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Las “pequeñas” virtudes según Marcelino Champagnat

(Del libro “Consejos, Instrucciones, Sentencias”, del Hno. Juan Bautista Furet)

San Marcelino Champagnat describe algunas virtudes que aseguran el vivir siempre en unión, concordia y común acuerdo.

Las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

El Hermano Lorenzo fue un día a ver al Padre Champagnat y, con su acostumbrada sencillez, le dijo:

-Padre, vengo a manifestarle algo que me da mucha pena.

-Bienvenido, Hermano Lorenzo. Diga, dígame pronta y francamente el motivo de su pena.

-En la casa a la que me destinó hace pocos días, somos seis Hermanos. Si no me equivoco, creo poder afirmar que observamos la Regla en todos sus puntos. Los Hermanos, en mi opinión, son todos hombres virtuosos, que trabajan con celo en su santificación y salvación. Me parece que todos buscamos el bien y nos afanamos por conseguirlo.

No obstante, la unión entre nosotros no es perfecta. Esa unión es aún más floja en la comunidad de…1, que son nuestros vecinos más próximos y a los que vamos a visitar de vez en cuando. Y eso que son tres Hermanos de más reciedumbre cristiana y fervor religioso que nosotros. Pues bien, con frecuencia me pregunto:

¿Cuál puede ser la causa de los leves roces que hay entre nosotros? ¿Por qué no es perfecta la unión entre hermanos tan observantes y que tanto se afanan por su adelanto espiritual? ¿Cómo es posible que la caridad perfecta, la unión de los corazones y la conformidad de sentimientos dejen que desear entre nuestros Hermanos vecinos, que son, así y todo, hombres de virtud sólida? Ése es el motivo de mi pena, Padre. Tenga la bondad de darme una explicación del porqué de tantas desavenencias domésticas y señalarme sus remedios.

-Querido Hermano, tiene razón al decir que los hermanos con los que está viviendo y los de la comunidad vecina son virtuosos: lo son de veras y le confieso con sumo agrado que los tengo por buenos religiosos. ¿A qué se debe que no haya unión perfecta entre todos ellos? Podría limitarme a decirle que en todas partes se cuecen habas y que hasta los hombres más virtuosos tienen defectos y están expuestos a cometer faltas, ya que el justo -dice la Sagrada Escritura- cae siete veces al día 2. Pero me parece mejor tratar seriamente el problema y explicarle bien mi parecer sobre este punto.
Se puede ser sólidamente virtuoso y tener mal carácter. Pero ocurre que, para alterar la unión de una comunidad y hacer sufrir a todos sus miembros, basta el mal talante de un solo Hermano. Puede uno ser regular, piadoso y tener afán de santificación; puede uno, en una palabra, amar a Dios y al prójimo sin tener la perfección de la caridad, a saber, las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. Pues bien, sin la práctica diaria, habitual, de las “pequeñas” virtudes, no se da la unión perfecta en las comunidades. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

-Dispense, Padre, pero no acabo de ver qué entiende por “pequeñas” virtudes. ¿Tendría la bondad de explicármelo?

-Aunque es un poco larga la enumeración y definición de dichas virtudes, se la voy a dar 3. Son virtudes pequeñas o escondidas:

1. La indulgencia o facilidad para excusar las faltas ajenas, reducirlas a menos e incluso perdonarlas, aunque no pueda uno permitirse semejante indulgencia consigo mismo. San Bernardo nos ofrece un ejemplo maravilloso de ese espíritu de indulgencia. «Hermanos -decía a sus monjes-, podéis tratarme como os parezca, me he propuesto amaros siempre, aunque no me améis vosotros. Seguiré afecto a vosotros, aun a vuestro pesar.

Si me lanzáis insultos, los aguantaré pacientemente; agacharé la cabeza ante los denuestos; venceré vuestros rudos modales con nuevos beneficios; iré al encuentro de quienes rechacen mis atenciones; haré bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, ya que somos todos miembros del mismo cuerpo» 4.

2. La disimulación caritativa, que no se da por enterada de los defectos, yerros, faltas o despropósitos del prójimo, y todo lo aguanta sin protestar ni quejarse: Revestíos de entrañas de compasión… sufriéndoos y perdonándoos mutuamente (Col 3, 1 2-1 3). Os conjuro que andéis con paciencia, soportándoos unos a otros con caridad (Ef 4, 1-2), exhorta san Pablo. ¿Por qué no dice el Apóstol: reprended, corregid, castigad, sino soportad? Porque, generalmente, no tenemos encargo de corregir, oficio propio de los Superiores; nuestro deber es solamente soportar. Porque, incluso si nos reprenden, hemos de aguantar, pues hay defectos que sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y de la tolerancia. Los hay, además, que aun en las almas virtuosas no se corrigen a pesar de todos los esfuerzos, y que Dios deja para que se ejerciten en la virtud el que los tiene y los que han de vivir con él.

3. La compasión, que comparte las penas de los que sufren para suavizárselas, llora con los que lloran, participan en las dificultades de todos y se afana por aliviarlas, o carga personalmente con ellas.

4. La alegría santa, que toma también para sí los gozos ajenos con el fin de acrecentarlos y proporcionar a sus colegas todos los consuelos y dicha de la virtud y de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un admirable ejemplo de la caridad que adopta todas las formas para ser útil al prójimo: Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos. Híceme todo para todos, por salvar a todos (1 Co 9, 22). ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién se escandaliza, que yo no me requeme? (2 Co 1 1 , 29).

San Cipriano, que seguía fielmente las huellas del Apóstol, decía a su grey: «Hermanos míos, comparto todos vuestros dolores y todas vuestras alegrías; estoy enfermo con los enfermos, el amor que os profeso me hace sentir todas vuestras aflicciones y todas vuestras alegrías» 5.

5. La tolerancia, que no impone nunca, sin graves motivos, las propias opiniones a nadie, sino que admite fácilmente lo que haya de bueno y juicioso en las ideas de un Hermano, y aplaude sin dentera sus aciertos y pareceres, con miras a salvar la unión y la caridad fraterna. Huye de contiendas de palabras (2 Tm 2, 14), manda san Pablo. Hay quien replicará: Mi actitud está justificada, no puedo tolerar las necedades o tonterías de los Hermanos. Oíd lo que contesta Belarmino: «Una onza de caridad vale más que cien libras de razón» 6. Manifestad vuestra opinión con miras a fomentar el diálogo, pero luego dejad que la rebatan sin defenderla: es preferible ceder y transigir con lo que digan los demás. San Eloy decía que, en esa clase de lides, el vencedor es el que cede, porque supera a los otros en virtud 7. San Efrén aseguraba que siempre había cedido en las discusiones, con el fin de mantener la paz general 8, y san José de Calasanz agregaba: «Quien desee la paz, no contradiga a nadie» 9.

6. La solicitud caritativa, que se adelanta a las necesidades del prójimo para ahorrarle la pena de sentirlas y la humillación que supone tener que pedir ayuda. Es la bondad de corazón, incapaz de negar nada, que está siempre al acecho para prestar servicio, complacer y obsequiar a todos. San Hugo, obispo de Grenoble, se retiraba de vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta ocasión le tocó ser compañero de un monje llamado Guillermo. (En cada celda o habitación vivían entonces dos cartujos). Pues bien, fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. ¿Sabéis cuál fue su queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se portaba no como compañero, sino como criado, prestándole los servicios más bajos. Rogó, pues, instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. A su vez, san Hugo suplicaba también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al servicio de su hermano 10. Tales son las contiendas de los santos. ¡Cuán adecuadas para fomentar la paz!

7. La afabilidad, que atiende a los importunos sin manifestar la menor impaciencia y está siempre lista para correr en ayuda de los que reclaman su auxilio; que instruye a los ignorantes sin aparentar cansancio ni fastidio. San Vicente de Paúl nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta virtud. Se lo vio interrumpir el diálogo que mantenía con personas de condición noble, para repetir cinco veces el mismo encargo a alguien que no acababa de entenderlo, y decírselo la última vez con la misma serenidad que la primera. Se lo vio escuchar, sin el menor asomo de impaciencia, a personas humildes que hablaban torpe y prolongadamente; se lo vio, abrumado de negocios como solía estar, permitir que, treinta veces en un día, le interrumpieran personas escrupulosas que no hacían sino repetirle machaconamente las mismas cosas con términos diferentes; escucharlas hasta el final con admirable paciencia, escribirles a veces de su puño y letra lo que les había dicho, y explicárselo con más detención cuando no acababan de entenderlo; finalmente, interrumpir el rezo del oficio y el sueño para prestar servicio al prójimo 11.

8. La urbanidad y decoro. Es la inclinación a anticiparse a todos en testimoniar respeto, miramientos y deferencias, y a ceder siempre el primer puesto para honrar a los demás. “Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia” (Rm 12, 10), aconseja san Pablo. Tributadas con sinceridad, tales deferencias fomentan el amor mutuo, igual que el aceite sirve de pábulo para la llama de la lámpara: sin esos miramientos se apagan la unión y la caridad fraterna.

A todo el mundo le gusta verse honrado, y ello se debe a un sentimiento recóndito que nos hace sentir mucho el desprecio y nos vuelve pundonorosos: de ahí que le agrade a uno verse tratado con respeto y se crea obligado a pagar con idéntica moneda. «Ama -dice san Juan Crisóstomo- y se te amará; alaba a los demás, y ellos te alabarán; respétalos, y te respetarán; condesciende con ellos, y tendrán para contigo toda clase de miramientos» 12.

No maltrates a nadie, no faltes a nadie; guárdate de despreciar a uno solo de tus hermanos, o manifestarle rudeza porque tiene defectos. ¿Te mofas de tu mano o tu pie cuando tienen úlceras, malformaciones o magulladuras? ¿No los cuidas, por el contrario, con más solicitud? ¿No los tratas con más delicadeza que cuando estaban sanos? 13.

9. La condescendencia, que satisface sin dificultad los deseos del prójimo, no teme rebajarse por complacer a los inferiores, atiende con gusto sus razones, aunque alguna vez carezcan de fundamento.

«Tener condescendencia -dice san Francisco de Sales- es doblegarse al beneplácito de todos en cuanto no vaya contra la voluntad divina o la recta razón; ser susceptible, cual bola de cera blanda, de recibir todas las formas, con tal de que sean buenas, y no buscar los propios intereses sino los del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia es hija de la caridad, pero hay que evitar el confundirla con cierta debilidad de carácter que impide corregir las faltas ajenas cuando hay obligación de hacerlo: no se trata, en tal caso, de un acto de virtud, sino al revés, de participación en las faltas del prójimo». La condescendencia con el talante ajeno y el soportar al prójimo eran las virtudes predilectas de san Francisco de Sales. No cesaba de aconsejarlas a los que se ponían bajo su guía. Decía con frecuencia que es mucho más fácil amoldarse uno a los deseos de los demás, que pretender doblegar todo el mundo al propio humor y a las opiniones personales. No se podía dar con persona más complaciente y mansa que él, pero tampoco más hábil y animosa para corregir y reprender 14.

10. La abnegación y entrega en favor del bien común, que inclina a preferir los intereses de la comunidad e incluso los de cada uno de sus miembros a los propios, y a sacrificarse por el bien de los Hermanos y la prosperidad de la Congregación.

11. La paciencia, que se calla, aguanta, sigue aguantando, y no se cansa nunca de hacer favores aun a los ingratos.
San Euquerio, abad, era tan paciente, que Ilevaba esa virtud hasta el extremo de dar las gracias a los que le hacían sufrir 15.

El hombre colérico se parece al enfermo de calentura, y el hombre paciente al médico que mitiga los accesos de fiebre y devuelve la dicha y la paz a los que la han perdido por la ira.
Guardaos de la impaciencia y alteración ante los defectos ajenos. «Si vieras a uno que se arroja al río -dice san Buenaventura-, ¿darías pruebas de prudencia arrojándote también, sólo porque él se haya arrojado?» 16. Tolerad, pues, con paciencia las imperfecciones, defectos y molestias del prójimo: no hay mejor remedio para tener paz y fomentar la unión con todos.

12. La ecuanimidad y buen talante, que ayuda a conservar el equilibrio; a no dejarse llevar de una alegría loca, del arrebato, el tedio, la melancolía o el mal humor; antes bien, a permanecer siempre bondadoso, alegre, afable y satisfecho de todo.

Las “pequeñas” virtudes son virtudes sociales, es decir, útiles a más no poder para todo el que viva en la sociedad de los seres racionales. Sin ellas no se podría gobernar este mundo pequeño en el que nos toca vivir, y las comunidades se hallarían en continuo alboroto y desorden. Sin la práctica de tales virtudes no hay paz doméstica, que es el mejor alivio en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas. ¡Ay!, qué desdichada es la comunidad en la que no se hace caso alguno de las virtudes pequeñas: Superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, todos viven en discordia. Sin el amor y la práctica de esas virtudes no es posible que tres religiosos vivan juntos bajo el mismo techo. Sin el amor y la práctica de esas virtudes la casa religiosa se convierte en un presidio o un infierno.

¿Queréis que vuestra casa se convierta en un paraíso de concordia? Daos a la práctica fiel de las “pequeñas” virtudes: ellas son las que constituyen la dicha de las casas religiosas.
Voy a exponerle todavía unos motivos que nos pueden animar a la práctica de esas virtudes:

1° Las flaquezas del prójimo. Sí, todos los hombres son débiles, y por eso hay tantos defectos. Éste es suspicaz y examina minuciosamente cuanto se dice o hace; ése es quisquilloso y continuamente le acosa la idea de que se lo mira mal, se le falta, se desconfía de él, etc. Aquél es víctima del desaliento y la menor dificultad lo amilana, lo vuelve melancólico, pesado para sí y para los demás. El de más allá es vivo como la cendra, se inflama en cuanto se le dirige una palabra. En resumidas cuentas, cada uno tiene su flaco y propensión a diversos defectillos e imperfecciones que han de aguantarse y que proporcionan continuas ocasiones de practicar las “pequeñas” virtudes. Es justo y razonable tolerar esas flaquezas y se han de aguantar, por consiguiente, todas las debilidades del prójimo.

2° La pequeñez de los defectos que se han de soportar. La mayor parte de los religiosos, por su virtud y a menudo por simple educación, no incurren en defectos groseros. Bien miradas, las flaquezas que hemos de soportar en nuestros hermanos son, las más de las veces, meras imperfecciones, arranques de genio, debilidades que de ningún modo empecen para que sean, los que las tienen, almas selectas, de fondo excelente, de conciencia timorata y virtud sólida. Un hombre virtuoso y de buen criterio puede aguantar de sobra semejantes flaquezas en esas almas.

3° Considérese no sólo la parvedad de la materia, sino la ausencia de cualquier falta. En efecto, son cosas indiferentes de por sí, y que no pueden tildarse de faltas, las que hemos de soportar en el prójimo. Tales son ciertas facciones del rostro, fisonomía, timbre de voz, modales que no nos agradan, achaques del cuerpo o del alma que nos repugnan, etc. Recordemos también aquí la diversidad de caracteres y su posible choque con el nuestro. Uno es naturalmente alegre, el otro serio; hay quien es tímido y quien es atrevido; éste es demasiado lento y se le ha de esperar, aquél es demasiado vivo e impetuoso y quisiera hacernos tomar el paso del tren o del telégrafo 17. La razón pide que vivamos en paz en medio de esa diversidad de temperamentos, y nos acomodemos al talante de los demás con flexibilidad, paciencia y benignidad. Alterarse por esa diferencia de temperamento estaría tan fuera de razón como enfadarse porque haya a quien le agrade una fruta o un dulce que a nosotros no nos gusta 18.

4° Todos necesitamos que nos aguanten. No hay nadie tan bueno y cabal, que pueda prescindir de la comprensión ajena.

Hoy me tocará tolerar con paciencia a una persona; mañana le tocará a ella, o a otra, aguantarme a mí. Sería totalmente injusto pedir miramientos, cortesía, y no corresponder sino con altanería y rudeza.

¿Te atreverías a decir que no tienes defectos, absolutamente nada que pueda molestar al prójimo? Escucha lo que se le respondió a alguien que se las daba de perfecto:

«Hermano, aunque se crea buen religioso y yo mismo lo tenga por tal, le confieso que sufro un martirio con usted. No quiere pan sino tierno, porque tiene mala dentadura; yo no lo puedo tolerar, me resulta indigesto y sólo quisiera pan duro. Ha dado usted orden de que le traigan la sopa muy caliente, casi hirviendo; a mí me gusta fría. No permite que sirvan ensalada, porque está débil de pecho; yo no comería otra cosa, y no tenerla me supone un gran sacrificio. No quiere usted ver en la mesa otra fruta que la cocida; a mí no me gusta más que la cruda e incluso sin madurar del todo. No puede aguantar la menor corriente, y nos obliga a mantener siempre cerradas todas las ventanas; yo no estoy a gusto sino al aire libre; de seguir mis preferencias y tratarme conforme a lo que necesito, abriría de par en par todas las puertas y ventanas. Durante los recreos siempre quiere estar sentado; con frecuencia, yo preferiría pasear. Todavía hay un sinnúmero de cosas que usted hace por necesidad o por antojo, que me aburren y fastidian a más no poder. Es usted un iluso, querido Hermano, si piensa que nadie tiene la menor cosa que sufrir junto a usted. A pesar de su virtud, que reconozco, le puedo asegurar que es para mí causa de continuos sacrificios y aguante; pero no se lo digo en son de queja, porque tengo también mis defectos y necesito que usted me los tolere» 19.

5° Los lazos que nos unen con las personas a las que hemos de aguantar. Abrahán decía a Lot: Ruégote no haya disputa entre nosotros, ni entre mis pastores y los tuyos pues somos hermanos (Gn 13, 8). ¡Qué motivo más hermoso y conmovedor! Las personas cuyos defectos hemos de tolerar son, efectivamente, hermanos nuestros en Jesucristo: todos los miembros del Instituto somos hijos del mismo padre, nuestro Fundador; no tenemos sino una madre, la Virgen Santísima. Oigamos a nuestro venerado Padre cuando exclama: «¿Puede acaso nuestra divina Madre contemplar insensible que mantengamos sentimientos rencorosos o de mera antipatía contra algún Hermano, al que Ella ama tal vez más que a nosotros mismos? Os lo pido por Dios, ¡no causemos semejante pena y dolor a su corazón de Madre!» 20.

Las personas a las que hemos de aguantar son amigos de Jesucristo: comparten nuestra vocación, forman con nosotros una sola familia, trabajan con el mismo fin que nosotros; contamos con ellos para el desempeño de nuestro oficio; son nuestros colaboradores en un ministerio común. ¡Cuántos motivos para amarlos, prestarles servicios y soportar con toda paciencia sus defectos!

6° La excelencia de esas virtudes. Ahora me arrepiento de haberlas llamado «pequeñas», pero no es mía esa expresión, es de san Francisco de Sales 21. Son pequeñas porque apuntan, por su objeto, a cosas menudas: una palabra, un gesto, una mirada, un detalle de cortesía; pero son muy grandes, si uno examina el principio que las informa y el fin que tienen.

Para un buen religioso, la práctica de las “pequeñas” virtudes es un continuo ejercicio de caridad para con el prójimo. Ahora bien, la caridad es la primera y más excelente de las virtudes. Por eso, el ejercicio de las “pequeñas” virtudes es el que forma a los hombres sólidamente virtuosos: razón de mucho peso, que nos las hace amar y facilita su práctica.

 

La magnanimidad

LA VIRTUD QUE NOS MUEVE A LA GRANDEZA
P. Antonio Royo Marín, O.P.
Es una virtud que inclina a emprender obras grandes, espléndidas y dignas de honor en todo género de virtudes. Empuja siempre a lo grande, a lo espléndido, a la virtud eminente; es incompatible con la mediocridad. En este sentido es la corona, ornamento y esplendor de todas las demás virtudes.
La magnanimidad supone un alma noble y elevada. Se la suele conocer con los nombres de «grandeza de alma» o «nobleza de carácter». El magnánimo es un espíritu selecto, exquisito, superior. No es envidioso, ni rival de nadie, ni se siente humillado por el bien de los demás. Es tranquilo, lento, no se entrega a muchos negocios a la vez, sino a pocos, pero grandes o espléndidos. Es verdadero, sincero, poco hablador, amigo fiel. No miente nunca, dice lo que siente, sin preocuparse de la opinión de los demás. Es abierto y franco, no imprudente ni hipócrita… Objetivo en su amistad, no se obceca para no ver los defectos del amigo. No se admira demasiado de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos. Sólo admira la virtud, lo noble, lo grande, lo elevado: nada más. No se acuerda de las injurias recibidas: las olvida fácilmente; no es vengativo. No se alegra demasiado de los aplausos ni se entristece por los vituperios; ambas cosas son mediocres. No se queja por las cosas que le faltan ni las mendiga de nadie. Cultiva el arte y las ciencias, pero sobre todo la virtud. Es virtud muy rara entre los hombres, puesto que supone el ejercicio de todas las demás virtudes, a las que da como la última mano y complemento. En realidad, los únicos verdaderamente magnánimos son los santos.
A la magnanimidad se oponen cuatro vicios: tres por exceso y uno por defecto. Por exceso se oponen directamente:
La presunción: que inclina a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas.
La ambición: que impulsa a procurarnos honores indebidos a nuestro estado y merecimientos.
La vanagloria: que busca fama y nombradía sin méritos en que apoyarla o sin ordenarla a su verdadero fin, que es la gloria de Dios y el bien del prójimo.
Como vicio capital que es, de él proceden otros muchos pecados, principalmente la jactancia, el afán de novedades, hipocresía, pertinacia, discordia, disputas y desobediencias.
Por defecto se opone a la magnanimidad la pusilanimidad, que es el pecado de los que por excesiva desconfianza en sí mismos o por una humildad mal entendida no hacen fructificar todos los talentos que de Dios han recibido; lo cual es contrario a la ley natural, que obliga a todos los seres a desarrollar su actividad, poniendo a contribución todos los medios y energías de que Dios les ha dotado.

Concordia

La concordia: adorno y distintivo de los creyentes

P. Jason Jorquera

 

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado,

para que sean uno como nosotros.”

Jesucristo.

 

Explicando este versículo, dice san Agustín que Jesús no se refiere a que sean uno con Dios, con Él en refiriéndose a su naturaleza, puesto que obviamente esto es imposible, sino que se refiere más bien a la unidad de voluntades lo cual es consecuencia exclusiva del amor. Es decir, que este “ser unos” con Dios y con su Hijo, significa ser uno en la búsqueda de la voluntad de Dios en nuestras vidas. Cuando el alma aprende a buscar en todo la voluntad de Dios, alcanza un fruto que la llena de gozo y a la vez es capaz de redundar en beneficio de quienes la rodean, este fruto tan deseado por los hombres de buena voluntad es lo que llamamos concordia, que es la conformidad en la unidad de corazones. Esta concordia es la que Jesucristo pide y exige para sus discípulos, por lo tanto, para ser verdaderos seguidores de Cristo en necesario que en nuestras comunidades viva la concordia si queremos que Jesucristo esté en medio de nosotros; y nos referimos a todas las comunidades de creyentes: comunidades religiosas, la familia, el trabajo, etc., porque la concordia, desde los primeros tiempos de la Iglesia, ha sido el adorno y distintivo de los creyentes.

Dice el libro del eclesiástico: Con tres cosas me adorno y me presento, hermosas ante el Señor y ante los hombres: la concordia entre hermanos, la amistad entre los prójimos y la armonía entre mujer y marido[1].

La concordia está presente donde reina la caridad; porque « La caridad nos une a Dios, la caridad cubre la multitud de los pecados, la caridad lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en ella; la caridad no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en la caridad hallan su perfección todos los elegidos de Dios y sin ella nada es grato a Dios.»[2]

Jesucristo quiere que todos sean uno y para guiar mejor al hombre hacia esa unidad con el Padre y el Espíritu Santo, ha querido hacernos parte de su única iglesia; la que tiene un solo Señor, una sola Fe, un solo bautismo y una sola Madre para conducirnos al cielo.

La Donum Veritatis, hablando a los teólogos dice: «La iglesia es ‘como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’. Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen ‘fermentos de infidelidad al Espíritu Santo»[3]

De todo esto se sigue lo nefasto y terrible que es crear discordia, que es el pecado que se opone a la concordia, entre los miembros de la Iglesia. Por eso debemos estar atentos a todo lo que sea causa de sembrar discordia, es decir, desunión entre los hermanos, como por ejemplo la murmuración, la mentira, las calumnias, el mal espíritu, etc. San Bernardo llega a decir: «Más vale que perezca uno, que la unidad: es necesario separar al que perturba la concordia[4]; y san León Magno: «Aborreced el espíritu de discordia; vivid siempre en paz; no disputéis de cosa alguna por diversión; las disputas engendran disputas; de ellas nacen las discusiones; encienden las llamas del odio; apagan la paz del corazón y rompen la unión de las almas.»[5]

El deseo de Jesucristo es que reine la paz y la unidad entre los hombres, cuanto más debemos nosotros convertirnos en ejemplo de concordia para el mundo, por eso Él  mismo se dirige al Padre suplicándole: Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.

[1] Eclo 25, 1.

[2] San Clemente, Carta a los Corintios.

[3] Donum Veritatis nº 40, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Congregación para la doctrina de la fe, 24 de mayo de 1990

[4] S. Bern., Ep. 102, sent. 62, Tric. T. 10, p. 325 y 326

[5] S. León Papa, Serm. 25, c. 5, sent. 19, Tric. T. 8, p, 385.

Las virtudes en general

Extracto del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las virtudes humanas y teologales
377. ¿Qué es la virtud?
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: “El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales.
378. ¿Qué son las virtudes humanas?
Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina.
379. ¿Cuáles son las principales virtudes humanas?
Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
380. ¿Qué es la prudencia?
La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.
381. ¿Qué es la justicia?
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama “virtud de la religión”.
382. ¿Qué es la fortaleza?
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
383. ¿Qué es la templanza?
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.
384. ¿Qué son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano,
vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.
385. ¿Cuáles son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad
386. ¿Qué es la fe?
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que “la fe actúa por la caridad” (Ga 5, 6).
387. ¿Qué es la esperanza?
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.
388. ¿Qué es la caridad?
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella “no soy nada” y “nada me aprovecha” (1 Co 13, 2-3).
389. ¿Qué son los dones del Espíritu Santo?
Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
390. ¿Qué son los frutos del Espíritu Santo?
Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y
castidad” (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).

Bondad

San Alberto Hurtado

Para amar hay que poner mucha bondad, esto es, mucho don de nosotros mismos. Pensar en los demás, agradarlos, sacrificarse por ellos. Conciliarlo todo en la bondad que acoge, y acoge con alegría.

La bondad no es una simpatía superficial, no es la sensibilidad afectuosa: es la intuición de la situación de otro, de su necesidad, de su llamamiento, de su corazón, de su drama íntimo; porque lo amo, porque entro en comunión con él, con su sufrimiento, y hago confianza a la capacidad de superación que en él existe.

La bondad no es un sentimiento dulzarrón, sino un sentimiento fuerte. El que ama quiere el bien de quien ama. Por eso debe a veces mostrarse duro.

Bondad es comprender al otro, llorar con el otro, orar con el otro, ayudarlo. Bondad, es impedirle que se extravíe. Bondad es aceptar que se crea incomprendido cuando se le contradice por su bien, porque se le ama.

El exceso de bondad es el menos peligroso de los excesos. El exceso de bondad existe sólo cuando se cede al deseo del otro, contra su bien, o contra el bien común.

La bondad supone capacidad para soportar los golpes duros, las incomprensiones, los desfallecimientos, las oposiciones de dentro y las de fuera, el paquete de cada día con noticias desagradables, el asalto de los importunos que le roban lo único que le queda: el tiempo; y muchas veces por motivos totalmente fútiles.

Bondad con los otros y también con uno mismo, pues si no tengo bondad y paciencia conmigo tampoco la tendré con los demás. Bondad ante mi propia debilidad, ante mi pereza, mis prisas infantiles, mi inexperiencia, mis fracasos…

Quedar siempre dueño de mí mismo. Siempre dulce ante las cosas: ellas nunca tienen la culpa. Dulce con los otros. Ellos son lo que son: hay que tomarlos como son. Vale más torcerlos que quebrarlos. Ser bueno conmigo mismo; utilizarme en la mejor forma, en vez de gastarme en recriminaciones. No poseo a nadie sino en la bondad.

Cuando [uno está] descorazonado

Después de un tiempo de trabajo, al examinar el camino recorrido, ¡cuántos fracasos! Todos esos [hombres] que uno ha tratado de sacudir, de alentar, de agrupar… y que poco a poco lo han ido abandonando. Todos esos esfuerzos heroicos, gota a gota, y cuyo resultado no aparece. ¿Qué ha pasado? La obra que se anunciaba tan magnífica, ¿qué queda de ella?.

Esos viajes, esas asambleas, esas miles de diligencias para que reine un poco más de justicia. ¿Qué queda? Tal vez el pensamiento que tú eras un interesado, que trabajabas por ti como un candidato… Tantas diligencias por los pobres, tantas visitas, esfuerzos, mendigar por ellos. ¡Haber perdido el tiempo, las fuerzas, quizás el cariño de los míos, que he abandonado por los extraños…!

Pero no, nada ha sido perdido, porque todo fue realizado con un gran amor. El amor, cuando es profundo, cuando es puro, lleva en sí mismo su plenitud. Toda acción cargada de amor, tiene valor. Ella alcanza a Dios.

No, nada de esos esfuerzos, aparentemente estériles, nada ha sido perdido. Yo he amado, eso basta. Ellos necesitaban más de mi amor que de mi influencia. En Dios yo los encuentro.

Las virtudes teologales

Las virtudes teologales

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1812-1829

 

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

La fe

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo […] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos […] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

La esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)

La caridad

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda […] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

Las virtudes cardinales

Las virtudes cardinales, gozne de la vida moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1805-1811

Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del hombre.

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).

«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. […] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es los propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25, 46).

Las virtudes y la gracia

Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.

Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

Sermón sobre el orgullo II/II

Yo no soy cómo los demás.

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan María Vianney

 

Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no sé mi obligación». Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los que se glorían de haber hecho el mal! Escuchad la conversación de algunos bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en el mundo.

Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A la primera palabra les veréis         erguirse,            y            plantaros         cara,      y           hasta     llegaran            al          extremo             de desacreditaros y volver  contra vuestra reputación, por el pretendido agravio que  le  habéis  inferido.  Mientras  se  los  alabe  y  lisonjee,  serán  ellos  muy humildes. Otras veces sucede que, cuando  delante de nosotros se habla con encomio  de  otra  persona,  nos  sentimos  molestados,   cual  si  aquello  nos humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le atribuís, se ve que no la conocéis».

He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras buenas obras. Son muchos los  que  no  darían  limosna  ni  favorecerían  al  prójimo  si  no  fuese  porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer publico el bien que han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzarán hablando de esta manera «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».

El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice esta bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis  constantemente  preocuparse  de  la  conducta  de  los  demás  todo  lo encuentra  defectuoso  :  nada  esta  bien  hecho  ni  bien  dicho..  Una  acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en cosa mala.

¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre  narrar  sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad.  En  cambio,  otros  mienten  por  temor  de  la  humillación.  En  otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece cómo si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábanse de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de hoy;  explorad vuestra conciencia, poned  la  mano  sobre el  corazón,  y,  forzosamente  tendréis  que reconocer la verdad de lo que os digo.

Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas  de  los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; mas nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. –¿Por que, me diréis?— He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo  yo  que  es  un  ciego.  Para  merecer  la  estimación  de  Dios  y de  los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres, ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia! Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o  cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente  se  hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.

Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es  una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez,  de  su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús  nos  lo  presenta  como  un  modelo  cumplido,  al  cual  podemos  tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante  su  vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera como si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama:

«¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador! » (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de pecado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en que consiste el orgullo, cuan horrible es este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.-  «Si  el  orgullo  es  la  fuente  de  toda  clase  de  vicios»  (Eccli,  X,  15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.) ; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga ; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios ; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en que consiste esa humildad, que tantas gracias nos  merece?  -Helo  Aquí,  amigo  mío.  Escúchame:  has  podido  conocer  ya  si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de  poseer  esta  tan  rara  como  hermosa  virtud;  si  la  posees  en  toda  su integridad,  tienes  segura  la  gloria  del  cielo.  La  humildad,  nos  dice  San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto  procede de nuestra persona. La humildad    es          una antorcha     que        presenta            a          la         luz       del        día         nuestras imperfecciones;  no  consiste,  pues,  en  palabras  ni  en   obras,  sino  en  el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo  en el Evangelio: «Si no os volvéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Sí, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los  pecados? Presentaos ante vuestro  Dios  en  la  persona  de  sus  ministros,  y  allí,  llenos  de  confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener  la seguridad  de  alcanzar  misericordia.  ¿Sois  tentados?

Corred  a  humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto  que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios  las almas que lo poseen! El mismo Jesucristo no pudo darnos  más  hermosa  idea  de  sus  méritos  que  manifestándonos  que  había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Qué es lo que tan agradable  hizo  a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si mismo?

 Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red? » «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le preguntó cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. El Santo le contesta: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a  Dios, nunca  he  sabido hallar otro».
Escuchad  lo  que  nos  cuenta  la historia (Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que  regresaba a su morada con un haz de leña, halló al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tú: si tú ayunas, yo no como nunca; si tú pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no? ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!

 En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais.  Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida,  someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios  de  favores,  más  profundamente  se  humillaban.  Mirad  a  San  Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim.,

1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el

templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual.  Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un  árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras,   más            profundamente            debemos           humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se  sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde?

-Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente  humilde  nunca  habla  de  sí  misma,  ni  en  bien  ni  en  mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la  conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay  alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus  hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio  final va a causar  una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio.

Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a  Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque  llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la  salvación.  Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

 Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda  suerte de  impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a  realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey  para  darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi  furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

  1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?
  2. 2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?
  3. 3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. »
  4. 4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En  cuanto  el  profeta  terminó  su  mensaje,  Acab  comenzó  a  rasgar  sus vestiduras.  Escuchad  lo  que  le  dijo  el  Señor:  «Vamos,  ya  no  es  tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo  el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba  con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que  su  humildad  me  ha  conmovido,  ha  hecho  revocar  mis  órdenes  y  ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).

Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?

Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena

opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si  así  nos  portamos,  tengamos por  seguro  que  nuestro  corazón  gozara  de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

Sermón sobre el orgullo I/II

“Yo no soy cómo los demás…”

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan Maria Vianney

Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de si mismos, estén en todo momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres como si fuesen de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo.  Son contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos mejores que muchos otros. De todo lo cual  deduzco yo, que el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos hasta tal punto  nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería llenarnos de  confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho talento; otros,  porque  poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más todos éstos lo que debieran  hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor:

«Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut oderim me). Voy, pues, ahora a mostraros:

1.° Hasta que punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios y de los hombres;

2.° De cuántas maneras lo cometemos; y

3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.

  1. Para daros una idea de la gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese  ir  a  arrancar  a  Lucifer  del  fondo  de  los  abismos,  y arrastrarle aquí, hasta este lugar que ocupo, para que el mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha  causado, que no son otros que las penas del infierno.

¡Ay! ¡Por un pecado que tal vez durara un solo momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al  hombre,  menos  culpable  se  cree  éste  del  mismo.  En  efecto,  jamás  el orgulloso querrá convencerse  de  que lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto  desea, esta bien hecho y bien dicho.

¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado? Mirad lo que ha hecho Dios para  expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría? Pues porque veía que ese pecado había  de  tal  manera  ultrajado  a  su  Padre,  que  solamente Él  podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para ser despreciado de unos y rechazados de otros.

Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado ocasionó. Sin él, no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos a aquel juicio que hace temblar  a  los  santos;  Ningún  temor  deberíamos  tener  de  una  eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Que digo?, ¡sin ese maldito pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a nuestro divino Salvador! …

Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado peores daños que nosotros?

¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás Ángeles malos no hubiesen caído en el  pecado de orgullo, no  existirían demonios, y,  por consiguiente, nadie habría  tentado  a  nuestros  primeros  padres,  y así  ellos  hubieran  tenido  la suerte de perseverar. No  ignoro que todos los pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo; el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene prometido que,  si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las  más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte  a  su  Dios;  convierte  el  templo  del  Espíritu  Santo  en  templo  de demonios,        hace       de         los        miembros         de       Cristo, miembros         de          una        infame prostitución; de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crímenes respecto a los cuales  faltan  palabras  que  expresen  los  horrores  y  la  magnitud  de  los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un súbdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede  concebirse mayor atrocidad?  Pues  bien,  esto  es  lo  que hace  la persona  que halla  motivo  de vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan grande es el número de esos infelices!

Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de  los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos  a  los  orgullosos»  (Matth.,  XI,  25.).  En  efecto,  si  recorremos  la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece  agotar su furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.

Hallamos un caso ejemplar en la persona de Nabucodonosor el Grande. Era aquel  príncipe  tan  orgulloso,  tenía  tan  elevada  opinión  de  si  mismo,  que pretendía ser  considerado como Dios (Iudit, III, 13.)        Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a conocer que hay un Dios,  Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres, para ir a habitar junto a las bestial  feroces,  donde comería hierbas y raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer su pequeñez (Dan., IV,  27-34.).  Ved  los  castigos  que  Dios  envió  a  Core,  Dathán,  Abirón  y  a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón:

«¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen de  ellos y de sus casas, pues quería castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies y se hundieron vivos en el infierno (Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago y  encarceló  a  San  Pablo.  Era  tan  orgulloso,  que  un  día,  vestido  con  su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue  comido por los viles insectos (Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de él. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una  horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)…

En  todos  partes  y  en  todos  tiempos  hallamos  ejemplos  de  cómo  Dios  se complace   en   confundir  a  los  soberbios.  Y  no  solamente  el  orgulloso  es aborrecible a los ojos  de Dios, sino que también resulta insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me  preguntaréis. – Pues porque no puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales, otras quiere igualarse con los que están sobre él, de manera que nunca puede estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia. No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el orgullo; por él, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en esclavo de Satán

  1. II. Muy horrible es ese pecado, me diréis; preciso es que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae sobre sí, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Mas ¿de que modo podremos saber que hemos caído en él? – ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí. Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser como una especie de condimento que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y diciendo en alta  voz:

«Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí tenéis el verdadero carácter  del  orgulloso:  en vez de dar gracias a Dios  por  haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los  viejos como los jóvenes, así los pobres como los ricos, todos se alaban y glorían de lo  que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente. La puerta por la, cual el orgullo  entra  más  copiosamente  son  las  riquezas.  En  cuanto  una  persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen maestros, de que todo el mundo  las  salude;  siempre  aspiran  a  los  primeros  puestos;  se  presentan ricamente  vestida»  (Matth.,  XXIII.);  abandonan  ya  su  primitivo  aire  de sencillez;  si  los  saludáis,  ni  se  dignaran  quitarse  el  sombrero,  apenas  si inclinarán  un  poco  la  cabeza;  andan  con  la  cabeza  erguida,  ponen  especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación muchas veces ignoran,  pero  se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su preocupación está en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha  visto coronada por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a  conocer, a fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no  cesa ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por ventura, algún viaje? preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas, hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a inspirar lástima a los que le escuchan.

Los pobres orgullosos piensan que de esta manera lograrán ser tenidos por personas de talento, mas lo que ocurre es que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo cuanto afirma!…

Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella mil defectos y dirá: ¿que  le  vamos a hacer? ¡Su capacidad no da más de sí! Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo, entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada, diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho de ella… El orgulloso,  al  toparse  con  varias  personas  reunidas,  generalmente  cree  que hablan de él ya en bien ya en mal.

¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser? La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa. ¿Está bien provista de vestidos y adornos? Pues con el mayor disimulo dejará muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan su casa.

Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias; Quién de saber confesarse, de saber  orar bien, de presentarse con mayor modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación  una  gran cadena en el chaleco; pero, si se le pregunta que hora es, no puede decirlo porque no tiene reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le importa perder unos pesos.

¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!

¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen de ella un elevado  concepto.  Nada más ridículo, nada más tonto que estar siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a un padre de familia, cuando sus hijos se  hallan en estado de poder contraer matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesos, mis tierras rinden tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden : «¡Mirad bien, es obra mía!». ¿Por qué hablan? Pues para dar a conocer su habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se guardarían muy bien de abrir la  boca por temor a la humillación. Y no hablemos de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar… Mas he de advertiros que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes… Pastor apostólico, tomo 1, p.261. (Nota del Santo)).

Pesimistas y optimistas

Conferencia a señoras pronunciada en Viña del Mar en 1946.

San Alberto Hurtado S.J.

 

Hecho curioso, paradoja cruel. Nunca como hoy el mundo ha manifestado tantos deseos de gozar, y nunca como hoy se había visto un dolor colectivo mayor. Al hambre natural de gozo, propia de todo hombre, ha venido a sumarse la serie de descubrimientos que ofrecen hacer de esta vida un paraíso: la radio que alegra las horas de soledad; el cine que armoniza fantásticamente la belleza humana, el encanto del paisaje, las dulzuras de la música en argumentos dramáticos, que toman a todo el hombre; el avión que le permite estar en pocas horas en Buenos Aires; en Nueva York, en Londres o en Roma… la cordillera que ve invadida su soledad por miles de turistas que saborean un placer nuevo: el vértigo del peligro; la prensa que penetra por todas las puertas aún las más cerradas por el estímulo de la curiosidad, por la sugestión del gráfico y de la fotografía. Fiestas, Excursiones, Casinos, Regatas, todo para gozar… Y sin embargo, hecho curioso, el mundo está más triste hoy que nunca; ha sido necesario inventar técnicas médicas para curar la tristeza. Frente a esta angustia contemporánea muchas soluciones se piensan a diario:

Algunas soluciones son del tipo de la evasión. En su grado mínimo es huir a pensar; atontarse… Para eso sirve maravillosamente la radio, el auto, el cine, el casino, … Se está, no me atrevería a decir ocupado, pero sí, haciendo algo que nos permita escapar de nosotros mismos, huir de nuestros problemas, no ver las dificultades. Es la eterna política del avestruz. Los turistas que vienen a estas lindas playas ¿qué hacen aquí en el verano sino eso? Playa, baño, baño de sol, aperitivo, almuerzo, juego, terraza, cine, casino, hasta que se cierran los ojos para seguir así, no digo gozando, sino “atontándose”. Esta política de la evasión lleva a algunos más lejos, a la morfina, al “opio” que se está introduciendo, al trago, demasiado introducido, e incluso al suicidio… Nunca me olvidaré de uno que me tocó presenciar en Valparaíso.

Otros, más pensadores, no siguen el camino de la “evasión”, sino que afrontan el problema filosóficamente y llegan a doctrinas que son la sistematización del pesimismo.

Para ambos grupos el fondo, confesado o no, es que la vida es triste, un gran dolor, y termina con un gran fracaso: la muerte. Y sin embargo, la vida no es triste sino alegre, el mundo no es un desierto, sino un jardín; nacemos, no para sufrir, sino para gozar; el fin de esta vida no es morir sino vivir. ¿Cuál es la filosofía que nos enseña esta doctrina? ¡¡El Cristianismo!!

Hay dos maneras de considerarse en la vida: Producto de la materia, evolución de la materia, hijo del mono, nieto del árbol, biznieto de la piedra, o bien Hijo de Dios. Es decir, producto de la generación espontánea, de lo inorgánico, o bien término del Amor de un Dios todo poder y toda bondad.

Claro está que para quien se considera hijo de la materia, y pura materia, el panorama no puede ser muy consolador. La materia no tiene entrañas, carece de corazón, ni siquiera tiene oídos para escuchar los ruegos, ni ojos para ver el llanto.

Pero para quien sabe que su vida no viene de la nada, sino de Dios, el cambio es total. Yo soy la obra de las manos de Dios. Él es el responsable de mi vida. Y yo sé que Dios es Belleza, toda la belleza del universo arranca de Él, como de su fuente. Las flores, los campos, los cielos, son bellos, porque como decía San Juan de la Cruz pasó por estos sotos, sus gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura.

El cristiano no pasa por el mundo con los ojos cerrados, sino con los ojos muy abiertos, y en la naturaleza, en la música, y en el arte todo… goza, se deleita, ensancha su espíritu porque sabe que todo eso es una huella de Dios, que todo eso es bello, que esas flores no se marchitan… porque su belleza más completa y cabal la va a encontrar en el mismo Dios.

“Dios es amor”, dice San Juan al definirlo, y nosotros nos hemos confiado al amor de Dios (1Jn 4,8.16). Todo lo que el amor tiene de bello, de tierno: entre padre e hijo, esposo y esposa, amigo y amiga, todo eso lo encontraremos en Él, pues es amigo, esposo, más aún, Padre. Estamos tan acostumbrados a esta revelación de la paternidad divina que no nos extraña. Dios, Señor, sí, pero ¿Padre? ¿Padre de verdad? Y de verdad, tan verdad es padre: “Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios” (1Jn 3,1). Cuando oréis… ¡Mi Padre y Padre vuestro! Padre que provee el vestido, el alimento, Padre que nos recibe con sus brazos abiertos cuando hemos fallado a nuestra naturaleza de hijos y pecamos. Si tomamos esta idea profundamente en serio, ¿cómo no ser optimistas en la vida?

Ni la muerte misma enturbia la alegría profunda del cristiano. Los antiguos, ¡cómo la temían! ¡La gran derrota! En cambio, para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (Jn 19, 34).

Si el viaje nos parece pesado, pensemos en el término que está quizás muy cerca. En nuestro viaje de Santiago a Viña, estamos quizás llegando a Quilpué… Y al pensar que el tiempo que queda es corto, apresuremos el paso, hagamos el bien con mayor brío, hagamos partícipes de nuestra alegría a nuestros hermanos, porque el término está cerca. Se acabará la ocasión de sufrir por Cristo, aprovechemos las últimas gotas de amargura y tomémoslas con amor.

Y así, contentos, siempre contentos. La Iglesia y los hogares cristianos, deben ser centros de alegría. Los cristianos siempre alegres, que el santo triste es un triste santo. Jaculatorias que broten del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”.

El que hace la voluntad de Dios ama a Dios, y aquél que ama a Dios pondrá en Él su morada, y brotará en el fondo de su alma una fuente de aguas vivas, de paz y de gozo, que brotan hasta la vida eterna.

Cristo es la fuente de nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices.