Los sufrimientos morales de Cristo

Para adentrarse en el corazón de Jesús

San Alberto Hurtado

 

Parece presunción comentar los hechos y dichos de Nuestro Señor, sino es adorándolos y meditándolos, pero sobre todo sus hechos y dichos durante la Pasión.

Jesús tomó cuerpo y alma… Miremos los dolores en su alma inocente.

El Hijo de Dios asumió no sólo un cuerpo sino un alma. Él mismo creó el alma que tomó, mientras su cuerpo lo tomó de la carne de la Virgen María. Y así como tomó un cuerpo capaz de ser herido, atormentado, de morir; así también tomó un alma que podía sufrir todos los dolores del alma humana: soledad, angustia, asco…

Los sufrimientos de su cuerpo son más fácilmente percibidos. Baste mirar el crucifijo para penetrarlos… no así los de su alma, que están lejos de toda descripción, y aún de todo pensamiento, y anticiparon sus sufrimientos corporales.

La agonía, una pena del alma fue el primer acto del tremendo sacrificio: Mi alma está triste hasta la muerte….

No era el cuerpo sino el alma el asiento más hondo del dolor del Dios Eterno. Todo Él sufría, cuerpo y alma, en su cuerpo animado… en su alma incorporada; pero sufría en su cuerpo porque sufría en su alma, y algunos dolores -los espirituales- los padecía primariamente en su alma, único receptáculo de ellos, si bien por la unión se reflejaban también en su cuerpo.

Los seres vivientes sufren más o menos según su calidad espiritual. Los brutos sienten mucho menos que el hombre porque no piensan, no reflexionan sobre su dolor, no prevén. Lo que más hace duro el dolor es la fijación de la mente en él; lo que aparta la mente del dolor, lo alivia. Por eso los amigos tratan de distraernos cuando sufrimos, porque la distracción -como dice la palabra- nos aparta del dolor. Si el dolor es débil, tienen éxito y así llegamos a no sentir lo que sufrimos.

Consideremos además que lo intolerable en el dolor no es tanto su intensidad sino su continuidad: gritamos que no podemos soportar más, esto es, que no podemos seguir soportando tanto dolor. La pena que prevemos agudiza lo que ahora sufrimos; y la que recordamos cada momento pasado, parece que va toda junta a renovarse en el siguiente. Este es el privilegio del hombre sobre el animal, poder reflexionar, que se traduce en poder sufrir más.

Pero el alma humana que tiene una comprensión intelectual del dolor, como un todo difundido a través de momentos que pasan, tiene por eso una fuerza trágica en su dolor.

¿Por qué el Señor no aceptó sino probar el vino mirrado? Porque esta poción lo habría adormecido y quería llevar su dolor en toda su intensidad y en toda su amargura.

Él los habría evitado ardientemente si ésta hubiese sido la voluntad de su Padre: si es posible… pase de mí este cáliz (cf. Mt 26,39)… pero ya que no es posible, dice con calma al Apóstol que intentaba rescatarlo del dolor: El cáliz que me ha dado a beber mi Padre, ¿no he de beber?.

Ya que debía sufrir, se entrega a sí mismo al dolor. No había venido para evitar el dolor. Salió pues al encuentro y quiso que imprimiera en Él cada una de sus garras.

Y como los hombres por ser superiores a los animales son más afectados por el dolor por su espíritu, superior a su alma animal, así Nuestro Señor resistió el dolor en su cuerpo con una conciencia y, por consiguiente con una viveza, con una intensidad y unidad de percepción que nadie puede sospechar, ya que tenía la perfecta posesión de su alma, y estaba ésta libre de toda distracción, ligada al dolor y sometida al sufrimiento. Así se puede en verdad decir que padeció su Pasión entera en cada uno de sus instantes.

Recordemos que Nuestro Señor aunque perfecto hombre era diferente de nosotros en que había en Él un poder más grande aún que su alma, que dirigía su alma: la Divinidad. El alma de cada uno de nosotros está sometida a los deseos, a los sentimientos, a los impulsos y pasiones que le son propios; mientras que el alma de Nuestro Señor no estaba sometida sino a su Divina Persona Eterna. Nada llegaba a su alma por la pura casualidad, jamás era sorprendida de improviso, nada le afectaba sino lo que quería que le afectara.

Nosotros somos víctimas involuntarias de agentes, circunstancias que se echan sobre nosotros, sin poderlo prever ni evitar; en cambio Nuestro Señor no podía estar sujeto a nada que Él no quisiese plenamente. Cuando Él aceptaba temer, temía; cuando aceptaba irritarse, se irritaba. No estaba abierto a las emociones, pero Él se abría voluntariamente a las influencias que debían conmoverlo. En consecuencia cuando resolvió sobrellevar los sufrimientos de su Pasión expiatoria lo hizo con plena aceptación y en la plenitud de su capacidad de sufrir: no lo hizo a medias, no buscó como nosotros apartar su espíritu del sufrimiento. Él dijo: He venido a hacer tu voluntad, Padre mío. No has querido víctimas ni holocaustos, me has preparado un cuerpo para sufrir y en él y en su alma sufriré plenamente (cf. Hb 10,9). Y cuando llegó su hora, la hora de Satán y de las tinieblas, se ofreció entero como holocausto con toda su presencia de espíritu, toda su lucidez, toda su conciencia. Su pasión fue una intención presente y absoluta. Su energía vital estaba toda entera cuando su cuerpo yacía moribundo. Y si murió fue por un acto de su voluntad. Inclinó la cabeza en señal de mandato tanto como de resignación: En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). Y dichas estas palabras entregó su alma; sin perderla.

De aquí vemos que aunque Nuestro Señor no hubiera sufrido sino en su cuerpo, y aunque sus dolores hubiesen sido menores que los de los otros hombres, hubiera sufrido infinitamente más porque el dolor ha de ser medido por la conciencia que se tiene del dolor. El Hijo de Dios en su naturaleza humana agotando hasta su última gota el cáliz del dolor.

“Mi alma está triste hasta la muerte”. Estas palabras nos permiten responder a quienes piensan que Jesús Nuestro Señor tenía en su dolor algo que lo aliviaba, que disminuía su carga. ¿Qué podría ser esto?

Objeciones:

El sentimiento de su inocencia: Todos sus perseguidores estuvieron convencidos que condenaban a un inocente: “Condené sangre inocente” (Judas, cf. Mt 27,4). “Estoy limpio de la sangre de este justo” (Pilato, cf. Mt 27,24); “En verdad era justo” (Centurión, cf. Lc 23,47)…

Si los pecadores atestiguaban su inocencia, ¡cuánto más su propio corazón! Y todos experimentamos que del sentimiento de nuestra inocencia o de nuestra culpabilidad depende nuestra fuerza de resistencia al dolor, en Él el sentimiento de su santidad debía aniquilar su vergüenza.

Además, Él sabía que su dolor era breve, que sería condenado por el triunfo: es la incertidumbre lo que más nos atormenta… No podía conocer la incertidumbre, el abatimiento, ni la desesperación, porque nunca fue abandonado!!

Respuesta:

Todo esto es cierto, lo que quiere decir que Nuestro Señor fue siempre “Él mismo”, que jamás perdió su equilibrio. Lo que sufrió lo padeció porque deliberadamente se expuso al dolor: con deliberación y perfecta calma. Así como dijo al Paralítico: quiero, sé sano; al leproso: sé limpio; al centurión: iré y sanaré; a Lázaro: sal fuera… Así ahora dijo: voy a comenzar a sufrir. La tranquilidad es la prueba del dominio absoluto de su alma. Abrió la compuerta y las olas del dolor inundaron su corazón. San Marcos, que lo supo de San Pedro, nos dice: “Vinieron al lugar llamado Getsemaní… tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a ser invadido por el miedo y el abatimiento” (cf. Mc 14,33). Obra deliberadamente: va a un sitio, después dando una orden levanta, por decirlo así, el apoyo de la Divinidad a su alma y se precipitan en ella el terror y la angustia. Entra en su agonía moral en forma tan definida como si se hubiera tratado de un tormento físico: de los azotes o las espinas.

Siendo esto así no se puede decir que Nuestro Señor haya sido sostenido en su prueba por el sentimiento de su inocencia o la anticipación de su triunfo, ya que la prueba consistía precisamente en retirar esos sentimientos, como todo otro motivo de consuelo. Su voluntad se abandonaba a sí misma a todas las amarguras: así como los que son dueños de sí mismos pasan de una reflexión a otra, Nuestro Señor se rehusó deliberadamente todo consuelo y se empapó en el dolor. En ese momento su alma no pensaba en el porvenir. No pensaba sino en la carga presente que pesaba sobre Él y que había venido a llevar.

Y ¿cuál era esta carga que cayó sobre Nuestro Señor cuando abrió su alma al dolor? Una carga que conocemos bien, que nos es familiar, pero que para Él era un tormento indecible. Tuvo que llevar un peso que nosotros llevamos con inmensa facilidad, con tanta naturalidad que nos parece raro llamarlo “carga”, pero que para Él tuvo el olor envenenado de la muerte. Tuvo que llevar el peso del pecado… nuestros pecados, los pecados de todo el mundo. El pecado nos parece poca cosa; nos es familiar… casi no comprendemos por qué Dios lo castiga y cuando vemos que aún aquí Dios lo castiga buscamos otra explicación o desviamos nuestra atención.

Pero pensemos que el pecado en sí mismo es una rebelión contra Dios, es el gesto de un traidor que trata de derribar a su soberano y matarlo. Es un acto -la expresión es muy fuerte- que si fuera capaz aniquilaría al Dueño de todo. El pecado es el enemigo mortal del 3 veces santo, de modo que el pecado y Él no pueden vivir juntos, y así como el Santísimo lanza de sí al pecado a las tinieblas; así también, si Dios pudiera no ser Dios, o ser menos que Dios, sería el pecado el que tendría la capacidad de hacerlo.

Notemos que cuando el Amor todopoderoso al encarnarse entró en este sistema de cosas creadas y se sometió a sus leyes, inmediatamente este adversario del bien y de la verdad, aprovechando la oportunidad, se lanzó sobre esta Carne Divina y la rodeó hasta hacerla perecer. La envidia de los fariseos, la traición de Judas y la demencia del pueblo no eran más que el instrumento y la expresión de la enemistad del pecado contra la Eterna Pureza puesta ahora a su alcance. El pecado no podía herir a la Divina Majestad, pero podía atormentarlo -como Dios mismo consentía- por intermedio de su humanidad. Y el desenlace del drama, la muerte de Dios Encarnado, nos enseña lo que es el pecado en sí mismo y cuál va a ser el fardo que caerá con todo su peso sobre la naturaleza humana de Dios, cuando Él permita que su naturaleza sea invadida de miedo y terror ante la perspectiva de este asalto.

En esta hora horrible el Salvador del mundo se puso de rodillas, dejando de lado sus privilegios divinos, alejando a su pesar a sus Ángeles que hubieran querido por millones venir a rodearlo, abrió sus brazos, descubrió su pecho para exponerse inocente al asalto del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era pestilencia, cuyo abrazo era agonía. Estaba de rodillas inmóvil y silencioso mientras que el demonio impuro envolvía su espíritu de una ropa empapada de todo lo que el crimen humano tiene de más odioso, y que se apretaba junto a su corazón; mientras que invadía su conciencia, penetraba todos sus sentidos, todos los poros de su espíritu y extendía sobre Él su lepra moral hasta hacerlo sentirse -si fuera posible- tan repugnante como su enemigo hubiera querido hacerlo.

Cuál no sería su horror cuando al mirarse no se reconoció, cuando se encontró semejante a un impuro, a un detestable pecador, por este amasijo de corrupción que llovía desde su cabeza hasta la falda de su túnica. ¡Cuál sería su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los miembros del malvado y no los del Hijo de Dios! ¿Son éstas las manos del Cordero de Dios antes inocentes y rojas ahora con 10.000 actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son éstos los labios del Cordero, estos labios que no pronuncian oraciones, ni alabanzas, ni acciones de gracias sino que manchan los juramentos falsos y las perfidias y doctrinas demoníacas? ¿Son éstos los ojos del Cordero, ojos profanados por visiones malignas, por fascinaciones idolátricas por las cuales los hombres han abandonado a su Creador? Sus oídos escuchan el ruido de fiestas y de combates. Su corazón helado por la avaricia, la crueldad y la incredulidad… Su memoria está cargada con la memoria de todos los pecados cometidos desde el de Eva en todas las regiones de la tierra, la lujuria de Sodoma, la dureza de los egipcios, la ingratitud y el desprecio de Israel.

¿Quién no conoce la tortura de una idea fija que vuelve y vuelve sin cesar y nos obsesiona ya que no nos puede seducir?

O de un fantasma pavoroso que no nos pertenece pero que desde fuera se impone a nuestro espíritu… He aquí los enemigos que os rodean por millones, mi Salvador, que se abaten sobre vos en plagas más fuertes que las de la langosta o los gusanos de los sembrados, o las moscas enviadas contra el Faraón!

Todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los condenados y de los escogidos: todos están allí. Y vuestros bien amados están también allí, vuestros santos, vuestros escogidos, vuestros Apóstoles Pedro, Santiago, Juan, no para consolaros sino para aplastaros “lanzando el polvo contra el cielo” (cf. Job 2,12) como los amigos de Job y amontonando maldiciones sobre vuestra cabeza… Allí están todas las creaturas, menos una, la que no tuvo parte en el pecado. Ella sola podría consolaros, y es por eso que no está allí! Vendrá junto a vos, en la Cruz, pero en el jardín no estará. Ella ha sido vuestra compañera, confidente toda la vida, ha conversado con vos durante 30 años, pero sus oídos virginales no sabrían captar, ni su corazón inmaculado concebir, lo que se ofrece ahora a vuestra vista. Sólo Dios podía llevar esa carga. Vos habéis presentado a vuestros santos la imagen de un solo pecado tal como aparece ante vuestra Faz, la imagen de un pecado venial, no mortal, y nos han dicho que habrían muerto a su vista si tal imagen no la hubierais removido rápidamente. La Madre de Dios, a pesar de toda su santidad, o mejor por su misma Santidad, no habría podido soportar la vista de una de esas obras de Satanás que os rodean.

Es la larga historia del mundo y no hay más que Dios que pueda soportar su peso. Esperanzas engañadas, votos rotos, luces extinguidas, advertencias despreciadas, ocasiones fallidas, inocentes engañados, jóvenes endurecidos, penitentes que recaen, justos perseguidos, ancianos alejados, sofismas de la incredulidad, pasiones devastadoras, orgullo concentrado, tiranía del hábito, gusano roedor del remordimiento, angustia de la vergüenza, desesperación… tales son las escenas desgarradoras, enloquecedoras que se ofrecen a Jesús.

Todo esto reemplaza frente a Él la paz inefable que no ha cesado de bañar su alma desde su concepción. Estas imágenes están en Él, son casi suyas; invoca a su Padre como si fuera el criminal, no la víctima. Su agonía toma la forma de la culpabilidad y de la compunción. Hace penitencia. Se confiesa. Hace acto de contrición de una manera infinitamente más real, más eficaz que todos los penitentes reunidos, porque es para nosotros todos la única víctima, el único holocausto expiatorio, el verdadero penitente, sin ser -sin embargo- el verdadero pecador.

Se levanta deshecho y se vuelve para ver al traidor y su banda que furtivamente se deslizan en la sombra. Mira, y ve sangre en su ropa y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde vienen estas primicias de la pasión del Cordero? Las varas de los soldados no han tocado todavía sus espaldas, ni los clavos del verdugo sus manos y sus pies. Ha derramado su sangre antes de la hora; su alma agonizante ha roto su envoltura de carne para hacerle saltar afuera. La Pasión ha comenzado en su interior. Este corazón en suplicio, sede de ternura y de amor, se ha puesto ha palpitar con una vehemencia que va más allá de su naturaleza: “se han roto las fuentes del gran abismo”… Su sangre ha caído en tal abundancia y furor que sale por los poros, forma como un rocío espeso sobre su cara, su cuerpo, y gotas pesadas mojan sus vestidos y caen al suelo.

“Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38). Su pasión comienza por la muerte: no conoce fases ni crisis, toda esperanza está perdida desde el principio, lo que aparece como evolución no es más que el proceso de disolución. La Víctima si no murió fue porque su omnipotencia prohibió a su corazón partirse y a su alma separarse de su cuerpo antes de haber sufrido la Cruz.

Nuestro Señor no había agotado todavía todo su Cáliz. El arresto, la acusación, la bofetada, los azotes… la Cruz, todo esto faltaba por llegar. Es necesario que una noche y un día pasen lentamente, hora por hora antes que venga el fin, antes que la expiación sea consumada. Cuando llegó el momento y dio Él la orden, su pasión terminó por su alma como había comenzado. No murió de agotamiento corporal, ni de dolor corporal… Encomendó su Espíritu a su Padre y murió.

[Coloquio ]

Oh Corazón de Jesús, Oh Vos todo amor, os ofrezco estas humildes oraciones por mí mismo y por todos aquellos que se unen en espíritu a mí para adoraros. Oh Santísimo Corazón de Jesús me propongo renovar estos actos de adoración por mí mismo, miserable pecador, y por todos aquellos que se han asociado a vuestra adoración hasta el último suspiro. Os encomiendo, Oh Jesús, la Santa Iglesia vuestra querida Esposa y nuestra dulce Madre, a los que practican la justicia, todos los pobres pecadores, los afligidos, los moribundos y todo el género humano. No sufráis que vuestra sangre se haya derramado en vano por ellos, y dignaos aplicar sus méritos al alivio de las benditas almas del purgatorio, en particular por aquellos que en su vida os han devotamente adorado.

Tomado de:  “Un disparo a la eternidad” , pp. 303-310 – s38y03