Sermón sobre el orgullo I/II

“Yo no soy cómo los demás…”

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan Maria Vianney

Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de si mismos, estén en todo momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres como si fuesen de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo.  Son contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos mejores que muchos otros. De todo lo cual  deduzco yo, que el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos hasta tal punto  nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería llenarnos de  confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho talento; otros,  porque  poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más todos éstos lo que debieran  hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor:

«Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut oderim me). Voy, pues, ahora a mostraros:

1.° Hasta que punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios y de los hombres;

2.° De cuántas maneras lo cometemos; y

3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.

  1. Para daros una idea de la gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese  ir  a  arrancar  a  Lucifer  del  fondo  de  los  abismos,  y arrastrarle aquí, hasta este lugar que ocupo, para que el mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha  causado, que no son otros que las penas del infierno.

¡Ay! ¡Por un pecado que tal vez durara un solo momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al  hombre,  menos  culpable  se  cree  éste  del  mismo.  En  efecto,  jamás  el orgulloso querrá convencerse  de  que lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto  desea, esta bien hecho y bien dicho.

¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado? Mirad lo que ha hecho Dios para  expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría? Pues porque veía que ese pecado había  de  tal  manera  ultrajado  a  su  Padre,  que  solamente Él  podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para ser despreciado de unos y rechazados de otros.

Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado ocasionó. Sin él, no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos a aquel juicio que hace temblar  a  los  santos;  Ningún  temor  deberíamos  tener  de  una  eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Que digo?, ¡sin ese maldito pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a nuestro divino Salvador! …

Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado peores daños que nosotros?

¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás Ángeles malos no hubiesen caído en el  pecado de orgullo, no  existirían demonios, y,  por consiguiente, nadie habría  tentado  a  nuestros  primeros  padres,  y así  ellos  hubieran  tenido  la suerte de perseverar. No  ignoro que todos los pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo; el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene prometido que,  si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las  más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte  a  su  Dios;  convierte  el  templo  del  Espíritu  Santo  en  templo  de demonios,        hace       de         los        miembros         de       Cristo, miembros         de          una        infame prostitución; de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crímenes respecto a los cuales  faltan  palabras  que  expresen  los  horrores  y  la  magnitud  de  los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un súbdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede  concebirse mayor atrocidad?  Pues  bien,  esto  es  lo  que hace  la persona  que halla  motivo  de vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan grande es el número de esos infelices!

Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de  los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos  a  los  orgullosos»  (Matth.,  XI,  25.).  En  efecto,  si  recorremos  la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece  agotar su furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.

Hallamos un caso ejemplar en la persona de Nabucodonosor el Grande. Era aquel  príncipe  tan  orgulloso,  tenía  tan  elevada  opinión  de  si  mismo,  que pretendía ser  considerado como Dios (Iudit, III, 13.)        Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a conocer que hay un Dios,  Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres, para ir a habitar junto a las bestial  feroces,  donde comería hierbas y raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer su pequeñez (Dan., IV,  27-34.).  Ved  los  castigos  que  Dios  envió  a  Core,  Dathán,  Abirón  y  a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón:

«¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen de  ellos y de sus casas, pues quería castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies y se hundieron vivos en el infierno (Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago y  encarceló  a  San  Pablo.  Era  tan  orgulloso,  que  un  día,  vestido  con  su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue  comido por los viles insectos (Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de él. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una  horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)…

En  todos  partes  y  en  todos  tiempos  hallamos  ejemplos  de  cómo  Dios  se complace   en   confundir  a  los  soberbios.  Y  no  solamente  el  orgulloso  es aborrecible a los ojos  de Dios, sino que también resulta insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me  preguntaréis. – Pues porque no puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales, otras quiere igualarse con los que están sobre él, de manera que nunca puede estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia. No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el orgullo; por él, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en esclavo de Satán

  1. II. Muy horrible es ese pecado, me diréis; preciso es que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae sobre sí, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Mas ¿de que modo podremos saber que hemos caído en él? – ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí. Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser como una especie de condimento que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y diciendo en alta  voz:

«Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí tenéis el verdadero carácter  del  orgulloso:  en vez de dar gracias a Dios  por  haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los  viejos como los jóvenes, así los pobres como los ricos, todos se alaban y glorían de lo  que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente. La puerta por la, cual el orgullo  entra  más  copiosamente  son  las  riquezas.  En  cuanto  una  persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen maestros, de que todo el mundo  las  salude;  siempre  aspiran  a  los  primeros  puestos;  se  presentan ricamente  vestida»  (Matth.,  XXIII.);  abandonan  ya  su  primitivo  aire  de sencillez;  si  los  saludáis,  ni  se  dignaran  quitarse  el  sombrero,  apenas  si inclinarán  un  poco  la  cabeza;  andan  con  la  cabeza  erguida,  ponen  especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación muchas veces ignoran,  pero  se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su preocupación está en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha  visto coronada por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a  conocer, a fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no  cesa ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por ventura, algún viaje? preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas, hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a inspirar lástima a los que le escuchan.

Los pobres orgullosos piensan que de esta manera lograrán ser tenidos por personas de talento, mas lo que ocurre es que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo cuanto afirma!…

Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella mil defectos y dirá: ¿que  le  vamos a hacer? ¡Su capacidad no da más de sí! Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo, entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada, diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho de ella… El orgulloso,  al  toparse  con  varias  personas  reunidas,  generalmente  cree  que hablan de él ya en bien ya en mal.

¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser? La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa. ¿Está bien provista de vestidos y adornos? Pues con el mayor disimulo dejará muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan su casa.

Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias; Quién de saber confesarse, de saber  orar bien, de presentarse con mayor modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación  una  gran cadena en el chaleco; pero, si se le pregunta que hora es, no puede decirlo porque no tiene reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le importa perder unos pesos.

¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!

¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen de ella un elevado  concepto.  Nada más ridículo, nada más tonto que estar siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a un padre de familia, cuando sus hijos se  hallan en estado de poder contraer matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesos, mis tierras rinden tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden : «¡Mirad bien, es obra mía!». ¿Por qué hablan? Pues para dar a conocer su habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se guardarían muy bien de abrir la  boca por temor a la humillación. Y no hablemos de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar… Mas he de advertiros que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes… Pastor apostólico, tomo 1, p.261. (Nota del Santo)).