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Madre de nuestra existencia

En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

P. Gustavo Pascual, IVE.

En el principio de nuestra existencia hay tres madres, podríamos decir.

En primer lugar, nuestra madre física. Nuestra madre física o natural ha querido nuestra existencia y en común acuerdo con nuestro padre y por un acto de amor han querido que nosotros comenzáramos a existir.

Es cierto que ellos aportan nuestro cuerpo y Dios infunde el alma para que comencemos a existir en el tiempo como un nuevo ser humano, sin embargo, ellos han querido, han tenido la voluntad de que comenzáramos a existir y es nuestra madre natural la que ha gestado en su seno nuestra existencia desde el primer instante, desde la concepción, y nos ha dado a luz para la vida terrena en un tiempo determinado: año, mes, día.

Debemos nuestra existencia natural a nuestra madre natural. ¡Qué inmenso debe ser nuestro agradecimiento a ella! Por ella nosotros somos hombres, existimos, y somos capaces, con la gracia de Dios, de alcanzar nuestra existencia eterna.

La segunda madre por la cual existimos y por la cual existe nuestra madre que nos ha traído a la vida terrena es la madre de todos los vivientes, Eva. Por ella existen todos los hombres. De ella han nacido todos los hombres. Ella dio la existencia a los primeros hombres y de ella descendemos todos. Ella junto con Adán decidió voluntariamente nuestra existencia siguiendo el mandato de Dios “multiplicaos y henchid la tierra”[1]. Ella nos da la existencia. Nos dio la existencia, pero con una reliquia peculiar que también nos trasmite nuestra madre natural. Nuestra existencia comienza inficionada por una mancha en el alma, la mancha original, el pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia teniendo esta mancha. La tenemos involuntariamente en nosotros, aunque voluntariamente en nuestros primeros padres, en la madre que da la existencia a todos los vivientes.

Por Eva comenzamos una existencia terrena enferma y sin existencia sobrenatural. Comenzamos a existir en pecado y separados de Dios. Comenzamos a existir en pecado, sin la gracia que ellos tuvieron y perdieron por su pecado. Eva nos da a luz muertos a la vida sobrenatural. Nos da a luz fuera del Edén, en tierra desierta.

La tercera madre por la cual existimos es María. Ella nos ha dado la existencia sobrenatural en la cruz. Su compasión con Cristo y sus dolores han permitido nuestra existencia sobrenatural.

Le dijo Jesús a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”[2]. En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

La existencia sobrenatural que Eva, la Mujer del Génesis nos arrebató por su pecado, la Mujer Nueva, la Nueva Eva, María Santísima, nos la devuelve aplicando los méritos de su Hijo a cada una de nuestras almas, santificándolas y devolviéndoles la existencia sobrenatural.

La que dio la existencia al Verbo de Dios sin dolor en Belén nos da por gracia del Verbo Encarnado nuestra existencia sobrenatural en el Calvario con los dolores del parto, por su compasión con los dolores de su Hijo, como corredentora de la humanidad.

Eva dio la existencia terrena a nuestra madre natural, aunque no la existencia sobrenatural. Eva dio la existencia terrena a María y no le trasmitió por la gracia de Cristo la muerte sobrenatural. No pudo quitar la existencia sobrenatural a María por causa de la redención especial que preservó a María  del pecado y que la hizo comenzar su existencia natural y sobrenatural juntamente. María fue concebida sin pecado original y en gracia, con vida sobrenatural, como excepción extraordinaria de la naturaleza humana por el amor de Dios ya que iba a ser su Madre. Nuestra madre natural recibió de Eva la existencia natural más no la sobrenatural y recibió de María la existencia sobrenatural.

María recibió la existencia natural de Eva y comunicó la existencia sobrenatural a nuestra madre terrena.

La comunicación de la existencia que nos da María es mayor que la que nos da Eva y la que nos da nuestra madre natural. ¿Por qué? Porque el fundamento final de nuestra existencia es Dios y sólo cuando estamos unidos a Dios podemos decir que existimos. La existencia terrena se acaba, la sobrenatural es eterna. La existencia terrena comienza por el alma que le da vida más el alma existe por Dios. La existencia sobrenatural es mayor infinitamente que la existencia natural.

La existencia natural debemos agradecerla, sin ella no llegaríamos a la sobrenatural, pero ya al comienzo de nuestra existencia terrena hay una intervención de lo sobrenatural que es la infusión del alma por parte de Dios. Esta vida de hombre nos hace capaces de la existencia sobrenatural y esta existencia nos viene por María. Debemos agradecer a Eva que nos haya comunicado la existencia natural, aunque nos dejó, por su pecado, en desgracia.

Finalmente debemos agradecer a María porque ella nos comunica la existencia sobrenatural y nos hace hijos de Dios. Por ella comenzamos a estar unidos a Dios y podríamos decir que comenzamos la verdadera existencia que no terminará jamás.

María es Madre de nuestra existencia y de nuestra existencia sobrenatural, la que nos hace vivir vida celeste en esta existencia temporal. La existencia sobrenatural que nos comunica María eleva la existencia natural sin destruirla. María nos da una existencia nueva, la de los hombres nuevos, la de los hombres cristificados.

María no nos da la existencia y luego nos deja solos, sino que constantemente está haciéndonos crecer en la vida sobrenatural por las gracias que nos concede porque no hay gracia de Cristo que no nos venga por María. Ella es el acueducto, dice San Bernardo, por el cual Jesús derrama su infinita gracia.

Hay una cuarta Madre por la cual existimos y es la Iglesia. Iglesia que es hija de Eva, pero sobre todo hija de María. Del costado abierto de Jesús ha nacido. Ha nacido de los dolores de la pasión de Jesús y de las lágrimas de la compasión de María. Ha nacido del corazón rasgado del Hijo y del corazón traspasado de la Madre.

En la Iglesia están todas las fuentes de donde las gracias se derraman a los hombres porque uno por uno todos han nacido en ella[3]. Todos los que han querido nacer a la vida sobrenatural, los que han querido comenzar a ser hijos de Dios. La Iglesia en la fuente bautismal nos hace renacer como hijos de Dios y comenzar a pertenecer a ella. Por la existencia que nos comunica la Iglesia comenzamos a ser hijos de Dios y herederos del Cielo.

María no ha nacido de la Iglesia porque no recibió el Bautismo, pero es un miembro de la Iglesia. María pertenece a la Iglesia como un miembro eminente entre sus miembros. Es como el cuello en el Cristo total porque es la mediadora entre la Cabeza y el Cuerpo que es la Iglesia.

María es un miembro eminente del cuerpo de la Iglesia, pero ha dado la existencia al Cristo total, cabeza y miembros. Dio a luz a su Hijo en Belén y es Madre de la Cabeza del cristo total y dio a luz en el Calvario al cuerpo del Cristo total, a la Iglesia.

Si bien la Iglesia nació del costado abierto de Cristo crucificado  en Pentecostés donde la Iglesia nace propiamente cuando sus pocos miembros que formaban un pequeño cuerpo recibieron el alma que lo vivificó, el Espíritu Santo. En Pentecostés nació la Iglesia y fue María que por su oración junto con la de los Apóstoles impetraron la venida del Don de Dios. Todos fueron, con sus oraciones, causa impetratoria de la venida del Espíritu Santo, pero principalmente María que sostenía con su fe y caridad a la Iglesia naciente. La sostenía también con su fortaleza y esperanza alentando a los Apóstoles a dar testimonio, sin temor, de su Hijo Jesús. María estuvo en Pentecostés, en el nacimiento de la Iglesia y fue parte activa de ese nacimiento y fue desde el comienzo un miembro honorable del Nuevo Israel.

Pidamos a María que nos dé la fidelidad a la gracia de nuestra existencia sobrenatural y de nuestra existencia como miembros de la Iglesia.

 

[1] Gn 1, 28

[2] Jn 19, 26

[3] Cf. Sal 86, 5

Señora de todos

“Queremos ser todo tuyos”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Así pues, durante su vida mortal gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también condescendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente San Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su reina, estos a su señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.

Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de sus carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquier otra creatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la madre del Señor lo que deseaban”[1].

María es Madre de todos porque su señorío es universal. Su señorío subordinado al de Cristo se extiende al cielo, a la tierra y a los mismos abismos[2].

En el Cielo reina sobre los mismos ángeles en virtud de su elevación al orden hipostático relativo. Es Señora y Reina de los ángeles. También es Señora de los bienaventurados y santos, que adquirieron la bienaventuranza por la redención de Cristo y la corredención de María. Es Reina y Señora de todos los santos.

María es Señora de las almas del purgatorio que están confirmadas en gracia y gozarán de la eterna bienaventuranza. La Santísima Virgen ejerce su señorío sobre ellas visitándolos maternalmente, consolándolos y apresurando la hora de su liberación.

En los abismos se deja sentir también su señorío, en cuanto que los demonios y condenados, reconociendo su poder, tiemblan ante ella, ya que puede desbaratar sus ataques, vencer sus tentaciones y triunfar de sus insidias sobre los hombres. Y cuando el mundo termine, perdurará eternamente el rigor de la justicia divina sobre aquellos que rechazaron definitiva y obstinadamente el señorío de amor de Jesús y de María.

María es Señora de toda la tierra por derecho natural y de conquista. La Iglesia pone en boca de María estas palabras de la Escritura que corresponden primariamente a Cristo: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes decretan lo justo; por mí mandan los jefes, y los nobles juzgan la tierra” (Pr 8, 15-16)[3].

María es Señora de todos por su maternidad espiritual. Es Señora de los pobres y de los ricos, de los enfermos y de los sanos, de los ignorantes y de los sabios, de los pecadores y de los santos, de las ovejas del pueblo de Dios y de sus pastores.

Vemos que a su lado llegan hijos para pedir el sustento diario, el trabajo, las necesidades materiales, pero también acuden los que necesitan las cosas espirituales, el perdón de los pecados, el conocimiento de los misterios divinos y el camino para llegar a Jesús. A ella acuden todos, ricos y pobres, para pedir la salud, pues, no hay bienes materiales suficientes para conseguirla. A ella acuden los sabios de la Iglesia para crecer en el conocimiento divino porque ella es sede de la sabiduría. A ella acuden todos los cristianos para venerarla, para ofrecerle sus oraciones, sus sacrificios y su vida. A ella también acuden los pastores de la Iglesia para que ella, divina pastora, les enseñe a guiar la grey de su Hijo, en fin, todos recurren a esta Señora para que ella les colme de gracias.

María como buena Madre y señora no deja de lado a nadie, no discrimina a nadie, sino que a todos ama y los quiere conducir al cielo. Incluso los más grandes pecadores encontrarán acogida en los brazos de esta Divina Señora. Las almas santas también recurren a ella para que las sostenga porque es poderosa en el cielo, en la tierra y en los abismos. En el Cielo es poderosa intercesora, es la omnipotencia suplicante. En la tierra tiene poder absoluto sobre los enemigos de la Iglesia. Contra los herejes y sus herejías como lo muestra la historia, p.ej., la de Santo Domingo en su lucha contra los albigenses o en la lucha de los cristianos contra los musulmanes en Lepanto. Y en el abismo por su eterna enemistad con el diablo y por el poder que Dios ha concedido a esta mujer de nuestra raza.

Señora de todos y a la que todos, en consecuencia, debemos respeto y sobre todo amor, porque su señorío no es de fuerza y poder, de explotación, sino de mansedumbre, de libertad y de amor porque quiere que todos la tengan por Señora.

Tener a María por Señora es una gracia y una gracia inmensa que es concedida como don pero que impetramos por nuestra devoción sincera, por nuestro absoluto abandono en sus manos. Si le entregamos todo nuestro ser, en especial, nuestro corazón, ella lo enseñoreará y lo hará semejante a su corazón.

¡Madre de todos, queremos ser todo tuyos y darte todo lo nuestro para que toda nuestra persona te pertenezca y también todos nuestros bienes!

[1] San Amadeo de Lausana, Homilía 7: SC 72, 188.190.192.200. Cit. en la Segunda Lectura del Oficio de la Santísima Virgen María, Reina. Día 22 de agosto.

[2] Cf. Flp 2, 10-11

[3] Sigo a Royo Marín, La Virgen María, BAC Madrid 1968, 228-29

Nube fecunda que destila bienes

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La nube es otra figura de la Santísima Virgen. Pero no una nube cualquiera sino una nube fecunda.

Por el cielo vemos pasar distintas variedades de nubes: las hay muy pequeñas, que nunca crecen sino, por el contrario, se desarman y son estériles. Hay otras que vienen cargadas y aparecen terribles, negras y ruidosas, rodeadas de rayos y que precipitan en granizo y no son beneficiosas sino perjudiciales. Las hay, finalmente, cargadas, inmensas y que precipitan en lluvias fecundas, en bienes para la tierra sedienta.

No hay cosa mejor para la tierra que la lluvia. Ella hace crecer la semilla y hace dar fruto. Sin la lluvia la tierra se vuelve estéril y se manifiesta muerta.

La palabra de Dios es como la lluvia que siempre produce frutos. Dios la envía a la tierra con ese fin y nunca vuelve a Dios vacía, sino que lleva frutos.

La palabra de Dios, el Verbo de Dios, ha sido derramada sobre la tierra, ha sido dada a los hombres por medio de María. Ella es la nube fecunda que ha destilado el mejor bien para los hombres que es Jesucristo. Y por este bien nos vienen todos los bienes.

Jesús con su redención nos ha dado el Cielo, nos ha dado a Dios mismo, el mejor de los bienes.

Dice Santa Teresa hablando de la oración que cuando está en su cumbre es como la lluvia que Dios envía. Sin fatiga nuestra empapa nuestra vida interior y la hace producir muchos frutos. Esto se puede aplicar a la vida espiritual. Cuando Dios obra en el alma, cuando Dios fecunda el alma, cuando Dios viene y habita en el alma, nuestra alma se vuelve terreno bueno, campo que da el ciento por uno.

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma. Sin fatigas de nuestra parte, ella, cuando nos entregamos en sus brazos, nos da a Jesús y con Él todos los bienes.

Como el panal destila miel y la flor néctar así la Santísima Virgen destila bienes a los hombres.

Todas las gracias nos vienen por María. Así lo ha querido Dios. Ella nos trajo al Autor de la gracia y con Él todas las gracias.

María es mediadora de todas las gracias. Es la que distribuye las gracias conseguidas por Jesús. Una por una ella las distribuye entre los hombres.

La nube es impulsada por el viento y precipita allí donde el viento la lleva. El viento es el Espíritu Santo y la nube es María. Esta nube fue movida por el Espíritu Santo para dar una respuesta acertada a la embajada del ángel. Por su sí el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y ella concibió al Verbo Encarnado. Por obra del Espíritu Santo la Virgen comenzó a ser Madre y de nube infecunda se convirtió en nube colmada de bienes.

Esta Nube fecunda se deja arrastrar también ahora por el viento del Divino Espíritu y derrama sobre cada hombre los bienes que Dios tiene dispuesto derramar por ella.

María no se mueve sino por el impulso de su Divino Esposo. De María debemos aprender la fidelidad al Espíritu Santo porque Él nos llevará por el camino de la santidad y nos hará también a nosotros nubes fecundas que den muchos frutos.

Y es notable que, aunque la nube puede precipitar en distintos lugares, según se den las condiciones atmosféricas, por lo general precipita en zonas determinadas y así se forman zonas fértiles y aptas para el cultivo, zonas donde es la lluvia la fuente única de riego, zonas donde la tierra se vuelve fértil y fecunda.

María va formando a los predestinados, a los que ella quiere formar o mejor dicho moldear siguiendo en esto la voluntad de Dios, pero de parte de los hombres esta nube generosa requiere una disposición: la total apertura para ser regada, para que ella derrame una lluvia copiosa de bienes en ellos. No puede derramar su lluvia sobre aquellos que no la desean o que rechazan la fecundidad de esta nube o niegan su grandeza y riqueza. Sólo la tierra sedienta de Dios y de la lluvia es apta para ser regada por el agua de esta nube. La tierra de estas zonas espera pacientemente la lluvia para hacer crecer la semilla y llevar frutos y la nube se derrama con profusión, en la medida del anhelo de la tierra.

Y después de la lluvia, ¡qué hermoso se vuelve el lugar! ¡qué nítido! ¡qué transparente! Desaparece todo el polvo en suspensión, se precipitan las partículas espurias del aire y todo se vuelve claro y luminoso. Además, se siente un perfume en el aire, perfume a tierra mojada. La naturaleza expande sus aromas y hace agradable el paraje.

Así ocurre con las almas fecundadas por María. Se vuelven claras y limpias, transparentes, puras, graciosas, cristalinas y esparcen el buen olor de Cristo, el olor del alma llena de Dios, del alma colmada de esperanza, del alma que promete abundantes frutos.

 

Vista agradable que nos consuela

Sobre la belleza de María santísima

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? “Se dicen bellas las cosas que vistas agradan, de donde lo bello consiste en la debida proporción porque el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas”[1].

La belleza agrada, complace, pero, además, purifica. Purifica por el mismo hecho que agrada. Al agradar y complacer nos atrae y permite que abandonemos cosas que también nos agradan pero que son de menos valor.

La belleza es propia de Dios. Dios es bello en sí mismo y todas sus obras son bellas. Dios creó y vio que todo lo que había hecho era muy bueno, era muy bello.

Dios ha creado todo el mundo natural bello y crea el mundo sobrenatural también con belleza. ¡Qué armonía y que perfección en los ángeles y en los bienaventurados! Ellos han llegado a la perfección de Dios y por eso son lumbreras bellísimas que nos alumbran y nos muestran el camino para llegar a la Verdadera Belleza.

La belleza se opone a las cosas feas no sólo en lo corporal, sino y principalmente, en lo espiritual. Todas las malas pasiones son curadas por la belleza. Las malas pasiones tienden a lo que parece bello pero que en realidad es deforme.

Cuando alguien está atormentado por cosas feas, en especial por vicios carnales, le decimos que recurra a María y lo hacemos porque ella tiene un gran poder sobre el enemigo, pero también, porque mirando este portento de belleza superaremos la fealdad del pecado. Mirar la belleza de María nos hace sobreponernos a todo lo feo y deforme que hay en nosotros, y nos motiva a buscar su belleza y perfección. La presencia de María nos consuela de las congojas causadas por nuestras fealdades.

Nuestras fealdades espirituales nos esclavizan y nos entristecen. La vista de María nos libera y nos consuela.

La vista agradable de María se manifiesta al que se acerca con corazón sencillo porque el corazón sencillo penetra en este mundo interior de María. No ocurre así con las almas soberbias. Ellas rechazan la belleza de María porque no pueden penetrar su interior.

Y la belleza interior se manifiesta en el exterior. Así el trato con María es un trato colmado de belleza. Su mirada es bella porque es pura y simple y manifiesta la pureza de su alma. Sus palabras son tiernas y manifiestan un corazón en paz. Su obrar es sereno y armonioso, manifestación de un equilibrio sublime del espíritu.

El encuentro con María purifica nuestra alma. Es que, aunque hay cosas bellas en el mundo y personas llenas de Dios, también hay muchas deformidades entre los hombres, mucha fealdad. Y ¡cuánto nos agobia la fealdad que nos rodea! Fealdad del hombre que repercute en sus obras.

El hombre moderno ha perdido el sentido de la belleza porque ha roto la relación con el ser cambiando esa relación por una relación consigo mismo, con su subjetividad. Por eso las obras de sus manos son fruto de su subjetividad y difícilmente manifiestan lo real. Y lo real es participación de lo divino. Las cosas reflejan la belleza de Dios, la Belleza por excelencia. Al romper el hombre moderno su relación con el ser real rompe con la Belleza y fuera de ella todo es feo.

El hombre alejado de Dios, separado de Él, se queda sin belleza, se queda sumido en la fealdad y sus obras son feas.

La vista de María nos consuela de tanta fealdad y nos invita a recurrir a ella para curar nuestras fealdades y curarnos de la trampa de lo feo.

María significa “ser bella” y este nombre manifiesta con perfección lo que es María. María es bella en su interior y también en su porte externo. Muchas imágenes de María hay en el mundo, las cuales, han querido captar su belleza. Los artistas han percibido la belleza de María y la han querido plasmar, pero siempre han quedado cortos. La multitud de imágenes manifiestan la riqueza, la profundidad, de esta Virgen bellísima.

La bella María ha dado a luz “al más hermoso de los hijos de los hombres”. Ella ha dado su carne y sangre a Jesús y sólo ella. Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo y por eso la belleza de Jesús es reflejo de la de María. Su parecido físico debe haber sido muy grande ya que Jesús tomo su cuerpo de ella, cuerpo que formó el Divino Espíritu.

¡Madre, vista agradable que nos consuela, haz que amemos tu belleza y recurramos a ella cuando nos cerque la fealdad y aprendamos por tu vista a amar las cosas verdaderamente bellas!

 

Poco más que mediana de estatura;

como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negro y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro[2].

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1ª parte, cuestión 5, artículo 4. En adelante I, 5, 4

[2] Lope de Vega, http://www.mariologia.org/poemas/poesiaLopedevega15.htm. Última entrada 27-12-2023

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!

 

Refrigerio de las almas sedientas

P. Gustavo Pascual, IVE.

            El agua nos reconforta después de una larga travesía, nos refresca y calma nuestra sed. No hay nada mejor para un caminante, que ha caminado mucho, que el agua.

¡Muy necesario es el refrigerio para el alma agostada por el fuego de las pasiones! Cuando la pasión ha quemado nuestro corazón y cuando el corazón hecho fuego se ha vuelto un bosque encendido, es decir, cuando la pasión nos ha llevado al pecado y el pecado se ha vuelto vicio, el alma busca un refrigerio. Quiere salir de su estado, pero las llamas la envuelven nuevamente y otra vez se enciende. Hay bosques que arden por mucho tiempo como corazones apasionados que se queman en sus vicios y desean un alivio, un refrigerio y parece casi imposible la paz.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es refugio de pecadores. Ella alcanzará la gracia necesaria y moverá el corazón para que se vuelva definitivamente a Dios y deje de arder en ese fuego lacerante. Ella dará el refrigerio que tanto anhela aquella alma abrazada que vive como en un infierno. El alma quiere salir de su estado y no puede. Sale por momentos y vuelve a encenderse por sus malas pasiones. María, si recurrimos a ella sinceramente y con fe, nos sacará de ese estado de tormento. En definitiva, el alma tiene sed de Dios, quiere retener a Dios sin dejarlo partir, pero el amor desordenado a las criaturas no se lo permite.

Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: “Yo soy muro y mis pechos como una torre: Desde que me hallo en su presencia he encontrado la paz” (Ct 8, 10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: “Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas de tus pecados y ella mostrará (a Jesús) a favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de seguro escuchará a la Madre”. Vete a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio; y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto, la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida oración: “Señor, Dios de misericordia, fortalece nuestra fragilidad a fin de que, honrando la memoria de la Santa Madre de Dios, nos levantemos del abismo de nuestros pecados por su auxilio e intercesión”[1].

María puede refrescar a esta alma en este estado y ganarla definitivamente para Dios.

Hay, sin embargo, una sed mayor, no ya de las almas que buscan a Dios porque lo han perdido sino de las almas que tienen a Dios, pero tienen sed de poseerlo más plenamente, más permanentemente, más profundamente.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es la mujer mística, la que vive intensamente la unión con Dios. Ella es maestra de vida interior, la que ha recorrido el camino de la unión con Dios, pero de una forma extraordinaria. Fue concebida en unión con Dios. Fue llamada en un momento en que su gracia era plena, “llena de gracia”, y creció durante su vida en gracia, en unión con Dios.

Toda alma que quiera llenarse de Dios, que quiera apagar su sed de vida interior tiene que recurrir a María. Ella es camino expedito para llegar a Jesús. Ella trajo su Hijo a los hombres y ella lleva a los hombres hasta su Hijo. No hay mejor camino porque de haber mejor camino Cristo lo hubiese elegido.

Los oasis son raros en el desierto, de tal manera, que si el caminante del desierto no da con ellos muere de sed. Pero María no es difícil de hallar. Está siempre a nuestro lado porque es nuestra Madre y ¿qué buena madre no permanece siempre cercana al hijo? María, así como estuvo siempre al lado de Jesús está cercana a nosotros desde que Cristo traspasó su maternidad sobre nosotros.

No hace falta gritar ni buscar desesperadamente. María no es un espejismo que nos ilusiona y desaparece. María está realmente cerca de nosotros. Basta un susurro pidiendo su ayuda y ella recurrirá a ayudarnos. Ella es Madre de esperanza que se nos hace encontradiza con rapidez para que acabe nuestra espera y no nos asalte el mal de la desesperanza.

María viene en nuestra ayuda para que la sed no nos agoste, para que no nos debilite, porque la sed es una de las cosas que menos puede sufrir el hombre. Tanto la sed de Dios que tiene el hombre cuando no puede salir de su pecado como la sed que tiene el alma santa. La sed de Dios consume al hombre y María viene en su ayuda para que no muera en el camino y le da el agua en abundancia, de acuerdo a su necesidad. A los primeros el agua necesaria para salir de su pecado, que es una gracia actual, y a los santos el agua sin medida de acuerdo a su deseo y en la medida que Dios ha dispuesto para ellos. Ambas las da María en el tiempo oportuno. Ni antes ni después. No antes para que la sed crezca y se desee el refrigerio de su gracia. No después porque el alma desesperaría y Dios no permite la prueba más allá de la que cada uno pueda sobrellevar.

¡Cuántas veces María habrá llevado de la fuente de Nazaret agua a su esposo y a su Hijo sedientos por el trabajo del día! Así lo hará con nosotros cuando las fatigas de cada día nos agobien, cuando volvamos sedientos en busca de un refrigerio, cuando nuestras fuerzas desfallezcan.

¡María no nos abandones, acude en nuestra ayuda cuando tengamos sed de Dios para que nunca nos separemos de Él y crezca cada día más nuestra unión con Él hasta la saciedad de la vida eterna!

[1] San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María 2, 2

Místico pozo de aguas vivas

“Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas..”

P. Gustavo Pascual, IVE.

Las aguas vivas son las que brotan de un manantial y que nunca se agotan. Un pozo de aguas vivas es una gran riqueza, es un tesoro, sobre todo, en las tierras áridas. Alrededor de él brota la vida. Los pozos de agua viva se alimentan por ríos subterráneos que nacen en nevados o cordilleras de las que se filtran sus aguas y emergen en ellos, a veces, distantes muchos kilómetros de las fuentes de agua. Los pozos de aguas vivas son la bendición del desierto. Allí se forman los oasis tan necesarios para los viajantes de las tierras sin agua.

Jesús se encontró con una samaritana en un pozo de aguas vivas, el pozo que había hecho excavar Jacob en Sicar[1] y en el diálogo con ella, estando ella orgullosa por ser propietaria de aquel pozo, escuchó de Jesús algo admirable, que Él le podía dar aguas que calmen para siempre su sed y que su agua transforma a las personas en fuentes de aguas inagotables. Porque el que guarda la palabra de Cristo, su sabiduría, alcanzará la vida eterna y no morirá para siempre.

La Santísima Virgen es un místico pozo de aguas vivas. Como Ella nadie está tan unido con Jesús, la fuente de las aguas vivas, porque Cristo está lleno de gracia y de verdad[2] y por Él nos viene toda gracia y verdad[3]. Sin embargo, esta fuente de aguas vivas alimenta el pozo místico que es María Santísima, de tal manera, que no hay gracia de Jesús que no pase a través de Ella y llegue a nosotros.

María es pozo de aguas vivas por la profundidad de su vida interior. La samaritana le preguntó a Jesús, en aquella oportunidad, que cómo iba a sacar agua, porque no tenía cubo y el pozo era muy profundo. El pozo místico que es la Virgen María es un pozo profundo de vida interior, al cual, podemos llegar para extraer el agua viviendo vida interior porque sólo el que lleva vida interior puede conocer a María, puede descubrir que Ella es el pozo místico donde debemos recoger las gracias de Jesús.

Sobre todo es necesario para recoger el agua de este profundo pozo, la humildad, porque María es grande por su humildad. Dios hizo grandes cosas en María porque vio su humildad[4], y aquellos que quieran llegar a Ella para recoger el agua viva necesitan humildad. Si queremos sacar agua de este pozo tenemos que hacernos pequeños, como niños, y acogernos en los brazos de María.

Para ser profundo es necesaria la humildad. Para ser hombre interior es necesaria la humildad porque, como decía San Agustín, “cuanto más alto queramos construir nuestro edificio interior tanto más profundos tienen que ser los cimientos de la humildad”.

La profundidad de la vida interior de María, que es un ejemplo para nosotros, está en su abandono en Dios. María, por su humildad, dejó que Dios hiciese en Ella grandes obras. La colmó de gracias por encima de todos los ángeles y bienaventurados del Cielo.

En este místico pozo recogemos con abundancia las gracias para nuestra vida interior y cuanto más vacío este nuestro cubo por la humildad más gracias recogeremos. Recogeremos las gracias que Jesús quiera darnos y en la medida que lo tenga predeterminado según su plan eterno para con nosotros. De nuestra parte se requiere la humildad.

¿Y qué gracias recogemos en este místico pozo? Todas las gracias necesarias para nuestra santificación: nuestras necesidades espirituales pero también materiales en orden a la salvación, y principalmente colmamos en este pozo nuestra sed de Dios. Calmamos la sed que las cosas del mundo, de la tierra, no pueden calmar. Porque la sed es acuciante en muchos momentos de nuestra vida y nos hallamos cansados o en lugar desierto y nos es necesaria el agua viva. María nos da el agua viva y nos pone en contacto con la fuente de las aguas vivas. Su agua es la misma agua que brota de la fuente que es Jesús.

Contemplar este pozo de aguas vivas nos conduce a contemplar la fuente. Contemplar a María nos lleva a la contemplación de Jesús, porque no hay unión mayor que la que existe entre María y Jesús. Ella ha llevado a la cumbre la vida mística y es ejemplo acabado de la unión con Jesús.

La vida de María transcurría en una contemplación permanente de Jesús. Lo contempló durante su vida terrena como niño, como joven, como Maestro, pero luego de su muerte también tuvo una unión permanente con Jesús, a pesar, de su ausencia física. María no sólo guardaba en su corazón las cosas vividas con Jesús en los misterios de la infancia sino que guardaba a su Hijo y con Él estaba unida en todo momento. María no salía de sí como otros santos que cuando se unían a Dios entraban en éxtasis. Salían de sí para vivir en Dios. Ella vivía en Dios porque una es la unión transeúnte y otra es la unión permanente, una es la unión habitual y otra la actual. María vivía en acto la unión con Jesús.

Si queremos alcanzar la fuente de aguas vivas recurramos a María, místico pozo de aguas vivas. Entremos en ella y busquemos su vida interior. En esta vida encontraremos el camino seguro, fácil, rápido y perfecto para llegar a Jesús.

¡Madre, a vos acudimos en busca del agua viva! ¡Agua que deseamos tener! ¡Agua que nos hará fuente de aguas vivas que brote hasta la vida eterna!

 

[1] Jn 4, 5 ss.

[2] Jn 1, 14

[3] Jn 1, 17

[4] Cf. Lc 1, 48

Rodeada de mil broqueles y escudos

Rodeada de mil broqueles y escudos

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Sagrada Escritura, en el Cantar de los Cantares, nos trae un mensaje que se acomoda perfectamente a este título mariano: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes”[1]. En verdad María está adornada de mil escudos. Escudos que son sus títulos que la elevan sobremanera respecto de toda la creación. Títulos que la hacen predilecta Hija de Sión, la elegida por Dios para su obra redentora.

Adorna esta preciosa torre el título sempiterno de su predestinación.

Desde toda la eternidad, Dios escogió, para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret, en Galilea, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 26-27).

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61)[2].

            Elegida por Dios desde toda la eternidad, modelo excelso en la mente divina que se concretó en la plenitud de los tiempos. Elegida para ser Madre del Emmanuel, Dios con nosotros[3]. Hija predilecta de Dios Padre, obra de arte bellísima de Dios Espíritu Santo. La primera entre los predestinados.

También su maternidad divina. Título sublime. Título sobre todos los títulos. Título al que siguen consecuentemente todos los demás.

Maternidad física que se concretó en la respuesta al arcángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”[4]. Respuesta que hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus purísimas entrañas, convirtiendo aquel seno maternal en sagrario divino por nueve meses. Madre que dio a luz al Mesías en el portal de Belén. Madre que dio su carne y su sangre a Jesucristo. Madre de Dios por toda la eternidad.

Maternidad espiritual que fue solemnemente proclamada al pie de la cruz de Jesús y aceptada por ella en la persona de san Juan. Maternidad que contenía a toda la humanidad. Maternidad que, comenzando cuando concibió la Cabeza -esto es Jesús-, se completaba al dar a luz a todos los hombres, miembros del Cuerpo Místico, entre dolores inenarrables al pie de la cruz. Maternidad que ejerce individualmente en el bautismo de cada cristiano. Maternidad solícita que durará para siempre.

Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63)[5].

Otro título que honra a María es el de su Concepción Inmaculada, privilegio exclusivo que Dios le concedió porque iba a ser su propia Madre.

Dios por su infinito poder aplicó anticipadamente a María los méritos que tiempo después su Hijo conseguiría por su pasión y muerte en cruz. Concepción inmaculada de María que se prolongó durante la vida de la Virgen en su alma purísima, alma que jamás tuvo ni la mínima imperfección.

María es llamada Corredentora, título que la asocia a la Redención del género humano. María compadeció junto con Jesús al pie de la cruz la dolorosa agonía. Dios que da la gracia en la medida de la vocación a la que llama, colmó de gracias a María para esta misión corredentora. Al pie de la cruz la espada profetizada por Simeón traspasaba el alma de la Madre y su dolor unido al de Cristo redimía a la humanidad caída.

La Santísima Virgen es también mediadora universal, título dulcísimo que hace brillar la solicitud de María por sus hijos. María atiende constantemente a las necesidades espirituales y materiales de los que le piden. María en el cielo está por encima de ángeles y santos, cercanísima al trono de Cristo, y es en consecuencia la más escuchada por Dios. Es la omnipotencia suplicante a quién su Hijo Jesús no niega cosa alguna, porque si entre los hombres sucede que jamás un buen hijo niega nada a su madre, ¡cuánto más sucederá esto entre tal Madre y tal Hijo!

María es Reina y Señora de toda la creación. Es título de derecho pero también de conquista. Lo es de derecho por ser Madre de Cristo que es el Rey de reyes y Señor de señores. Él es Dios y todo lo ha creado, todo lo conserva y todo depende de Él. Lo es de conquista por sus padecimientos al pie de la cruz en unión a su divino Hijo y en dependencia absoluta de Él.

La Asunta al cielo. Asunción en cuerpo y alma, asunción que es consecuencia de su concepción inmaculada, de su virginidad perpetua y de su plenitud de gracias. Asunción que es convenientísima. Porque ¡cómo iba a sufrir corrupción en el cuerpo la que no sufrió corrupción en el alma!, o acaso, ¿no es la corrupción corporal efecto del pecado? María, finalizada su vida terrenal, ya sea por muerte o dormición, fue ascendida por los ángeles hasta el Cielo y allí está junto a su Hijo Jesucristo.

La vida de María encierra muchísimos misterios y títulos espléndidos que le podríamos sumar, baste con los dados, pero viene al caso recordar las palabras de San Bernardo: de María nunca diremos demasiado.

 

[1] 4, 4

[2] Catecismo de la Iglesia Católica nº 488. En adelante Cat. Igl. Cat.

[3] Cf. Mt 1, 23

[4] Lc 1, 38

[5] Cat. Igl. Cat. nº 501

 

Torre de David hermosa

Sobre la belleza de María

P. Gustavo Pascual, IVE.

Este título está tomado del libro del Cantar de los Cantares: “tu cuello es como torre de David”[1].

Se refiere a la belleza de María. Belleza espiritual y corporal. La belleza de María la vemos en sus imágenes. Es la belleza de una mujer simple que invita a contemplar su interior. Hay imágenes tan hermosas de la Virgen que uno se extasía en ellas y muchas veces no sigue adelante, al interior de María. No es que este mal que hagan imágenes hermosas de la Virgen porque por más hermosas que sean no reflejan la hermosura de esta virgen nazarena, la que dio su carne y sangre al más bello de los hijos de los hombres.

No nos debemos quedar únicamente mirando las imágenes en su exterior sino que por ellas debemos entrar en el interior de María. María tiene un alma grande, hermosa, tan agraciada que está por encima de los espíritus puros del cielo, es Señora y Reina de los ángeles.

María es cuello hermoso como la torre de David. Es cuello porque une la cabeza y el cuerpo. Es Madre de la Cabeza y es Madre de los miembros del cuerpo en la Iglesia.

Como a través del cuello se difunde desde la cabeza, la vida a todo el cuerpo del mismo modo las gracias vitales continuamente se trasmiten desde la Cabeza, que es Cristo, a su cuerpo místico, por la Virgen y de una manera especial a sus devotos y amigos[2].

Madre de la Cabeza desde la Encarnación, porque fue fiel al anuncio del ángel, y por su fidelidad concibió a Jesús que es la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia. Por su fidelidad fue cumplidora excelsa de la misión que Dios le encomendó, ser corredentora de los hombres, y se convirtió al pie de la cruz en Madre de los hijos de la Iglesia y también de la Iglesia.

María es el cuello hermoso que une a Jesús y a los cristianos por ser Madre de ambos. Une a los hermanos entre sí. A nuestro hermano mayor con nosotros sus hijos pequeños. Lo puede hacer, lo quiere hacer y lo hace porque sabe lo que es mejor para nosotros.

María es como la torre de David, recta y maciza, fuerte. Es recta en todo su obrar porque nunca se apartó de Dios. Ya lo profetizó el Espíritu Santo desde el Génesis “pongo enemistad entre ti y la mujer”[3]. Recta y dirigida hacia el cielo porque su caminar no fue sino una constante subida hacia el cielo y nos indica con su vida el camino que debemos seguir. Este camino que es Jesucristo se hace por su mediación fácil, seguro, perfecto y corto porque su maternidad lo dulcifica y lo hace gracioso y hermoso.

Esta torre es maciza, es sólida, porque tiene buena base y esa base es la humildad. Cuanto más quieras elevar un edificio haz cimientos más profundos. Tan gran Señora, tan sublime santidad nos habla de una humildad casi infinita. Si de Moisés dice Dios que era el hombre más humilde de la tierra, su humildad ni se compara con la de María. María es un abismo de humildad. Ese abismo de humildad atrajo a un abismo de santidad porque un abismo llama a otro abismo. Sobre la humildad de María se derramó el tres veces santo que la cubrió con su sombra y el tres veces santo asumió su carne y comenzó a vivir en ella. El Poderoso ha hecho grandes obras en María porque vio su humildad y esto lo dice ella misma en el Magnificat. Esta humildad la hace fuerte. Somos fuertes en Dios cuando nos olvidamos de nosotros mismos. Dios eleva a los humildes, los hace fuertes con su misma fortaleza, como lo hizo con David ante Goliat, como lo hizo con la Santísima Virgen ante el demonio.

María es una torre sólida donde estaremos seguros. Ningún temblor, ningún sacudón, ninguna inclemencia o perturbación nos hará temer porque sabemos que en Ella estamos seguros. Tenemos que vivir en María. Que Ella nos recubra totalmente, que Ella sea la atmósfera en la que respiremos, de esta forma estaremos seguros, nada nos podrá derribar.

Nuestro error es salir de esta hermosa torre y querer caminar sin protección bajo techumbres endebles, amparados en nuestras débiles casas, y entonces nos damos cuenta, cuando todo se mece en nosotros y cuando acude el temor, porque corremos el riesgo de morir, que allí en esa torre hermosa estábamos seguros.

María es la torre de David hermosa y fuerte. Porque desde allí se vence a los enemigos, porque allí no llegan las escalas de los salteadores, porque las piedras catapultadas no la mellan, porque su altura es insalvable para el enemigo. Desde allí vencemos porque ella tiene experiencia de triunfos y porque ella siempre ha vencido y nunca ha sido vencida. ¿Quién encontrará una mujer fuerte?[4] La hemos encontrado y es más fuerte que Judit y que Ester. Es más fuerte que Ana y que Susana. Es más fuerte que Débora. Es más fuerte que todas las mujeres de la historia y que los hombres de la historia porque su fuerza es la misma fuerza de Dios, es la fuerza del León de Judá, es la fuerza del Rey de reyes y Señor de señores.

Subidos a esta torre tocamos el cielo y la tierra queda muy atrás, muy abajo, lejos. Desde ella vemos con nitidez el horizonte, percibimos de lejos los ataques de nuestros enemigos, en ella estamos en paz.

 

Retrato de la Virgen

(Soneto)

Poco más que mediana de estatura;

Como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negra y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro.

 

(Lope de Vega)[5].

 

[1] Ct 4, 4

[2] San Bernardino de siena. Citado por Santiago Vanegas Cáceres, Reina Señora y Madre…, 336

[3] 3, 15

[4] Cf. Pr 31, 10

[5] http://www.mariamadrededios.com.ar/entrenos/vida_index.asp

 

Enjugadora compasiva de nuestro llanto

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

P.  Gustavo Pascual. IVE

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”[1]. Si bien, esta bienaventuranza se refiere a los que lloran en esta vida y al consuelo que alcanzarán en la otra, también, aquí recibimos consuelo a nuestro llanto. Es María la enjugadora compasiva de nuestro llanto.

¿Y por qué lloramos? Lloramos por muchas cosas. Lloramos por la carencia de las cosas necesarias para la vida; lloramos la ausencia de nuestros seres queridos; por la falta de alegría; por la falta de felicidad y sobre todo por la ausencia de Dios.

María es consuelo de los afligidos. Nos consuela porque es compasiva. Ella ha sufrido los dolores que cada uno de nosotros sufre y los ha superado por su confianza en Dios.

María ha sufrido tristeza porque Herodes quería matar a su niño y por tener que dejar su patria. María ha sufrido por la falta de lo necesario cuando tuvo que dar a luz en un pesebre, en la vida pobre en el destierro y en Nazaret. María ha sufrido la muerte de sus seres queridos, de San José y de Jesús. Ha llorado la ausencia de Dios, cuando el niño se extravió en Jerusalén y cuando sintió la soledad en la pasión.

Ella nos enseña cómo vivir en aquellas situaciones que nos hacen llorar. María manifiesta su integridad en aquellas situaciones, especialmente, cuando recoge a su Hijo muerto al pie de la cruz. De sus ojos brotaban abundantes lágrimas pero se mantenía firme con la esperanza de ver a su Hijo resucitado. La esperanza en las promesas de su Hijo la hacían superar aquellos momentos de terrible dolor.

María es una Madre compasiva. La compasión es un sentimiento que se da especialmente entre los seres cercanos, sea por sangre o por espíritu, por el cual, nuestro corazón sufre los mismos padecimientos que sufre el otro, al que queremos. El compasivo llora con los que lloran.

María es tan cercana a nosotros y nos ama tanto que siempre tiene compasión de nosotros. Cuando nos ve llorar Ella sufre con nosotros. Llora con nosotros como lo hizo con su Hijo en la pasión. Ella se compadeció de Cristo.

Pero María se compadece de nosotros y nos consuela porque puede consolarnos y quiere consolarnos. Ella es la Madre de misericordia que enjuga el llanto de sus hijos sufrientes y los consuela.

En momentos en los cuales los consuelos humanos son ineficaces, cuando las palabras de los hombres no logran hacer cesar nuestro llanto porque no pueden mitigar el dolor, la Virgen se muestra Madre compasiva y nos consuela. Nos consuela en especial infundiéndonos su esperanza y su fe que nos llevan a confiar en Jesús.

En esos momentos de oscuridad del alma y de noche interior la Virgen se muestra como la aurora radiante que anuncia el sol consolador, Jesucristo.

Y ¿por qué nos consuela María? Porque somos sus hijos. Ella nos ha recibido de manos de su Hijo al pie de la cruz con el encargo de cuidarnos y Ella lo hace con perfección. María se compadece de nuestro llanto, llanto que la mayoría de las veces es por cosas de la tierra y que denotan la falta de interioridad que tenemos y la falta de confianza en Dios, la falta de abandono. De cualquier manera Ella nos consuela y hace cesar nuestro llanto infundiéndonos fortaleza para sobrellevar el dolor o socorriéndonos en nuestras necesidades dándonos lo que necesitamos para que cese nuestro llanto.

María nos ha corredimido por su compasión, por eso sabe bien el oficio de consoladora y de Madre compasiva.

María se compadeció de su pueblo y de la humanidad entera y contestó al ángel con su “hágase”. María se compadeció de Isabel y fue a acompañarla durante su embarazo. María se compadeció de los esposos en Caná y apuró la hora de su Hijo para que convirtiera el agua en vino. María se compadeció de nosotros y aceptó el encargo de su Hijo tomándonos en adelante por hijos suyos. María se compadeció de la Iglesia naciente, de los Apóstoles y de los primeros discípulos, los consoló y los acompañó en la oración hasta la venida del Espíritu Santo. María sigue desde el cielo compadeciéndose de nuestras necesidades y como omnipotencia suplicante y como mediadora universal nos alcanza de su Hijo lo que necesitamos.

La compasión es de los mansos y de los humildes. Los iracundos y los soberbios no se compadecen sino que desdeñan a los que sufren.

María fue como su Hijo mansa y humilde de corazón y por eso supo compadecerse del prójimo. Se compadece de nosotros y enjuga con ternura nuestro llanto.

¡Cuándo se ha visto que una madre sea indiferente al llanto de su hijo amado! Mucho menos María. María no quiere la tristeza y el llanto de sus hijos sino que quiere verlos alegres y felices. Nuestras tristezas y llantos son efecto del hombre viejo que no acaba de morir, por eso, María nos consuela para que vivamos como hombres nuevos, como hombres resucitados, transformadas nuestras tristezas y llanto por el amor, por una vida llena de esperanza en la felicidad sin fin.

¡María acude en nuestra ayuda cuando lloremos y estemos tristes y haznos recordar que estamos llamados al cielo!

 

[1] Mt 5, 5