SIEMPRE EN CONTACTO CON DIOS (I/II)
San Alberto Hurtado
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Vivir bajo la acción divina
El gran apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino.
Toda la teología de la acción apostólica está en la preciosa oración: Actiones nostras… “Prevén, Señor, te lo rogamos, todas nuestras acciones con tus inspiraciones, prosíguelas en nosotros con tu auxilio, para que toda nuestra acción por ti comience y por ti termine”.
Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.
Sin duda que nuestro Padre no se molesta por nuestras torpezas, por nuestras prisas o lentitudes infantiles, o nuestras cegueras ciegas. Espera su hora para mostrarnos que nuestros excesos son la causa de nuestros fracasos. Reconocer nuestra debilidad es apoyarnos en Dios; desconfiar de nosotros mismos es fiarnos de Él.
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No refugiarnos en la pereza
Sería peligroso, sin embargo, bajo el pretexto de guardar el contacto con Dios, refugiarnos en una pereza soñolienta, en una quietud inactiva. Entra en el plan de Dios ser estrujados… La caridad nos urge de tal manera que no podemos rechazar el trabajo: consolar un triste, ayudar un pobre, un enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar; dar un aviso, hacer una diligencia, escribir un artículo, organizar una obra; y todo esto añadido a las ocupaciones de cada día, a los deberes cotidianos. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta. Si alguien ha tenido éxito en el apostolado, las ocasiones de apostolado se multiplicarán para él. Si alguien ha llevado bien las responsabilidades ordinarias, ha de estar preparado para aceptar las mayores. Así nuestra vida y el celo, nos echan a una marcha rápidamente acelerada que nos desgasta, sobre todo porque no nos da el tiempo para reparar nuestras fuerzas físicas o espirituales… y un día llega en que la máquina se para o se rompe. Y donde nosotros creíamos ser indispensables, ¡¡se pone otro en nuestro lugar!!
Con todo, ¿podíamos rehusar?, ¿no era la caridad de Cristo la que nos urgía? Y, darse a los hermanos, ¿no es acaso darse a Cristo? Mientras más amor hay, más se sufre: el deseo de hacer siempre el bien, de socorrer a los desgraciados, de siempre enseñar y siempre adaptar la verdad cristiana, todo esto no se puede realizar sino en ínfima medida. Aun rehusándonos mil ofrecimientos, imponiéndose una línea de frecuentes rechazos, queda uno desbordado y no nos queda el tiempo de encontrarnos a nosotros mismos y de encontrar a Dios. Doloroso conflicto de una doble búsqueda: la del plan de Dios, que hemos de realizar en nuestros hermanos; y la búsqueda del mismo Dios, que deseamos contemplar y amar. Conflicto doloroso que no puede resolverse sino en la caridad que es indivisible.
Si uno quiere guardar celosamente sus horas de paz, de dulce oración, de lectura espiritual, de oración tranquila… temo que fuéramos egoístas, servidores infieles. La caridad de Cristo nos urge: ella nos obliga a entregarle, acto por acto, toda nuestra actividad, a hacernos todo a todos (cf. 2Cor 5,14; 1Cor 9,22). ¿Podremos seguir nuestro camino tranquilamente cada vez que encontramos un agonizante en el camino, para el cual somos ‘el único prójimo’?
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Pero, con todo, orar, orar
Pero, con todo… Cristo se retiraba con frecuencia al monte; antes de comenzar su ministerio se escapó 40 días al desierto. Cristo tenía claro todo el plan divino, y no realizó sino una parte; quería salvar a todos los hombres y, sin embargo, no vivió entre ellos sino 3 años. Quería ardientemente la salvación de todos sus contemporáneos, pero no evangelizó sino una pequeña porción de judíos. Y cuando lo apresuraban decía: Mi hora aún no ha llegado (Jn 2,4).
Cristo no podía sufrir ningún detrimento espiritual por su acción, ya que su unión al Padre era completa y continua. Cristo no tenía necesidad de reflexionar para cumplir la voluntad del Padre: conocía todo el plan de Dios, el conjunto y cada uno de sus detalles. Y, sin embargo, se retiraba a orar. Él quería dar a su Padre un homenaje puro de todo su tiempo, ocuparse de Él solo, para alabarlo a Él solo, y devolverle todo. Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.
Cristo, que rectifica toda la actividad humana, no se dejó arrastrar por la acción. Él, que tenía como nadie el deseo ardiente de la salvación de sus hermanos, se recogía y oraba.
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Yo
Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.
Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos. ¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado, más de lo que pueden contener nuestros brazos! ¡Hay que reducir aun las ambiciones apostólicas, para hacer bien lo que se hace! Lo demás ha de expresarse en oraciones, pero su ejecución hay que dejarla a Dios y a los otros.
Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.
En esta contemplación aprenderemos a no tener más regla de nuestro querer que el querer divino. Si nuestros planes sobrepasan el querer divino, consolémonos, hombres de corta visión, agradezcamos a Dios de habernos asociado a su obra en el sector de la humanidad que a cada uno nos muestra, pequeño para algunos, amplio para otros. Al querer ensancharlo a nuestro gusto y no al gusto divino no haríamos más que fracasar. Después de todo, nuestra actividad ¿no nos une enteramente a la oración divina que salva al mundo? Al desear con todo nuestro deseo lo que Dios quiere, nos asociamos a todo lo que Él hace en la humanidad y lo realizamos con Él.
“La búsqueda de Dios”; pp. 19-27