Medios de perseverancia (I/II)

Texto tomado de

“El joven cristiano”

Por San Juan Bosco

Artículo 1º. —Conducta que ha de observarse en las tentaciones
“…fiel es Dios, quien no los dejará ser tentados más de lo que ustedes pueden soportar…” (1Cor 10,13)

Ya desde vuestra más tierna edad trata el demonio de ha­ceros caer en pecado y de apoderarse de vuestra alma; por eso debéis vigilar continuamente para no caer cuando seáis tenta­dos, es decir, cuando el demonio os incitare a hacer el mal. Es de mucha utilidad, para preservaros de las tentaciones, el apar­taros de las ocasiones, de las conversaciones escandalosas, de los espectáculos públicos, donde no se ve nada bueno y donde siempre hay que temer grave perjuicio para el alma. Procurad estar siempre ocupados en el trabajo o estudio; cuando no, di­bujando, cantando o tocando algún instrumento; y cuando no sepáis qué hacer, divertíos con algún juego inocente o leed al­gún libro bueno, pero siempre con permiso de vuestros padres o superiores. “Procura, dice San Jerónimo, que el demonio nun­ca te encuentre desocupado”.

Cuando advirtáis que sois tentados, no deis lugar a que la tentación se posesione de vuestro corazón; al contrario, rechazadla al instante por medio del trabajo y de la oración. Si continúa, haced la señal de la cruz y besad algún objeto bendito, diciendo: “María, auxilio de los cristianos, rogad por mí”; o bien: “Protector mío San Luis, haced que nunca ofen­da a mi Dios”. Os indico este santo porque ha sido propuesto por la Iglesia como modelo y protector especial de la juventud. En efecto, San Luis, para vencer las tentaciones, huía de todas las ocasiones, ayunaba a pan y agua, se disciplinaba de tal ma­nera, que su vestido, el piso y las paredes de su cuarto quedaban salpicadas con su inocente sangre. Así obtuvo una completa victoria sobre todas las tentaciones; del mismo modo la obten­dréis vosotros también si procuráis imitarle a lo menos en la mortificación de los sentidos y especialmente en la modestia, y si le invocáis de corazón al ser tentados.

Artículo 2º. —Astucias de que se vale el demonio para engañar a la juventud.

El primer lazo que suele tender el demonio a vuestra alma para perderla es la falsa idea que os sugiere de que no podréis continuar mucho tiempo por la difícil senda de la virtud y alejados de todos los placeres durante cuarenta, cincuenta, se­senta o más años que os prometo de vida.

A esta sugestión del enemigo infernal contestad: “¿Quién me asegura que llegaré a esa edad? Mi vida está en manos de Dios, y puede ser que hoy mismo sea el ultimo día de mi existencia. ¡Cuántos de la misma edad que yo estaban ayer sanos, alegres y contentos, y hoy los llevan al sepulcro!”.

Y aun cuando debiésemos trabajar aquí algunos años en el servicio del Señor, ¿no se nos recompensará centuplicada­mente con una eternidad de dicha y de gloria en el paraíso?

Por otra parle, vemos que los que viven en gracia de Dios están siempre alegres y conservan hasta en sus aflicciones la paz y la serenidad del corazón; sucediendo lodo lo contrario a los que se abandonan a los placeres, pues viven sin sosiego y se esfuerzan por encontrar la paz en sus pasatiempos, sin conseguirla nunca, siendo cada día más desgraciados: Non est pax impiis, dice el Señor: “No hay paz para los malos”.

Quizá alguno de vosotros alegue: “Somos jóvenes; si pen­samos en la eternidad y en el infierno, nos entristeceremos, concluyendo por trastornársenos la cabeza”. No niego que el pensamiento de una eternidad dichosa o desgraciada y de un suplicio que no concluirá jamás es un pensamiento capaz de poner miedo y espanto a cualquiera; pero decidme: si os tras­torna la cabeza sólo pensar en el infierno, ¿qué será caer en él? Mejor es pensarlo ahora para no caer más tarde; porque es evidente que si lo meditamos a menudo, pondremos por obra los medios para evitarlo. Observad, además, que si el pensa­miento del infierno es aterrador, también nos colma de con­suelo la esperanza del paraíso, en donde se gozan todos los bienes. Por eso, los santos, pensando seriamente en la eter­nidad de las penas, vivían muy alegres y con la firme confianza de que Dios les ayudaría a evitarlas, dándoles la recom­pensa eterna que tiene preparada a sus fieles servidores.

Valor, pues, queridos míos; haced la prueba de servir al Señor, y ya veréis qué dulce y qué suave es su servicio y cuan dichoso se encontrará vuestro corazón en esta vida y en la eternidad.

artículo 3º. — La más bella de las virtudes

Toda virtud en los niños es un precioso adorno que los hace amados de Dios y de los hombres. Pero la reina de todas las virtudes, la virtud angélica, la santa pureza, es un tesoro de tal precio, que los niños que la poseen serán seme­jantes a los ángeles del cielo. Erunt sicut angeli Dei, dice nuestro divino Salvador. Esta virtud es como el centro donde se reúnen y conservan todos los bienes; y si, por desgracia, se pierde, todas las virtudes están perdidas. Venerunt autem mihi omnia bona pariter cum illa, dice el Señor.

Pero esta virtud, que os hace como otros tantos ángeles del cielo, virtud muy querida por Jesús y María, es suma­mente envidiada del enemigo de las almas; por lo que suele daros terribles asaltos para hacérosla perder o, a lo menos, manchar. He aquí algunos medios, que son como armas con las cuales ciertamente conseguiréis guardarla y rechazar al ene­migo tentador.

El principal es la vida retirada. La pureza es un diamante de gran valor; si ponéis un tesoro a la vista de un ladrón, co­rréis riesgo de ser asesinados. San Gregorio Magno declara que quiere ser robado el que lleva su tesoro a la vista de todo el mundo.

Agregad a la vida retirada la frecuencia de la confesión sincera y de la comunión devota, huyendo además de los que con obras o palabras menosprecian esta virtud.

Para prevenir los asaltos del enemigo infernal acordaos de lo que dijo nuestro divino Salvador: “Este género de demo­nios (esto es, las tentaciones contra la pureza) no se vencen sino con el ayuno y la oración”. Con el ayuno, es decir, con la mortificación de los sentidos, poniendo freno a las malas mi­radas, al vicio de la gula, huyendo de la ociosidad, de la mo­licie y dando al cuerpo el reposo estrictamente necesario. Je­sucristo, en segundo lugar, nos recomienda que acudamos a la oración, pero hecha con fe y fervor, no cesando de rezar hasta que la tentación quede vencida.

Tenéis, además, armas formidables en las jaculatorias in­vocando a Jesús, José y María. Decid a menudo: “Jesús mío sin pecado, rogad por mí; María, auxilio de los cristianos, no me desamparéis; Sagrado Corazón de Jesús y de María, sed la salvación del alma mía; Jesús, no quiero ofenderos más”. Con­viene, además, besar el santo crucifijo, la medalla o escapula­rio de la Santísima Virgen y hacer la señal de la cruz. Si todas estas armas no bastaran para alejar la maligna tentación, recu­rrid al arma invencible de la presencia de Dios. Estamos a la merced de Dios, quien, como dueño absoluto de nuestra vida, puede hacernos morir de repente; ¿y cómo nos atreveremos a ofenderle en su misma presencia? El patriarca José, cautivo en Egipto, fue provocado a cometer una acción infame, mas al momento contestó: “¿Cómo he de cometer ese pecado en la presencia de Dios; de Dios creador, de Dios salvador; de aquel Dios que en un instante puede castigarme con la muer­te?” Dios, en el acto mismo en que le ofendo, puede arrojarme para siempre en el infierno. Es imposible no vencer las tenta­ciones acudiendo en tales peligros a la presencia de Dios, nuestro Señor.