“Las entrañas del Señor”

“El modus operandi del Sagrado Corazón de Jesús”

Homilía del Domingo XVI del tiempo ordinario, ciclo b

Mc 6, 30-34

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo nos cuenta cómo las multitudes de todas las aldeas fueron en busca de Jesús, y cómo nuestro Señor al verlos “se compadeció” de ellos, porque “estaban como ovejas sin pastor”, y se puso a enseñarles con calma…

Si atendemos a las almas que buscaban a Jesús, podríamos reflexionar en qué lindo sería que nosotros los creyentes asistiéramos así a la santa Misa o a la adoración Eucarística; al igual que estas almas de fe sencilla, que corrían en busca de Jesús “para que no se les escapara”… y nosotros teniéndolo siempre allí en la Eucaristía, en el sagrario, en la santa Misa, tantas veces no acudimos a Él sea para recibirlo, sea para visitarlo.

Pero hay también un segundo aspecto, una segunda mirada: la actitud del Señor, que se compadece, porque Él ama hasta las entrañas y su compasión no tiene límites.

En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, para introducirnos a la meditación de la Encarnación, el santo nos guía mediante estas palabras: “traer la historia de la cosa que tengo de contemplar; que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre, para salvar el género humano, y así venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a nuestra Señora…”. En esta introducción vemos claramente lo que podríamos llamar el “modus operandi del Sagrado Corazón de Jesús”: compadecerse ante la miseria humana y no quedarse quieto hasta ofrecerle su sanación, redención, santificación.

Nosotros, los seres humanos heridos por el pecado, a veces obramos en el sentido opuesto al Corazón de Cristo, pues Él mira el defecto y el pecado para compadecerse, como hemos dicho, y tratar de remediarlo; nosotros, en cambio, a veces olvidamos cómo Dios nos trata y nos pide que tratemos a nuestro prójimo, y en vez de compasión respondemos con críticas, enfados, faltas de paciencia, etc. Tratemos de que cada vez se nos olvide menos “lo que haría Cristo en mi lugar”, y nuestra vida y nuestro entorno irá cambiando felizmente, como pasaba con estas almas que acudían a Jesús como ovejas buscando a su pastor, a su buen pastor, a su compasivo y bondadoso pastor.

Para profundizar un poco más en las entrañas del Señor, consideremos, mis queridos hermanos, cómo habrá sido una jornada normal de Jesucristo: todo el día atendiendo a los demás, ya sea con su predicación, ya sea con sus milagros, devolviendo la salud tanto del cuerpo como del alma; aconsejando, corrigiendo, instruyendo…; caminando y caminando de aquí para allá, unas veces al templo, otras donde sus amigos, por valles y desiertos; otras donde desconocidos, no importa, y todo esto a menudo entre las multitudes que lo acompañaban y rodeaban a veces varios kilómetros para recibir algún beneficio de Él. Y como Jesucristo es tan Dios como hombre, pensemos en cuán cansado se encontraba al encontrarse con las multitudes que lo seguían, tal vez con hambre, tal vez con calor; y sin embargo, su actitud inmediata fue la compasión, pues se conmovieron sus entrañas ante estas ovejas perdidas que andaban “tras el Buen Pastor”, quien sin ninguna queja y dejando atrás sus propias lícitas necesidades, se dedica a las almas, “a sus ovejas”, y les ofrece la salud más importante de todas que no es la del cuerpo sino la del alma.

Comentando este Evangelio, dice hermosamente san Alberto Hurtado: “La primera actitud del apóstol, a imitación de Cristo, debe ser el amor profundo por las almas. Amor, amor, amor a las almas: que ninguna le sea indiferente.

Cristo, ¡cómo las amó! A los pobres ¡vino a evangelizarlos! Los prefirió, los escogió… A los pecadores: Es el Buen Pastor, sale en busca de la oveja descarriada; pierde por ellas el alimento y se sienta junto al pozo de Jacob, sólo por esperar una de esas ovejas descarriadas: la Samaritana. Y allí están Magdalena, la Adúltera, Zaqueo, Pedro, el Buen Ladrón, la muchedumbre que vocifera al pie de la cruz, para recordar cómo ama a los pecadores. Los enfermos, los hambrientos, los que tenían cualquier dolencia, las víctimas de problema social ¡cómo los instruye, alienta, favorece, y, por encima de todo, cómo se coloca a su lado contra todas las injusticias! Los hombres todos: por ellos vino del cielo, por ellos se cansa, ora en las noches, sufre, y pide gracias, y da palabras, ejemplos, y cuanto tiene.”

Es cierto que el bien corporal Dios nos lo puede conceder si así le place y nos conviene realmente para nuestra salvación, pero ahora debemos prestar atención a “lo esencial”, que es el conocimiento de la Verdad para poder abrazarla y de esta manera recibir la sobrenatural salud espiritual: por eso se puso a enseñarles, porque su compasión sabe perfectamente que “el alma es lo que importa”: “curó a los que entre ellos estaban enfermos; porque la verdadera compasión hacia los pobres consiste en abrirles por la enseñanza el camino de la verdad y librarlos de los padecimientos corporales.” (san Beda)

Escribía san Gregorio Magno: “Pensad bien cuan incomprensibles son en Dios las entrañas de misericordia”…; pero ¿por qué incomprensibles?, pues tanto por el amor infinito que lo mueve a tener compasión de nosotros, pecadores que tantas veces lo hemos ofendido con nuestros pecados; cuanto porque a veces los hombres pretendemos entender las razones divinas que sólo Dios conoce, y por las cuales a veces “no se ocupa” de nuestro cuerpo a cambio de nuestra eterna salvación, es decir, anteponiendo el bien del alma a todo lo demás.

Es una verdad de fe que Dios tiene misericordia de nosotros, y por ella nos perdona y nos da tiempo para reparar nuestros pecados y ganarnos así el Cielo. Y como Jesucristo es nuestro modelo perfecto, de Él debemos aprender a ser nosotros también compasivos con los demás: “Se llama misericordia a cierta compasión de la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla si podemos” (San Agustín), porque el verdadero compasivo, es decir, el verdadero misericordioso, sale de sí mismo para atender al prójimo en sus necesidades dentro de sus posibilidades; por eso decía san José María de la auténtica misericordia, que “…significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso”, deseoso de ayudar, de reparar, de sanar y consolar, como hace Jesucristo con nosotros si, al igual que las turbas del Evangelio, acudimos a Él deseosos de hacer lo que él nos diga, abrazar lo que Él disponga y aceptar lo que nos ofrezca.

En este día le pedimos a la Madre de Dios, que nos alcance la gracia de imitar a nuestro Señor, compasivo y misericordioso, agradeciéndole también “en el prójimo” por toda aquella inmensa misericordia que conmueve sus entrañas y nos alcanza de su amor todas las gracias necesarias para nuestra santificación y la salud de nuestras almas.

P. Jason, IVE.

Sacerdote: llamamiento a la santidad

“A vosotros os llamo amigos”

Dom Columba Marmion,

del libro “Jesucristo, ideal del sacerdote”

Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.

Todo es sobrenatural en el sacerdocio.

Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.

Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. Él guarda la llave del sagrario. Él toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.

 

 

Reina de las vocaciones

María es modelo de vocación

P. Gustavo Pascual, IVE.

María (es) la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia[1].

María es modelo de vocación. Ella ante el llamado divino supo responder con una disposición total. Cuando el ángel, enviado de parte del Señor, la llamó para ser su Madre, ella con su “hágase” respondió a Dios y comenzó a formar parte de la obra redentora, obra, a la cual, era llamada por el mismo Dios. La vocación de María es sublime pero su esencia es la misma que toda vocación: una invitación que parte de Dios a una persona que es elegida para una misión que Dios le encomienda. En el caso de la Virgen esa vocación fue correspondida con un “sí” y se concretó en ella el plan eterno de Dios. La vocación de María es modelo de toda vocación. Cuando cada uno de nosotros es llamado, y Dios a cada uno de nosotros nos llama para un estado de vida, nuestra respuesta debe ser afirmativa y con tal disposición que entreguemos todo nuestro ser a la realización de la misma como lo hizo María.

María es ejemplo de vocación matrimonial ya que ella formó una familia en donde creció el Divino Niño Jesús. Junto con su esposo San José afrontaron todas responsabilidades que requiere un buen matrimonio y en él cada uno cumplió la función que le correspondía ayudándose mutuamente para perseverar en la unión con Dios y en la crianza y educación de Jesús. Ambos afrontaron juntos las vicisitudes que les deparó la obra redentora y cada uno cumplió en ella el lugar correspondiente con total entrega.

María también es ejemplo para la vida consagrada por la total entrega a Dios y a su obra redentora. Todos los consagrados estamos llamados a trabajar como María en la obra de redención de los hombres, pero debemos aprender de ella a entregarnos totalmente, en cuanto a todo el ser y a la entrega única, sin otra búsqueda supletoria, por la salvación de los hombres.

Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia para la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente[2].

Y si queremos imitar a María en su fidelidad a la vocación tenemos que vivir íntimamente unidos a ella. Es importantísimo marianizar nuestra vida.

Para ello es preciso, en primer lugar, hacer todo por María, lo cual nos indica el medio, y tal es la fusión de intenciones. Nada hay que la Madre de Dios se reserve para sí, sino que en todo nos dice y enseña, como a los servidores de Caná, haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

En segundo lugar, hay que hacer todo con María, en lo cual se expresa la compañía y el modelo que debe guiar “todas nuestras intenciones, acciones y operaciones”, puesto que Ella es la obra maestra de Dios. Aquí, pues, se nos muestra lo que debemos imitar. Si el Apóstol decía: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1), ¡con cuánta mayor razón podrá afirmarse esto de la Virgen, en quien ha hecho maravillas el Todopoderoso, cuyo Nombre es santo! “Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por lo que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles […] levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes”.

En tercer lugar, es necesario obrar en María, vale decir, en íntima unión con Ella, y con esto se muestra la permanencia y unidad que ha de darse entre el consagrado y la Madre de Dios. El que ama está en el amante: tal es la propiedad del amor ardiente, que tiende de suyo a una mutua compenetración, cada vez más profunda y más sólida. De este modo se imita al Verbo Encarnado, que quiso venir al mundo y habitar en el seno de María durante nueve meses, y se hace efectivo su mandato y donación póstuma: Dijo al discípulo: He aquí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27).

Finalmente, es preciso hacer todo para María. La Santísima Virgen, subordinada siempre a Cristo según el designio eterno del Padre, debe ser el fin al cual se dirijan nuestros actos, el objeto que atraiga el corazón de cada consagrado y el motivo de los trabajos emprendidos. María es “el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a Cristo”[3].

Todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”.

[1] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis nº 82

[2] Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus nº 35

[3] Instituto del Verbo Encarnado, Constituciones, Directorio de Espiritualidad, Editrice del Verbo Encarnato Italia 2004, nº 85-89

 

Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

“…el sacerdote es una misma cosa con

«Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.”

Dom Columba Marmion

(Del libro, “Jesucristo, ideal del sacerdote”)

 

No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.

El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

«Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.

El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido.

El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Pontífice tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen., XXVII, 32).

Y es tan completa su identificación con el Pontífice eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es mi sangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.

En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)

“Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, ciclo b

 

Queridos hermanos:

Estaremos todos de acuerdo con que el Evangelio que acabamos de escuchar nos regala uno de los versículos más hermosos de la Sagrada Escritura, donde Jesucristo, Dios venido del Cielo y hecho hombre para redimir a los pecadores, deja salir de sus labios estas consoladoras palabras: “Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”.

En esta oportunidad nos detendremos ante la figura de la hemorroísa, representación perfecta del alma herida por el pecado al punto de ya no poder hacer nada más por su cuenta, y haberse desgastado en busca de una ayuda que jamás pudo encontrar… hasta este momento, hasta buscarla con confianza donde sí se encontraba, abriéndose paso entre las turbas hasta llegar donde se hallaba el único capaz de sanarla.

Según el relato evangélico, la mujer padecía de hemorragias desde hacía 12 años. Consideremos ahora lo que implica, en general, una enfermedad. “Enfermedad”, se define como “Alteración más o menos grave de la salud”, es decir, una anormalidad, algo que no corresponde a la salud y perjudica; tiene consecuencias más o menos graves y en la medida de lo posible debe ser tratada, combatida y desarraigada. Ahora bien, dentro de esto debemos mencionar que hay enfermedades más o menos dolorosas, más o menos perjudiciales, más o menos agresivas y hasta -por qué no-, más o menos humillantes. Sea como sea la enfermedad no es lo normal. Con esto presente, fijemos ahora nuestros ojos en esta mujer enferma, mujer llena de fe, ejemplar, quien luego de tanto sufrimiento finalmente llegó hasta Jesucristo. Pasaron años de dolor, de humillación, de marginación de la sociedad, etc., pues esta enfermedad afectaba el cuerpo, pero también dolía en el espíritu. Sumamente incómoda y apenada entre los suyos, sin embargo, por esas cosas que solamente Dios conoce bien, todos esos años de malestar condujeron a esta alma buena hacia este momento crucial en su vida, donde aquella hermosa semilla de la fe que deseaba pasar desapercibida sería hecha resplandecer por el mismo Hijo de Dios, quien la pondría de manifiesto ante la multitud para hacer de ella un ejemplo al mismo tiempo que cumplía sus deseos: “Y dijo en su corazón: Si toco aunque solo sea la orla de su vestido, quedaré sana2. Decirlo fue tocarlo. A Cristo se le toca con la fe. Se acercó y lo tocó: se realizó lo que creyó.” (san Agustín).

Detengámonos en esta verdad maravillosa de nuestra fe que nos trae el doctor de la Iglesia: “a Cristo se lo toca con la fe”, y una vez “tocado con nuestra fe”, Él puede hacer milagros en nuestra vida, en nuestras almas, en nuestro entorno, y concedernos aquellas gracias que más necesitamos y que tal vez debieron ser forjadas a través del sufrimiento, a través de la paciencia, o más concreto aún, mediante la perseverancia y confianza que sabe mantener y acrecentar nuestra fe hasta que madure y sea suficiente para alcanzar de Dios lo que le pedimos: “Se necesita fe: Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9, 23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8, 13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). El milagro hecho en favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34).” (Juan Pablo II).

Es por la fe, como hemos dicho, que entramos en contacto con Dios y de Él recibimos su poder sanador y salvador. Ahora bien, preguntémonos con sinceridad, ¿cómo está ahora mi fe respecto a tal o cual enfermedad?, y no hablamos primeramente del cuerpo (aunque también es importante), sino de nuestra alma, donde se encuentra la muy dañina enfermedad del pecado: ¿Acaso arrastro años envenenando mi corazón con el rencor?, ¿será que el orgullo se asentó cómodamente en mis entrañas?, ¿o la ira, la tristeza, la angustia, etc.?; queridos hermanos, examinémonos en profundidad, tal vez llegó la hora de entrar en contacto con Jesucristo y abrirnos paso a través de nuestras pasiones desordenadas, de nuestras excusas, de nuestros aplazamientos a la conversión, y empeñar todas nuestras fuerzas para “tocar la orla del manto de Jesús” por lo menos; aunque siendo realistas debemos afirmar que hoy por hoy Jesucristo nos ofrece a cada instante mucho más que dicha orla, pues se ofrece a sí mismo, principalmente en la Sagrada Eucaristía.

Toda nuestra vida debe ser así: un “ir en pos de Cristo”, como Él mismo nos enseñó, “llevando nuestra Cruz”, confiando en Él; porque siempre arrastraremos la enfermedad del pecado y sus consecuencias, pero al mismo tiempo, si nosotros lo decidimos, combatiendo nuestra enfermedad mediante la gracia de Dios y la práctica de las virtudes.

Hemos dicho que Jesucristo hizo de esta mujer un ejemplo, por eso preguntó a quienes lo seguían que “quién lo había tocado”, para hacer resplandecer la fe de esta alma buena; así también nosotros debemos aprender a estar siempre en contacto con Dios, y “alcanzarlo” en la oración, en la santa comunión, en la vida sacramental. No importa si hay que abrirse paso a través de nuestros defectos, de las adversidades, del respeto humano o hasta de la persecución; Jesucristo espera que entremos en contacto con Él para concedernos sus gracias, y se alegra de recibir nuestra compañía; así que preguntémonos también ¿cuánto contacto tengo con Él a diario?, es decir, ¿me conformo con la santa Misa y confesión regular o lo hago parte de mi vida, el centro de mi vida?: “Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu.” (San Alberto Hurtado)

Que el Evangelio de este día “nos mueva”, que no sea una simple consideración que se vuela con el viento, sino que realmente se traduzca en obras, dejando a Dios obrar en nuestras almas la salud que solamente se consigue si acudimos a Él con fe: “Él entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda libre de tu mal. No dijo, pues, tu fe te salvará, sino te ha salvado, que es como si dijese: desde que creíste fuiste curada.” (san Agustín)

Que María santísima, nuestra tierna Madre del Cielo, nos alcance la gracia de acudir a su Hijo en todas nuestras necesidades, en todas nuestras luchas y dificultades, como lo hizo la mujer del Evangelio, que comprendió perfectamente el milagro que es capaz de causar en una vida el contacto con Aquel que vino a sanar, a redimir y a salvar para siempre a quienes se acerquen con confianza a Él.

P. Jason, IVE.

Juntos y en paz

ביחד ובשלום

Concierto de música clásica en la casa de santa Ana

Como bien sabemos, actualmente Tierra Santa se encuentra en una situación difícil. El estado de guerra continúa, así como los dolores y angustias de tantas personas afectadas directa o indirectamente por todo lo que está pasando. De vez en cuando alguna sirena de alarma, constantemente aviones y helicópteros pasando por arriba del monasterio y alrededores, recordándonos que no debemos dejar de rezar y ofrecer sacrificios para que pronto todo esto termine y la tierra que vio entrar al Hijo de Dios en el mundo pueda volver a ser el escenario de numerosas peregrinaciones y gracias especiales que tantos devotos vienen a pedir y recibir en los santos lugares.

Y la casa de santa Ana -a diferencia de lo que estaba comenzando hasta antes de la pandemia y posteriormente esta triste situación-, ha seguido recibiendo visitantes, aunque notablemente menos, pues a veces puede pasar casi una semana entera sin que nadie se aparezca por acá; y si bien para la vida contemplativa el silencio es una parte tan importante que, de hecho, impregna toda la jornada, sin embargo, la razón de este silencio no puede pasar desapercibida sin su dejo de amargura. La principal razón del silencio monástico es aprender a escuchar mejor la voz de Dios, acallando las pasiones desordenadas y preocupaciones mundanas, para comprender y obrar según lo que Dios quiere decir a cada uno de nosotros según su santa voluntad, pero ahora este silencio del monasterio trae tintes de incertidumbre, temor, angustia y hasta desesperanza para algunos; es por eso que, dentro de toda esta situación, no podía dejar de ser algo muy especial el realizar nuevamente, con grandes esfuerzos, un nuevo concierto de música clásica, el cual por una tarde, por el hermoso fragmento de una tarde, nos hizo dejar de lado aquel penoso silencio del que hablamos, para invitarnos a disfrutar con la belleza de las melodías que, desde los simples, longevos y cansados muros que conforman las actuales ruinas de la basílica, se dejaron oír con especial deleite de todos los presentes, llenándola con creces pues faltaron sillas para todos (más de 300 personas adentro), y dejando a varios escuchando desde afuera de la puerta de entrada o por el jardín, donde está la cruz del monasterio y la imagen de la Virgen, detalle muy significativo considerando que la gran mayoría de los asistentes no eran cristianos, aunque no faltaron algunos frailes de Nazaret y algunas de nuestras hermanas que vinieron también para el evento.

Los encargados de la organización nos pidieron decir algunas palabras de recibimiento, lo cual aprecian mucho y es realmente importante para ellos, pues con el paso de los años y nuestra presencia en el Moshav (barrio hebreo, siendo nosotros los únicos cristianos), nuestra relación con ellos es del todo cordial y respetuosa, fruto natural del testimonio de vida que sabe abrirse paso en la medida de nuestra continua búsqueda de la voluntad de Dios y el equilibrio que se debe mantener entre la inculturación y la fidelidad a nuestro carisma y estilo concreto de vida.

El primero en hablar fue uno de los encargados, vecino nuestro, quien destacó que este año era la primera vez que la hermosa imagen de santa Ana estaba presente en el concierto, así como la gran alegría que era poder disfrutar nuevamente del evento en un lugar importante para Séforis. A continuación, en nombre del monasterio, quise resaltar algo que ya había hablado en más de una oportunidad con algunos de los vecinos, y es el hecho de que, en Séforis gracias a Dios “todos nosotros queremos y podemos vivir juntos y en paz”, ante lo cual el asentimiento fue general, así como la gratitud de saber que cada día rezamos por la paz.

El concierto estuvo hermoso, y durante casi dos horas sobre el Cielo que contempla la casa de santa Ana, pareciera no haber pasado ningún avión ni nada, al menos no se vio ni se escuchó, era simplemente el cielo al atardecer y la música en el monasterio; nadie miraba hacia arriba sino hacia adelante, a los músicos, cuyo telón de fondo era ni más ni menos que la dueña de casa, nuestra querida santa Ana; la que sigue intercediendo por sus fieles devotos, la que seguirá esperando a los peregrinos, la misma a quien encomendamos junto con toda la Sagrada Familia las necesidades e intenciones de todos aquellos que rezan por este sencillo monasterio.

Siempre encomendados a sus oraciones y rezando por ustedes,

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

 

Fotos en facebook: https://www.facebook.com/m.seforis/posts/pfbid02oFoCuhWfLBVAP3Zw54VtbYcv1521JFZjQhE1PQ39upuqhdfoCUCu3NNfpoE9bBn5l

“Una semilla que desea eternidad”

Homilía del Domingo XI durante el año, ciclo B

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo, nos habla una vez más, por medio de parábolas, acerca del Reino de los Cielos, el cual comienza siempre como algo pequeño dentro del alma, como un grano o semilla que poco a poco comienza a crecer y desarrollarse hasta terminar con proporciones inimaginables, es decir, con consecuencias que van mucho más allá de toda fuerza humana, de nuestra naturaleza y de toda posible capacidad del ser humano, pues consiste en la eternidad, la dicha sin fin, el gozo imposible de ser arrebatado en el Paraíso, pero que se va preparando en esta vida por medio de nuestras obras: sumando las buenas, reparando las malas, y creciendo con esfuerzo en las virtudes.

San Gregorio Magno trae un breve y excelente comentario que vale totalmente la pena, el cual simplemente nos limitaremos a ejemplificar un poco más para iluminar su gran valor y verdad. El santo dice así: “…el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto.

Ahora vamos por partes:

  • el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón:

Un alma en pecado grave no posee en su interior la semilla de la eterna felicidad, porque en un alma así Dios no puede habitar, porque el pecado le echa afuera; pero cuando comienzan a entrar en ella las buenas intenciones, la semilla ha sido sembrada y solamente el pecado la puede hacer morir, pero si la fecunda al cuidarla y afianzando su buena voluntad, ésta comienza a desarrollarse a través de los designios divinos de santificación.

  • duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras:

En estas palabras podemos entender aquel fruto tan hermoso surge de toda buena conciencia, de toda buena voluntad y toda santa determinación de progresar en nuestra vida espiritual, y nos referimos a la paz interior que habita y perfuma la existencia de los buenos corazones; una paz que además de ser fruto es manifestación de las buenas intenciones de quienes desean hacer realmente lo correcto y buscan descubrir y abrazar la santa voluntad de Dios, por eso confían y esperan recibir de Dios la recompensa a sus esfuerzos en la vida espiritual.

  • se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad:

Una verdad sobrenatural que surge de la misma confianza en Dios de la que hemos hablado más arriba, verdad que se fundamente en la fe verdadera, profunda y operante, que sabe abrirse paso hacia la santidad tanto entre los gozos como entre las cruces, y, es más, aprovecha de éstas últimas para realizar sus purificaciones necesarias para seguir adelante siempre progresando. Estas son las almas que aman con sinceridad y acompañan a nuestro Señor tanto en la gloria del Tabor como en la soledad del Calvario.

  • Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido:

Esto es propio de la humildad sincera, es decir, la que habita en el alma que no se anda preocupando de sí misma ni de su actual grado de perfección ni nada de eso, de lo cual ni se entera, porque su única ocupación en hacerse cada vez más pequeña, más simple, más sencilla, para agradar a Dios lo más que pueda, mientras va disfrutando de sus dones y atenciones.

  • Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga:

Con esto el santo nos habla acerca del desarrollo de la vida espiritual, el cual implica crecimiento, maduración, y, por supuesto, frutos, los cuales serán -como bien sabemos., del 30, del sesenta o del ciento por uno según la medida de nuestra generosidad y amor a Dios. En esta metáfora el alma llega a ser espiga por sus buenas obras y fidelidad al plan divino, espiga que si aprende a morir, como lo enseña Jesucristo, morir cada día un poco, ciertamente ya se ha encaminado por la santificación que de ella espera Dios.

  • en fin, -dice el santo-, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto: es decir, cuando el alma ya se ha asentado en la bondad de sus acciones, cuando ya ha llegado a poseer el hábito de hacer el bien y el hábito de huir del mal; y ya se encuentra colmada de buenas obras, las cuales ahora desea transformar de buenas en santas, para dar así más y más frutos hasta el día final, el día de la siega, donde Dios recompensará definitivamente con su gloria a todos aquellos que hayan perseverado hasta el final, habiéndole permitido culminar en sus vidas el Reino comenzado en el interior de cada corazón que haya decidido aceptarlo.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de llevar a buen término esta semilla que Dios desea ver desarrollarse hasta el final en cada uno de nosotros.

P. Jason, IVE.

Dios se revela a nosotros en su Hijo Jesús: «Quien le ve, ve a su Padre»

Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El

Dom Columba Marmion

Nuestra santidad no es más que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.

Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?

Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.

Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.

Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, “quien a mí me ve, ve a mi Padre”» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la revelación de Dios.

Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios.

Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).

«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve, ve a mi Padre».

Mujer revestida de sol

Siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

La visión de San Juan en el Apocalipsis[1] es referida por los exégetas al Israel de Dios; sin embargo, en ella “Juan pudo haber tenido presente a María, la Nueva Eva, la hija de Sión, que trajo al mundo al Mesías”[2].

“Mujer” es llamada María en el protoevangelio, en el pasaje que se refiere literalmente a Eva, porque Eva es tipo de María[3]. María es llamada Nueva Eva al pie de la cruz cuando Jesús nos da como hijos suyos en la persona de Juan, y aquí, refiriéndola al pasaje del Apocalipsis. Mujer es Eva, mujer la Nueva Eva, mujer la que venció al Dragón. La promesa, el cumplimiento, la victoria definitiva.

Podemos hacer una interpretación de esta visión aplicándosela a María: María esta revestida de sol y brilla como el sol; está coronada de estrellas, es decir, es Reina; tiene la luna bajo sus pies porque es Reina de la Iglesia y de toda la creación.

María resplandece como el sol. Imita a su Hijo que es el Sol que nace de lo alto, el Oriente. Nadie se ha parecido más a Jesús que María. Brilla por su pureza que la reviste de un blanco inmaculado y brillante, pero principalmente brilla por su caridad.

Brilla por su caridad como los santos del cielo, “entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”, pero mucho más que ellos porque “uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor”[4]. María brilla más que todas las luminarias del cielo, más que todos los bienaventurados y que todos los ángeles.

María no sólo brilló como el Sol, sino que está revestida de Sol. Ya lo estuvo en su vida terrenal, mucho más en la vida celestial. María en su vida terrena reflejaba a Dios. Su vida era una manifestación de Dios y de su Hijo Jesús. En el cielo refleja la gloria de Dios, está revestida de la gloria de Dios.

La caridad es la virtud que nos une a Dios. Cuanto más crece la caridad en nosotros más unidos estamos a Dios. María en el Cielo vive del amor a Dios y su caridad hacia Dios está por encima de la de todos los bienaventurados y de los coros celestiales. María está totalmente revestida del Sol divino “no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará”[5].

María está revestida de sol porque lleva en sus entrañas al Sol que es Jesucristo y lo llevó durante nueve meses hasta que lo dio a luz en Belén, pero siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente.

Así como María, todos los que lleven a Jesucristo en su interior estarán como revestidos de sol. En primer lugar por la caridad, porque la caridad es, podríamos decir, la virtud que adelanta en esta vida la claridad de los cuerpos resucitados en la gloria eterna. Así como cuando Moisés iba a hablar con Dios su rostro se volvía brillante y tenía que echarse un velo sobre su rostro cuando conversaba con los israelitas, porque ellos notaban en ese rostro resplandeciente la presencia de Dios, así también todo el que lleve a Jesús en su corazón, el que viva en la gracia de Jesús, manifestará en su rostro la vida divina.

María hoy resplandece en el Cielo, como se manifiesta en el pasaje del Apocalipsis, como una reina revestida de sol, coronada de estrellas y con la luna bajo sus pies. Es que María es Reina por derecho natural, por ser madre del Rey de reyes y por derecho de conquista, porque ser Corredentora. Ella fue asunta en cuerpo y alma al cielo, es Señora y Reina de toda la creación y así aparece en algunas de sus imágenes.

En muchas imágenes de la Inmaculada se juntan los dos rasgos de la Mujer revestida del Sol. Revestida por llevarlo en su seno y revestida por haber sido coronada Reina.

Así como a los apóstoles Cristo se les mostró resplandeciente en el monte Tabor, anticipando ante ellos la realidad de su gloria futura, así también se nos aparece la imagen de la Virgen en algunas advocaciones como una Reina revestida del Sol, anticipándose a su manifestación en la segunda venida y en el reino celestial.

¡Te pedimos Madre la gracia de ser fieles hijos tuyos para poder contemplarte no ya en imagen sino tal cual eres y vives en el cielo! ¡Te pedimos la gracia de la perseverancia final!

 

[1] 12, 1ss.

[2] Jsalén. a Ap 12, 1

[3] Gn 3, 15

[4] 1 Co 15, 41

[5] Ap 22, 5

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado