques, a amar…” (José María Pemán)
Pedro, como sabemos, se dejó conquistar; le llevó su tiempo, debió pasar por altas y bajas en su vida espiritual, debió caer en la traición y levantarse compungido y renovado, dejando atrás todo temor para ser fiel a Aquel que lo había llamado. Y en esto triunfó, al punto de acabar sus días en la tierra mediante la maravillosa gracia del martirio.
Nuestra gran razón para “no temer” es Jesucristo, a quien podemos decirle con total confianza: ¡acércate a mí, Señor, porque soy un pecador!; reconociendo nuestra condición con humildad, y haciendo que nuestra disposición para aceptar el seguimiento de Jesucristo sea siempre valiente y generosa, fruto de un sincero y profundo amor a Dios.
P. Jason
Contra la corriente del mundo, no contra el Evangelio
Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas (1Pe 2, 21)
Los sacerdotes, a menudo predicamos acerca del amor a Dios y al prójimo, de la necesidad de las virtudes, del llamado universal a la santidad y, por contraste, de aquellas cosas que no corresponden a la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo, como el espíritu mundano, la esclavitud a las pasiones desordenadas y los criterios que se vuelven eslabones de una cadena que, sin una verdadera y profunda conversión, no son posibles de cortar… o aniquilar. Y en esta sencilla reflexión, quisiera detenerme brevemente en algunos de esos eslabones que esclavizan y aferran a la tierra, impidiéndonos poder elevarnos a las cumbres de una sana espiritualidad, de una espiritualidad realmente católica, profundamente coherente con el Evangelio, efecto natural del deseo sincero de querer darle a Dios la gloria que le corresponde de nuestra parte, y que Él espera de nosotros. En concreto, nos referimos a esas actitudes tan “no cristianas”, simplemente porque Cristo no las vivió ni sería capaz de tenerlas con nosotros, los pecadores, los débiles, los heridos por el pecado, los que somos causa de su compasión, Encarnación y redención; las mismas frágiles vasijas llamadas a seguir el ejemplo de vida que el Hijo de Dios nos dejó en su humanidad y que, libremente, tenemos la capacidad de imitar o contrariar según nuestras acciones.
En primer lugar, Jesús siempre va en busca de la oveja perdida, y de esto no se cansa. Nosotros, en cambio, a veces sí nos cansamos y dejamos de buscar el bien espiritual para los demás -o para nosotros-, y le ponemos fecha de caducidad a nuestro sano entusiasmo. Y así, por ejemplo, podemos hacer el bien a quienes nos hacen el mal “hasta cierto punto, donde si no veo frutos, pues renuncio”, tentación constante en esta época tan compleja que nos toca vivir y donde la ley del más fuerte pretende imponerse sobre la mansedumbre y humildad que nos pide Jesucristo; o podemos bajar los brazos en algún punto del recorrido emprendido para combatir algún defecto o pecado personal. O qué decir del tan perjudicial y antievangélico “pagar al mal con mal”, expresado de muy variadas maneras, y siendo siempre el triste reflejo de un corazón que no termina de comprender y agradecer los bienes recibidos de parte de Dios, a pesar de nuestras faltas, y que tan santificante se vuelve si se comparte con los demás.
Un lugar especial le corresponde, por supuesto, al terrible veneno del rencor, que carcome, frustra, entristece, enceguece y aplasta al alma que le haya abierto la puerta y haya decidido convivir con él: renuncia implícita a la felicidad verdadera y razón del estancamiento espiritual, pues le cierra la puerta a Dios y a la grandeza a la cual el alma llegaría de tener lugar dónde asentar las virtudes que para ello necesita.
En fin, para nos extendernos en cada posible consideración, digamos que el hecho de “ponerle límite a las virtudes”, sea en su búsqueda, sea en su práctica, es exactamente lo que no hizo Jesucristo ni hace nunca con nosotros… y esto solo es materia de profunda meditación personal, pues cuántas cosas podemos hacer “para cansar a Dios”, si es que Él fuera como podemos llegar a ser nosotros mientras no emprendamos con sincera determinación la búsqueda de su gloria en nuestras vidas. Pero Dios es bueno, Dios es amor, Dios es misericordioso, perdonador y sumamente paciente con las almas, y no es capaz de detenerse en su hacer el bien, deseo que debiera anidar siempre en nuestro corazón… Miremos, pues, a Jesucristo, el Dios encarnado -para aprender de Él- quien no limita su bondad, ni su perdón, ni su paciencia con nosotros: Jesucristo fue paciente con sus discípulos y le llevó más de 3 años esculpirlos como las columnas de la Iglesia, a fuerza de bondad, de correcciones, de tiempo a solas con ellos, y aun así en el momento culminante de la cruz seguían inmaduros para comprender las implicancias del Evangelio, y no terminaron de convertirse sino hasta después de recibir el Espíritu Santo. Pero hay muchos más ejemplos: Jesús no se rindió con los fariseos, a quienes les predicó la verdad hasta la propia muerte; no se rindió con la Magdalena ni con tantos otros pecadores; no le puso límite al amor de sus entrañas con que miraba a las almas como ovejas sin pastor, pese al cansancio, pese a lo exigente de su ministerio; Jesús no dejó de perdonar, ni dejó de hacer el bien a quienes lo rechazaron; no condicionó su hacer el bien a los aplausos; no se detuvo ante la incomprensión ni las amenazas de muerte, ni las traiciones, ni el abandono; ni siquiera dio un paso atrás cuando comenzaba a caminar hacia la cruz… y todo esto, repetimos, lo ha hecho, lo hace y lo seguirá haciendo con nosotros, para que nosotros a su vez lo hagamos con los demás: ¿acaso nos podríamos imaginar a Jesucristo diciéndonos, “bueno, listo, ya te perdoné bastante así que se acabó mi perdón para ti”, ¡oh, qué terrible sería esto para nosotros!; o tal vez, “como me ofendiste con tus pecados reiterados, a partir de ahora te negaré mis gracias y mis bendiciones”, etc.
Jesús ante el pecado no se aíra ni se aparta, no le da la espalda al pecador “ni se cruzaría a la vereda de enfrente para no topárselo” como nosotros sí podríamos hacerlo (o quizás, tristemente, alguna vez lo hayamos hecho)… repito una idea que ya he compartido en otro momento: Jesús, ante nuestros defectos y hasta ante nuestros pecados, no decide alejarse de nosotros sino todo lo contrario, se acerca queriendo remediar, porque Él lo ve como una herida del alma y Él desea curar heridas, sanar almas, sacar a los malos del mal y llevar a los buenos a la santidad.
En este punto, simplemente hay que recordar que debemos confiar en Dios, mirar a nuestro Señor Jesucristo y preguntarnos seriamente ¿qué haría Él en mi lugar? Probablemente hayamos hecho más de alguna vez -incluso en el plano de la imperfección-, alguna cosa que Él no haría, así que la invitación en este día es a detestar toda actitud contraria el Evangelio, para ser verdaderos y fecundos discípulos y testigos de la Verdad; y dejarnos transformar por la gracia de Dios que a todos se nos ofrece: hay que entusiasmarse cada día con las virtudes, con el ideal del Evangelio, con la imitación de Jesucristo; pedir la gracia de hacer desaparecer los límites a nuestras buenas obras, y ser de esas almas cada vez más admirables que van contra la corriente del mundo -y no contra el Evangelio-, movidas por el viento del Espíritu Santo que las va purificando y moldeando según se dejen trabajar.
P. Jason
LA VIRTUD DE LA ABNEGACIÓN
P. Alfonso Torres
a) Termómetro del Espíritu
La abnegación es el termómetro del Espíritu a más abnegación, más fervor. El quicio de la vida sobrenatural está en la negación de nosotros mismos. Cuando quieran simplificar toda la doctrina espiritual, alta y baja y todas las manifestaciones de la vida espiritual grandes o pequeñas, hagan esto: redúzcala a este punto, y, alcanzado ese punto, la tendrán; ¡toda!
b) Secreto de la unión con Dios
El secreto de la vida de oración está en la abnegación propia, de modo que cuanto más purifiquemos el corazón más frutos sacaremos de ella. Nuestra unión con Dios será lo que sea nuestra abnegación y no lo será un punto más. No un modo de meditar determinado. Si no la perfecta abnegación es la que nos dispone para que Dios nos conceda sus dones. Cuando se adquiere la perfecta abnegación se adquieren juntamente con ella todas las virtudes.
c) Las dos vertientes de la abnegación
La abnegación es una palabra engañosa; produce en nosotros simplemente la impresión de sacrificio, la impresión de destrucción y otras cosas parecidas, cuando en realidad es ir a Dios, acercarnos a Dios, vivir en Dios; esta es la impresión que debe producir y por eso el alma que ya se ha negado a sí misma del todo y ya ha podido decir consumatum est, todo está consumado, después de esas palabras no tiene que decir más que estas otras: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, en ti me abandono, a ti me entrego por lo que dure esta vida terrena y durante toda la eternidad.
Eso que llamamos nosotros abnegación es algo que tiene dos aspectos: el uno negativo y el otro positivo. Nosotros insistimos en el aspecto negativo y ese es propiamente el que expresa la palabra abnegación. Negarnos a nosotros mismos, anonadarnos a nosotros mismos, este aspecto negativo tiene como una significación de ruina, de destrucción. Negarse a sí mismo es destruir muchas cosas, pero ese aspecto no es el único; no es la abnegación, un destruir por destruir y un negarse por negarse; es un edificar y es un afirmar. Cuando nosotros ejercitamos la abnegación, no hacemos más que acomodarnos a la voluntad de Dios, acomodarnos a la propia gloria de Dios saliendo de nuestra propia voluntad, acomodarnos a los designios de Dios saliendo de nuestra propia veleidad. Cada paso que damos para alejarnos de nosotros es un paso que damos para acercarnos a Dios y cada cosa que se derrumba en nosotros es algo que se edifica en Dios. Ese negarse a sí mismo equivale a aceptar, a cumplir en todo la voluntad del Señor. No hay alma abnegada, sino ha cumplido la voluntad de Dios. No hay alma que cumpla la voluntad de Dios, sino es abnegada.
La perfecta abnegación no es más que la expresión negativa para designar la perfecta caridad.
d) Oscuridad y luz
La senda que lleva a la plena posesión del tesoro escondido es la senda de la perfecta abnegación, y no hay senda más oscura para el alma que esa de la perfecta abnegación. Llegar a conocer, pero llegar a conocer con un conocimiento vivo que reforme y cambie el corazón, porque en la perfecta abnegación de sí mismo está el secreto para encontrar el tesoro del reino de los Cielos, y para tomar de él plena posesión es cosa oscurísima.
Es realmente fácil negarnos a nosotros mismos en lo que cae hacia afuera; pero en lo que cae hacia adentro -en eso que forma la vida íntima nuestra, en eso que forma la vida de nuestro corazón y de nuestro espíritu, en esos sentimientos tan hondos que parece que llegan a regiones misteriosas de la propia alma- es mucho más difícil.
El alma que llega a esta abnegación nunca es un alma vacía, es un alma llenísima. Las épocas que hay en la vida de los Santos en que andan como en el crepúsculo de la santidad son las épocas en que no habían llegado a la perfecta abnegación; pero cuando habían llegado a esa abnegación, se sentían como inundados de Dios y como repletos de toda la verdadera dicha, viviendo aún en medio de las tinieblas exteriores como en un verdadero cielo interior.
e) Vivir totalmente para Dios
Por muchas vueltas que demos a los caminos espirituales, siempre vendremos a parar en esto: que, para seguir a Cristo y encontrarle en la intimidad de la unión, hay que cumplir aquella palabra en que nos exhorta a negarnos a nosotros mismos; porque el mismo Señor lo dijo: el que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo (Mt 16, 24). Ahora bien, quizá no hay ninguna virtud que tan directa y profundamente imprima en las almas la abnegación, que tan radicalmente haga al hombre salir de sí mismo, como la virtud de la humildad.
La abnegación completa, verdadera, ha de ser de tal manera que Dios pueda quitarnos lo que quiera y ponernos donde quiera y exigirnos el sacrificio que quiera; que nosotros seamos como cera blanda en sus manos, amoldándonos a su querer, sin que nuestros propios deseos o repugnancias, nuestras propias aficiones o dificultades, cuenten para nada; sin que yo vuelva siquiera los ojos a mirarme. Esa es la abnegación completa y ése es morir en el surco.
f) Palabra también para hoy
La abnegación es la palabra de salud en la hora presente, porque es la verdadera demolición de los ídolos que renacen. No me refiero a los ídolos de los impíos, sino a los ídolos de los buenos.
Cierto que el mundo no tiene oídos para huir esa doctrina de la perfecta abnegación, que juzga demasiado pesimista; cierto que quienes queremos andar por los caminos del espíritu tenemos miedo a un despojo tan radical; pero cierto también que todos necesitamos oír esa palabra aterradora, y tanto más lo necesitamos cuanto más cerremos los oídos a ella.
¿Por qué no hemos de recomendar el apostolado de la abnegación? Les aseguro, sin temor de equivocarme, que no creo habría un apostolado más eficaz. Figúrense lo que sería hacer abnegadas a las almas que tratamos. Sería santificarlas, ponerlas por derecho en los caminos de Dios. No se puede pedir más. Además, tiene la ventaja ese apostolado de que el mundo no lo glorifica, y, por lo mismo, no lo profana ni marchita. No tiene las manifestaciones externas, llamativas, de otros apostolados, pues su acción se desarrolla, en el secreto del corazón. Sólo lo ve Dios, y no tiene el peligro de que lo profanen los hombres.