Texto tomado de
“Teología de la perfección cristiana”
P. Royo Marín
Podemos distinguir cuatro clases de pecados, que señalan otras tantas categorías de pecadores, de menor a mayor.
Los pecados de ignorancia
No nos referimos a una ignorancia total e invencible—que eximiría enteramente del pecado—, sino al resultado de una educación antirreligiosa o del todo indiferente, junto con una inteligencia de muy cortos alcances y un ambiente hostil o alejado de toda influencia religiosa. Los que viven en tales situaciones suelen tener, no obstante, algún conocimiento de la malicia del pecado. Se dan perfecta cuenta de que ciertas acciones que cometen con facilidad no son rectas moralmente. Acaso sienten, de vez en cuando, las punzadas del remordimiento. Tienen, por lo mismo, suficiente capacidad para cometer a sabiendas un verdadero pecado mortal que los aparte del camino de su salvación.
Pero al lado de todo esto es preciso reconocer que su responsabilidad está muy atenuada delante de Dios. Si han conservado el horror a lo que les parecía más injusto o pecaminoso; si el fondo de su corazón, a pesar de las flaquezas exteriores, se ha mantenido recto en lo fundamental; si han practicado, siquiera sea rudimentariamente, alguna devoción a la Virgen aprendida en los días de su infancia; si se han abstenido de atacar a la religión y sus ministros, y sobre todo, si a la hora de la muerte aciertan a levantar el corazón a Dios llenos de arrepentimiento y confianza en su misericordia, no cabe duda que serán juzgados con particular benignidad en el tribunal divino. Si Cristo nos advirtió que se le pedirá mucho a quien mucho se le dio (Lc 12,48), es justo pensar que poco se le pedirá a quien poco recibió.
Estos tales suelen volverse a Dios con relativa facilidad si se les presenta ocasión oportuna para ello. Como su vida descuidada no proviene de verdadera maldad, sino de una ignorancia profundísima, cualquier situación que impresione fuertemente su alma y les haga entrar dentro de sí puede ser suficiente para volverlos a Dios. La muerte de un familiar, unos sermones misionales, el ingreso en un ambiente religioso, etc., bastan de ordinario para llevarles al buen camino. De todas formas, suelen continuar toda su vida tibios e ignorantes, y el sacerdote encargado de velar por ellos deberá volver una y otra vez a la carga para completar su formación y evitar al menos que vuelvan a su primitivo estado.
Los pecados de fragilidad
Son legión las personas suficientemente instruidas en religión para que no se puedan achacar sus desórdenes a simple ignorancia o desconocimiento de sus deberes. Con todo, no pecan tampoco por maldad calculada y fría. Son débiles, de muy poca energía y fuerza de voluntad, fuertemente inclinados a los placeres sensuales, irreflexivos y atolondrados, llenos de flojedad y cobardía. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, «quisieran» ser uno de ellos, pero les falta el coraje y la energía para serlo en realidad. Estas disposiciones no les excusan del pecado; al contrario, son más culpables que los del capítulo anterior, puesto que pecan con mayor conocimiento de causa. Pero en el fondo son más débiles que malos. El encargado de velar por ellos ha de preocuparse, ante todo, de robustecerlos en sus buenos propósitos, llevándolos a la frecuencia de sacramentos, a la reflexión, huida de las ocasiones, etc., para sacarlos definitivamente de su triste situación y orientarlos por los caminos del bien.
Los pecados de frialdad e indiferencia
Hay otra tercera categoría de pecadores habituales que no pecan por ignorancia, como los del primer grupo, ni les duele ni apena su conducta, como a los del segundo. Pecan a sabiendas de que pecan, no precisamente porque quieran el mal por el malo sea, en cuanto ofensa de Dios—, sino porque no quieren renunciar a sus placeres y no les preocupa ni poco ni mucho que su conducta pueda ser pecaminosa delante de Dios. Pecan con frialdad, con indiferencia, sin remordimientos de conciencia o acallando los débiles restos de la misma para continuar sin molestias su vida de pecado.
La conversión de estos tales se hace muy difícil. La continua infidelidad a las inspiraciones de la gracia, la fría indiferencia con que se encogen de hombros ante los postulados de la razón y de la más elemental moralidad, el desprecio sistemático de los buenos consejos que acaso reciben de los que les quieren bien, etc., etc., van endureciendo su corazón y encalleciendo su alma, y sería menester un verdadero milagro de la gracia para volverlos al buen camino. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte eterna será deplorable.
El medio quizá más eficaz para volverlos a Dios sería conseguir de ellos que practiquen una tanda de ejercicios espirituales internos o los admirables cursillos de cristiandad con un grupo de personas afines (de la misma profesión, situación social, etc.). Aunque parezca extraño, no es raro entre esta clase de hombres la aceptación «para ver qué es esos de una de esas tandas de ejercicios o cursillos, sobre todo si se lo propone con habilidad y cariño algún amigo íntimo. Allí les espera—con frecuencia—la gracia tumbativa de Dios. A veces se producen conversiones ruidosas, cambios radicales de conducta, comienzo de una vida de piedad y de fervor en los que antes vivían completamente olvidados de Dios. El sacerdote que haya tenido la dicha de ser el instrumento de las divinas misericordias deberá velar sobre su convertido y asegurar, mediante una sabia y oportuna dirección espiritual, el fruto definitivo y permanente de aquel retorno maravilloso a Dios. Algo parecido a esto suele ocurrir en los admirables «cursillos de cristiandad».
Los pecados de obstinación y malicia
Hay, finalmente, otra cuarta categoría de pecadores, la más culpable y horrible de todas. Ya no pecan pbr ignorancia, debilidad o indiferencia, sino por refinada malicia y satánicatinación. Su pecado más habitual es la blasfemia, pronunciada precisamente por odio contra Dios. Acaso empezaron siendo buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco; sus malas pasiones, cada vez más satisfechas, adquirieron proporciones gigantescas, y llegó un momento en que se consideraron definitivamente fracasados. Ya en brazos de la desesperación vino poco después, como una consecuencia inevitable, la defección y apostasía. Rotas las últimas barreras que les detenían al borde del precipicio, se lanzan, por una especie de venganza contra Dios y su propia conciencia, a toda clase de crímenes y desórdenes. Atacan fieramente a la religión —de la que acaso habían sido sus ministros—, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, ingresan en las sectas anticatólicas, propagando sus doctrinas malsanas con celo y ardor inextinguible, y, desesperados por los gritos de su conciencia—que chilla a pesar de todo—, se hunden más y más en el Es el caso de Juliano el Apóstata, Voltaire y tantos otros menos conocidos, pero no menos culpables, que han pasado su vida pecando contra la luz con obstinación satánica, con odio refinado a Dios y a todo lo santo. Diríase que son como una encarnación del mismo Satanás. Uno de estos desgraciados llegó a decir en cierta ocasión: «Yo no creo en la existencia del infierno; pero si lo hay y voy a él, al menos me daré el gustazo de no inclinarme nunca delante de Dios» Y otro, previendo que quizá a la hora de la muerte le vendría del cielo la gracia del arrepentimiento, se cerró voluntariamente a cal y canto la posibilidad de la vuelta a Dios, diciendo a sus amigos y familiares: «Si a la hora de la muerte pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis; es que estaré delirando».
La conversión de uno de estos hombres satánicos exigiría un milagro de la gracia mayor que la resurrección de un muerto en el orden natural. Es inútil intentarla por vía de persuasión o de consejo; todo resbalará como el agua sobre el mármol o producirá efectos totalmente contraproducentes. No hay otro camino que el estrictamente sobrenatural: la oración, el ayuno, las lágrimas, el recurso incesante a la Virgen María, abogada y refugio de pecadores. Se necesita un verdadero milagro, y sólo Dios puede hacerlo. No siempre lo hará a pesar de tantas súplicas y ruegos. Diríase que estos desgraciados han rebasado ya la medida de la paciencia de Dios y están destinados a ser, por toda la eternidad, testimonios vivientes de cuán inflexible y rigurosa es la justicia divina cuando se descarga con plenitud sobre los que han abusado definitivamente de su infinita misericordia.
Prescindamos de estos desgraciados, cuya conversión exigiría un verdadero milagro de la gracia, y volvamos nuestros ojos otra vez a esa muchedumbre inmensa de los que pecan por fragilidad o por ignorancia; a esa gran masa de gente que en el fondo tienen fe, practican algunas devociones superficiales y piensan alguna vez en las cosas de su alma y de la eternidad, pero absorbidos por negocios y preocupaciones mundanas, llevan una vida casi puramente natural, levantándose y cayendo continuamente y permaneciendo a veces largas temporadas en estado de pecado mortal. Tales son la inmensa mayoría de los cristianos de «programa mínimo» (misa dominical, confesión anual, etc.), en los que está muy poco desarrollado el sentido cristiano, y se entregan a una vida sin horizontes sobrenaturales, en la que predominan los sentidos sobre la razón y la fe y en la que se hallan muy expuestos a perderse.
¿Qué se podrá hacer para llevar estas pobres almas a una vida más cristiana, más en armonía con las exigencias del bautismo y de sus intereses eternos?
Ante todo hay que inspirarles un gran horror al pecado mortal.