La quinta palabra

Tengo sed

Jn 19,28

 

 

       Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas… dice: Tengo sed.”

Ciertamente que después de la flagelación, después del extenuante camino hacia el calvario y luego de estar clavado durante horas en la cruz desangrándose, entre crueles espasmos, no resulta extraño que Jesucristo tenga sed, de hecho daba así cumplimiento una vez más a las Escrituras, puesto que el salmo que comienza con la cuarta palabra reza claramente: “Mi paladar está seco como teja y mi lengua pegada a mi garganta…”[1]. Está sediento, el Hijo de Dios está sediento, pero no es ésta una sed cualquiera, ¡oh, no!, no es tan sólo la necesidad del agua para satisfacer al cuerpo… es mucho más que eso; más que una necesidad es un deseo ardiente de quien “ardientemente” ha deseado comer esta pascua[2], y ardientemente también esperaba su momento triunfal en el madero, y que sólo se comprende con los ojos de la fe: Jesucristo desde siempre, pero sobre todo desde la cruz, tiene una vehemente sed de almas: ¿cómo no tenerla en esta hora culminante de su obra el Buen Pastor que vino a dar la vida por sus ovejas? [3]; ¿cómo no tenerla quien se hizo Camino, Verdad y Vida[4] para quien se hallaba bajo el sello del pecado? Oh misteriosos designios divinos, locura para la sabiduría humana[5], ápice del amor divino para la fe: quien vino a saciar la sed de Dios que tenían los hombres, hombre también se hace y de ellos tiene sed; el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás[6], le dijo a la samaritana, y en ella a todos nosotros y, sin embargo, Él mismo tiene sed; ¡qué gran paradoja, un Dios encarnado y padeciendo por amores!, ¡el Dios de vida, sediento de dar vida!; y es que este es el precio que el amor impuso a quien nos amó primero[7]: saciar nuestra sed de eternidad, la que comenzó al salir del Edén a causa de un desordenado deseo de ser como dioses[8], a cambio de un sacrificio tan grande que implicó la crucifixión del Hijo de Dios que muere sediento de las almas de los hombres que vino a conducir de regreso al redil de su Padre[9].

  Al leer la quinta palabra no podemos menos que movernos a compasión. Pero si, en cambio, nos detenemos unos instantes a meditarla se deja traslucir claramente que es más bien una invitación a la acción que se resume en esta sencilla pregunta: ¿acaso tengo derecho a no querer saciar la sed de mi alma que tiene Jesucristo?… y la respuesta es más que evidente.

A partir de este momento podríamos decir que la vida del creyente consiste en realizar de su parte todos los actos que, de alguna manera, tienen la capacidad de ir saciando la sed de Cristo, es decir, todo aquello que contribuya a “irle entregando el alma”: la práctica de las virtudes, las renuncias, el ofrecimiento de nuestros sufrimientos, etc., y todo esto siguiendo el ejemplo del maestro crucificado, es decir, hasta la muerte, hasta que llegue el tiempo de presentarle el alma pidiéndole que la tome para sí como ofrenda generosa y a la vez conquista de su sangre, para saciar en alguna medida su sed, que es sed de almas y sólo con almas se saciará.

Oración: Señor Jesús, Dios y hombre verdadero, sediento de las almas que viniste a conquistar para la eternidad, te ruego que me concedas la gracia de tener un corazón generoso, capaz de darse constantemente a Ti buscando, según mis muchas limitaciones pero movido por una profunda confianza en Ti, aliviar cuanto pueda tu sed, que es deseo ardiente de llevar a tu redil, que es la santa Iglesia, a todos aquellos hombres y mujeres que has amado “insaciablemente” hasta la muerte. Que no te niegue nada Señor mío: ni mis acciones, ni mis pensamientos, ni mi vida, que todo sea tuyo; he ahí tu triunfo, he ahí mi verdadera felicidad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

P. Jason Jorquera M.

 

«Sobre estas palabras que dijo Jesucristo Nuestro Señor en la Cruz: “Tengo sed”»

 

     Dice que tiene sed siendo bebida,

a voz de amor y de misterios llena,

ayer bebida se ofreció en la cena,

hoy tiene sed de muerte quien es vida.

     La mano a su dolor descomedida,

no sólo esponja con vinagre ordena,

antes con hiel la esponja le envenena,

en caña ya en el cetro escarnecida.

     La paloma sin hiel que le acompaña,

a su Hijo en la boca vio con ella,

y sangre y llanto al uno y otro baña.

     Perla que llora en una y otra estrella,

le ofrece en recompensa de la caña,

cuando gustó la hiel, que bebió ella.

De Quevedo.

 

[1] Sal 22,16

[2] Lc 22,15

[3] Cf. Jn 10,11

[4] Cf. Jn 14,6

[5] Cf. 1 Cor 1,23

[6] Jn 4, 14

[7] Cf. 1Jn 4,19

[8] Cf. Gén 3,5

[9] Cf. Jn 10,16