¿Jesús o Barrabás?

Una invitación a elegir lo correcto…

Lc 23, 17- 25

  “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”

P. Jason Jorquera M.

 

Para aquellas personas que por gracia de Dios gozamos del don eximio de la fe, este pasaje en el cual el Evangelio nos presenta la absurda y a la vez abominable elección entre Jesucristo y Barrabás, no puede menos que conmovernos, cuando no molestarnos en demasía, sabiendo que ni siquiera humanamente se concibe condenar al inocente simplemente porque otro decida que es mejor que ocupe el lugar del culpable. Sí, ciertamente que si se nos preguntara a quién dejaríamos libre, ¿Jesús o Barrabás?, responderíamos sin lugar a dudas que a Jesús.

Ahora bien, considerando, en cambio, no directamente al Hijo de Dios en contraposición  al acusado de homicidio sino a aquella verdad teológica que nos enseña que Jesucristo murió por nosotros, y que de alguna manera “misteriosa”, sí, pero a la vez “real”, todos nosotros estamos presentes en su Sagrada Pasión, entonces este pasaje, al igual que todo el Evangelio, se vuelve parte de nuestra historia personal con Dios, y en él podemos descubrir más de una enseñanza existencial y catequética respecto al Amor que Dios nos profesa, y al amor con que nosotros le debemos corresponder. Y de aquí, dos grandes consideraciones.

 Primera consideración

La elección; expresión de lo absurdo, lo infame y lo diabólico.

 Jesús de Nazaret es inocente, y Barrabás culpable; Jesús es el Autor de la vida, Barrabás un homicida; Jesús representa la elección del bien, Barrabás la del mal; y finalmente, sus enemigos hacen de Jesucristo un obstáculo, puesto que al elegir a Barrabás dicen claramente “quita de en medio a este…”, palabras que no son menos significativas que el resto del juicio inicuo en su conjunto, y esto es sumamente importante tanto para adentrarse con sinceridad de corazón en la Sagrada Pasión de nuestro Señor, cuanto para considerar honestamente en nuestras vidas cuántas veces nos alistamos en las ya conocidas filas que gritan estas terribles palabras. “Quita de en medio a éste…”, ¿por qué?, pues porque sólo se desea quitar de en medio aquello que implica para nosotros un obstáculo, y esto es lo que significa Jesús para aquellos que conociendo su doctrina, sin embargo, hacen de ella un estorbo que les impide ir tranquilamente en pos del pecado; y he aquí la gran mentira satánica que se sigue repitiendo a lo largo de la historia: que los mandamientos de Dios son un escollo para nuestra felicidad, ¡cuando es totalmente lo contrario!; Jesucristo no puede ser un impedimento por la sencilla razón de que Él mismo es Camino,  Verdad y Vida[1] para nuestras almas; y también la luz del mundo[2] y el Buen pastor[3] que nos guía por el recto camino. No, Jesucristo no puede ser un obstáculo para quien realmente quiera ser feliz. Pero si aun así alguien quisiera llamarlo “obstáculo”, pues que sea sincero y lo aplique sólo contra la verdadera causa de muerte para nuestras almas, la cual no es otra que el pecado; y así, Jesucristo solamente puede decirse obstáculo contra el pecado, lo que en realidad significa que es un faro luminoso y seguro que guía por el sendero correcto a aquellos que buscan la felicidad con un corazón sincero.

 Jesús o Barrabás…, nos encontramos ante una elección que jamás debió acontecer, y sin embargo, desde Lucifer hasta el último condenado, ésta ha sido siempre la crucial alternativa que puede salvar o perder a la creatura, fruto del amor de Dios que tanto nos amó que nos envió a su propio Hijo a recordárnoslo, dejando bien en claro que sólo tenemos dos alternativas: o querer quitar a Dios de en medio en nuestras vidas, o combatir incansablemente contra el pecado, sabiendo que nuestras almas son tan preciosas a los ojos del Omnipotente que decidió comprarlas mediante el sacrificio de su propio Hijo. Y con todo esto dicho, podemos comprender mejor cuán absurda resulta esta elección; porque absurdo es preferir entregar a la muerte a quien vino a ofrecernos eternidad; y es además infame, puesto que a quien se hace iniquidad es al mismo Dios, autor de la justicia y pródigo de misericordia; y asimismo y sobre todo esta deliberación es diabólica, ya que no fue otro que el demonio quien primero que nadie decidió elegirse a sí mismo en vez de Dios, es decir, pretender quitar al Creador de su camino cuando en realidad no hizo otra cosa que “elegir el obstáculo”, cuyo nombre es pecado; lo mismo que hoy en día hacen las almas cuando se engañan a sí mismas eligiendo sus propias cadenas -so pretexto de libertad-, al momento de abrazar un afecto desordenado, es decir, aquello que nos ata a la tierra en vez de elevarnos al cielo.

 En definitiva, una fe lánguida e inactiva verá a Jesucristo puesto entre el alma y el pecado intentando evitar una elección que, junto con la injuria hecha a Dios, acarrea la perdición de quien decida en favor del pecado; en cambio una fe profunda y operante, lazarillo seguro en esta vida pasajera en que lo eterno nos está velado, ve las cosas de manera completamente diferente, pues comprende y experimenta la realidad tal como es: no Jesucristo entre el alma y el pecado, sino éste entre ella y el Redentor, es decir, Jesucristo nuestra meta y el pecado nuestro obstáculo.

 Entre Jesús y Barrabás, al igual que entre nosotros y el pecado hasta el fin de los tiempos, se encontrará siempre aquello que puede salvar o perder, unir o separar de Dios, lo correcto o lo incorrecto: nuestra elección. Que ésta no sea “quitar a Jesucristo de en medio”, sino Él mismo, abriéndose esmerado paso entre la turba, removiendo valientemente todo aquello que se interponga entre Él y nosotros.

 Segunda consideración

“Todos somos Barrabás”

 En la Sagrada Escritura no resulta extraño encontrarnos con un  binomio siempre inmerso en un profundo sentido espiritual: el de “figura y figurado”; el cual en los Evangelios está constantemente arrojando sus destellos de verdad, capaces de iluminar tanto nuestra limitada comprensión de los misterios divinos que en ellos se presentan, cuanto la real dependencia que de ellos tiene nuestra vida espiritual y, en consecuencia, nuestra eterna salvación, ya que nos manifiestan claramente cómo todas las figuras salvíficas del Antiguo Testamento, se ven realizadas en Jesucristo, “el figurado” en dichos textos sagrados pre evangélicos. Sin embargo, según el pasaje que venimos tratando, podríamos proponer una consideración que atañe directamente a nuestra participación en la Sagrada Pasión, la cual -como sabemos- una vez realizada se ha convertido en parte de nuestra historia personal con Dios (aquel Padre misericordioso que mediante ella, en virtud de la sangre de su Hijo, nos ha querido ofrecer nuevamente –y mientras no nos alcance la muerte-, la esperanzadora posibilidad de reconciliarnos con Él y conquistar el Reino de los cielos por su gracia); y ésta consiste en el hecho de “vernos representados por Barrabás”, ¿por qué?, simplemente porque él había pecado, había sido atrapado y hallado culpable y, sin embargo, es a él a quien el pueblo exige dejar en libertad en lugar de Jesús: “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”, es decir, “deja libre al culpable y condena al inocente”; así de retorcida y execrable suele ser la lógica humana cuando en vez de la fe se deja guiar por las heridas e inestables pasiones desordenadas de quienes en vez de representar la justicia divina, usurpan su lugar gobernados por la diabólica rebeldía contra el Creador. Sí, podemos vernos perfectamente representados en Barrabás, podemos decir que de alguna manera, en cuanto culpables, “todos somos Barrabás”; pero tampoco olvidemos que,  ya sea Barrabás en sus fechorías, o Pedro en sus negaciones, o la Magdalena en su vida disoluta, merced a la gracia divina, al menos de éstos últimos sabemos que tanto el negador como la libertina decidieron, sinceramente compungidos, consagrar toda su vida a seguir de cerca a Aquel que vino a ofrecerse voluntariamente en nuestro lugar, y dejar así obrar aquella conversión a la cual nos invita el Cordero de Dios que por nosotros padece su Sagrada Pasión.

 ***

 Hoy en día, más que nunca se nos pone por delante esta elección, y a veces hasta se nos impone. Pero tampoco olvidemos que en este trágico episodio los papeles no son muchos, y nos resulta ineludible tomar parte en alguno de ellos: ahí están los que exigen la condena del inocente; los que lo ven como un escollo; los que callan en vez de defenderlo; los que ejercen la injusticia; los que corrompen la verdad y, finalmente, los que se lavan las manos. Hoy es tiempo de asumir con valentía que el lugar correcto, pese a que implica ir hasta el Calvario, se encuentra solamente junto a Jesucristo, aquel a quien “no hay que quitar de en medio” sino, por el contrario, hacer el centro irrevocable de nuestra vida.

[1] Cf. Jn 14,6

[2] Cf. Jn 8,12

[3] Cf. Jn 10,11

Del amor a la Eucaristía

¿Cómo puede el amor eucarístico de Jesús llegar a ser el principio de la vida del adorador y su virtud dominante?

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en continua inmolación mística de Jesucristo. Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”. En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2). La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor angélico.

Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen María. Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos nada más preciado que su misma persona. Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor, vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.

El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía. Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies eucarísticas. Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre hasta el fin de los siglos. Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas. Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.

Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos cristianos. Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de los altares. La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia, hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del demonio.

A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía. ¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de él.

El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la herejía y de la impiedad. Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil? No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No –exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño, le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine en mí”.

“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño siquiera en un corazón humano”.

Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del mérito de su oblación.

Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz. Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la ascensión no aparecen sobre el altar del amor.

La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser entre los hombres como un sol de amor.

2.º Mas ¿cuál es el fin que Jesucristo se propuso al instituir la Eucaristía? Queda anteriormente indicado: conseguir el amor total del hombre. Sí, Jesucristo instituyó el santísimo Sacramento del altar para ser amado del hombre, poseer su corazón y ser principio de su vida.

Así lo dijo expresamente: “Quien me comiere vivirá por mí” (Jn 6, 58). Vivir por alguno es rendirle el homenaje de nuestra libertad, de nuestro trabajo y de la gloria de nuestras obras. Quien comulga ha de vivir por Jesucristo, ya que Jesucristo es su sustento. “Ya que soy Yo quien te alimento –nos dice el Salvador–, por mí debes trabajar. Trabaja santamente por mí, que soy tu vida, tu Pan de vida eterna. Trabaja por mi amor, puesto que yo te alimento de mi amor sustancial. De tal, árbol, tal fruto”.

Jesucristo dijo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y Yo en él” (Jn 6, 57). Y así como un criado debe mostrarse respetuoso ante su amo, el soldado ante el rey y el hijo ante el padre, del mismo modo lo que es y tiene el hombre debe honrar a nuestro Señor, por una completa sumisión y cumplido homenaje por haberse dignado hospedarse en nosotros en la Comunión.

En la Comunión debe producirse igual efecto que el que se produjo en la encarnación, en la que la naturaleza humana de Jesucristo se unió hipostáticamente, esto es, totalmente a la persona del Verbo. La voluntad humana de Jesucristo se sometía perfectamente a la divina; Dios mandaba al hombre y el hombre tenía a mucha honra el obedecer a Dios. Ahora bien, siendo la Comunión la extensión de la encarnación en cada hombre, es natural que Jesucristo viva y reine en el que comulga. Todo el que comulga debiera poder exclamar como san Pablo: “Ya no soy yo el principio de mi vida; lo es Jesucristo que en mí vive; lo es el creador en su criatura; lo es el Salvador en el cautivo rescatado, el amor divino en el reino que ha conquistado”.

No cabe duda que Jesucristo se propone ganar el corazón del hombre con la Eucaristía. Si Jesús llega al hombre con todos los dones y atractivos de su infinita bondad, lo hace por cautivar al hombre con la gratitud. Si Jesús es el primero en dar su corazón, es para tener el derecho de reclamar al hombre el suyo. Y como el amor exige de suyo comunidad de bienes, sociedad de vida, fusión de sentimientos, quien ama a Jesucristo como es amado por Él logrará formar con Él una admirable unión de vida. Es éste cabalmente el verdadero triunfo de Jesucristo: transformar la vida del que comulga en su propia vida, y en sus costumbres, obrando con la suavidad del amor y sin violencia ni coacciones.

La Comunión es la más rápida y más perfecta conversión de un alma; el fuego acaba pronto con la herrumbre, da nuevo temple al acero y devuelve al oro impuro su brillo y su belleza.

La Eucaristía es el reinado de Jesús en el cristiano.

En Belén Jesús es el amigo del pobre, en Nazaret, el hermano del obrero, en sus correrías evangélicas es el médico, pastor y doctor de las almas; en la cruz es su salvador. Pero en la Eucaristía es el rey que reina doquiera: en el individuo y en la sociedad. El cuerpo del que comulga es su templo; el corazón su altar; la razón su trono, y la voluntad su fiel sierva.

Por la Eucaristía Jesús reinará en todo el hombre; su verdad será la luz de su entendimiento; su divina ley, la regla invariable e inflexible de su voluntad; su amor, la noble pasión de su corazón; su mortificación, la virtud de su cuerpo su gloria eucarística será el fin de toda la vida del comulgante.

¡Oh, dichoso mil veces el reinado eucarístico de Jesús! Es el paraíso en el alma, ya que posee en ella al Dios de los ángeles y santos.

La Eucaristía es el Dios de la paz que viene a descansar en nuestra alma, ya curada de la fiebre de las pasiones y del pecado; es el Dios de los ejércitos que viene triunfante a tomar posesión de su imperio y guardar y defender su conquista; es el Dios de bondad que ha menester un alma para entregarse a ella y formar con ella una sociedad amorosa; es el ternísimo Salvador que, no teniendo paciencia para esperar hasta la eternidad para hacer felices a los hijos de la cruz, adelanta el día de la gloria para dar comienzo al cielo por medio de la Eucaristía, admirable cielo de amor.

¡Oh cuán desdichado es quien no conoce a Dios en la Eucaristía! Se encuentra huérfano y solo en el mundo. ¡Cuán desdichado es el hombre sin la Eucaristía entre los bienes, los placeres y las glorias mundanas! Es un pobre náufrago arrojado a isla salvaje.

Pero con la Eucaristía el cristiano se encuentra bien en todas partes y puede prescindir de todo porque posee a Jesucristo. No hay destierro para quien está con Él, ni hay cárcel para quien vive con Él. El cristiano tan sólo teme una desgracia: la de perder a Jesucristo, la de perder la Eucaristía. La Eucaristía es su bien supremo. Por la Eucaristía Jesucristo es el rey de las naciones. Jesús no vino sólo para salvar al hombre, sino también para establecer una sociedad cristiana y escogerse un pueblo más fiel que el judío, integrado por todos los hijos de Dios esparcidos por toda la tierra. Jesús será el único soberano de este pueblo, mandará a pueblos y reyes, que le rendirán honores divinos y majestuosos homenajes.

¡Qué hermoso es este regio y popular triunfo de Jesús en la fiesta del Corpus! Toda la belleza del arte y de la naturaleza, todo el encanto de la armonía, toda la terrible grandeza de las armas, todo el poder y magnificencia de la majestad real y todo el amor y entusiasmo del pueblo adornan, embellecen y honran el paso del Dios de la Eucaristía. Tan sólo Jesús es grande este día en las naciones; es el día de su Realeza en la tierra.

La Eucaristía es el lazo fraternal que une a los pueblos entre sí; en el sagrado banquete, al pie del altar, todos somos hermanos, todos forman una familia.

El santo sacrificio es el calvario perpetuo del mundo.

La Eucaristía es el verdadero distintivo católico por el que se conoce al discípulo de Jesucristo. En la sagrada Comunión y sólo en ella nos reconocemos. El grado en que la Eucaristía reina en un hombre o en un pueblo nos da la medida de su virtud, de su caridad y hasta de su inteligencia. La debilitación del reinado eucarístico trae consigo la decadencia, y la ausencia de este reinado es esclavitud, tinieblas de muerte, la noche horrible del sepulcro. Sin la Eucaristía ya no hay sol ni vida; hombres y pueblos viven como bestias nocturnas que buscan furtivamente su pasto, huyen de la luz y se ocultan en cavernas salvajes: ¡tienen miedo de Dios!

De todo lo cual se colige que el motivo y toda la razón de ser de la Eucaristía consiste en hacer ver al hombre el amor supremo de Jesús y en establecer en el hombre el reinado del amor de Jesús. De ahí que el amor deba ser el primer principio de la vida del adorador.