La devoción mariana y el santo Rosario

La señal de los hijos de María santísima

 

P. Jason Jorquera M.

 

 «Al recitar el Rosario pedimos repetidamente a la Virgen que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Al hacer así, tenemos siempre abierta una ventana hacia la eternidad en las ocupaciones y en las preocupaciones de cada día. La característica principal de esta oración es la de ser al mismo tiempo oración y meditación de los principales misterios cristianos. Por esto es por lo que en Fátima la Virgen propone el Rosario como antídoto contra el ateísmo: el hombre de hoy más que nunca necesita meditar y orar sobre las grandes verdades reveladas. Y no debemos tener nunca miedo de ser piadosos, repetitivos y rutinarios en la recitación de las decenas. Si nos viene la duda basta con pensar en la fortuna que tuvo santa Bernardita en las apariciones, pudiendo constatar que también la Virgen repasaba entre los dedos las cuentas del Rosario junto con ella»[1]; y san Juan Pablo II escribía: «… el motivo más importante para volver a proponer con determinación la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano…»[2]

Para profundizar más acerca de la importancia del rezo del santo rosario, recomiendo el libro de San Luis María Grignion de Montfort “El secreto admirable del santísimo Rosario”.

Antes de hablar directamente del rezo del santo rosario conviene dar un pantallazo general acerca del culto y devoción a María santísima en la historia de la Iglesia para comprender mejor la importancia que tiene el rezo del santo rosario como medio verdadero y eficaz para unirnos más a Jesucristo por medio de su madre.

La devoción

Santo Tomás de Aquino explica en la suma teológica que “La devoción es un acto de la virtud de la religión, aunque proviene también de la virtud de la caridad, pues, si se intenta con ello la unión en el amor de Dios, es un acto de caridad y si se intenta el culto o servicio de Dios, es acto de religión. Ambas virtudes se influyen mutuamente: la caridad causa la devoción porque el amor nos hace prontos para servir y la devoción aumenta el amor, porque la amistad se conserva y aumenta con los servicios que se prestan.”[3]. Por otra parte, no debemos olvidar nunca que “La devoción, como acto de religión que es, recae propiamente en Dios, no en sus criaturas. La devoción a los santos, incluida la misma Virgen María, no debe terminar en ellos mismos, sino en Dios a través de ellos, de otro modo existiría un gran desorden, porque “la devoción que tenemos a los santos de Dios… no tiene a ellos por fin, sino a Dios, es decir, que veneramos a Dios en los ministros o representantes de Dios” (S.Th. II-II, Q.82, a.2 ad 3).”

Pero debemos decir que la santísima Virgen María ocupa un lugar muy particular en lo que se refiere al culto que debemos tributarle… hacemos aquí algunas aclaraciones que nunca están de más.

A Dios se lo venera con un culto llamado de adoración o latría en virtud de su excelencia infinita y es propio y exclusivo de Dios, por lo que un culto de este tipo tributado a una criatura constituye un pecado grave: la idolatría (Cf. S.Th. II-II, Q.94, a.3).

            A los santos les corresponde el culto de dulía o de simple veneración por lo que tienen de Dios. Nada tiene que ver con la adoración, y es lícito, útil y conveniente invocarlos y reverenciarlos. La doctrina contraria está expresamente condenada por la Iglesia (Cf. Dz 984ss.342.679).

            A la Virgen María, por su singular dignidad de Madre de Dios, se le debe culto llamado de hiperdulía o de veneración muy superior a la de los santos, pero que no es de ningún modo culto de latría. Este culto corresponde exclusivamente a la Virgen porque supera en grado y especie la santidad de los demás santos: todo esto contra los errores de los protestantes, que nos acusan a los católicos de adoración de imágenes, de los santos, de la virgen, etc.; no es lo mismo “venerar” que “adorar”. Así de sencillo.

Necesidad de la devoción mariana

Respecto a la necesidad de la devoción mariana, la mayoría de los autores y teólogos marianos la considera más bien hipotética y no absoluta según la afirmación de San Luis M. Grignion de Montfort, en el Tratado de la verdadera devoción a María, donde dice lo siguiente: “Debemos concluir que, como la Santísima Virgen ha sido necesaria a Dios con una necesidad que llamamos hipotética, en consecuencia de su voluntad, Ella es aún más necesaria a los hombres para llegar a su último fin…, y es una señal infalible de reprobación… el no tener estima y amor a la Santísima Virgen, así como, por el contrario, es un signo infalible de predestinación el entregársele y serle devoto entera y verdaderamente” (VD 39-40).

Pero ahora debemos decir que para quienes buscan seriamente alcanzar la santidad, la devoción a María santísima parece mucho más indispensable puesto que es en ella donde mejor se moldean las almas según la imagen que Dios quiere que alcancen sus hijos adoptivos por la gracia, como enseña el mismo Montfort: “… El gran molde de Dios, hecho por el Espíritu Santo para formar al natural un Dios-hombre por la unión hipostática, y para formar un hombre-Dios por la gracia, es María. Ni un solo rasgo de divinidad falta en ese molde. Cualquiera que se arroje en él y se deje moldear, recibe allí todos los rasgos de Jesucristo, verdadero Dios” (SM 16-17).” Por eso a la espiritualidad mariana algunos la llaman “espiritualidad de molde”, en cuanto a que moldea, forja, da forma al alma devota según Dios lo quiere en la medida  de su generosidad para con Él.

Resumiendo un poco toda la historia del culto a la santísima Virgen y su desarrollo, debemos decir que desde los comienzos de la Iglesia la Madre de Dios ha estado presente con su maternal intercesión:

– Es ella la mujer elegida y preparada desde toda la eternidad para convertirse en la madre del salvador del mundo y madre nuestra también por la gracia.

– Es ella la joven inmaculada que le da su “Sí” al ángel y comienza así la salvación del género humano.

– Está junto al Verbo de Dios encarnado en Nazaret cuidándolo y acompañándolo durante sus años de vida oculta mientras preparaba gran misión apostólica de predicar el evangelio.

– Está presente en las bodas de Caná que parecen adelantar la manifestación de Jesús como el mesías esperado.

– Está presente fielmente al pie de la cruz para recibirnos como hijos suyos.

– Está presente en pentecostés para recibir al Espíritu Santo que desde allí comienza a habitar en los corazones.

– Y está presente para siempre en el cielo intercediendo por nosotros pero a la vez cercana cubriendo a sus hijos con su manto de amor maternal.

La devoción a María santísima y su especial presencia junto a nosotros, parece que se fundieran en una sola cosa cada vez que rezamos el santo rosario.

El Rosario: historia

            El desarrollo del Rosario como plegaria difundida en la Iglesia está comprendido entre los siglos XII al XVI. A partir del siglo VII se recitaba la primera parte del Ave María 150 veces y lo mismo ocurría con el Padrenuestro. Esta recitación de 150 Ave Marías o Padrenuestros, era practicada por los monjes analfabetos en sustitución del salterio davídico. El salterio del Padrenuestro fue subdividido por los monjes y laicos devotos en tres cincuentenas que se rezaban a distintos momentos del día a modo de la Liturgia de las Horas.

           Sabemos que Santo Domingo de Guzmán (1170-1221), y también su discípulo San Pedro de Verona con las confraternidades fundadas, utilizaron y divulgaron abundantemente esta devoción mariana.

            A partir del siglo XVII el Rosario se fue difundiendo cada vez más y su devoción fue indulgenciada, promovida y recomendada por innumerables pontífices hasta el día de hoy: por ejemplo «a Juan XXIII le gustaba decir que su jornada no había terminado si antes no había rezado los 15 misterios del Rosario. Pablo VI hablaba del Rosario como “Compendio de todo el evangelio”. León XIII escribió doce encíclicas sobre el Rosario. Juan pablo II dedicó importantes escritos al Rosario, quiso ampliar este valor de “compendio” añadiendo la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, también los 5 misterios luminosos y afirmó que “nuestro corazón puede encerrar en las decenas del Rosario los hechos que componen la vida del individuo, de la familia, de la nación, de la Iglesia, de la humanidad entera. El Rosario marca el ritmo de la vida humana”»[4].

Excelencia del santo Rosario

El santo Rosario está compuesto principalmente por el rezo del Ave María, y san Luis María dice al respecto: “El Ave María es un dardo penetrante e inflamado que, unido por un predicador a la palabra de Dios que anuncia, le da fuerza para atravesar y convertir los corazones más duros, aun cuando no tenga el orador extraordinario talento natural para la predicación[5].

Es tanta y tan grande la excelencia de esta oración que los santos le tenían una devoción tan grande que no podían vivir sin ella. Podemos leer por ejemplo en las memorias biográficas de san Juan bosco la siguiente anécdota:

«Mientras tanto don Bosco le enseñó la casa, le habló de sus planes para el futuro, y le fue describiendo el horario de las ocupaciones de sus muchachos. El Marqués expresaba su admiración y alababa todo, pero juzgaba tiempo perdido el empleado en las largas oraciones y decía que la antigualla de cincuenta Avemarías ensartadas una tras otra no tenían razón de ser y que don Bosco debía haber abolido tan aburrida rutina.

   -Pues mire, respondió amablemente don Bosco; tengo metida en el alma esa rutina; y puedo decirle que mi institución se apoya en ella: estaría dispuesto a dejar muchas otras cosas muy importantes, antes que ésta; y hasta, si fuera menester, renunciaría a su valiosa amistad, pero no al rezo del santo rosario».[6]

Cada vez que rezamos el Rosario con devoción recibimos muchísimos beneficios y además muchas otras gracias que la Virgen nos regala y que ni siquiera nos enteramos. Además es verdadera fuente de fortaleza en las dificultades, en las pruebas, en los sufrimientos, y, en consecuencia, es de alguna manera escuela, real, escuela de espiritualidad en cuanto que nos ayuda a ir profundizando poco a poco en los misterios que meditamos cada vez que lo rezamos con devoción.

Antes de concluir mencionamos, además, los beneficios del rezo del santo Rosario que menciona san Luis María[7]:

1º nos eleva insensiblemente al perfecto conocimiento de Jesucristo,

2º purifica nuestras almas del pecado,

3º nos permite vencer a nuestros enemigos,

4º nos facilita la práctica de las virtudes

5º nos abrasa en amor de Jesucristo,

6º nos proporciona con qué pagar todas nuestras deudas con Dios y con los hombres; y en fin, nos consigue de Dios toda clase de gracias.

Conclusión

Finalmente citamos un hermoso párrafo de la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae de Juan Pablo II que sintetiza perfectamente lo principal que busca el rezo del santo Rosario: la devoción filial a María santísima y, por medio de ella, conducir al alma a la unión con Dios:

(El Rosario) «Es al mismo tiempo el camino de una devoción mariana consciente de la inseparable relación que une a Cristo con su Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42)»[8].

[1] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228-229.

[2] Juan Pablo II, Carta apostólica Rosaruim Virginis Mariae, nº 5

[3] Cf. S.Th. II-II, Q.82, a.2

[4] P. Gabriel Amorth – Roberto Ítalo Zanini; Más fuertes que el mal, Ed. San Pablo, 3ª edición, 2011. Págs.. 228.

[5] San Luis María Grignion, El secreto del Rosario, Rosa 17.

[6] Memorias biográficas de san Juan Bosco, tomo III

[7] San Luis María Grignion de Montfort, El secreto admirable del Santísimo Rosario, Ed. Apostolado mariano, pág. 71

[8] Juan Pablo II, carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 24