Del amor a la Eucaristía

El amor de Jesús en el corazón del hombre

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

¿Por qué ejerce el amor de Jesús tanta influencia sobre el corazón del hombre?

1.º Porque obra conforme a la naturaleza y a la gracia del corazón humano.

  1. a) El corazón del hombre se rinde de ordinario a los atractivos del amor mucho antes que a los dictámenes de la razón. Por eso el amor de Jesús arrastra, enajena y arrebata el corazón humano con tanta suavidad y fuerza que, dulcemente subyugado, el hombre queda a merced de Jesucristo, como los discípulos al ser llamados, como san Pablo, cuando vencido, exclama: “Señor, ¿qué queréis que haga?”

Es que un alma, después de vistas y gustadas la bondad y ternura de Jesús, no puede contentarse con ninguna cosa creada. Su corazón queda herido de amor. Lo creado puede, sí distraerle, entretenerle y turbarle, pero nunca podrá contentarle. No hay nada que pueda compararse con Jesús; nada tan agradable ni tan dulce como una palabra salida de su corazón. Las virtudes cristianas, vistas y practicadas en el amor de Jesús, pierden esa aspereza y severidad que asusta a la humana flaqueza y se tornan dulces como las frutas amargas que, puestas en miel, terminan por adquirir un sabor almibarado. Las virtudes dulcificadas por el amor de Jesús vienen a ser sencillas, suaves y amables, a la manera de las virtudes de la infancia, que inspira y sostiene el amor.

  1. b) El amor de Jesús ejerce un influjo poderosísimo sobre el hombre, porque hace fecundar el poder de su gracia.

La gracia del cristiano es una gracia de adopción, de filiación divina, una gracia de amor.

Es, en primer lugar, una gracia de amor de sentimiento, que la divina bondad deposita en germen en los corazones y que en el bautismo constituye el fundamento del carácter cristiano. Más tarde este amor se desenvuelve a una con la fe y se desarrolla a una con las virtudes que inspira y perfecciona, trocándose de esta suerte en una vida y un estado de amor. Toda la educación cristiana, toda la dirección espiritual de un alma han de tener como objeto principal el desenvolvimiento y ejercicio del amor de Dios. Otro tanto hace una madre con el niño al darle la primera educación. El amor materno despierta en el niño, con sus caricias, el afecto que en él dormita, y con sus dones hace nacer en él la gratitud. Andando el tiempo el amor le enseñará a obedecer, a trabajar, a llevar a cabo, de la más sencilla forma, los sacrificios más heroicos en su edad madura; el amor será su regla y su ley: el amor del deber hará de él un hombre de bien; el amor de la ciencia, un genio; el amor de la gloria, un héroe, y el amor de Dios, un santo. Cual es el amor, tal es la vida. El corazón es el rey del hombre.

2.º El amor es asimismo todopoderoso sobre el corazón del hombre, porque mediante el amor, Dios reina y actúa en el hombre con plena libertad y sin obstáculos de ningún género.

Por el amor, el hombre hace reinar a Dios como soberano sobre su corazón y su vida, estableciéndose así entre Dios y él una convivencia divino-humana, que fue el fin mismo de la encarnación del Verbo.

Escuchemos con admiración y alegría esta divina doctrina de Jesucristo sobre la convivencia de Dios con el discípulo del amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él” (Jn 14, 23).

El amor hace del hombre un cielo donde la santísima Trinidad se complace en establecer su morada: Esta inhabitación amorosa de la santísima Trinidad no resultará meramente pasiva, antes bien, cada una de las personas divinas ejercerá en el alma una actividad personal y llena de amor.

  1. a) El Padre de las luces, principio y autor de todo don perfecto, que en su inmenso amor nos ha dado a su unigénito Hijo, nos concede también en Él todas las gracias. Mi Padre os ama, dice el Salvador, porque me amáis y porque creéis que de Él he salido. Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo concederá (Jn 14, 14. 23).

De esta suerte nuestro amor a Jesús nos merece el del Padre, pone a nuestra disposición todos los tesoros de su gracia, y nos hace todopoderosos sobre su corazón. Ser amado de un rey, ¿no es por ventura participar de sus riquezas y de su gloria? El amor requiere comunidad de bienes.

  1. b) Jesús ama a los que le aman con un amor de amistad: “Ya no os llamaré siervos, porque un siervo ignora los secretos de su amo, sino que os llamaré amigos, pues os he hecho saber cuántas cosas oí de mi Padre” (Jn 15, 15).

Jesús se digna llamarlos hermanos: “Ve a mis hermanos, dice a la Magdalena, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17).

Jesús inventa un nombre todavía más tierno: “Filioli, hijitos míos, poco tiempo me queda ya para vivir con vosotros… Pero no se turbe vuestro corazón (por esta separación). Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Voy a prepararon en ellas un lugar, y cuando os lo haya preparado, volveré y os llevaré conmigo, para que estéis donde yo estoy… No os dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros” (Jn 13, 33; 14, 1-3. 18).

¿Quién puede leer tan conmovedoras palabras sin derramar lágrimas de pura ternura y gratitud?

Veamos ahora cuál sea la acción de Jesús en el alma amada. Comienza por manifestársele, se coloca a su total disposición, se asocia con sus obras, se une a ella mucho más estrechamente que el alma de David, ligada, al decir de la Escritura, con la de Jonatán.

Oigamos al Salvador: “Quien me amare será amado de mi Padre; y yo también le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

¿En qué consiste esta manifestación de Jesús? En el amor, que no gusta de intermediarios, sino que quiere comunicarse directamente con su amigo, revelándole toda la verdad, sin sombras y figuras, ni en lenguaje desconocido, sino por sí mismo, con la luz y suavidad de la gracia, y que con sus divinos rayos penetra al alma amante como el sol atraviesa el cristal.

En la escuela del amor de Jesús pronto aprende el alma la ciencia de Dios y la sabiduría de sus obras. Con una sola mirada penetra los misterios más altos de su amor. Tal fue la manifestación de Jesús a la Magdalena; no le dijo más que ¡María!; pero esta sola palabra fue para ella una gracia de fe, de amor y de ardentísimo celo.

Pero el amor de Jesús para con el discípulo de su amor adquiere mayores proporciones; quiere y aspira a la convivencia, a la sociedad divina, Jesús queda a merced del alma: Cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre os lo concederá, para que el Padre sea glorificado en el Hijo (Jn 14, 13). Así es cómo Jesucristo, la palabra del Padre, se convierte en ejecutor divino de la oración de su discípulo.

“Seré vuestro abogado ante mi Padre: Et ego rogabo Patrem” (Jn. 14, 16). ¡Con qué elocuencia y eficacia no defenderá Jesús nuestros intereses presentándole sus llagas, señaladamente la de su Corazón, mostrándole la Eucaristía, perpetuo calvario del amor divino!

Con el objeto de hacerse necesario al hombre, Jesús se reserva para sí el dar su gracia, el comunicar su vida. El hombre redimido necesita en todo de su divino redentor, cual hijo que en todo depende de su madre. Sin mí, dice, nada podéis hacer (Jn 15, 5). Pero añade san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4, 13).

El amor, por naturaleza, es constante y quisiera ser eterno. Sólo la idea de una ausencia o de una separación es para él un tormento. Por ello Jesús tranquiliza a sus discípulos: “He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20). Jesús nos asegura que la comunidad de vida entre Él y su discípulo será perpetua.

Mas el amor requiere más que una comunidad de bienes y de vida: requiere una unión, unión real y personal.

Pues bien: el amor de Jesús ha logrado crear esta admirable unión de amor. Pero no podrá tener lugar de un modo perfecto, sino entre Él y el discípulo del amor sacramentado. Porque podrá el hombre amar a sus semejantes hasta la entrega de sus bienes y la comunidad de vida, hasta la unión corporal y moral; pero nunca podrá llegar a conseguir la unión real de la manducación. Este es el límite supremo, el último grado a que llega el poder del amor de Jesús para con el hombre: Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él (Jn 6, 57). Dos personas unidas realmente y conservando cada una su personalidad y su libertad: la persona adorable de Jesucristo y la persona del comulgante, tal es el fenómeno más sorprendente del amor; ved aquí la extensión de la encarnación, la gracia y la gloria de la madre de Dios participadas por todos los que comulgan.

Por esta unión maravillosa, Jesucristo comunica a sus fieles su vida sobrenatural con el objeto de que ellos a su vez le ofrezcan su vida de amor, y pueda Él crecer, trabajar, sufrir y perfeccionarse en las almas, de tal suerte que cada cristiano sea la prolongación de Jesucristo; Jesús viene a ser la cabeza; los fieles los miembros; Jesús la vid; los fieles los sarmientos; Jesús el espíritu; los fieles el cuerpo; los fieles prestan su trabajo, Jesús les concede la gracia y la gloria del éxito.

Con semejante unión, ¿qué no podrá el amor divino en el hombre? Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros os será concedido todo lo que pidiereis. Aquel que permanece en mí y en quien yo permanezco, ése es el que produce mucho fruto (Jn 15, 5. 7).

Un árbol plantado en buena tierra, a la vera de una corriente de aguas vivas, expuesto a la acción vivificadora del sol y aislado de otras plantas que le pudieran dañar, produce de ordinario frutos excelentes, o bien se halla sin vida o ha sido comido por los gusanos.

  1. c) El Espíritu Santo completa en el alma amante la obra del Padre y del Hijo. Su misión es la de perpetuar y perfeccionar a Jesucristo en sus miembros. Por eso el amor de los apóstoles no fue perfecto hasta que recibieron al Espíritu Santo. Su misión divina es la de formar a Jesucristo en sus discípulos, enseñarles interiormente su verdad comunicándoles unción y amor; darles fuerzas para confesar esta divina verdad, y ser sus testigos fieles y valerosos ante reyes y pueblos; infundir en su alma el espíritu de Jesús para que vivan de su vida y costumbres y puedan exclamar como el apóstol: “Ya no soy yo quien en mí vive”; ya no soy el principio y fin de mi vida, sino que “quien en mí vive es Jesucristo”.

El Espíritu Santo, educador y santificador del hombre, según Jesucristo, morará siempre en él como en su templo. El Espíritu Santo será el inspirador de sus buenas obras, el autor de su oración, el que le dictará su palabra; quien sobrenaturalizará sus acciones libres y alimentará sin cesar su amor, hasta que, convertido ya en varón perfecto en Jesucristo, comparta su triunfo en el cielo, sentado, sobre su trono y coronado con su gloria. La acción divina e incesante del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sobre el alma le confiere un amor de fuerza y poder admirables. La llama guarda proporción con la naturaleza y poder del fuego, el movimiento está en razón del motor; el hombre en razón de su amor.

El amor de Jesucristo debe ser, por tanto, la primera ciencia y la primera virtud del cristiano, así como es su ley y su gracia suprema.