“Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón”
(Jesucristo)
P. Jason Jorquera M.
“El monje magnánimo es una fuente tranquila, una bebida agradable ofrecida a todos, mientras la mente del iracundo se ve continuamente agitada y no dará agua al sediento y, si se la da, será turbia y nociva; los ojos del animoso están descompuestos e inyectados de sangre y anuncian un corazón en conflicto. El rostro del magnánimo muestra cordura y los ojos benignos están vueltos hacia abajo”. (Evagrio Póntico)
Santo Tomás cita a Aristóteles (Ética, libro IV) para decir que la mansedumbre es la virtud que modera la ira. En seguida la distingue de la clemencia, que es la benevolencia del superior para con el inferior al momento de imponer el justo castigo; “pero la mansedumbre no sólo es propia del superior para con el inferior, sino de un hombre para con otro indistintamente. Luego la mansedumbre y la clemencia no son exactamente lo mismo”[1].
Es esencial a las virtudes morales la sujeción del apetito respecto de la razón, como escribe el Filósofo en I Ethic. […] En cuanto a la mansedumbre, modera la ira […] en conformidad con la recta razón, como se dice en IV Ethic. . Es, pues, evidente que tanto la clemencia como la mansedumbre son virtudes[2].
Naturaleza y objeto de la mansedumbre
«La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón. Su materia propia es, por tanto, la pasión interna de la ira; la rectifica y modera de modo tal que no se levante sino cuando sea necesario y en la medida en que sea necesario; se dice, así, que modera “el apetito de venganza” pues se ocupa de las pasiones íntimas que se rebelan contra la injuria y postulan venganza. Esto puede resultar difícil de comprender si tomamos el término “venganza” en sentido vulgar, que ha devenido peyorativo en nuestro tiempo; debemos comprenderla en el sentido clásico de “castigo”. No todo castigo es malo; hay castigos justos e injustos, y la pasión que surge en el apetito sensible irascible ante un mal presente y vencible es de suyo indiferente, pues puede dar origen tanto a un movimiento justo como a uno injusto; es la razón la que debe regular la correcta reacción frente a los males que nos amenazan. La mansedumbre se encarga de hacer esto virtuosamente y tiene gran importancia en la vida moral y especialmente en la vida cristiana pues Jesucristo mandó imitar su propia mansedumbre (cf. Mt 11,29).
Como acabamos de indicar reside en el apetito irascible, como la ira que debe moderar»[3].
Es importante señalar que la mansedumbre o dulzura es enumerada entre las bienaventuranzas en Mt 5,4 y entre los frutos en Gál 5,23. Recordemos que las bienaventuranzas son actos de virtudes, mientras que los frutos son gozo en los actos de virtud. Por eso –dice santo Tomás- no hay inconveniente en considerar a la mansedumbre como virtud, como bienaventuranza y como fruto.
A continuación la consideraremos, en consecuencia, como verdadera y, por lo tanto, noble virtud.
Parte integral de la templanza
«Asignamos partes a las virtudes principales en cuanto que las imitan en materias secundarias, principalmente en cuanto al modo de obrar, que es lo más característico de la virtud y lo que le da nombre. Así, el modo y el nombre de justicia designan cierta igualdad; el de la fortaleza, firmeza; la templanza, freno, en cuanto que frena las concupiscencias sumamente fuertes de los deleites del tacto. Por su parte, la clemencia y la mansedumbre designan también cierto freno en el obrar, ya que la clemencia disminuye las penas y la mansedumbre reprime la ira, como ya dijimos […]. Por eso ambas se relacionan con la templanza como virtud principal, es decir, son partes suyas»[4].
Excelencia de esta virtud
«Un hombre afable, no solamente es manso y humilde para sí mismo, sino también agradable y útil para los otros; pero el hombre colérico, es malo para sí y pernicioso para los demás: porque no hay cosa más desagradable, penosa y molesta para todo el mundo, que una persona fácil a la ira; por el contrario, nada agrada tanto como un hombre que jamás se enoja»[5].
«Bienaventurados los mansos porque ellos en la guerra de este mundo están amparados del demonio y los golpes de las persecuciones del mundo. Son como vasos de vidrio cubiertos de paja o heno, y que así no se quiebran al recibir golpes. La mansedumbre les es como escudo muy fuerte en que se estrellan y rompen los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con vestidura de algodón muy suave que les defiende sin molestar a nadie»[6]; «… pero el que es duro y soberbio, sujeto a la ira, es detestable a los ojos de Dios, ya tiene por alimento una porción de la amargura de los demonios, por vino la hiel de los dragones y por refresco el mortal veneno de los áspides»[7] ; en cambio «(A quien es paciente) nada puede apartarlo del amor de Dios, ni tiene necesidad de tranquilizar su ánimo, porque está persuadido de que todo es para bien; no se irrita, ni hay nada que le mueva a la ira, porque siempre ama a Dios, y a esto sólo atiende»[8].
Respondiendo a las objeciones acerca de si la clemencia y la mansedumbre son las virtudes más excelentes, santo Tomás afirma que no, puesto que la principal es, obviamente, la caridad, y en cuanto a la naturaleza de la mansedumbre (y la clemencia, que trata juntas) tampoco pueden ser las virtudes más perfectas puesto que son parte integral de la templanza; sin embargo, en las respuestas a estas objeciones aclara de manera muy concisa la excelencia propia de estas virtudes como las demás en cuanto se ordenan al perfeccionamiento (santificación) del hombre y, en consecuencia, se vuelven sumamente importantes al momento de buscar la semejanza con Cristo:
«La mansedumbre prepara al hombre para conocer a Dios quitando los obstáculos, y lo hace de dos modos. En primer lugar, haciendo al hombre dueño de sí mismo mediante la disminución de la ira, como ya dijimos (In corp.). Bajo un segundo aspecto, en cuanto que es propio de la mansedumbre el que el hombre no se oponga a las palabras de la verdad, lo cual sucede frecuentemente debido a los impulsos de la ira. Por eso dice San Agustín en II De Doct. Christ. : Ser dulce es no contradecir a la verdad de la Escritura, tanto si se entiende ésta en cuanto que fustiga algún vicio nuestro, como si no se entiende, como si por nosotros mismos fuéramos capaces de ser más sabios y de mandar mejor.
La mansedumbre y la clemencia hacen al hombre más grato a Dios por el hecho de concurrir al mismo efecto con la caridad, que es la principal de las virtudes: en tratar de apartar el mal del prójimo. La misericordia y la piedad coinciden con la mansedumbre y con la clemencia en cuanto que se ordenan a un mismo efecto, cual es el de evitar el mal del prójimo»[9].
«La mansedumbre del hombre es recordada por Dios y el alma apacible se convierte en templo del Espíritu Santo. Cristo recuesta su cabeza en los espíritus mansos y sólo la mente pacífica se convierte en morada de la Santa Trinidad.»[10]
Pecados contra la mansedumbre
«(A la mansedumbre) se le oponen dos vicios: por falta de mansedumbre la ira desordenada y la iracundia; por exceso la blandura o falsa mansedumbre[11].
La ira desordenada designa generalmente el movimiento rápido, el golpe de furor; iracundia, en cambio, suele emplearse para indicar el estado diuturno de animadversión y deseo de venganza. La ira es un deseo de venganza que responde a una injuria o a lo que se considera una injuria. Pero a la mansedumbre se opone también el exceso de blandura que, tal vez por parecerse más a la mansedumbre, muchas veces no es tenido en cuenta.
La blandura excesiva es el pecado que omite la justa indignación contra el desorden simplemente por no molestarse en castigarlo.
Santo Tomás cita las palabras de San Juan Crisóstomo: “El que no se irrita teniendo motivo comete pecado, porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos, sino también a los buenos”[12]. “Paciencia irracional”, la llama el gran moralista de Oriente. Suele llevar a graves consecuencias en el plano de la educación e instaura la constante transgresión de la justicia, aprovechándose de la incapacidad de administrar justicia, especialmente cuando este defecto se da en un superior»[13].
De aquí que Jesucristo, siendo Dios y varón perfecto, no fue falto de mansedumbre al momento de expulsar a los vendedores del templo sino al contrario, pues lo movía el celo por la gloria de su Padre Celestial[14].
La enseñanza de los santos
Los santos gozan de una autoridad del todo especial en lo que respecta a las virtudes, ya que precisamente en ellas es que consiste la santidad, en su práctica habitual, “asimilada”, y en el eximio mérito que acompaña cada uno de los actos por ellas realizados, pues detrás de ellos se encuentra un arduo esfuerzo por conseguir el obrar virtuoso, y que en algunos casos ha implicado años e incluso toda una vida para conseguirlo. Dejemos, pues, que nos hablen aquellas almas que gozan ya de la gloria junto a Aquel que quisieron sinceramente imitar. He aquí algunos ejemplos:
– San Francisco de Sales: “La soledad tiene sus asaltos, el mundo tiene sus peligros; en todas partes es necesario tener buen ánimo, porque en todas partes el Cielo está dispuesto a socorrer a quienes tienen confianza en Dios, a quienes con humildad y mansedumbre imploran su paternal asistencia” (San Francisco de Sales, Carta a su hermana, Epistolario, 761); “la humildad, pues, nos perfecciona en lo que mira a Dios, y la mansedumbre en lo que toca al prójimo.”
– San Efrén: “La gloria de los cristianos es la humildad del corazón, la pobreza espiritual, la obediencia, la penitencia, la penitencia acompañada con lágrimas, la mansedumbre y la paz”.
– San Juan Crisóstomo: “Dios no ama tanto a los hombres porque guardan la castidad, practican el ayuno, desprecian las riquezas y gustan de hacer limosna, como por la mansedumbre, humildad y arreglo de costumbres”; “el Señor conoce más que nadie la naturaleza de las cosas: él sabe que la violencia no se vence con la violencia, sino con la mansedumbre.” (Hom. sobre S. Mateo, 33).
– San Gregorio Magno: “Se hizo hombre por los hombres, y se manifestó a ellos lleno de humildad y mansedumbre; no quiso castigar a los pecadores, sino atraerlos hacia sí; quiso primeramente corregir con mansedumbre, para tener en el día del juicio a quién salvar.” (San Gregorio Magno, Hom. 30 sobre los Evang.).
– San Ignacio de Antioquía: “Tened unos para con otros un corazón grande, con mansedumbre, como lo tiene Dios para con vosotros (Carta a S. Policarpo de Esmirna, 5).”
– “No creas que vas a adquirir la humildad sin las prácticas que le son propias, como son los actos de la mansedumbre, de paciencia, de obediencia, de mortificación, de odio de ti mismo, de renuncia a tu propio juicio, a tus opiniones, de arrepentimiento de tus pecados y de tantos otros; porque éstas son las armas que destruirán en ti mismo el reino del amor propio” […] (J PECCI -León XIII-, Práctica de la humildad, 7).
– San Pablo, escribe a los gálatas: “Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo no seas también tentado” (Gál 6,1);
– a los efesios: “Así pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad” (Ef 4, 1);
– y a Tito: “Amonéstales que no sean pendencieros, sino modestos, dando pruebas de mansedumbre con todos los hombres.” (Tit 3, 1-2).
CONCLUSIÓN
«Hombre moderado es el que es “dueño de sí mismo”. Aquel en el que las pasiones no consiguen la superioridad sobre la razón, sobre la voluntad y también sobre el «corazón». ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si es así, nos damos cuenta fácilmente del valor fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Ella es justamente indispensable para que el hombre «sea plenamente hombre». Basta mirar a alguno que, arrastrado por sus pasiones, se convierte en «víctima» de las mismas, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos con claridad que «ser hombre» significa respetar la dignidad propia, y por ello, entre otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.»[15]
El paradigma tanto de la templanza como de cualquier otra virtud, ciertamente que es el Hombre perfecto, Jesucristo; de Él debemos aprender a practicar las virtudes, en Él está la fuente viva de la santidad y, por lo tanto, mediante su asimilación por los actos que realicemos imperados por la caridad, se hace posible alcanzar esa mansedumbre que caracterizó su paso sobre la tierra y que a tantas almas arrastró a la conversión. Quitemos, pues, los impedimentos a “la gran obra de la salvación” en nosotros, mediante la firme resolución de imitar al Cordero de Dios, que nos repite constantemente:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”
[1]Cfr. S. Th. II-II q.157, art.1, sobre la clemencia y la mansedumbre
[2] Cfr. S. Th. II-II q.157, art.3
[3] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág 92-93
[4] Cfr. S. Th. II-II q.157, art.3
[5] San Juan Crisóst., Homl. 6, c. 2, sent. 264, Tric. T. 6, p. 355.
[6] F. de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4
[7] S. Cirilo de Alejandría, sent. 18, Tric. T. 8, p. 103
[8] San Clemente de Alejandría, Strómata, 6
[9] Cfr. S. Th. II-II q.157, art.4
[10] Evagrio Póntico, Sobre los ocho vicios malvados, Cap. X
[11] Cf. II-II, 158.
[12] II-II, 158, 8 sed contra.
[13] P. Fuentes, Dispensa de templanza, pág. 93-94
[14] Cf. Mt 21,12 Entró Jesús en el Templo y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Cf. También Mc 11,15 y Jn 2, 14.
[15] San Juan Pablo II, Sobre la templanza, Aud. gen. 22XI-1978