Paternidad Divina – Catequesis de San Juan Pablo II

Paternidad Divina

(Comentario al Credo, IV Parte)

23.X.85

1. En la catequesis precedente recorrimos, aunque velozmente, algunos de los testimonios del Antiguo Testamento que preparaban a recibir la revelación plena, anunciada por Jesucristo, de la verdad del misterio de la Paternidad de Dios.

Efectivamente, Cristo habló muchas veces de su Padre, presentando de diversos modos su providencia y su amor misericordioso.

Pero su enseñanza va más allá. Escuchemos de nuevo las palabras especialmente solemnes, que refiere el Evangelista Mateo (y paralelamente Lucas): ‘Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos., e inmediatamente: ‘Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo’ (Mt 11, 25.27. Cfr. Lc 10, 21).

Para Jesús, pues, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’. ‘Mío’: precisamente por esto los judíos querían matar a Jesús, porque ‘llamaba a Dios su Padre’ (Jn 5, 18). ‘Suyo’ en sentido totalmente literal: Aquel a quien sólo el Hijo conoce como Padre, y por quien solamente y recíprocamente es conocido. Nos encontramos ya en el mismo terreno del que más tarde surgirá el Prólogo del Evangelio de Juan.

2. ‘Mi Padre’ es el Padre de Jesucristo: Aquel que es el Origen de su ser, de su misión mesiánica, de su enseñanza.

El Evangelista Juan ha transmitido con abundancia la enseñanza mesiánica que nos permite sondear en profundidad el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, su Hijo unigénito.

Dice Jesús: ‘El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado’ (Jn 12, 44). ‘Yo no he hablado de mi mismo; el Padre que me ha enviado es quien me mandó lo que he de decir y hablar’ (Jn 12,49). ‘En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo’ (Jn 5, 19). ‘Pues así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio al Hijo tener vida en sí mismo’ (Jn 5, 26). Y finalmente: el Padre que tiene la vida, me ha enviado, y yo vivo por el Padre’ (Jn 6, 57).

El Hijo vive por el Padre ante todo porque ha sido engendrado por El. Hay una correlación estrechísima entre la paternidad y la filiación precisamente en virtud de la generación: ‘Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado’ (Heb 1, 5).

Cuando en las proximidades de Cesarea de Filipo, Simón Pedro confiesa: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’, Jesús le responde: ‘Bienaventurado tú. porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre.’ (Mt 16, 16-17), porque ‘sólo el Padre conoce al Hijo’, lo mismo que sólo el ‘Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). Sólo el Hijo da a conocer al Padre: el Hijo visible hace ver al Padre invisible. ‘El que me ha visto a mí, ha visto al Padre’ (Jn 14, 9).3.

De la lectura atenta de los Evangelios se saca que Jesús vive y actúa constante y fundamental referencia al Padre. A El se dirige frecuentemente con la palabra llena de amor filial: ‘Abbá’; también n durante la oración en Getsemaní le viene a los labios esta misma palabra (Cfr. Mc 14, 36 y paralelos). Cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, enseña el’ Padrenuestro’ (Cfr. Mt 6, 9-13). Después de la resurrección, en el momento de dejar la tierra, parece que una vez más hace referencia a esta oración, cuando dice: ‘Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios'(Jn 1, 17).

Así, pues, por medio del Hijo (Cfr. Heb 1, 2), Dios se ha revelado en la plenitud del misterio de su paternidad. Sólo el Hijo podía revelar esta plenitud del misterio, porque sólo ‘el Hijo conoce al Padre’ (Mt 11, 27). ‘A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18).

4. ¿Quién es el Padre?. A la luz del testimonio definitivo que hemos recibido por medio del Hijo, Jesucristo, tenemos la plena conciencia de la fe de que la paternidad de Dios pertenece ante todo al misterio fundamental de la vida íntima de Dios, al misterio trinitario. El Padre es Aquel que eternamente engendra al Hijo, al Hijo consubstancial con El. En unión con el Hijo, el Padre eternamente ‘espira’ al Espíritu Santo, que es el amor con el que el Padre y el Hijo recíprocamente permanecen unidos (Cfr. Jn 14, 10).

El Padre, pues, es en el misterio trinitario el ‘Principio-sin principio’.’ El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado’ (Símbolo ‘Quicumque’). Es por sí solo el Principio de la Vida, que Dios tiene en Sí mismo. Esta vida es decir, la misma divinidad la posee el Padre en la absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo, que son consubstanciales con El.

Pablo, apóstol del misterio de Cristo, cae en adoración y plegaria ‘ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra’ (Ef 3, 15), principio y modelo.

Efectivamente hay ‘un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6).

Dios Padre – Catequesis de San Juan Pablo II

Dios Padre

(Comentario al Credo, IV Parte)

16.X.85

1. ‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’ (Sal 2, 7). En el intento de hacer comprender la plena verdad de la paternidad de Dios, que ha sido revelada en Jesucristo, el autor de la Carta a los Hebreos se remite al testimonio del Antiguo Testamento (Cfr. Heb 1, 4-14), citando, entre otras cosas, la expresión que acabamos de leer tomada del Salmo 2, así como una frase parecida del libro de Samuel:

‘Yo ser para él un padre / y él será para mí un hijo’ (2 Sm 7, 14):

Son palabras proféticas: Dios habla a David de su descendiente. Pero, mientras en el contexto del Antiguo Testamento estas palabras parecían referirse sólo a la filiación adoptiva, por analogía con la paternidad y filiación humana, en el Nuevo Testamento se descubre su significado auténtico y definitivo: hablan del Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre, del Hijo verdaderamente engendrado por el Padre. Y por eso hablan también de la paternidad real de Dios, de una paternidad a la que le es propia la generación del Hijo consubstancial al Padre. Hablan de Dios, que es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Hablan de Dios, que engendra eternamente al Verbo eterno, al Hijo consubstancial al Padre. Con relación a El Dios es Padre en el inefable misterio de su divinidad.

‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’:

El adverbio ‘hoy’ habla de la eternidad. Es el ‘hoy’ de la vida íntima de Dios, el ‘hoy’ de la eternidad, el ‘hoy’ de la Santísima e inefable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es Amor eterno y eternamente consubstancial al Padre y al Hijo.

2. En el Antiguo Testamento el misterio de la paternidad divina intratrinitaria no había sido aún explícitamente revelado. Todo el contexto de la Antigua Alianza era rico, en cambio, de alusiones a la verdad de la paternidad de Dios, tomada en sentido moral y analógico. Así, Dios se revela como Padre de su Pueblo Israel, cuando manda a Moisés que pida su liberación de Egipto: ‘Así habla el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te mando que dejes a mi hijo ir.’ (Ex 4, 22-23).

Al basarse en la Alianza, se trata de una paternidad de elección, que radica en el misterio de la creación. Dice Isaías: ‘Tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos’ (Is 64, 7; 63, 16).

Esta paternidad no se refiere sólo al pueblo elegido, sino que llega a cada uno de los hombres y supera el vínculo existente con los padres terrenos. He aquí algunos textos: ‘Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá’ (Sal 26, 10). ‘Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles’ (Sal 102, 13). ‘El Señor reprende a los que ama, como un padre a su hijo preferido’ (Prov 3, 12). En los textos que acabamos de citar está claro el carácter analógico de la paternidad de Dios-Señor, al que se eleva la oración: ‘Señor, Padre Soberano de mi vida, no permitas que por ello caiga. Señor, Padre y Dios de mi vida, no me abandones a sus sugestiones’ (Sir 23, 1-4). En el mismo sentido dice también: ‘Si el justo es hijo de Dios, El lo acogerá y lo librará de sus enemigos’ (Sab 2, 18).

3. La paternidad de Dios, con respecto tanto a Israel como a cada uno de los hombres, se manifiesta en el amor misericordioso. Leemos, p.e., en Jeremías: ‘Salieron entre llantos, y los guiar con consolaciones. pues yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito’ (Jer 31, 9).

Son numerosos los pasajes del Antiguo Testamento que presentan el amor misericordioso del Dios de la Alianza. He aquí algunos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas’ (Sab 11, 24-27). ‘Con amor eterno te amé , por eso te he mantenido mi favor’ (Jer 31, 3). En Isaías encontramos testimonios conmovedores de cuidado y de cariño:

‘Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas.? Aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15. Cfr. también 54, 10). Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad (Cfr. Dives in misericordia, nota 52).

4. En la plenitud de los tiempos mesiánicos Jesús anuncia muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres remitiéndose a las numerosas expresiones contenidas en el Antiguo Testamento. Así se expresa a propósito de la Providencia Divina para con las criaturas, especialmente con el hombre: vuestro Padre celestial las alimenta.’ (Mt 6, 26. Cfr. Lc 12, 24), ‘sabe vuestro Padre celestial que de eso ten is necesidad’ (Mt 6, 32. Cfr. Lc 12, 30). Jesús trata de hacer comprender la misericordia divina presentando como propio de Dios el comportamiento acogedor del padre del hijo pródigo (Cfr. Lc 15, 11-32); y exhorta a los que escuchan su palabra: ‘Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso’ (Lc 6, 36).

Terminar diciendo que, para Jesús, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’.

La principal batalla del monje

“Que mis pensamientos le sean agradables”

(Sal 104:34)

P. Theodore  Trinko

Monje, IVE.

¿Qué es lo más difícil del monasterio?

 A pesar de lo que ustedes piensen,  no es hacer penitencias corporales a lo loco de las cuales leemos en los padres del desierto especialmente porque no hacemos mucho de eso. Lo que diría yo que es lo más difícil es cumplir la petición mencionada arriba del salmista: tener pensamientos agradables hacia Dios. Lo que sigue es una elaboración del tema.

¿Cuál es el oficio que distingue al  contemplativo?  Contemplar. ¿Qué es contemplar?  Es una mirada amorosa a Dios. Entonces se puede entender que la tarea más difícil del contemplativo es retirar todo aquello que nos impide hacer nuestro deber, aquello que nos distrae de la contemplación de Dios. ¿Que nos imposibilita la contemplación? Nuestros pensamientos distractivos o divagantes.

Nadie puede escaparse de las distracciones. Son parte de la vida que acompaña nuestro ser racional. “A pesar de todo nuestro fervor, nos vemos asaltados con distracciones…las distracciones son inevitables. Somos débiles y hay muchos objetos que atraen nuestra atención y que disipan nuestra alma”[1] “Desde el momento en el cual el hombre deja de conversar con otros, empieza a conversar interiormente con sí mismo.”[2]

Para el contemplativo que dedica una gran parte del día en silencio, esta realidad antropológica está siempre presente. El hombre siempre está pensando en algo.

El P. Walter Ciszek experimentó lo mismo de un modo potentísimo durante sus años de celda en su  aislamiento en Rusia: “La mente humana es inquieta y no puede estar limitada. Trabaja en cada momento que está despierta, siempre pensando, recordando, soñando, o temiendo del futuro con ansiedad y temor en el presente. Se puede controlar esta inquietud encauzándola, pero no se puede detener.”[3]

Aunque parezca que el contemplativo no hace mucho y aunque exteriormente de hecho no esté haciendo nada, su facultad más noble está trabajando a toda velocidad. Todos experimentamos esta calma exterior con la actividad interior durante los ejercicios espirituales, días de retiro, y diariamente durante la Adoración al Santísimo.

¿Entonces, qué debe hacer el monje con todos estos pensamientos? Simplemente debe rezar. El día del monje debe ser una oración continua en cumplimiento del precepto de San Pablo de “rezar sin cesar” (1 Tess. 5,17). Pero hay tantas maneras de oración que esto puede significar un  sinfín de actividades. ¿Están los monjes haciendo meditaciones según San Ignacio a cada hora del día?,  ¿estamos constantemente recitando versículos bíblicos de memoria?, ¿nos colocamos a menudo en los distintos escenarios de la vida de Cristo? Aunque estos ejercicios son laudables, sería un error el limitar la oración sólo a estas actividades. Como lo ha dicho un monje trapense, “ser un hombre de piedad, un hombre de oración, significa ser un hombre en quien todos los pensamientos, palabras, obras no son sólo sobre Dios sino dirigidos hacia Dios…un hombre piadoso es un hombre que reza siempre pero no uno que está siempre diciendo oraciones.”[4]

La oración que buscamos practicar todo el día es conocida en la espiritualidad Teresiana como recogimiento y no es fácil.

El P. Marie-Eugene nos recuerda que “debemos tener recogimiento dentro de nosotros mismo aun en nuestras ocupaciones ordinarias.”[5] No hay un momento en el cual no podamos practicar esta oración. Es siempre posible: en la celda, en el refectorio, en el taller, en el campo, en el pasillo, todos estos nos sirven como oratorios.

¿En qué consiste esta oración? Nada más que en recordar que la Santísima Trinidad está substancialmente presente dentro de nuestras almas, en la medida que estemos en el estado de gracia santificante.

Dando respuesta a una pregunta sobre sus sueños, St. Teresa del Niño Jesús menciona que está todo el día pensando en Dios. Una teoría simple pero ardua de poner en práctica.

Como dice nuestro directorio, “una de las tareas más arduas será la lucha acética de adquirir el silencio interior, una lucha que presupone la purificación interna de los sentidos y de los pensamientos.”[6] El directorio continúa haciendo una conexión entre este silencio interior y el silencio exterior. Silencio exterior sólo es útil si  lleva al monje al silencio interior; estamos en silencio por fuera para estar en silencio interiormente: ¿qué es el ruido interior?, “todo lo que nos quita la atención a Dios”[7]

Santa Teresa habla detenidamente sobre esta oración de recogimiento. No es “un estado sobrenatural sino que depende de nuestro querer.” [8] Dicho de otra manera, recogernos es algo que está al alcance de nuestras capacidades naturales. Se presupone la necesidad de la gracia que es necesaria para casi actividad[9] pero este estado requiere inicialmente mucha cooperación de nuestra parte. Sólo después de haber logrado adquirir este recogimiento por nuestros esfuerzos asistidos por la gracia, podremos recibir un estado de recogimiento más alto que es el estado infuso.

Sin embargo, el recogimiento natural adquirido no es  fácil de obtener, por lo que  santa Teresa anima a los que se esfuerzan por alcanzar este estado a “no cansarse de acostumbrarse al método descrito.” [10] Aunque “nos pasemos todo un año sin obtener lo que pedimos, preparémonos para seguir intentando por más tiempo aun.” [11] No es algo que se dá aquellos que no se esfuerzan por conseguirlo, “el alma tiene que poner su esfuerzo vigoroso. Recogimiento lleva un ascetismo difícil.” [12]

Todos hemos experimentado la lucha con las distracciones y nuestros pensamientos divagantes durante la Adoración, durante largas horas de estudio en preparación para el tiempo de exámenes, o en los días que estamos enfermos en cama. Ahora imagínense que este hecho se lleva a cabo durante todo el día. “Recogimiento y distracción son dos adjetivos que están en oposición.” [13] “Distracción es una invasión a una o todas las facultades por otro objeto que interrumpe nuestro recogimiento.” [14] Algunos de los padres del desierto hablan hasta de ahuyentar “el violento combate interior de nuestros pensamientos.”, y e l beato Columba Marmion recomienda “estrellar los pensamientos distractivos contra la roca que es Cristo.” [15]

Si cumplimos esto de vencer sobre las batallas del combate interior contra los pensamientos que no sean Dios, lograremos que el monasterio sea verdaderamente una prefiguración, anticipación, o vestíbulo del cielo.[16] De hecho en eso consiste el cielo: en pensar en Dios. En la visión beatifica tendremos una visión intelectual de Dios. En el monasterio, estamos constantemente empeñados en una batalla espiritual contra nuestros pensamientos ociosos para que podamos amorosamente contemplarlo a Él en todo momento.

María, que siempre reflexionó sobre los misterios de la vida de Cristo en su corazón (Lc 2,19), nos alcance la gracia de perseverar en esta batalla para que podamos siempre tener a Cristo delante de nosotros.

[1] Bl. Columba Marmion, Jesucristo: Ideal del monje, 931.

[2] Garrigou-Lagrange, The Three Ages of the Interior Life, I, pg. 2

[3] Fr. Walter Ciszek, He Leadeth Me, 52-3.

[4] Fray M. Raymond, Incienso Quemado, Prefacio, 16.

[5] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 202.

[6] Directory of Contemplative Life, 111.

[7] Ibid. 109.

[8] St. Teresa of Jesus, Way of Perfection, Ch. XXIX.

[9] Cf. St. Thomas Aquinas, Summa Theologica, I-II, 109, 2.

[10] Ibid.

[11] Ibid. Ch. XXXVI.

[12] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 204.

[13] Ibid. 235.

[14] P. Marie-Eugene, O.C.D., I Want to See God, pg. 235.

[15] Bl. Columba Marmion, Christ: The Ideal of the Monk, Ch. 2.

[16] Cf. Christ: The Ideal of the Monk, Ch. 1.

Nueva imagen de María Santísima en Séforis

Nueva ermita en Séforis

 

Queridos amigos:

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Con gran alegría, luego de haber preparado un jardín con una cruz de 3 metros de alto en nuestro monasterio, queremos compartirles la construcción e inauguración de una ermita dedicada a la santísima Virgen María, quien cuando niña vivió, jugó y se santificó en este santo lugar que fue la casa de su mamá, santa Ana.
Como en todas las cosas que nos acontecen, la mano de la Divina Providencia siempre presente y atenta a nuestras necesidades, se valió de un amigo del monasterio: Daniel, primer feligrés de este sencillo lugar, quien nos hizo llegar la imagen de la santísima Virgen (donada a su vez a para alguna casa religiosa en Tierra Santa), quien quiso contribuir pagando todo lo necesario para la construcción de la ermita; y así fue que con gran esfuerzo y dedicación, hicimos las veces de constructores, y con ayuda de varias personas: un voluntario, un par de benefactores, muchas oraciones y finalmente nuestra improvisada mano de obra, pudimos finalmente inaugurar y bendecir el pasado 28 de enero la imagen de nuestra Señora durante la santa Misa, pare ser posteriormente colocada en el lugar a ella destinada por manos del mismo Daniel, quien feliz la llevaba en sus brazos durante la solemne procesión, para quedarse al centro del jardín, y a quien le encomendamos nuestra misión y a los peregrinos que vengan a visitar este santo lugar, ubicado en las afueras de un Moshav hebreo y en consecuencia desconocido para muchos cristianos de Nazaret, quienes poco a poco han ido tomando conocimiento de su existencia y van apareciendo de vez en cuando para rezar, pedir alguna confesión o participar de la santa Misa aquí, en la casa de santa Ana.

Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos también por las intenciones de los peregrinos y nuestra santificación.

Con nuestra Bendición, en Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

P. Enrique González
P. Jason Jorquera M.
P. Néstor Andrada

Comenzando los preparativos…

 

Base terminada

 

Vamos por la ermita!!

 

Definiendo algunos detalles

La puerta de vidrio

 

La santa Misa de bendición de la imagen

Amigos del monasterio

 

Llevando a la Virgen a su ermita

 

Bendición del lugar y entronización

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Animarse a la santidad

Un llamado universal

 

P. Jason Jorquera M.

San Rafael Arnáiz

A veces al leer la vida de los santos, encendidos en animoso ardor, decimos “qué admirable, qué grandioso sería hacer aquello”  y nos quedamos en el umbral contemplando impresionados, pero sin entrar a compartir y realizar aquellas grandes hazañas. ¿Por qué nos estancamos en vez de fluir como agua de vertiente?; sí, es cierto, nadie está obligado a lo imposible, ya que no todos tenemos las mismas cualidades y/o facultades físicas ni espirituales, y sin embargo, es cierto también que todos estamos llamados a fluir e ir arrastrando en nuestras aguas aquellos “minerales” que la tierra nos va proporcionando. Los minerales son los beneficios, dones, talentos, etc., que tenemos que llevar a las almas -y lo digo especialmente como religioso-; y la tierra es la gracia, que es la que nos entrega todos esos beneficios. Corramos pues por aquella buena tierra.

Quizá alguno objete: “pero ¿qué soy yo, pequeño riachuelo, comparado a aquellos magníficos torrentes que son los santos?”, y no obstante, muchos de aquellos torrentes comenzaron siendo pequeños hilos de agua; algunos incluso en su momento fueron tierra árida y seca, pero la primera y más grandiosa obra que realizaron fue la de ser dóciles a la gracia y esto está a nuestro alcance, no lo podemos objetar. “Un santo no nace, se hace” reza el dicho; ¿hasta cuándo, pues, nos excusaremos en nuestra debilidad, propia de nuestra naturaleza caída?; es cierto que somos frágiles e inclinados al mal, pero también es cierto que la gracia que nuestro Señor Jesucristo nos concedió gratuitamente en la cruz eleva nuestra naturaleza hacia las cumbres más altas e inimaginables de la vida espiritual: el mismo San Pablo antes de ser el apóstol de los gentiles fue el perseguidor de los cristianos, pero donde  abundó el pecado sobreabundó la gracia[1] -nos dejó escrito después él mismo-, y nuestro Señor Jesucristo nos dice sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial[2], y evidentemente Él no pide nada sin antes concedernos la gracia que necesitamos para su cumplimiento, de ahí que también se diga: haz lo posible y lo imposible déjaselo a Dios.

Venerable Antonietta Meo

Ciertamente que no es fácil, es necesario pasar por la cruz, y ése es exactamente el denominador común entre todos los santos, que son aquellos que sinceramente quisieron imitar a Cristo, pero a Cristo Crucificado. Así también debemos tener en claro que todo árbol por enorme e imponente que se vea salió de una pequeña semilla que paulatinamente se fue regando antes de llegar a ser lo que es. Es verdad que Dios si quiere puede encender un alma hasta hacer que se funda en amor, pero eso dejémoselo a Dios que obra libremente en quien quiere, cuando quiere y cuanto quiere: ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios?[3]; conformémonos con los medios ordinarios que en sí mismos son extraordinarios pues que Dios habite en nuestras almas por su gracia ¿no es acaso una desbordante y desproporcionada muestra de su infinita misericordia?, reguemos, pues, la semilla que Dios ha plantado en nosotros, pongamos cada día en nuestros actos el mayor fervor posible; por insignificante que parezca lo que hacemos, cuando es hecho con total entrega siempre glorifica a Dios y predispone nuestra alma al aumento de santidad y méritos que posteriormente recibiremos de nuestro Creador.

San Martín de Porres se santificó con la escoba y Dios, además, lo coronó con grandiosos prodigios ya desde su vida aquí en la tierra, los cuales “no son requisito necesario” o demostración de la práctica de las virtudes humanas que nos llevan a las heroicas. Tantos santos hay que jamás hicieron grandes milagros en la tierra y, sin embargo, llegaron a altísimos grados de contemplación y unión con Dios; como por ejemplo el mismo san José del cual históricamente no tenemos prácticamente datos escritos o testimonios de que ya en su vida terrenal haya realizado grandes y maravillosos milagros, es más, ni siquiera en los evangelios podemos encontrar siquiera algunas palabras salidas de su boca, simplemente se santificó amando a Dios sobre todas las cosas en una humilde y sencilla carpintería; y pensemos con cuánto amor amaba a Dios que Él mismo lo eligió como custodio de sus dos más grandes tesoros: su propio Hijo y su madre. No busquemos hacer milagros, ni realizar grandes hazañas a los ojos de los hombres, sino sencillamente esforcémonos en dar gloria a Dios incondicionalmente, eso es la santidad. Si queremos gloriarnos que sea en Jesús y en nada más;  pongamos los medios que nos permitan nuestras fuerzas, pero “todas nuestras fuerzas” al servicio y entrega a Dios, en nuestro estado, en nuestro oficio, pero sobre todo hagámoslo siempre para la Mayor Gloria de Dios y salvación de las almas: quizás no podré realizar las grandes penitencias de un San Pedro de Alcántara pero sí arrodillarme un minuto ante el sagrario, y después cinco, y después más o tal vez no, pero poniendo todo de mi parte aun cuando no logre todo lo que quiera pues más importa hacer todo lo que Dios quiera; quizás tampoco podré dormir menos de una hora al día como hacía Santa Catalina de Siena, ni mucho menos convertir a un pecador con dos o tres palabras como San Juan María Vianney; pero sí puedo, como todos ellos, pedirle a Dios constantemente crecer en las virtudes que me asemejan a Cristo, ese es un derecho que el mismo Mesías nos regaló y que no debemos desaprovechar en absoluto, ya que Él mismo nos dijo Pedid y se os dará…[4], y por más insignificantes y miserables que seamos podemos siempre rogar confiadamente al Cielo sin dejar que nuestra miseria nos oprima, ya que si bien es cierto que somos pecadores y de naturaleza caída también es cierto que somos imagen y semejanza de Dios[5]. Podemos llorar nuestros pecados ¿Quién nos lo impide?, y ¿acaso no fue esta una actitud fundamental en la vida de los santos?, ¿apuntamos a lo accidental o a lo esencial en nuestra vida ascética?; podemos también ayudar a Cristo en nuestros hermanos, podemos imitar a Cristo en la cruz rogando por nuestros enemigos, perdonando a quienes nos han ofendido, haciendo pequeños sacrificios, ofreciéndole nuestras buenas obras, etc., en fin, viviendo movidos por la caridad iluminada por la fe y fortalecida por la gracia: si después Dios nos quiere exaltar con prodigios extraordinarios que haga como a Él le plazca pues para eso es Dueño y Señor de la creación entera, pero si no ocurre así ¡lo mismo bendito sea Dios!, pues como dijimos anteriormente aquellas “cosas extraordinarias” no son necesarias para progresar sino mero don gratuito de Dios; de nuestra parte corresponde dar el puntapié inicial y seguir caminando abandonados con plena confianza en Él. No debemos ser mediocres y estancarnos sino fluir incansablemente animados por la gracia, entregados completamente, para que Dios pueda obrar en y por nosotros aquel hermosísimo plan divino de salvación que nos tiene preparado desde toda la eternidad: He aquí nuestra santificación, en ser dóciles al Espíritu Santo en aquello que Dios me pide “a mí”, porque la salvación es personal, la santificación también, y yo me santifico en aquello que la voluntad divina tiene preparado para mí. Es verdad que puedo y es muy loable querer hacer lo que los santos han hecho pero cada uno de ellos llegó a ese elevado grado de unión con Dios siendo fiel al Espíritu Santo en el designio divino que tenía para ellos en concreto, designio que si bien puede materialmente parecer inclusive el mismo para mí o ser mi ideal (por ejemplo el monje que quiere imitar a san Antonio, o el médico que desea ser como san José Moscati) es concretamente distinto pues yo soy una persona realmente diferente, que debe ser fiel a Dios en aquello que propiamente Él me pide: de ahí la importancia de la docilidad, sea ésta manifestada (como ocurre de ordinario) en el director espiritual o claramente por moción divina. Eso es lo que nos eleva y diviniza, el cumplimiento de lo que Dios me tiene preparado a mí y hacerlo con el mayor entusiasmo posible.

Santa Gianna Beretta Molla

Finalmente no debemos cometer el grave error de querer solamente imitar a los santos, pues si queremos verdaderamente emular sus virtudes ha de ser porque éstas son participación de las de Cristo y por tanto siempre limitadas por extraordinarias y heroicas que sean: Cristo es el modelo perfectísimo que debemos imitar; si obramos como los santos es porque aquellos resaltan de modo admirable (lo cual es innegable) algún o algunos de los muchos aspectos de la perfección de Cristo, y queremos ser como ellos porque queremos ser como Jesucristo, ese es nuestro fin: la amorosa configuración con nuestro Señor Jesucristo que se da sólo, como ya sabemos, en la cruz, en su bendita cruz a la cual nos invita a clavarnos junto con Él para resucitar así también con Él. No le neguemos nada entonces y seamos generosos con aquel que fue primero desmedidamente generoso con nosotros sin haberlo merecido, porque, como decía el doctor melifluo: La medida del amor a Dios es amarlo sin medida.

Pidámosle a la Santísima Virgen María, madre de nuestro modelo a imitar por excelencia, la gracia de parecernos a su Hijo, empezando por las cosas pequeñas pero sin dejarnos desanimar por nuestra miseria y finitud sino más bien encendiendo cada uno de nuestros actos en el amor divino cuyo apogeo es el calvario: No hay cosas grandes ni chicas, pues todo es para la mayor gloria de Dios. (P. Casanova).

Que la santísima Virgen sea nuestra maestra,

Y nuestra escuela el crucifijo.

[1] Ro 5,20

[2] Mt 5,48

[3] Ro 9,20

[4] Cfr. Jn 16,24

[5] Cfr. Gén 1,26