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LAS NEGACIONES DE PEDRO

«…Pedro le dijo: “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por Ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás tu vida por Mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo hasta que tú me hayas negado tres veces”» (Del Evangelio del Martes Santo).

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor fue preso, Pedro le siguió a cierta distancia; Juan le acompañaba también. Ambos llegaron hasta la casa de Anás y Caifás, donde Jesús sufrió el proceso religioso. La casa del sumo sacerdote estaba construida, al igual que muchas otras casas orientales, alrededor de un patio cuadrangular al que se entraba por un pasillo desde la parte delantera del edificio. Este pasaje abovedado era un pórtico cerrado a la calle por medio de una pesada puerta. En aquella ocasión se hallaba guardando la puerta una criada del sumo sacerdote. El patio interior a que daba acceso este pasaje se hallaba descubierto, y el suelo estaba pavimentado con lajas. Aquella noche hacía frío, pues era en los primeros días de abril. Pedro había sido infiel al Señor en el huerto, al quedarse dormido en vez de velar; ahora se le presentaba la ocasión de reparar su falta. Pero el peligro acechaba a Pedro, sobre todo porque éste tenía una confianza exagerada en su propia lealtad. Aunque un antiguo profeta había dicho que las ovejas serían dispersadas, el creía que, al habérsele dado las llaves del reino de los cielos, quedaba dispensado de semejante contratiempo. Un segundo peligro lo constituía su misma falta anterior de cuando se le rogó que «velara y orase». No había velado, sino que se había dormido; no oró, puesto que substituyó la espiritualidad por el activismo al hacer uso de la espada. Un tercer peligro podía ser el que la distancia física que le separaba de Jesucristo fuese el símbolo de la distancia espiritual que le mantenía alejado del Maestro. Y todo apartamiento del sol de justicia no es más que tinieblas.

Cuando Pedro entró en el patio, lo primero que hizo fue calentarse a la lumbre. Puesto a la luz de las llamas, era más fácil que le reconociera la criada que le había dejado entrar. Si el desafío a la lealtad de Pedro le hubiera venido de una espada o de un hombre, probablemente se habría mostrado más fuerte; pero, con la desventaja de su amor propio y de su orgullo, se vio más fácilmente vencido por una joven, que resultó ser así demasiado fuerte para el presuntuoso Pedro. El propósito de Cristo era vencer por medio del sufrimiento; el propósito de Pedro era vencer resistiendo. Pero aquí la oposición con que se encontró era poco evidente. Cogido de sorpresa por la criada, Pedro negó a Jesús por vez primera. La criada le dijo así:

También tú estabas con Jesús el galileo. Mt 26, 69.

Pero, delante de todos, Pedro respondió:

No sé lo que dices. Mt 26, 70

Pedro empezó a sentirse molesto ante lo que le pareció la luz escudriñadora de una llama que parecía querer sondear su alma al mismo tiempo que examinaba su rostro; por ello se dirigió unos pasos más allá, hacia el pórtico. Deseoso de evitar preguntas comprometedoras y miradas indiscretas, se sintió más seguro en la obscuridad del pórtico. La misma criada, o probablemente otra, vino a él diciendo que él había estado con Jesús de Nazaret, cosa que Pedro volvió a negar, pero esta vez con juramento, diciendo:

No conozco a ese hombre. Mt 26, 72

El que unas pocas horas antes había sacado la espada en defensa del Maestro, ahora negaba al mismo a quien había tratado de defender. El que había llamado a su Maestro «Hijo de Dios viviente», ahora le llamaba simplemente «ese hombre».

Trascurrió el tiempo, y su Salvador fue acusado de blasfemia y entregado a la brutalidad de sus verdugos; pero Pedro se hallaba todavía rodeado de enemigos. Aunque era probablemente más de medianoche, las calles estaban abarrotadas de gentes que habían salido de sus casas a la noticia del proceso de Jesús. Entre esta gente se hallaba un pariente de Malco que recordó perfectamente que Pedro era quien había cortado la oreja de su pariente en el huerto de los Olivos, y que Jesús le había sanado la herida poniendo nuevamente la oreja en su lugar. Con objeto de disimular su nerviosidad y aparentar cada vez más que no conocía a Jesús, Pedro debió de hablar seguramente en demasía; y esto fue lo que le perdió. Su acento provinciano reveló que se trataba de un galileo; se sabía que la mayor parte de los adeptos de Jesús provenían de aquella región, cuyo dialecto no era el lenguaje refinado de Judea y Jerusalén. Aquí se pronunciaban sonidos guturales que los galileos no sabían pronunciar, e inmediatamente uno de los presentes dijo así:

Verdaderamente tú también eres uno de ellos,

porque aun tu habla lo hace manifiesto. Mt 26, 73

Entonces Pedro comenzó a maldecir y a jurar, diciendo:

¡No conozco a ese hombre! Mt 26, 74

Tan fuera de sí estaba Pedro esta vez, que no vaciló en invocar a Dios omnipotente en testimonio de su reiterada mentira. Nos preguntamos si con ello no volvería en cierto modo a sus viejos tiempos de pescador; tal vez cuando se le enredaba la red en el lago de Galilea perdía los estribos y recurría a la blasfemia. Sea lo que fuere, ahora juró a fin de obligar a que los incrédulos le creyeran.

Entonces acudieron en tropel antiguos recuerdos a su mente. El Señor le había llamado «bienaventurado» al darle las llaves del reino de los cielos y al permitirle contemplar su gloria en la transfiguración. Ahora, en la helada aurora de la conciencia de su culpa, percibió un son inesperado:

Cantó un gallo. Mt 26, 74

Incluso la naturaleza protestaba de la negación que Pedro hacía de Cristo. Entonces cruzó como una centella por su mente el recuerdo de las palabras que Jesús le había dicho:

Antes que cante el gallo me negarás tres veces. Mt 26, 75

En aquel momento pasó por allí nuestro Señor con el rostro cubierto de esputos. Acababa de ser azotado.

Y, volviéndose el Señor, fijó la mirada en Pedro. Lc 22, 61

Aunque estaba atado ignominiosamente, los ojos del Maestro buscaron a Pedro con una compasión indescriptible. Nada dijo; solamente le miró. Aquella mirada sirvió probablemente para refrescar la memoria de Pedro y reavivar su amor. Pedro podía negar al «hombre», pero Dios seguía amando al hombre Pedro. El mismo hecho de que el Señor tuviera que volverse para mirar a Pedro indica que Pedro había vuelto la espalda al Señor.

El ciervo herido estaba buscando la espesura del bosque para desangrarse a solas, pero el Señor venía a arrancar la flecha del corazón herido de Pedro.

Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Lc 22, 62

Pedro se sentía ahora lleno de arrepentimiento, como Judas dentro de unas horas se sentiría invadido por el remordimiento. El dolor de Pedro estaba producido por el pensamiento del pecado en sí o de haber ofendido a la persona de Dios. El arrepentimiento no repara en las consecuencias; pero el remordimiento está inspirado sobre todo por el temor a las consecuencias. La misma misericordia que se extendió a uno que le negaba, se extendería a los que le clavaron en la cruz y al ladrón arrepentido que le pediría perdón. En realidad, Pedro no negó que Cristo fuese el Hijo de Dios. Negó conocer a aquel «hombre», o que fuera uno de sus discípulos. Pero fue infiel al Maestro. Y, sin embargo, sabiendo todas las cosas, el Hijo de Dios hizo de Pedro, y no de Juan, la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia, a fin de que los pecadores y los débiles no desesperaran jamás.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.451-454.

HUMILDAD Y SOBERBIA

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Josef Pieper

Humildad como forma fundamental de la templanza

           Una de las cosas en que el hombre, por instinto natural, procura hallar el logro de sí mismo es la tendencia a sobresalir, el demostrar superioridad, categoría y preeminencia.

La virtud de la templanza, en cuanto aplicada a ese instinto para someterlo a los dictados de la razón, se llama humildad. Esta consiste en que el hombre se tenga por lo que realmente es. Con esto está ya dicho lo fundamental sobre esta virtud.

Por eso resulta difícil entender el que se haya discutido tanto sobre ella. Claro que hay que tener en cuenta los esfuerzos del diablo para destruir en las almas la fisonomía delicada de esta virtud, tan esencial para la perfección cristiana. Pero si prescindimos de esto, hay que admitir un oscurecimiento del concepto de humildad en la conciencia cristiana, para explicarnos tanta discusión sobre su verdadero alcance y contenido.

En todo el tratado de Santo Tomás sobre la humildad y la soberbia no se encuentra ni una frase que diera pie a pensar que la humildad pueda tener algo que ver, como tampoco lo tiene ninguna otra virtud, con una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad.

Magnanimidad como virtud subordinada y necesaria.

         Para que se entienda por dónde va el camino de la verdadera humildad hay que percatarse de que no sólo no es contraria a la magnanimidad, sino que es su hermana gemela y compañera; ambas están a mitad de camino, igualmente distantes de la soberbia y de la pusilanimidad.

¿Qué quiere decir magnanimidad? Es el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. El magnánimo es en cierto modo caprichoso; no se deja distraer por cualquier cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande, que es lo que a él le va. El magnánimo tiene sobre todo una sensibilidad despierta para ver dónde está el honor: «el magnánimo se consagra a aquello que proporciona una grande honra». En la Summa theologica se dice: «El que despreciare la honra hasta tal punto que no se preocupa de hacer aquello que honra merece, es de vituperar». El magnánimo no se inmuta por una deshonra injusta; la considera sencillamente indigna de su atención. Acostumbra a mirar con desprecio a los seres de ánimo mezquino; y nunca es capaz de considerar que exista alguien tan alto que sea merecedor de que, por miramiento a él, se cometa algo deshonesto. Santo Tomás aplica al justo que muestra este sano desprecio de lo humano aquellas palabras del Salmo 14, 4: «A sus ojos es nada el hombre malvado».

Características del magnánimo son la sinceridad y la honradez. Nada le es tan ajeno como callar por miedo. El magnánimo evita, como la peste, la adulación y las posturas retorcidas. No se queja, pues su corazón no permite que se le asedie con un mal externo cualquiera. La magnanimidad implica una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo. No se deja rendir por la confusión cuando ésta ronda el espíritu, ni se esclaviza ante nadie, y sobre todo no se doblega ante el destino: únicamente es siervo de Dios.

Uno queda maravillado cómo la Summa theologica va construyendo, rasgo por rasgo, la imagen de la magnanimidad. Era necesario un desarrollo minucioso y claro porque, aunque Santo Tomás había dicho en el tratado sobre la humildad que la magnanimidad no es contraria a ésta, no lo había explicado demasiado. Ahora se entenderá mejor lo que aquella afirmación quería significar. Y advertiremos también que la frase de que humildad y magnanimidad no se contradicen, tiene su parte de aviso y de toque de atención para que no se desvirtúe el contenido de la humildad.

A veces se ha confundido el magnánimo con el engreído, y esta equivocación repercute en el juicio que se forma sobre la humildad. «Ese hombre es un soberbio», se oye a veces decir, con más ligereza que justificación; pues raras veces es cierto que haya verdadera soberbia («superbia» teológica) en los casos a que nos referimos cuando hablamos así.

La soberbia no es primariamente una forma de portarse con los demás. Soberbia es ante todo una postura ante Dios. Quiere decir, fundamentalmente, la negación de la relación criatura-Creador; el soberbio niega la dependencia de Dios como criatura.

De las dos cosas que definen el pecado: alejamiento de Dios y acercamiento a los bienes perecederos, lo primero es lo que determina y constituye la forma definitoria de lo pecaminoso. Este aspecto constitutivo del pecado se encuentra en la soberbia de una manera especialísima y específica, como en ningún otro: «Todos los pecados son fuga de Dios; la soberbia es el único que le planta cara». Los soberbios son también los únicos pecadores a quien Dios no soporta, según dice la Biblia, en la Epístola de Santiago 4, 6.

Tampoco la humildad es en primer término una forma de relacionarse con los demás, sino una forma determinada de estar en la presencia de Dios. Ese carácter de criatura, que es inherente al hombre y que la soberbia niega y destruye, es afirmado y mantenido por la humildad. Si ese carácter creacional del hombre, el ser hechura de Dios, es lo que constituye su esencia, la humildad, en cuanto «sometimiento del hombre a Dios», es la aceptación de una realidad primaria y definitiva.

Humildad y humor

         Por otra parte, la humildad no es tampoco en primer término un comportamiento exterior, sino una forma de ser por dentro, que nace de una decisión libre y consciente de la voluntad. Aplicada a la relación Dios-criatura, es la aceptación sin reservas de aquello que por divina voluntad es lo real. En este sentido, consiste en doblegarse conscientemente al hecho de que ni la humanidad ni el hombre particular son Dios, ni están tampoco creados de naturaleza divina. Y en este momento es cuando quiere hacerse visible una secreta correspondencia entre humildad y humor; algo que sería profundamente cristiano.

Aceptar la condición de criatura

          Una vez aclarado su auténtico concepto ya no será preciso demostrar que la humildad tiene también una cara que da hacia el mundo de la convivencia con los demás. Entendida así habremos de definirla como la virtud que inclina a los hombres a rebajarse los unos ante los otros. Palabras un poco grandilocuentes, pero que en seguida vamos a intentar explicar.

La cuestión de la humildad de unos hombres entre otros la ha resuelto Santo Tomás de Aquino en la Summa theologica de la siguiente manera: «En el hombre hay que distinguir dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre… Humildad, tomada en su sentido estricto, es el miedo reverencial por el que el hombre se somete a Dios. Por eso debe el hombre subordinar lo que hay de humano en sí mismo a lo que hay de Dios en el prójimo. Pero la humildad no exige que se someta lo que hay de Dios en sí mismo a lo que parece ser de Dios en el otro… Así como tampoco exige que se someta lo humano propio a lo humano de los demás».

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Una vez más nos encontramos con que la Iglesia, por lo que se refiere a la doctrina de la perfección cristiana, no es una gran partidaria del «camino único». Este cuidado que muestra la Iglesia por abrir sendas múltiples, su aversión incluso al exclusivismo, está comentada por San Agustín con ocasión de otro tema afín al que ahora nos ocupa, pero donde se refleja la identidad de pensamiento: «Si uno cree que debe recibirse el Cuerpo del Señor diariamente y el otro dice lo contrario, que cada uno haga lo que mejor le parezca según su opinión y devoción. Tampoco se pelearon entre sí Zaqueo y el Centurión porque el uno recibiera con gozo al Señor en su casa (Lc. 19, 6) y el otro dijera: Señor, yo no soy digno de que entréis en mi morada (Lc. 17, 6). Aunque no de la misma manera, ambos hicieron honor al Redentor».

* En «Las Virtudes Fundamentales» (fragmento del estudio de la virtud de la Templanza), Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición – 1998, pp. 276-281.

EL SILENCIO

«La desgracia del hombre comienza cuando no está en condiciones de quedarse solo consigo mismo en una habitación» (B. Pascal)

Josef Pieper

Sólo quien calla, escucha. Si alguien me preguntara por las reglas fundamentales de la vida del alma y del espíritu, le pediría ante todo que pensara en esta frase. A primera vista parece una perogrullada. Resulta obvio que uno no puede al mismo tiempo hablar y escuchar lo que otro le dice. Con todo, la sentencia va mucho más allá de lo puramente «acústico». Se trata de algo más que de un mero callar con la boca. Incluso en el trato normal entre las personas se requiere un callar más profundo, por ejemplo cuando la palabra del otro intenta realmente alcanzarnos, y especialmente cuando alguien que nos necesita nos dirige un llamado de auxilio, quizás sin palabras, con la esperanza de llegar a nuestro corazón. Cuán verdadera resulta en este sentido la vieja sentencia: «Callar y oír es el trabajo más arduo».

Sin embargo la idea se relaciona más a la raíz de la existencia, apunta a un nivel más profundo. En última instancia, la palabra alemana que designa a la «razón» –«Vernunft»– deriva de «comprender» –«Vernehmen»–, en la que se incluyen todas las maneras de alcanzar la realidad: tanto oír como mirar, y cualquier tipo de conocimiento y de comprensión. Todo esto, entonces, como lo pretende aquella frase inicial, se realiza solamente con la condición de que uno calle, lo que se cumple precisamente cuando uno está «sólo consigo mismo en una habitación» y ninguna palabra humana lo requiere.

El silencio que aquí se nos pide es, sin duda, algo no fácilmente descriptible. Sobre todo su contrario, es decir, el no-callar tiene diversas formas. La actitud acogedora de un estar atento silencioso puede sofocarse no solamente por la indiferencia o por un saber mejor, que interrumpe el lenguaje de las cosas, sino también, digámoslo a modo de ejemplo, cuando uno deja que de afuera entre en su interior el ruido del mercado y de la calle, las ruidosas sensaciones cotidianas, la acumulación óptica de cosas que se pueden ver, de cosas carentes de valor, que están en todas partes, y que, como todos sabemos, están disponibles al hombre según su voluntad, tan pronto como alguien que está aburrido busca un «cambio». El fruto de todo esto, que a veces puede ser ocultamente querido, es la frustración del oír.

Sin embargo, se trata de saber oír. Uno puede también callar cerrando los sentidos, apretando los labios; y hay también un silencio muerto. En realidad nosotros callamos no precisamente en medio de un mundo por decirlo así sin palabras; las cosas no son mudas, como terriblemente pretenden algunos filósofos. Ciertas enseñanzas orientales sobre la meditación, en las cuales se nos recomienda la actitud de un silencio vacío, que conscientemente no apunta a ningún objeto concreto, deben parecer extrañas a quien quiera comprender al mundo como una creación que ha salido de la Palabra Fontal de Dios, y que también comprende que esa misma Palabra le ofrece al que oye en silencio un mensaje de mil voces, cuya comprensión significa para dicha persona su verdadera riqueza. Goethe, uno de los grandes silenciosos (lo que a más de uno puede parecer extraño), cuando tenía treinta años formuló en su Diario la máxima de la propia existencia interior: «Lo mejor es el silencio profundo, en el que vivo enfrentado al mundo, y en el que crezco y venzo, lo que no me podrán quitar con el fuego ni con la espada». Lo que uno gana para sí mismo en un silencio tan profundo es quizás precisamente la capacidad de proferir la palabra. Porque si ésta no procediera de un silencio escuchante, se reduciría a un charlatanismo sin sustento, sería sonido y humo, si no un engaño.

Naturalmente puede también suceder que a un hombre que se abre hasta el fondo de su alma a la realidad verdadera, se le paralice el habla, porque la sobreabundancia de lo que está comprendiendo supera la capacidad de la palabra formal. Por eso no es casual que los grandes místicos hayan recurrido a expresiones profundas tales como «la oscuridad del silencio» y «el júbilo mudo». Y aun cuando a pesar de ello hablen y escriban de lo que han visto y comprendido se percibe siempre «en la plata del habla el oro de un silencio, que no ha podido traducir en palabras la riqueza más escondida del alma» (J. Bernhart). Quizás esto también vale en relación con el más alto objeto del conocimiento humano, invirtiendo por un momento la frase que hemos puesto al principio: Quien escucha, calla.

* En «Revista Gladius», Año 8, n°25. 25 de diciembre de 1992.

EL MANDAMIENTO NUEVO

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros – Jn 13, 31-35

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… Con esta frase podemos adentrarnos en los misterios de la liturgia de este Vº Domingo de Pascua.

Sabemos que el tiempo está avanzado, pues el tiempo pascual este año ya tiene más pasado que futuro; se acerca ya la solemnidad de la Ascensión del Señor. En este contexto es que la Iglesia nos propone las exhortaciones del Señor que hemos ido escuchando en los últimos días: para que podamos vivir el Camino que nos ha trazado y sellado en la Semana Santa, Camino con mayúscula, confirmando aquello que el Señor mismo había dicho de sí: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Cfr. Jn 8, 32).

¡Todo está consumado! La revelación estaba hecha; lo que le tocaba a Jesús él ya lo ha concluido aquí en esta tierra. Debía alentar a los suyos para su partida definitiva, debía ya empezar a volver a recordarles del Paráclito que sería enviado y seguiría el trabajo de convencerles, de defenderles, de guiarles.

El camino es en dirección a su Ascensión, como dijimos. Esta Ascensión, como indica Santo Tomás de Aquino[1] fue algo útil para nosotros porque según él, Cristo subió a los cielos para conducirnos hacia allí. Nosotros no conocíamos el camino, pero Él nos lo enseñó. Se recuerda con esto la profecía de Miqueas que dice: Subió abriendo el camino delante de ellos (2,13). Sin embargo, el Evangelio de hoy nos trae un hecho: el Señor les advirtió a los apóstoles de que ellos le buscarían y que, por ahora, nadie podría seguirle. Tenía que prepararles un lugar; y también dice -versículo seguido-, que podrían seguirle más tarde. ¿Y por qué? Porque nuestro fin siempre será unirnos a Dios, estar con el Señor: en esto consiste nuestra verdadera felicidad. Sabemos que ahora Él está glorioso en el cielo; es imposible unirnos a él aquí, en esta vida, pero nos alentó el Señor diciendo que más tarde estaríamos con Él. Debemos estar tranquilos en cuanto a esto, pero no quiere decir que no debemos esforzarnos por alcanzar al Señor.

Partiendo de ahí es que debemos meditar en el camino concreto que debemos recorrer para alcanzar la unión con el Señor. San Juan de la Cruz nos enseña que, en esta vida el único modo de unirnos a Nuestro Señor es por medio de las virtudes; propiamente por las que llamamos teologales, es decir, las que tienen a Dios mismo por su obyecto. Estas virtudes son tres: fe, esperanza y caridad. Mientras estamos en esta vida, la fe es el modo más seguro de unión con el Señor, pues la fe es siempre de algo que no se ve, como enseña la Carta a los hebreos. Sin embargo, mientras nos unimos en la fe con el Señor, tenemos la esperanza de alcanzar la unión plena que se dará en el cielo por la virtud de la caridad. Así tenemos todo el organismo de estas tres virtudes teologales puesto en movimiento.

Volviendo a la liturgia de este domingo, es posible notar en la primera lectura el tema de la primera virtud teologal: la fe. En efecto, Pablo y Bernabé, dice la Escritura, volvieron a Listra… animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe… Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Es decir, se alegraban los apóstoles de que les fuera posible anunciar la resurrección del Señor, enseñar la doctrina de Cristo y conseguir nuevas almas para el seguimiento de Jesús; y todo esto en medio de los gentiles. Les había presentado la fe, y ellos habían creído y se unieron al Señor, esperando poder unirse a Él definitivamente en la patria celestial.

En la segunda lectura, ya en el libro del Apocalipsis, vemos una alusión a la virtud de la esperanza. Estamos en el contexto de las visiones de San Juan que fue llevado por el Espíritu a contemplar las realidades celestes y misteriosas, siendo guiado por un anciano que le mostraba muchas cosas. Le fue pedido que escribiese todo lo que había visto para provecho nuestro, los que vamos de camino.

Escuchamos un versículo en el que el discípulo amado nos enseña el modo cómo nuestra esperanza será colmada allí en el cielo: ya no habrá más llanto, ni dolor, ni tristeza, solamente la alegría de la unión con el Señor, la alegría del encuentro perpetuo y gozoso con Dios mismo. Dice el texto: Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.

En el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos habla de la caridad y nos da un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Pero Señor, acaso el Deuteronomio ya no nos mandaba esto? ¿No está ya escrito que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?[2] ¿En qué consistiría entonces la novedad de este mandamiento? Creo que esta pregunta nos cabría hacerla en este momento, pues si no hubiese nada que distinga el mandato nuevo de lo que está escrito en el Levítico, ¿en qué seríamos distintos del pueblo elegido en el Antiguo Testamento? Siendo que justamente Él nos ha llamado a ser discípulos suyos, y ser reconocidos por esto: por el amor que debemos tener los unos a los otros, es por esto que debe haber algo distinto en este amor.

Es justamente en este punto que llegamos el eje en torno al cual gira todo lo demás: Cristo nos dejó el ejemplo para que sigamos sus huellas… ¡El amor debe ser elevado a un nuevo grado! ¿Debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas? ¡Sí! ¿Debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Sí! Pero ahora, debemos hacerlo todo imitando el amor de Cristo. Él mismo lo puso de relieve luego de dejar a los apóstoles el mandamiento nuevo, les dijo: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. ¡Ahí está!

Quizá podríamos objetar todo esto con otra observación: en definitiva, Cristo es Dios y no nos es posible amar al modo divino. Nos engañamos; justamente es lo que nos enseña San Pablo cuando dice que este amor divino ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Este es el motivo por el que Jesús nos pidió que fuésemos santos como Dios; es decir, que ¡no nos es más imposible amar al modo divino! Pues Jesús siendo Dios -y sin dejar de ser Dios- se hizo hombre. San Juan escuchó una gran voz en el Cielo que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Sin dejar de ser Dios Él asumió nuestra naturaleza humana y nos amó con amor divino, para que nosotros, no dejando de ser hombres, pudiésemos amar como Dios.

¿Y cómo es este amor divino? Es un amor sin medidas, un amor dispuesto a renunciar a lo más precioso que tenemos naturalmente: nuestra vida… y hacerlo por otra persona… Hay más: Cristo dio su vida incluso por sus enemigos. Esto lo prueba Él mismo con su exclamación al Padre desde el alto de la Cruz, pidiendo perdón por sus verdugos, pues no sabían lo que hacían, y poco después entregó su espíritu.

Para concluir, debemos tener siempre en la mente y en el corazón, este pensamiento de San Bernardo de Claraval: “La medida del amor es amar sin medidas”. Es decir que, en nuestra vida concreta, cuando pensamos que estamos haciendo las cosas bien, debemos poner más amor; siempre hay más espacio para poner más amor. Hacerlo todo siempre por amor a Cristo: si debo contestar a alguien, debo hacerlo por amor a Dios; si debo hacer algún trabajo, debo hacerlo poniendo ahí él amor a Dios; si debo cuidar de mi casa, debo hacerlo con lo máximo de amor a Dios que pueda; así, cuánto más practiquemos esto, cuánto más intensamente vivamos esto, más estaremos creciendo en este amor y como es infinito -porque Dios es amor-, podemos crecer siempre en esta virtud.

Por fin, con la fe -que es el elemento esencial para poder practicar esta caridad de la que estamos hablando-, esperamos poder colmar esta caridad en el Cielo, junto a los ángeles y santos, alabando y amando a Dios, por todos los siglos de los siglos. ¡Amén!

P. Harley D. Carneiro, IVE

[1] Sermón sobre el Credo, Artículo VI

[2] Cfr. Lev 19,18

La gratitud

¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

(Sal 118)

a)   Deber primario, escala para el amor

No hay nada más fecundo que la gratitud para con Dios. Recomendar la gratitud para con Dios, es recomendar el cumplimiento de un deber elementalísimo. Si lo que hacemos lo debemos a Dios, ¿por qué no estar pendientes de Dios? Si tuviéramos claro conocimiento de lo que debemos a Dios, no podríamos hacer otra cosa. Nos sería fácil olvidarnos de nosotros mismos para tener nuestro pensamiento puesto en Dios y en Él moraríamos como en nuestro descanso y nuestra luz. Entonces, viéndolo todo en Dios, serían sobrenaturales nuestros pensamientos, y no se infiltrarían en nuestra vida juicios y máximas del mundo. No viviríamos ausentes de la obra de amor que el Señor en nosotros realiza.

Las almas agradecidas tienen los ojos muy limpios, están iluminadas por el fuego santo del amor, y así llegan a conocer al Señor con una claridad maravillosa, aun dentro de las oscuridades de la fe. La gratitud es como una escala, que comienza con el conocimiento de nuestra propia nada y acaba en el seno mismo de Dios, a quien por ninguna otra senda se conoce mejor. Seamos, pues, agradecidos con eterna gratitud. Esa gratitud nos asegura el Cielo.

Achaque es de almas ruines esquivar la gratitud; las almas santas, en cambio, agradecen a Dios no tan sólo las misericordias que a ellas les hace, sino cuantas hace a los demás. Como saben amar de veras, agradecen los dones divinos donde los ven, y, si además los ven en quienes las aman a ellas con sincero amor, la gratitud se enciende sin medida.

Parece que no podemos o no sabemos descansar nunca en el perdón de Dios, y esto, que podría parecer un sentimiento de humildad, tiene el inconveniente de que apaga mucho la gratitud. Cuando uno reconoce que Dios le ha perdonado, de ese reconocimiento brota espontáneamente la gratitud; en cambio, cuando deja uno ese perdón en duda, la gratitud no puede brotar con tanta fuerza.

b)   La memoria de los beneficios divinos

Los beneficios del Señor no son ni se nos hacen para que apartemos de ellos nuestra mirada; son para que los miremos y los agradezcamos.

No basta el conocimiento general, esquemático, frío, de estos beneficios; eso no es más que una fórmula que se dice con los labios pero que ha dejado helado como un témpano el corazón. La gratitud no es eso. Es aquella meditación profunda, continuada, perseverante, que acaba por convertir en vida del espíritu el recuerdo de cada beneficio del Señor. Así es como la gratitud puede transformar nuestra vida en vida verdadera, y poner su sello en cada una de nuestras obras.

Vivimos sin ese sentimiento fundamental de gratitud que debería ser el sentimiento habitual de nuestra vida a la vista de la providencia amorosísima de Dios y de los beneficios que nos hace, que son infinitos, porque, además de los beneficios que nosotros conocemos, hay muchísimos más que no conocemos.

P. Alfonso Torres.

“Un apostolado del todo eficaz”

LA VIRTUD DE LA ABNEGACIÓN

P. Alfonso Torres

a) Termómetro del Espíritu

La abnegación es el termómetro del Espíritu a más abnegación, más fervor. El quicio de la vida sobrenatural está en la negación de nosotros mismos. Cuando quieran simplificar toda la doctrina espiritual, alta y baja y todas las manifestaciones de la vida espiritual grandes o pequeñas, hagan esto: redúzcala a este punto, y, alcanzado ese punto, la tendrán; ¡toda!

b) Secreto de la unión con Dios

El secreto de la vida de oración está en la abnegación propia, de modo que cuanto más purifiquemos el corazón más frutos sacaremos de ella. Nuestra unión con Dios será lo que sea nuestra abnegación y no lo será un punto más. No un modo de meditar determinado. Si no la perfecta abnegación es la que nos dispone para que Dios nos conceda sus dones. Cuando se adquiere la perfecta abnegación se adquieren juntamente con ella todas las virtudes.

c) Las dos vertientes de la abnegación

La abnegación es una palabra engañosa; produce en nosotros simplemente la impresión de sacrificio, la impresión de destrucción y otras cosas parecidas, cuando en realidad es ir a Dios, acercarnos a Dios, vivir en Dios; esta es la impresión que debe producir y por eso el alma que ya se ha negado a sí misma del todo y ya ha podido decir consumatum est, todo está consumado, después de esas palabras no tiene que decir más que estas otras:  Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, en ti me abandono, a ti me entrego por lo que dure esta vida terrena y durante toda la eternidad.

Eso que llamamos nosotros abnegación es algo que tiene dos aspectos: el uno negativo y el otro positivo. Nosotros insistimos en el aspecto negativo y ese es propiamente el que expresa la palabra abnegación. Negarnos a nosotros mismos, anonadarnos a nosotros mismos, este aspecto negativo tiene como una significación de ruina, de destrucción. Negarse a sí mismo es destruir muchas cosas, pero ese aspecto no es el único; no es la abnegación, un destruir por destruir y un negarse por negarse; es un edificar y es un afirmar. Cuando nosotros ejercitamos la abnegación, no hacemos más que acomodarnos a la voluntad de Dios, acomodarnos a la propia gloria de Dios saliendo de nuestra propia voluntad, acomodarnos a los designios de Dios saliendo de nuestra propia veleidad. Cada paso que damos para alejarnos de nosotros es un paso que damos para acercarnos a Dios y cada cosa que se derrumba en nosotros es algo que se edifica en Dios. Ese negarse a sí mismo equivale a aceptar, a cumplir en todo la voluntad del Señor. No hay alma abnegada, sino ha cumplido la voluntad de Dios. No hay alma que cumpla la voluntad de Dios, sino es abnegada.

La perfecta abnegación no es más que la expresión negativa para designar la perfecta caridad.

d) Oscuridad y luz

La senda que lleva a la plena posesión del tesoro escondido es la senda de la perfecta abnegación, y no hay senda más oscura para el alma que esa de la perfecta abnegación. Llegar a conocer, pero llegar a conocer con un conocimiento vivo que reforme y cambie el corazón, porque en la perfecta abnegación de sí mismo está el secreto para encontrar el tesoro del reino de los Cielos, y para tomar de él plena posesión es cosa oscurísima.

Es realmente fácil negarnos a nosotros mismos en lo que cae hacia afuera; pero en lo que cae hacia adentro -en eso que forma la vida íntima nuestra, en eso que forma la vida de nuestro corazón y de nuestro espíritu, en esos sentimientos tan hondos que parece que llegan a regiones misteriosas de la propia alma- es mucho más difícil.

El alma que llega a esta abnegación nunca es un alma vacía, es un alma llenísima. Las épocas que hay en la vida de los Santos en que andan como en el crepúsculo de la santidad son las épocas en que no habían llegado a la perfecta abnegación; pero cuando habían llegado a esa abnegación, se sentían como inundados de Dios y como repletos de toda la verdadera dicha, viviendo aún en medio de las tinieblas exteriores como en un verdadero cielo interior.

e) Vivir totalmente para Dios

Por muchas vueltas que demos a los caminos espirituales, siempre vendremos a parar en esto: que, para seguir a Cristo y encontrarle en la intimidad de la unión, hay que cumplir aquella palabra en que nos exhorta a negarnos a nosotros mismos; porque el mismo Señor lo dijo: el que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo (Mt 16, 24). Ahora bien, quizá no hay ninguna virtud que tan directa y profundamente imprima en las almas la abnegación, que tan radicalmente haga al hombre salir de sí mismo, como la virtud de la humildad.

La abnegación completa, verdadera, ha de ser de tal manera que Dios pueda quitarnos lo que quiera y ponernos donde quiera y exigirnos el sacrificio que quiera; que nosotros seamos como cera blanda en sus manos, amoldándonos a su querer, sin que nuestros propios deseos o repugnancias, nuestras propias aficiones o dificultades, cuenten para nada; sin que yo vuelva siquiera los ojos a mirarme. Esa es la abnegación completa y ése es morir en el surco.

f) Palabra también para hoy

La abnegación es la palabra de salud en la hora presente, porque es la verdadera demolición de los ídolos que renacen. No me refiero a los ídolos de los impíos, sino a los ídolos de los buenos.

Cierto que el mundo no tiene oídos para huir esa doctrina de la perfecta abnegación, que juzga demasiado pesimista; cierto que quienes queremos andar por los caminos del espíritu tenemos miedo a un despojo tan radical; pero cierto también que todos necesitamos oír esa palabra aterradora, y tanto más lo necesitamos cuanto más cerremos los oídos a ella.

¿Por qué no hemos de recomendar el apostolado de la abnegación? Les aseguro, sin temor de equivocarme, que no creo habría un apostolado más eficaz. Figúrense lo que sería hacer abnegadas a las almas que tratamos. Sería santificarlas, ponerlas por derecho en los caminos de Dios. No se puede pedir más. Además, tiene la ventaja ese apostolado de que el mundo no lo glorifica, y, por lo mismo, no lo profana ni marchita. No tiene las manifestaciones externas, llamativas, de otros apostolados, pues su acción se desarrolla, en el secreto del corazón. Sólo lo ve Dios, y no tiene el peligro de que lo profanen los hombres.

Las “pequeñas” virtudes según Marcelino Champagnat

(Del libro “Consejos, Instrucciones, Sentencias”, del Hno. Juan Bautista Furet)

San Marcelino Champagnat describe algunas virtudes que aseguran el vivir siempre en unión, concordia y común acuerdo.

Las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

El Hermano Lorenzo fue un día a ver al Padre Champagnat y, con su acostumbrada sencillez, le dijo:

-Padre, vengo a manifestarle algo que me da mucha pena.

-Bienvenido, Hermano Lorenzo. Diga, dígame pronta y francamente el motivo de su pena.

-En la casa a la que me destinó hace pocos días, somos seis Hermanos. Si no me equivoco, creo poder afirmar que observamos la Regla en todos sus puntos. Los Hermanos, en mi opinión, son todos hombres virtuosos, que trabajan con celo en su santificación y salvación. Me parece que todos buscamos el bien y nos afanamos por conseguirlo.

No obstante, la unión entre nosotros no es perfecta. Esa unión es aún más floja en la comunidad de…1, que son nuestros vecinos más próximos y a los que vamos a visitar de vez en cuando. Y eso que son tres Hermanos de más reciedumbre cristiana y fervor religioso que nosotros. Pues bien, con frecuencia me pregunto:

¿Cuál puede ser la causa de los leves roces que hay entre nosotros? ¿Por qué no es perfecta la unión entre hermanos tan observantes y que tanto se afanan por su adelanto espiritual? ¿Cómo es posible que la caridad perfecta, la unión de los corazones y la conformidad de sentimientos dejen que desear entre nuestros Hermanos vecinos, que son, así y todo, hombres de virtud sólida? Ése es el motivo de mi pena, Padre. Tenga la bondad de darme una explicación del porqué de tantas desavenencias domésticas y señalarme sus remedios.

-Querido Hermano, tiene razón al decir que los hermanos con los que está viviendo y los de la comunidad vecina son virtuosos: lo son de veras y le confieso con sumo agrado que los tengo por buenos religiosos. ¿A qué se debe que no haya unión perfecta entre todos ellos? Podría limitarme a decirle que en todas partes se cuecen habas y que hasta los hombres más virtuosos tienen defectos y están expuestos a cometer faltas, ya que el justo -dice la Sagrada Escritura- cae siete veces al día 2. Pero me parece mejor tratar seriamente el problema y explicarle bien mi parecer sobre este punto.
Se puede ser sólidamente virtuoso y tener mal carácter. Pero ocurre que, para alterar la unión de una comunidad y hacer sufrir a todos sus miembros, basta el mal talante de un solo Hermano. Puede uno ser regular, piadoso y tener afán de santificación; puede uno, en una palabra, amar a Dios y al prójimo sin tener la perfección de la caridad, a saber, las “pequeñas” virtudes, que son como los frutos, el adorno y corona de la caridad. Pues bien, sin la práctica diaria, habitual, de las “pequeñas” virtudes, no se da la unión perfecta en las comunidades. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

-Dispense, Padre, pero no acabo de ver qué entiende por “pequeñas” virtudes. ¿Tendría la bondad de explicármelo?

-Aunque es un poco larga la enumeración y definición de dichas virtudes, se la voy a dar 3. Son virtudes pequeñas o escondidas:

1. La indulgencia o facilidad para excusar las faltas ajenas, reducirlas a menos e incluso perdonarlas, aunque no pueda uno permitirse semejante indulgencia consigo mismo. San Bernardo nos ofrece un ejemplo maravilloso de ese espíritu de indulgencia. «Hermanos -decía a sus monjes-, podéis tratarme como os parezca, me he propuesto amaros siempre, aunque no me améis vosotros. Seguiré afecto a vosotros, aun a vuestro pesar.

Si me lanzáis insultos, los aguantaré pacientemente; agacharé la cabeza ante los denuestos; venceré vuestros rudos modales con nuevos beneficios; iré al encuentro de quienes rechacen mis atenciones; haré bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, ya que somos todos miembros del mismo cuerpo» 4.

2. La disimulación caritativa, que no se da por enterada de los defectos, yerros, faltas o despropósitos del prójimo, y todo lo aguanta sin protestar ni quejarse: Revestíos de entrañas de compasión… sufriéndoos y perdonándoos mutuamente (Col 3, 1 2-1 3). Os conjuro que andéis con paciencia, soportándoos unos a otros con caridad (Ef 4, 1-2), exhorta san Pablo. ¿Por qué no dice el Apóstol: reprended, corregid, castigad, sino soportad? Porque, generalmente, no tenemos encargo de corregir, oficio propio de los Superiores; nuestro deber es solamente soportar. Porque, incluso si nos reprenden, hemos de aguantar, pues hay defectos que sólo se curan con el ejercicio de la paciencia y de la tolerancia. Los hay, además, que aun en las almas virtuosas no se corrigen a pesar de todos los esfuerzos, y que Dios deja para que se ejerciten en la virtud el que los tiene y los que han de vivir con él.

3. La compasión, que comparte las penas de los que sufren para suavizárselas, llora con los que lloran, participan en las dificultades de todos y se afana por aliviarlas, o carga personalmente con ellas.

4. La alegría santa, que toma también para sí los gozos ajenos con el fin de acrecentarlos y proporcionar a sus colegas todos los consuelos y dicha de la virtud y de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un admirable ejemplo de la caridad que adopta todas las formas para ser útil al prójimo: Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos. Híceme todo para todos, por salvar a todos (1 Co 9, 22). ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién se escandaliza, que yo no me requeme? (2 Co 1 1 , 29).

San Cipriano, que seguía fielmente las huellas del Apóstol, decía a su grey: «Hermanos míos, comparto todos vuestros dolores y todas vuestras alegrías; estoy enfermo con los enfermos, el amor que os profeso me hace sentir todas vuestras aflicciones y todas vuestras alegrías» 5.

5. La tolerancia, que no impone nunca, sin graves motivos, las propias opiniones a nadie, sino que admite fácilmente lo que haya de bueno y juicioso en las ideas de un Hermano, y aplaude sin dentera sus aciertos y pareceres, con miras a salvar la unión y la caridad fraterna. Huye de contiendas de palabras (2 Tm 2, 14), manda san Pablo. Hay quien replicará: Mi actitud está justificada, no puedo tolerar las necedades o tonterías de los Hermanos. Oíd lo que contesta Belarmino: «Una onza de caridad vale más que cien libras de razón» 6. Manifestad vuestra opinión con miras a fomentar el diálogo, pero luego dejad que la rebatan sin defenderla: es preferible ceder y transigir con lo que digan los demás. San Eloy decía que, en esa clase de lides, el vencedor es el que cede, porque supera a los otros en virtud 7. San Efrén aseguraba que siempre había cedido en las discusiones, con el fin de mantener la paz general 8, y san José de Calasanz agregaba: «Quien desee la paz, no contradiga a nadie» 9.

6. La solicitud caritativa, que se adelanta a las necesidades del prójimo para ahorrarle la pena de sentirlas y la humillación que supone tener que pedir ayuda. Es la bondad de corazón, incapaz de negar nada, que está siempre al acecho para prestar servicio, complacer y obsequiar a todos. San Hugo, obispo de Grenoble, se retiraba de vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta ocasión le tocó ser compañero de un monje llamado Guillermo. (En cada celda o habitación vivían entonces dos cartujos). Pues bien, fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. ¿Sabéis cuál fue su queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se portaba no como compañero, sino como criado, prestándole los servicios más bajos. Rogó, pues, instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. A su vez, san Hugo suplicaba también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al servicio de su hermano 10. Tales son las contiendas de los santos. ¡Cuán adecuadas para fomentar la paz!

7. La afabilidad, que atiende a los importunos sin manifestar la menor impaciencia y está siempre lista para correr en ayuda de los que reclaman su auxilio; que instruye a los ignorantes sin aparentar cansancio ni fastidio. San Vicente de Paúl nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta virtud. Se lo vio interrumpir el diálogo que mantenía con personas de condición noble, para repetir cinco veces el mismo encargo a alguien que no acababa de entenderlo, y decírselo la última vez con la misma serenidad que la primera. Se lo vio escuchar, sin el menor asomo de impaciencia, a personas humildes que hablaban torpe y prolongadamente; se lo vio, abrumado de negocios como solía estar, permitir que, treinta veces en un día, le interrumpieran personas escrupulosas que no hacían sino repetirle machaconamente las mismas cosas con términos diferentes; escucharlas hasta el final con admirable paciencia, escribirles a veces de su puño y letra lo que les había dicho, y explicárselo con más detención cuando no acababan de entenderlo; finalmente, interrumpir el rezo del oficio y el sueño para prestar servicio al prójimo 11.

8. La urbanidad y decoro. Es la inclinación a anticiparse a todos en testimoniar respeto, miramientos y deferencias, y a ceder siempre el primer puesto para honrar a los demás. “Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia” (Rm 12, 10), aconseja san Pablo. Tributadas con sinceridad, tales deferencias fomentan el amor mutuo, igual que el aceite sirve de pábulo para la llama de la lámpara: sin esos miramientos se apagan la unión y la caridad fraterna.

A todo el mundo le gusta verse honrado, y ello se debe a un sentimiento recóndito que nos hace sentir mucho el desprecio y nos vuelve pundonorosos: de ahí que le agrade a uno verse tratado con respeto y se crea obligado a pagar con idéntica moneda. «Ama -dice san Juan Crisóstomo- y se te amará; alaba a los demás, y ellos te alabarán; respétalos, y te respetarán; condesciende con ellos, y tendrán para contigo toda clase de miramientos» 12.

No maltrates a nadie, no faltes a nadie; guárdate de despreciar a uno solo de tus hermanos, o manifestarle rudeza porque tiene defectos. ¿Te mofas de tu mano o tu pie cuando tienen úlceras, malformaciones o magulladuras? ¿No los cuidas, por el contrario, con más solicitud? ¿No los tratas con más delicadeza que cuando estaban sanos? 13.

9. La condescendencia, que satisface sin dificultad los deseos del prójimo, no teme rebajarse por complacer a los inferiores, atiende con gusto sus razones, aunque alguna vez carezcan de fundamento.

«Tener condescendencia -dice san Francisco de Sales- es doblegarse al beneplácito de todos en cuanto no vaya contra la voluntad divina o la recta razón; ser susceptible, cual bola de cera blanda, de recibir todas las formas, con tal de que sean buenas, y no buscar los propios intereses sino los del prójimo y la gloria de Dios. La condescendencia es hija de la caridad, pero hay que evitar el confundirla con cierta debilidad de carácter que impide corregir las faltas ajenas cuando hay obligación de hacerlo: no se trata, en tal caso, de un acto de virtud, sino al revés, de participación en las faltas del prójimo». La condescendencia con el talante ajeno y el soportar al prójimo eran las virtudes predilectas de san Francisco de Sales. No cesaba de aconsejarlas a los que se ponían bajo su guía. Decía con frecuencia que es mucho más fácil amoldarse uno a los deseos de los demás, que pretender doblegar todo el mundo al propio humor y a las opiniones personales. No se podía dar con persona más complaciente y mansa que él, pero tampoco más hábil y animosa para corregir y reprender 14.

10. La abnegación y entrega en favor del bien común, que inclina a preferir los intereses de la comunidad e incluso los de cada uno de sus miembros a los propios, y a sacrificarse por el bien de los Hermanos y la prosperidad de la Congregación.

11. La paciencia, que se calla, aguanta, sigue aguantando, y no se cansa nunca de hacer favores aun a los ingratos.
San Euquerio, abad, era tan paciente, que Ilevaba esa virtud hasta el extremo de dar las gracias a los que le hacían sufrir 15.

El hombre colérico se parece al enfermo de calentura, y el hombre paciente al médico que mitiga los accesos de fiebre y devuelve la dicha y la paz a los que la han perdido por la ira.
Guardaos de la impaciencia y alteración ante los defectos ajenos. «Si vieras a uno que se arroja al río -dice san Buenaventura-, ¿darías pruebas de prudencia arrojándote también, sólo porque él se haya arrojado?» 16. Tolerad, pues, con paciencia las imperfecciones, defectos y molestias del prójimo: no hay mejor remedio para tener paz y fomentar la unión con todos.

12. La ecuanimidad y buen talante, que ayuda a conservar el equilibrio; a no dejarse llevar de una alegría loca, del arrebato, el tedio, la melancolía o el mal humor; antes bien, a permanecer siempre bondadoso, alegre, afable y satisfecho de todo.

Las “pequeñas” virtudes son virtudes sociales, es decir, útiles a más no poder para todo el que viva en la sociedad de los seres racionales. Sin ellas no se podría gobernar este mundo pequeño en el que nos toca vivir, y las comunidades se hallarían en continuo alboroto y desorden. Sin la práctica de tales virtudes no hay paz doméstica, que es el mejor alivio en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas. ¡Ay!, qué desdichada es la comunidad en la que no se hace caso alguno de las virtudes pequeñas: Superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, todos viven en discordia. Sin el amor y la práctica de esas virtudes no es posible que tres religiosos vivan juntos bajo el mismo techo. Sin el amor y la práctica de esas virtudes la casa religiosa se convierte en un presidio o un infierno.

¿Queréis que vuestra casa se convierta en un paraíso de concordia? Daos a la práctica fiel de las “pequeñas” virtudes: ellas son las que constituyen la dicha de las casas religiosas.
Voy a exponerle todavía unos motivos que nos pueden animar a la práctica de esas virtudes:

1° Las flaquezas del prójimo. Sí, todos los hombres son débiles, y por eso hay tantos defectos. Éste es suspicaz y examina minuciosamente cuanto se dice o hace; ése es quisquilloso y continuamente le acosa la idea de que se lo mira mal, se le falta, se desconfía de él, etc. Aquél es víctima del desaliento y la menor dificultad lo amilana, lo vuelve melancólico, pesado para sí y para los demás. El de más allá es vivo como la cendra, se inflama en cuanto se le dirige una palabra. En resumidas cuentas, cada uno tiene su flaco y propensión a diversos defectillos e imperfecciones que han de aguantarse y que proporcionan continuas ocasiones de practicar las “pequeñas” virtudes. Es justo y razonable tolerar esas flaquezas y se han de aguantar, por consiguiente, todas las debilidades del prójimo.

2° La pequeñez de los defectos que se han de soportar. La mayor parte de los religiosos, por su virtud y a menudo por simple educación, no incurren en defectos groseros. Bien miradas, las flaquezas que hemos de soportar en nuestros hermanos son, las más de las veces, meras imperfecciones, arranques de genio, debilidades que de ningún modo empecen para que sean, los que las tienen, almas selectas, de fondo excelente, de conciencia timorata y virtud sólida. Un hombre virtuoso y de buen criterio puede aguantar de sobra semejantes flaquezas en esas almas.

3° Considérese no sólo la parvedad de la materia, sino la ausencia de cualquier falta. En efecto, son cosas indiferentes de por sí, y que no pueden tildarse de faltas, las que hemos de soportar en el prójimo. Tales son ciertas facciones del rostro, fisonomía, timbre de voz, modales que no nos agradan, achaques del cuerpo o del alma que nos repugnan, etc. Recordemos también aquí la diversidad de caracteres y su posible choque con el nuestro. Uno es naturalmente alegre, el otro serio; hay quien es tímido y quien es atrevido; éste es demasiado lento y se le ha de esperar, aquél es demasiado vivo e impetuoso y quisiera hacernos tomar el paso del tren o del telégrafo 17. La razón pide que vivamos en paz en medio de esa diversidad de temperamentos, y nos acomodemos al talante de los demás con flexibilidad, paciencia y benignidad. Alterarse por esa diferencia de temperamento estaría tan fuera de razón como enfadarse porque haya a quien le agrade una fruta o un dulce que a nosotros no nos gusta 18.

4° Todos necesitamos que nos aguanten. No hay nadie tan bueno y cabal, que pueda prescindir de la comprensión ajena.

Hoy me tocará tolerar con paciencia a una persona; mañana le tocará a ella, o a otra, aguantarme a mí. Sería totalmente injusto pedir miramientos, cortesía, y no corresponder sino con altanería y rudeza.

¿Te atreverías a decir que no tienes defectos, absolutamente nada que pueda molestar al prójimo? Escucha lo que se le respondió a alguien que se las daba de perfecto:

«Hermano, aunque se crea buen religioso y yo mismo lo tenga por tal, le confieso que sufro un martirio con usted. No quiere pan sino tierno, porque tiene mala dentadura; yo no lo puedo tolerar, me resulta indigesto y sólo quisiera pan duro. Ha dado usted orden de que le traigan la sopa muy caliente, casi hirviendo; a mí me gusta fría. No permite que sirvan ensalada, porque está débil de pecho; yo no comería otra cosa, y no tenerla me supone un gran sacrificio. No quiere usted ver en la mesa otra fruta que la cocida; a mí no me gusta más que la cruda e incluso sin madurar del todo. No puede aguantar la menor corriente, y nos obliga a mantener siempre cerradas todas las ventanas; yo no estoy a gusto sino al aire libre; de seguir mis preferencias y tratarme conforme a lo que necesito, abriría de par en par todas las puertas y ventanas. Durante los recreos siempre quiere estar sentado; con frecuencia, yo preferiría pasear. Todavía hay un sinnúmero de cosas que usted hace por necesidad o por antojo, que me aburren y fastidian a más no poder. Es usted un iluso, querido Hermano, si piensa que nadie tiene la menor cosa que sufrir junto a usted. A pesar de su virtud, que reconozco, le puedo asegurar que es para mí causa de continuos sacrificios y aguante; pero no se lo digo en son de queja, porque tengo también mis defectos y necesito que usted me los tolere» 19.

5° Los lazos que nos unen con las personas a las que hemos de aguantar. Abrahán decía a Lot: Ruégote no haya disputa entre nosotros, ni entre mis pastores y los tuyos pues somos hermanos (Gn 13, 8). ¡Qué motivo más hermoso y conmovedor! Las personas cuyos defectos hemos de tolerar son, efectivamente, hermanos nuestros en Jesucristo: todos los miembros del Instituto somos hijos del mismo padre, nuestro Fundador; no tenemos sino una madre, la Virgen Santísima. Oigamos a nuestro venerado Padre cuando exclama: «¿Puede acaso nuestra divina Madre contemplar insensible que mantengamos sentimientos rencorosos o de mera antipatía contra algún Hermano, al que Ella ama tal vez más que a nosotros mismos? Os lo pido por Dios, ¡no causemos semejante pena y dolor a su corazón de Madre!» 20.

Las personas a las que hemos de aguantar son amigos de Jesucristo: comparten nuestra vocación, forman con nosotros una sola familia, trabajan con el mismo fin que nosotros; contamos con ellos para el desempeño de nuestro oficio; son nuestros colaboradores en un ministerio común. ¡Cuántos motivos para amarlos, prestarles servicios y soportar con toda paciencia sus defectos!

6° La excelencia de esas virtudes. Ahora me arrepiento de haberlas llamado «pequeñas», pero no es mía esa expresión, es de san Francisco de Sales 21. Son pequeñas porque apuntan, por su objeto, a cosas menudas: una palabra, un gesto, una mirada, un detalle de cortesía; pero son muy grandes, si uno examina el principio que las informa y el fin que tienen.

Para un buen religioso, la práctica de las “pequeñas” virtudes es un continuo ejercicio de caridad para con el prójimo. Ahora bien, la caridad es la primera y más excelente de las virtudes. Por eso, el ejercicio de las “pequeñas” virtudes es el que forma a los hombres sólidamente virtuosos: razón de mucho peso, que nos las hace amar y facilita su práctica.

 

La magnanimidad

LA VIRTUD QUE NOS MUEVE A LA GRANDEZA
P. Antonio Royo Marín, O.P.
Es una virtud que inclina a emprender obras grandes, espléndidas y dignas de honor en todo género de virtudes. Empuja siempre a lo grande, a lo espléndido, a la virtud eminente; es incompatible con la mediocridad. En este sentido es la corona, ornamento y esplendor de todas las demás virtudes.
La magnanimidad supone un alma noble y elevada. Se la suele conocer con los nombres de «grandeza de alma» o «nobleza de carácter». El magnánimo es un espíritu selecto, exquisito, superior. No es envidioso, ni rival de nadie, ni se siente humillado por el bien de los demás. Es tranquilo, lento, no se entrega a muchos negocios a la vez, sino a pocos, pero grandes o espléndidos. Es verdadero, sincero, poco hablador, amigo fiel. No miente nunca, dice lo que siente, sin preocuparse de la opinión de los demás. Es abierto y franco, no imprudente ni hipócrita… Objetivo en su amistad, no se obceca para no ver los defectos del amigo. No se admira demasiado de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos. Sólo admira la virtud, lo noble, lo grande, lo elevado: nada más. No se acuerda de las injurias recibidas: las olvida fácilmente; no es vengativo. No se alegra demasiado de los aplausos ni se entristece por los vituperios; ambas cosas son mediocres. No se queja por las cosas que le faltan ni las mendiga de nadie. Cultiva el arte y las ciencias, pero sobre todo la virtud. Es virtud muy rara entre los hombres, puesto que supone el ejercicio de todas las demás virtudes, a las que da como la última mano y complemento. En realidad, los únicos verdaderamente magnánimos son los santos.
A la magnanimidad se oponen cuatro vicios: tres por exceso y uno por defecto. Por exceso se oponen directamente:
La presunción: que inclina a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas.
La ambición: que impulsa a procurarnos honores indebidos a nuestro estado y merecimientos.
La vanagloria: que busca fama y nombradía sin méritos en que apoyarla o sin ordenarla a su verdadero fin, que es la gloria de Dios y el bien del prójimo.
Como vicio capital que es, de él proceden otros muchos pecados, principalmente la jactancia, el afán de novedades, hipocresía, pertinacia, discordia, disputas y desobediencias.
Por defecto se opone a la magnanimidad la pusilanimidad, que es el pecado de los que por excesiva desconfianza en sí mismos o por una humildad mal entendida no hacen fructificar todos los talentos que de Dios han recibido; lo cual es contrario a la ley natural, que obliga a todos los seres a desarrollar su actividad, poniendo a contribución todos los medios y energías de que Dios les ha dotado.

Concordia

La concordia: adorno y distintivo de los creyentes

P. Jason Jorquera

 

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado,

para que sean uno como nosotros.”

Jesucristo.

 

Explicando este versículo, dice san Agustín que Jesús no se refiere a que sean uno con Dios, con Él en refiriéndose a su naturaleza, puesto que obviamente esto es imposible, sino que se refiere más bien a la unidad de voluntades lo cual es consecuencia exclusiva del amor. Es decir, que este “ser unos” con Dios y con su Hijo, significa ser uno en la búsqueda de la voluntad de Dios en nuestras vidas. Cuando el alma aprende a buscar en todo la voluntad de Dios, alcanza un fruto que la llena de gozo y a la vez es capaz de redundar en beneficio de quienes la rodean, este fruto tan deseado por los hombres de buena voluntad es lo que llamamos concordia, que es la conformidad en la unidad de corazones. Esta concordia es la que Jesucristo pide y exige para sus discípulos, por lo tanto, para ser verdaderos seguidores de Cristo en necesario que en nuestras comunidades viva la concordia si queremos que Jesucristo esté en medio de nosotros; y nos referimos a todas las comunidades de creyentes: comunidades religiosas, la familia, el trabajo, etc., porque la concordia, desde los primeros tiempos de la Iglesia, ha sido el adorno y distintivo de los creyentes.

Dice el libro del eclesiástico: Con tres cosas me adorno y me presento, hermosas ante el Señor y ante los hombres: la concordia entre hermanos, la amistad entre los prójimos y la armonía entre mujer y marido[1].

La concordia está presente donde reina la caridad; porque « La caridad nos une a Dios, la caridad cubre la multitud de los pecados, la caridad lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en ella; la caridad no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en la caridad hallan su perfección todos los elegidos de Dios y sin ella nada es grato a Dios.»[2]

Jesucristo quiere que todos sean uno y para guiar mejor al hombre hacia esa unidad con el Padre y el Espíritu Santo, ha querido hacernos parte de su única iglesia; la que tiene un solo Señor, una sola Fe, un solo bautismo y una sola Madre para conducirnos al cielo.

La Donum Veritatis, hablando a los teólogos dice: «La iglesia es ‘como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’. Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen ‘fermentos de infidelidad al Espíritu Santo»[3]

De todo esto se sigue lo nefasto y terrible que es crear discordia, que es el pecado que se opone a la concordia, entre los miembros de la Iglesia. Por eso debemos estar atentos a todo lo que sea causa de sembrar discordia, es decir, desunión entre los hermanos, como por ejemplo la murmuración, la mentira, las calumnias, el mal espíritu, etc. San Bernardo llega a decir: «Más vale que perezca uno, que la unidad: es necesario separar al que perturba la concordia[4]; y san León Magno: «Aborreced el espíritu de discordia; vivid siempre en paz; no disputéis de cosa alguna por diversión; las disputas engendran disputas; de ellas nacen las discusiones; encienden las llamas del odio; apagan la paz del corazón y rompen la unión de las almas.»[5]

El deseo de Jesucristo es que reine la paz y la unidad entre los hombres, cuanto más debemos nosotros convertirnos en ejemplo de concordia para el mundo, por eso Él  mismo se dirige al Padre suplicándole: Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.

[1] Eclo 25, 1.

[2] San Clemente, Carta a los Corintios.

[3] Donum Veritatis nº 40, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Congregación para la doctrina de la fe, 24 de mayo de 1990

[4] S. Bern., Ep. 102, sent. 62, Tric. T. 10, p. 325 y 326

[5] S. León Papa, Serm. 25, c. 5, sent. 19, Tric. T. 8, p, 385.

Las virtudes en general

Extracto del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las virtudes humanas y teologales
377. ¿Qué es la virtud?
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: “El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales.
378. ¿Qué son las virtudes humanas?
Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina.
379. ¿Cuáles son las principales virtudes humanas?
Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
380. ¿Qué es la prudencia?
La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.
381. ¿Qué es la justicia?
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama “virtud de la religión”.
382. ¿Qué es la fortaleza?
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
383. ¿Qué es la templanza?
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.
384. ¿Qué son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano,
vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.
385. ¿Cuáles son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad
386. ¿Qué es la fe?
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que “la fe actúa por la caridad” (Ga 5, 6).
387. ¿Qué es la esperanza?
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.
388. ¿Qué es la caridad?
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella “no soy nada” y “nada me aprovecha” (1 Co 13, 2-3).
389. ¿Qué son los dones del Espíritu Santo?
Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
390. ¿Qué son los frutos del Espíritu Santo?
Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y
castidad” (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).