Un trato de amistad

Sobre el trato social de cada día

Extracto del capítulo diez del libro “Humanismo Social” escrito por el Padre Hurtado.

La gran escuela del sentido social, de la justicia, de la caridad, es la práctica y ninguna práctica es más provechosa que el trato social de cada día. Más que toneladas de consejos sobre la necesidad del espíritu social, vale una hora de acción social.

La práctica más frecuente del espíritu social es el trato continuo con aquellos con quienes debemos normalmente alternar en el colegio, o universidad, o en el trabajo, o en la vida de negocios, apostolado, diversiones, etcétera. El mejor “test” del sentido social de una persona es el trato cotidiano con sus compañeros de labor.

En este trato de cada día hay que estimular ciertas aptitudes y refrenar otras. ¿Qué hay que estimular?

Antes que nada el interés por los demás

¡Sal de ti mismo, por favor! Deja de seguir pensando perpetuamente en ti. Hubo hace años un juego: el Yo-Yo… y muchos parecen haber guardado el juguete intacto y lo usan en el día y en la noche, en la niñez y en la juventud, en la edad adulta y aún dicen algunos que hasta un cuarto de hora después de su muerte. En las conversaciones que sostiene la palabra que sale más veces de su boca es la palabra Yo; siempre Yo, Yo. Tenemos la tendencia innata de referirlo todo a nosotros. Si se nos muestra una fotografía, ¿cuál es el primer personaje que tratamos de descubrir? ¿Verdad que ante su importancia se eclipsan todos los demás? ¿He pensado alguna vez lo que ocurrirá a mi muerte? ¿No es cierto que pude ver mi entierro, leer los artículos de la prensa que comentaba mi sensible deceso?

¡Somos inmensamente egoístas! Tendemos siempre a flotar, como el corcho, y a ponernos en toda oportunidad en el primer lugar. Este yoismo ha de ser atacado a fondo si queremos obtener un trato de amistad, una conducta verdaderamente social.

Si únicamente nos preocupamos de interesar a los demás con nuestras cosas, nunca tendremos un trato social. ¿Por qué habrían de interesarse los otros en mí y en mis cosas, si yo no me intereso en ellos?

Ponerse en el punto de vista ajeno

“Póngase usted en mi punto de vista”, es mi súplica frecuente. Pero, ¿me pongo yo en el punto de vista de los demás? Al criticar una conducta que me ofende, que daña mis intereses, que me parece incomprensiva, ¿me he puesto en el punto de vista del criticado? ¿Qué razones puede él tener para obrar así? ¿Cómo justificaría él su actitud?

La reflexión sincera del punto de vista ajeno helará muchas críticas en mis labios; me mostrará mis limitaciones y mis errores; hará crecer mi estima por los otros y hasta mi veneración por aquellos que yo había despreciado por ligereza.

Estimar a los demás

Cuando no hay estimación de algo o de alguien, la obra o el trato se hace imposible. Como decía un hombre de experiencia: “Es imposible tener éxito en una empresa a menos de trabajar en ella con alegría”. Otro expresaba la misma idea, diciendo: “He conocido hombres que tienen éxito en su trabajo mientras se entregan a él con optimismo; comienzan a decaer cuando su trabajo comienza a ser para ellos, solamente su trabajo; si el entusiasmo y la alegría llegan a desaparecer, el fracaso llegará fatalmente”.

Uno ha de estar a gusto con los demás, si quiere que los demás estén a gusto con uno. Si uno se aburre con ellos ¿es de extrañarse que ellos se fastidien con uno?

Los mismos compañeros en las mismas circunstancias me parecen muy distintos según mi estado de ánimo al acercarme a ellos, y no es raro que mi estado de ánimo influya en ellos y contribuya a dar un determinado colorido a su reacción.

Un profesor que examine sus éxitos y fracasos escolares podrá ver que uno de los factores que más influencian la actitud de la clase para con él, es su actitud interior para con la clase.

Si uno no estima a los alumnos, si desespera de su aprovechamiento, si desconfía de su talento o de la generosidad de su espíritu, no podrá -aunque quiera- expandir sus propias cualidades. Su genio parecerá trabado, su clase no tendrá brillo; no habrá alegría en su expresión ni en la exposición de sus temas. Estará predispuesto a notar las deficiencias de sus alumnos, el menor ruido y movimiento lo notará e interpretará mal, se volverá irascible, se enojará de hecho, comenzará a castigar. Una oposición sorda se irá formando, una tensión de espíritu lo hará insoportable para sus alumnos, y, alumnos y profesor sentirán el peso de muerte de esa clase, se romperán los vínculos de sus espíritus; la influencia educadora se habrá perdido.

Y cuando los alumnos, por una u otra causa -a veces por la malevolencia de un compañero- llegan a perder la estima del profesor, no estarán dispuestos a recibir lo que venga de él, discutirán interiormente sus observaciones, se cerrarán a su influencia.

¿Qué ha faltado entonces? La mutua estimación. Por eso poniéndonos principalmente en el punto de vista del profesor pensamos que la primera actitud que requiere un educador que quiere ser algo más que un simple explicador de lecciones, es un sano, franco y generoso optimismo. Ha de tener una predisposición y ha de cultivarla, a confiar en la riqueza y bondad de alma de sus alumnos.

Esos profesores “realistas”, “llenos de experiencia”, “desengañados de la vida”, a quienes “nadie les cuenta un cuento”, pueden retirarse de la educación; quizás su puesto estará con éxito en la dirección de investigaciones; su “experiencia” será muy útil para descubrir a los culpables, pero no para reformarlos.

Todos los grandes apóstoles han sido grandes optimistas, que a pesar de conocer la naturaleza humana, han esperado de ella. El primero en obrar así fue Jesucristo. Nadie conoció como El “lo que hay en el hombre”, y nadie se atrevió tampoco a esperar tanto de él, ya que confió su obra, su Iglesia, sus sacramentos, su perdón, a la generosidad de los hombres.

Si el marido que se queja amargamente de su esposa, que vive con la obsesión de su falta de comprensión, de su mal carácter, se propusiera cerrar por unos días ese capítulo y abriera el de sus cualidades, desenterraría una a una esas piedrecitas preciosas que ciertamente están escondidas en ella, como diamantes bajo el carbón (si no existieran esas cualidades ¿cómo se casó?). Si procediera así, la llama del amor a punto de extinguirse, cobraría nuevamente su vigor.

¡Cuántos descubrimientos podemos hacer de personas que nos rodean desde hace años pasando inadvertidas, o aun molestándonos con sus pequeñeces sin haber reparado en sus cualidades.

Aprender a conversar

No es fácil conversar. Lo más difícil está, no en hablar, sino en callar. El que se interesa en sí, quiere oír su voz.

En la conversación, se busca frecuentemente un desahogo, aún bajo el pretexto de una consulta. Un político, en un momento dificilísimo de su gobierno, rogó a un amigo se tomara la molestia de hacer un viaje, pues deseaba consultarlo. En la entrevista sólo habló el político durante varias horas: le expuso su problema, los pro y contras de su actitud, las resistencias que encontraba. El amigo escuchaba y al fin, el político sin haberle pedido su opinión ni una sola vez, le agradece su visita que le ha sido tan inmensamente provechosa. ¿Lo consultó? No. Más que consejos lo que necesitaba era un desahogo.

Una señora va a ver al médico, le expone su enfermedad, le dice lo que necesita, el remedio que va a tomar. El médico escucha y por toda respuesta le dice: “Muy bien colega”. ¿Para qué lo necesitaba a él? ¡Para que la oyera!

Cuántas veces vamos al director espiritual, o al consejero, no tanto para oír como para hablar. El que sabe escuchar tiene un gran camino asegurado y a la larga es el que domina. A veces uno se maravilla de encontrar amistades, en las cuales la influencia real pertenece a aquel que aparentemente tiene menos brillo, pero si más paciencia para escuchar.

Desde pequeños deben aprender los niños a no interrumpir, a escuchar con respeto no sólo exterior, sino interior, procurando comprender y asimilar. Interrumpir equivale a decir: su opinión no me interesa: ya ha hablado usted demasiado, escúcheme a mí que tengo algo más interesante que decir. Interrumpir denota una intoxicación del egoísmo.

“El que habla sólo de sí, piensa sólo en sí y el que piensa sólo en sí es horriblemente mal educado por más instruido que sea”.

No dogmatizar

Frases como éstas se oyen con tanta frecuencia: “voy a probarle que esto es así…”; “yo se lo demostraré…” Levantan oposición desde el primer momento, equivalen a un reto y la amistad no vive de retos.

En cambio, si uno siente modestamente de sí, expresará también con modestia sus opiniones. Con tacto, con delicadeza puede decir: Quizás me equivoque… pero… ¿No piensa usted que…? Como creo haberle oído alguna vez… Tal vez podríamos enfocar este problema desde este punto de vista… Las cosas discutidas han de ser enseñadas como si se tratara de recordarlas. A quien no lo pide no le gusta ser enseñado. Al confundir la sinceridad con la rudeza se incurre en error que dificulta el trato amistoso. Sinceros siempre; jamás aceptar lo que no puede ser aceptado, pero expresarlo con modestia, con respeto a las opiniones ajenas, con temor de no haber considerado suficientemente el propio punto de vista. Excepto en aquellas verdades en que una certeza superior, como la fe, me ilumine, hemos de saber desconfiar; y aún en las verdades de la fe cabe el ser respetuosos y humildes al exponerlas.

¡Cómo aleja a los que no creen, el ver tratadas sus doctrinas de “infaustos horrores”, de “mentiras”, de “absurdos crasos”! No se puede ceder ni un punto de doctrina cuando ésta está en juego, pero siempre se puede guardar la caridad y la humildad en la exposición.