Virtudes y pecados del hombre de acción (II/II)

Los pecados de un hombre de acción

San Alberto Hurtado

Para un examen de conciencia

Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios.

Andar demasiado a prisa. Querer ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito.

No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.

Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios.

Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.

No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.

Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar.

Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.

Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativas; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud. Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.

Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.

Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.

No dormir bastante, ni comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.

Dejarse tomar por compensaciones sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años…

San Alberto Hurtado, “La búsqueda de Dios”, pp. 47-49; s45y26

Virtudes y pecados del hombre de acción (I/II)

Las virtudes del hombre de acción

San Alberto Hurtado

Transparencia

Hay que llegar a la lealtad total, a una absoluta transparencia, a vivir de tal manera que nada en mi conducta rechace el examen de los hombres, que todo pueda ser examinado. Una conciencia que aspira a esta rectitud siente en sí misma las menores desviaciones y las deplora: se concentra en sí misma, se humilla, halla la paz.

Humildad y magnanimidad

Considerarme siempre servidor de una gran obra. Y, porque mi papel es el de sirviente, no rechazar las tareas humildes, las modestas ocupaciones de administración, aun las de aseo… Muchos aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas grandes, pero hay tareas que todos rechazan, que ésas sean de preferencia las mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor que ponemos en ellas.

La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos, porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto de Él, y que todas mis superioridades frente a los demás de Él vienen.

Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerme con plenitud para una colaboración total.

Humildad es, por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo; darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios, y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio: Toda superioridad es para el bien común (Santo Tomás).

No soy yo el que cuenta, es la obra

No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderme en Él. Todo lo que yo agrego de puramente mío, está de más; mejor, es nada. No esperar reconocimiento, pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos; mirar lo que queda por hacer y saber que mañana habrá un nuevo golpe, y todo esto con alegría.

Munificencia, magnificencia, magnanimidad, tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar [algo] grande y bello. Piensa en otra cosa que en invertir y llenar los bolsillos de sus partidarios. El magnánimo piensa y realiza en forma digna de la humanidad: no se achica. Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está perdido de antemano. Algunos te dirán: “¡Cuidado con el orgullo!… ¿por qué pensar tan grande?”. Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más chico se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito, achicándose.

Grandeza y recompensa del militante en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor… ¿El éxito? ¡Abandonarlo a Dios!

San Alberto Hurtado,  “La búsqueda de Dios”, pp. 47-49; s45y26

Voto de amar a Jesús

Tomado de

Dios y mi alma

San Rafael Arnáiz

 

San Rafael Arnáiz Barón

En la oración de esta mañana he hecho un voto. He hecho el voto de amar siempre a Jesús. Me he dado cuenta de mi vocación. No soy religioso…, no soy seglar…, no soy nada… Bendito Dios, no soy nada más que un alma enamorada de Cristo. Él no quiere más que mi amor, y lo quiere desprendido de todo y de todos. Virgen María, ayúdame a cumplir mi voto. Amar a Jesús, en todo, por todo y siempre… Sólo amor. Amor humilde, generoso, desprendido, mortificado, en silencio… Que mi vida no sea más que un acto de amor.

Bien veo que la voluntad de Dios, es que no haga los votos religiosos, ni seguir la Regla de san Benito. ¿He de querer yo lo que no quiere Dios? Jesús me manda una enfermedad incurable; es su voluntad que humille mi soberbia ante las miserias de mi carne. Dios me envía la enfermedad. ¿No he de amar todo lo que Jesús me envíe? Beso con inmenso cariño la mano bendita de Dios que da la salud cuando quiere, y la quita cuando le place.

Decía Job, que pues recibimos con alegría los bienes de Dios, ¿por qué no hemos de recibir así los males? ¿Mas acaso todo eso me impide amarle?… No…, con locura debo hacerlo.

Vida de amor, he aquí mi Regla…, mi voto… He aquí la única razón de vivir.

Empieza el año 1938. ¿Qué me prepara Dios en él? No lo sé… ¿Quizás no me importe?… Menos ofenderle me da lo mismo todo… Soy de Dios, que haga conmigo lo que quiera. Yo hoy le ofrezco un nuevo año, en el que no quiero que reine más que una vida de sacrificio, de abnegación, de desprendimiento, y guiada solamente por el amor a Jesús…, por un amor muy grande y muy puro.

Quisiera mi Señor, amarte como nadie. Quisiera pasar esta vida, tocando el suelo solamente con los pies. Sin detenerme a mirar tanta miseria, sin detenerme en ninguna criatura. Con el corazón abrasado en amor divino y mantenido de esperanza. Quisiera Señor, mirar solamente al cielo, donde Tú me esperas, donde está María, donde están los santos y los ángeles, bendiciéndote por una eternidad, y pasaron por el mundo solamente amando tu ley y observando tus divinos preceptos.

¡Ah!, Señor, cuánto quisiera amarte. ¡Ayúdame, Madre mía!.

He de amar la soledad, pues Dios en ella me pone.

He de obedecer a ciegas, pues Dios es el que me ordena.

He de mortificar continuamente mis sentidos.

He de tener paciencia en la vida de comunidad.

He de ejercitarme en la humildad.

He de hacer todo por Dios y por María.

San Rafael Arnáiz: “Dios y mi alma”, 1º de enero de 1938.

Fotos de Séforis

Monasterio de la Sagrada Familia

Séforis, Tierra Santa

 

Queridos amigos:

En esta ocasión simplemente les queremos compartir algunas fotos de nuestro monasterio para que a la distancia puedan conocer un poco más el lugar en que antaño viviera la Sagrada Familia y que actualmente, por gracia de Dios, cuenta con una pequeña comunidad monástica del Instituto del Verbo Encarnado.

Aprovechamos para contarles que más de una vez hemos tenido la dicha de recibir peregrinos que se han enterado de “la casa de santa Ana” por medio del Facebook, así que es para nosotros una gran alegría, además de saber que tantas personas nos acompañan desde lejos, que los que tienen la oportunidad de venir a Tierra Santa, al pasar por Galilea, vengan a visitarnos.

Seguimos en unión de oraciones y esperamos poder seguir compartiendo con ustedes material católico y noticias que ayuden a confirmar, enriquecer y fortalecer nuestra fe.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

P. Enrique González, P. Jason Jorquera y P. Néstor Andrada.

Orgullo, enemigo acérrimo de la humildad

Para examinarnos con sinceridad…

Mons. Fulton J. Sheen

 

El hombre puede creer que se eleva sobre sus semejantes y sentirse superior a ellos en dos formas: por su sabiduría o por su poder, es decir, alabándose de lo que conoce, o usando dinero e influencia para alcanzar la supremacía. Tales formas de conducta siempre nacen del orgullo.

El orgullo de la primera clase, que es el orgullo intelectual, cambia de expresión según la moda de la época. En ciertos períodos de la Historia (cuando los ídolos públicos eran los hombres cultos y estimados por su intelectualidad) los soberbios pretendían poseer vastos conocimientos que realmente no eran suyos. Eran comunes los defraudadores intelectuales. Los que siempre desean parecer más que ser, pueden ser aplaudidos en su tiempo, fingiendo una intelectualidad que no les corresponde.

Esos defraudadores intelectuales son menos comunes hoy, porque nuestra sociedad no recompensa a los cultos con suficiente publicidad ni esplendor. Por ello, los mentecatos imitadores no ganan nada con fingirse intelectuales. Quedan trazas de esos elementos antiguos en ciertos círculos intelectuales donde se pregunta si uno ha leído tal libro o tal otro como prueba de si uno está culturalmente bien situado.

Hoy la forma más común del orgullo intelectual es negativa. El orgulloso no se exalta a sí mismo, pero procura humillar a los otros y así cumple al fin el mismo objetivo, que es el de encontrarse superior a sus compañeros. El cínico y el burlón constituyen ejemplos comunes del orgullo moderno. No fingen compartir la sabiduría de los cultos y se limitan a decirnos que lo que los sabios saben es falso, que las grandes disciplinas de la mente son un compuesto de absurdos pasados de moda, y que nada vale aprenderse porque todo es anticuado. El ignorante, al jactarse de su ignorancia, procura hacerse pasar por superior a los que saben más que él y da por hecho que conoce lo que ellos no, añadiendo que el estudio sólo sirve para perder el tiempo.

El ególatra de este tipo, que desprecia la ajena sabiduría, incurre en tanta culpa de orgullo como el seudo-intelectual a la antigua, que fingía una sabiduría que no se ha molestado en adquirir.

Los dos errores, el viejo y el nuevo, serían más raros si la educación insistiera más, que lo hace, en la receptividad. El niño se humilla ante los hechos y se sume en admiración de lo que ve. El maduro, muy a menudo, pregunta acerca de todo: «¿usaré esto para extender mi ego, para distinguirme entre todos y para hacer que la gente me admire más? » La ambición de usar el conocimiento para nuestros fines egoístas elimina la humildad necesaria en nosotros antes de aprender nada.

La soberbia intelectual destruye nuestra cultura y coloca una nube de egolatría ante nuestros ojos, lo que nos impide gozar de la vida que nos rodea. Cuando estamos ocupados en nosotros mismos no prestamos plena atención a las cosas o personas que cruzan nuestro camino, por lo cual no conseguimos en ninguna experiencia el regocijo que os pudiera dar. El niño pequeño sabe que lo es y acepta el hecho sin fingir ser grande, por lo que su mundo es un mundo de maravilla. Para todo chiquillo pequeño, su padre es un gigante.

La capacidad de maravillarse ha sido extinguida en muchas universidades. El hombre empieza interesándose en si es el primero o el último de la clase, o en si figura entre los medianos y pretende elevarse o no. Ese interés en si propio y en la calibración moral que tiene, envenena la vida de los orgullosos, porque pensar demasiado en uno mismo es siempre una forma de la soberbia.

El deseo de aprender, de cambiar y de crecer es una cualidad propia de quien se olvida a sí mismo y es realmente humilde.

El orgullo y el exhibicionismo nos imposibilitan el aprender, y hasta nos impiden enseñar lo que sabemos. Sólo el ánimo que se humilla ante la verdad desea transmitir su sabiduría a otras mentalidades. El mundo nunca ha conocido educador más humilde que Dios mismo, que enseñaba con parábolas sencillas y ejemplos comunes que se referían a ovejas, cabras y lirios del campo, sin olvidar los remiendos de las ropas gastadas, ni el vino de las botas nuevas.

El orgullo es como un perro guardián de la mente, que aleja la prudencia y la alegría de la vida. El orgullo puede reducir todo el vasto universo a la dimensión de un solo yo restringido a sí mismo y que no desea expandirse.

Fulton J. Sheen, Paz interior,

Ed. Planeta, Madrid, 1966, cap. 18, pp. 113-115

Virtudes cristianas: Humildad

La humildad, servidora de la verdad

 

Por san Alberto Hurtado

El fundamento de la humildad es la verdad… Es sierva de la verdad, y la Verdad es Cristo. El Principio y fundamento: ¿Quién es Dios y quién soy yo? Dios es la fuente de todo ser y de toda perfección. ¿Y yo?… De mí, cero.

Humildad en mis relaciones con Dios. Como consecuencia, debo estar totalmente entregado en cualquier oficio, a cualquier hora, sin excusas ni murmuraciones, ni disgustos, ni rebeliones interiores contra los planes de la Providencia sobre mi salud o el fracaso en una obra. El Señor quiere sellar el mundo con la Cruz.

Servir de la manera más natural, como algo que cae de su peso, sin que nunca le parezca que ya es tiempo de descanso… a toda hora, a cualquiera, aún a los antipáticos… No he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20,28). Póngale no más… Lo único que puede excusarme es el mejor cumplimiento de otro servicio.

¡Qué gran santidad! Siempre con una sonrisa… De la mañana a la noche en actitud de decir sí; y si es a media noche, también, sin quejarme, sin pensar que me han tomado para el tandeo… porque os tomarán, porque son pocos los comodines.

Humildad con mis superiores: Que me manden lo que quieran, cuando y como quieran. No se me pasará por la cabeza el criticarlos por criticarlos. Si a veces es necesario exponer una conducta para consultar, para desahogarme, para formarme criterio, que sea con una persona prudente, en reserva, y jamás en recreo o delante de personas imprudentes o como un desahogo de pasión.

Humildad con mis hermanos: Bueno, cariñoso, ayudador, alegrador, sirviéndolos porque Cristo está en ellos. Cuanto hicisteis a unos de estos, a mí me lo hicisteis (cf. Mt 25,40). Lo del vaso de agua. Si abusan, tanto mejor, es Cristo quien aparentemente abusa. Tanto mejor, mientras yo pueda. No sacar a relucir las faltas. Respeto a todos; si tengo una opinión expóngala humildemente, respetando otras maneras de ver. Nada más cargante que los dogmatismos.

Humildad conmigo: Es la verdad. ¿Qué tengo, Señor, que tú no me lo hayas dado? ¿qué sé…?, ¿qué valgo…? A la hora que el Señor me abandone, viene el derrumbe. Reconocer mis bienes: son gracia.

  1. Las humillaciones

Aceptar las humillaciones, no buscarlas (a menos inspiración y bajo obediencia). Benditas humillaciones: uno de los remedios más eficaces. Son instructivas: nos ponen en la verdad sobre nosotros.

La humillación ensancha: nos hace más capaces de Dios. Nuestra pequeñez y egoísmo achica el vaso. Cuando nos va bien, nos olvidamos; viene el fracaso y siente uno que necesita a Dios.

La humillación pacifica: La mayor parte de nuestras preocupaciones son temores de ser mal tratados, poco estimados. La humillación nos hace ver que Dios nos trata demasiado bien.

La humillación nos configura a Cristo: la gran lección de la Encarnación: Se vació a sí mismo, se anonadó; poneos a mi escuela que soy manso y humilde. Nadie siente tanto la pasión de Cristo como aquél a quien acontece algo semejante.

Pero condiciones: La humillación ha de ser cordialmente aceptada, apaciguarse cuando llega, ponerse en presencia de Dios. Olvidar los hombres por quienes nos llega y la forma cómo llega… eso hace trabajar la sensibilidad y no penetrará la lección divina. Aceptar las humillaciones merecidas, que nos muestren nuestras lagunas, faltas y fracasos. Aceptar las confusiones inmerecidas, ellas no lo son nunca del todo. Tenemos cuenta abierta con Dios, somos siempre los deudores. Por una vez que somos humillados sin razón, 20 en que no lo fuimos y talvez fuimos alabados. Lo mejor es callarse y alegrarse cuando no hay una razón apostólica de hablar. El ansia de crecer en santidad: ojo porque es peligrosa si es con ansia. Que Él crezca, que Él sea Grande.

La falsa humildad que es pusilanimidad y miedo al fracaso: salir de nosotros. Hablar, actuar como si tuviéramos seguridad. Pensar menos en nosotros y más en Él. Hacernos un alma grande, magnánima. Pedirlo al Señor.

San Alberto Hurtado, “Un disparo a la eternidad”, pp. 187-189

Las fuentes de la oración: Palabra de Dios, liturgia de la Iglesia, virtudes teologales

Las fuentes de la oración

      El Espíritu Santo es el “agua viva” que, en el corazón orante, “brota para vida eterna” (Jn 4, 14). Él es quien nos enseña a recogerla en la misma Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana hay manantiales donde Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo.

La Palabra de Dios

La Iglesia «recomienda insistentemente a todos sus fieles […] la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8) […]. Recuerden que a la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (DV 25; cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, 1, 88).

Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: “Buscad leyendo, y encontraréis meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación” (Guido El Cartujano, Scala claustralium, 2, 2).

La Liturgia de la Iglesia

La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6, 6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Trinidad Santísima (cf Institución general de la Liturgia e las Horas, 9).

Las virtudes teologales

Se entra en oración como se entra en la liturgia: por la puerta estrecha de la fe. A través de los signos de su presencia, es el rostro del Señor lo que buscamos y deseamos, es su palabra lo que queremos escuchar y guardar.

El Espíritu Santo nos enseña a celebrar la liturgia esperando el retorno de Cristo, nos educa para orar en la esperanza. Inversamente, la oración de la Iglesia y la oración personal alimentan en nosotros la esperanza. Los salmos muy particularmente, con su lenguaje concreto y variado, nos enseñan a fijar nuestra esperanza en Dios: “En el Señor puse toda mi esperanza, él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Sal 40, 2). “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13).

“La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). La oración, formada en la vida litúrgica, saca todo del amor con el que somos amados en Cristo y que nos permite responder amando como Él nos ha amado. El amor es la fuente de la oración: quien bebe de ella, alcanza la cumbre de la oración:

«Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente […] Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro» (San Juan María Vianney, Oratio, [citado por B. Nodet], Le Curé d’Ars. Sa pensée-son coeur, p. 45).

“Hoy”

Aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la Palabra del Señor y participando en su Misterio Pascual; pero, en todo tiempo, en los acontecimientos de cada día, su Espíritu se nos ofrece para que brote la oración. La enseñanza de Jesús sobre la oración a nuestro Padre está en la misma línea que la de la Providencia (cf. Mt 6, 11. 34): el tiempo está en las manos del Padre; lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy: “¡Ojalá oyerais hoy su voz!: No endurezcáis vuestro corazón” (Sal 95, 7-8).

Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino (cf Lc 13, 20-21).

Resumen

Mediante una transmisión viva, la Sagrada Tradición, el Espíritu Santo, en la Iglesia, enseña a orar a los hijos de Dios.

La Palabra de Dios, la liturgia de la Iglesia y las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad son fuentes de la oración.

Catecismo de la Iglesia Católica, nº2652-2662