4ª Estación: Jesús se encuentra con su santísima Madre
Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos,
que por tu santa cruz redimiste al mundo
¡Cuán hermosa y triste escena ante mis ojos!
¡Virgen Santa, digna madre del Cordero!,
soportando ver a tu hijo entre despojos
tu alma gime, mas tu amor se queda entero.
Sus miradas como el oro se fundieron
entre lágrimas de madre en fuego tierno;
corazones que en amor juntos latieron;
palpitar que aquel día se hizo eterno.
Jesús entre insolencias y humillaciones, entre gritos y salivazos, entre el pretorio y el Calvario es acompañado fielmente por su Madre que intenta con grandes esfuerzos llegar a Él… hasta que finalmente lo consigue. Serán tan sólo unos instantes, pero bastarán para tomar con sus inmaculadas y virginales manos de madre aquellas llagadas, ensangrentadas y temblorosas manos de su Hijo que vio crecer entre las suyas y que tanto recién nacido como ahora besa con ternura angelical.
¿Quién conforta a quién? se pregunta el cielo, ¿acaso no van muriendo los dos? interrogan los ángeles, pero María santísima simplemente responde con sus lágrimas: Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).
Contempla, alma mía, cómo ambas miradas se compenetraron, ambos corazones latieron juntos y ambos aceptaron con misteriosa y santa resignación la voluntad divina del Padre; porque ambos vivían con el alma puesta en el cielo: ¿dónde pones tú los ojos?, ¿dónde pones tus amores?, ¿en el cielo o en la tierra?
Virgen castísima, madre del Cristo sufriente, alcánzame la gracia, te lo ruego, de convertir las amarguras de mi camino en esperanza y consuelo poniendo siempre la mirada de mi alma en las alturas de la eternidad.
Extenuado bajo el peso de la cruz sucumbe el frágil cuerpo del Mesías pues el cansancio lo abruma y ya sus miembros temblorosos no pueden sostenerlo más. Si Cristo cae no es por voluntad propia sino porque las fuerzas lo abandonan. Cae por mis culpas que son muchas, lo aplastan mis iniquidades.
¿Quién lo ayudará?, ¿los escribas?, ¿los fariseos?, ¿el pueblo?, ¿sus apóstoles?; pues nadie… cae solo y solo deberá levantarse.
Considera alma mía cómo tus caídas han desplomado al Salvador; la maldad de tus pecados ha hecho insoportable el peso de la cruz que por ti carga el Mesías. Observa en esa caída cuánto daño sufre Cristo: la cruz lo aplasta, se incrustan las espinas de su corona, sus rodillas quedan casi deshechas y reviven cruelmente sus dolores. Mira bien el fruto de tu egoísmo, de tu autoconfianza; ¿cuántas veces pretendiste triunfar sin invocar el nombre divino en la batalla?, y qué conseguiste: tan sólo heridas y derrotas que ahora sufre el Cordero inocente.
Levántate ya alma mía y haz la firme resolución de no confiar nunca más en tus fuerzas sino sólo en el auxilio divino que se alcanza únicamente con la fidelidad a la gracia.
Haz Señor, te suplico, que con tu gracia me levante prontamente de mis miserias y pueda cumplir con humildad aquellos propósitos que tantas veces te hice cayendo luego por mi egoísmo.
Oh mi buen Jesús, llega la hora de cargar sobre tus sacratísimos hombros mis innumerables pecados. Cuanto más pesadas son mis faltas tanto más se derrama tu misericordia sobre mí; ¿por qué cargas Tú mi sentencia?, ¿por qué padeces Tú mi castigo? Señor mío y Dios mío, ahora bien comprendo tus amores, ahora sé bien que te entregaste para concederme vida: misteriosamente eres la misma hostia y la patena que se ofrece al Padre. Todos te observan, pero nadie te ayuda; los hombres se mofan, los cielos se conmueven, mas tú perseveras sin la más mínima queja, abrazando la cruz que llaga lentamente tu santo cuerpo mientras sana nuestras heridas.
Considera alma mía lo que el Señor quiere enseñarte: el Divino Inocente puesto en tu lugar, asumiendo tus pecados y padeciendo silencioso aquel tormento ignominioso cuando tú te quejas de pequeñeces y palabras vanas. El Cordero de Dios carga tus culpas en su cruz y tú alegas por unas pocas astillas. Aprende junto con Él a recorrer la senda hacia el Calvario pues ella es la puerta estrecha que conduce al Reino de los cielos; la perla preciosa escondida en el lodo que hacia el final deslumbrará mostrando toda la hermosura que ahora esconden sus penas pero que dimana destellos de eternidad para quienes sepan apreciarla con los ojos de la fe.
Enséñame Señor a caminar este sendero emulando y asimilando tu paciencia, fortaleza, humildad y amor a la cruz, pero una cruz querida, aceptada y abrazada.
Continúas, Jesús mío, aquel magnífico sermón viviente que comenzaste en Getsemaní. ¿No dices nada?, ¿no reprochas las falsas y perversas acusaciones?, ¿hasta dónde llega tu amor por los hombres? Oh Cordero de Dios, que aceptas silencioso la voluntad del Padre; que eres entregado por aquellos mismos que has venido a salvar; que oyes la sentencia inicua de los labios del pueblo elegido para recibir primero la redención; que viniste a liberar del pecado y a cambio recibes condena: ¿dónde están todos aquellos que sanaste?, ¿dónde fueron los que entre alabanzas te recibieron al entrar en Jerusalén?, ¿dónde están aquellos que te seguirían hasta la muerte?; han huido, se escondieron y te abandonaron.
Considera, alma mía, cuántas veces te has hecho partícipe de aquella aberrante sentencia cada vez que en vez de gratitud devolviste males, cada vez que rechazaste la divina gracia y prefiriéndote a ti misma, a tus gustos y placeres, gritaste también con tus obras: ¡crucifícalo!, ¡que sea crucificado!
¿Qué mal ha hecho? Pregunta Pilato; ¿qué bien no ha hecho? Reprocha mi conciencia: todo lo ha hecho bien, nos responde la Escritura (Mc 7,37).
Muéstrame, Señor mío, el camino por donde quieres que te siga, muéstrame en cada acción de mi vida la voluntad divina de tu Padre y concédeme la gracia de aceptarla gustoso como tú lo hiciste.
MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1984
Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:
¡Cuantas veces hemos leído y escuchado el texto conmovedor del capítulo veinticinco del Evangelio según San Mateo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria…, dirá… Venid, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y me disteis de comer…»!
Sí, el Redentor del mundo comparte el hambre de todos los hombres, sus hermanos. Sufre con los que no pueden alimentar sus cuerpos: todas las poblaciones víctimas de la sequía o de las malas condiciones económicas, todas las familias perjudicadas por el paro o por la inseguridad del empleo. Y no obstante, nuestra tierra puede y debe alimentar a todos sus habitantes desde los niños de tierna edad hasta las personas ancianas, pasando por todas las categorías de trabajadores.
Cristo sufre igualmente con los que están legítimamente hambrientos de justicia y de respeto hacia su dignidad humana, con los que son defraudados en sus libertades fundamentales, con los que están abandonados o, peor aún, son explotados en su situación de pobreza.
Cristo sufre con los que aspiran a una paz equitativa y general, cuando ésta es destruida o amenazada por tantos conflictos y por un superarmamento demencial. ¿Es posible olvidar que el mundo está para construir y no para destruir?
En una palabra, Cristo sufre con todas las víctimas de la miseria material, moral y espiritual.
«Tuve hambre y me disteis de comer…; era forastero, y me acogisteis; enfermo y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Estas palabras serán dirigidas a cada uno de nosotros el día del Juicio. Pero desde ahora ya nos interpelan y nos juzgan.
Dar de lo nuestro superfluo e incluso de lo necesario no es siempre un impulso espontáneo de nuestra naturaleza. Por esta razón debemos abrir siempre los ojos fraternales sobre la persona y la vida de nuestros semejantes, estimular en nosotros mismos esta hambre y esta sed de compartir, de justicia, de paz, a fin de pasar realmente a las acciones que contribuyan a socorrer a las personas y poblaciones duramente probadas.
Queridos Hermanos y Hermanas: en este tiempo de Cuaresma del Año Jubilar de la Redención, convirtámonos una vez más, reconciliémonos más sinceramente con Dios y con nuestros hermanos. Este espíritu de penitencia, de compartimiento y de ayuno debe traducirse en gestos concretos, a los que vuestras Iglesias locales os invitarán ciertamente.
«Que cada uno haga según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni obligado, que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). Esta exhortación de San Pablo a los Corintios es de total actualidad. Ojalá podáis experimentar profundamente la alegría por el alimento compartido, por la hospitalidad ofrecida al forastero, por el socorro prestado a la promoción humana de los pobres, por el trabajo procurado a los parados, por el ejercicio honesto y valiente de vuestras responsabilidades cívicas y socioprofesionales, por la paz vivida en el santuario familiar y en todas vuestras relaciones humanas. Todo esto es el Amor de Dios al que debemos convertirnos. Amor inseparable del servicio, urgente tan a menudo, a nuestro prójimo. Deseemos, y merezcamos, escuchar de Cristo el último día, que en la medida en la que hayamos hecho el bien a uno de los más pequeños entre sus hermanos es a Él a quien lo hemos hecho.
Reflexión sobre la agonía ultrajada de nuestro Señor
P. Jason Jorquera Meneses
Monasterio de la Sagrada Familia, Tierra Santa
«… Así se hubiera destruido la salvación, que viene por la cruz.
Mas como era en verdad el Hijo de Dios, no bajó.
De haber tenido que bajar, desde el principio no hubiera subido a ella.
Pero como convenía que por este medio se obrase la salvación,
soportó su crucifixión, sufrió otros muchos dolores,
y perfeccionó su obra…»
(Teofilacto)
“¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”
Hace casi 2000 años estas palabras se pronunciaron contra Jesucristo con talante irrisorio e indeciblemente humillante, mientras agonizaba a cambio de nuestra salvación. El pueblo de aquel entonces, restringido y ciego, esperaba un mesías político y guerrero, un libertador que batallara contra la opresión y devolviese al pueblo elegido[1] al pedestal que le correspondía, por ser la nación favorecida con las promesas de salvación. Sin embargo, apareció este “mesías pacífico”, este orador austero y peregrino, un hombre ciertamente diferente, pues predicaba con autoridad[2] y corroboraba su doctrina con milagros[3], pero que jamás había empuñado más arma que un sencillo látigo –y hecho de cuerdas- para expulsar a unos mercaderes que negociaban irreverentemente en el templo[4]; de hecho la noche precedente había reprochado con severidad al discípulo que, armado con una espada, pretendió defenderlo[5]: no, no podía ser éste el anhelado “mesías libertador”; y como estaba consiguiendo adeptos[6] y alborotando al pueblo[7] parecía no haber más opción que darle muerte[8]. La razón: Jesús de Nazaret, el hijo de José[9], los había defraudado; pues vino a ofrecer un reino que se conquista con la propia sangre y al cual se asciende por la cruz. Pero ¿qué manera de reinar es ésta?; en este reinado de Jesús «… todo se volvería sobre sí, como unas alforjas de cuyo fondo se tirase hacia afuera; en ese reino extraño, los pobres serían los bienaventurados; los pacíficos, virtuosos; los mansos, héroes; los humildes, dioses…»[10], es decir, toda aquella gran locura que proclamó desde el curioso púlpito del monte, aquellas Bienaventuranzas[11] imposibles de armonizar con la humana lógica de aquel entonces que esperaba con ansias al gran caudillo combatiente. Sin embargo, Jesús no era más que una especie de carpintero-pseudoprofeta, cuya incipiente y novedosa invitación de seguimiento parecía sucumbir junto con Él mientras pendía de la cruz…, ¿quién es este hombre tan diferente a todos los demás?…, aunque tal vez aún quede una mínima y agonizante esperanza… sí, ¡que baje de la cruz, a ver si tiene tal poder, y quizás creerán en Él!: ésta era la perversa mofa que dirigían al Hijo de Dios aquellos a quienes había decepcionado con su reinado de humildad y sencillez.
Ahora, en cambio, la historia es diferente. Muchos han abrazado la fe y el reinado del Verbo encarnado; ya muchos son los hombres y mujeres que conforman el cuerpo místico en unidad de sacramentos, de culto, de deseo de bienaventuranza, etc., hoy por hoy, en anuncio del Evangelio va extendiéndose por el mundo y permanece siempre firme la santa madre Iglesia, nacida del costado abierto de Jesucristo, y así permanecerá hasta el fin de los tiempos puesto que cuenta con la promesa del mismo Redentor como garante: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[12].
Sin embargo, así como las promesas mesiánicas se han cumplido fielmente en Jesucristo, así también es innegable que las palabras que Él mismo nos ha revelado acerca de los últimos tiempos por fuerza han de ser también cumplidas, pues no todo aquel que le diga “Señor, Señor” [13], entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que cumpla, a ejemplo de Él, la voluntad del Padre celestial[14], ya que también es cierto que el humo de satanás ha impregnado a no pocos cristianos, teniendo como triste consecuencia el hacer eco de aquella ponzoñosa burla que debió haber quedado sepultada en el calvario y, en cambio, cobra nueva vida en los corazones y en los labios de estos “creyentes impregnados del humo de satanás”: “¡El Cristo, el rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.”. Pero el tono de estas palabras en estos “creyentes ahumados” de hoy es peor, y mucho más terrible que el de aquellos que ni siquiera llegaron a reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios; pues en éstos se han transformado de una cruel mofa, en una abominable “exigencia”; he aquí la gangrena espiritual que terminará consumiendo lo poco de cristianismo, de fe en el mesías, que quede en los corazones infestados de ella…, a menos que arranquen de sí lo que haya que arrancar y recuperar el maravilloso tesoro de la fe que recibieron en su bautismo: no se puede militar bajo dos banderas[15], o se es vasallo del gran rey[16] o del príncipe de las tinieblas[17], porque nadie puede servir a dos señores[18], y eso es justamente lo que pretenden exigir a Jesucristo estos ahumados de hoy, “que baje de la cruz”, ¿por qué? sencillamente porque saben que a Él hay que imitar. Pero, si Él bajara de la cruz, tal vez se podría hacer alguna especie de convenio con el mundo, ser menos rígidos, estrictos, transar en algún aspecto… ¡pero no!, Jesucristo no descendió de la cruz sino que desde ella entregó su espíritu al Padre[19] y sólo en ella quedaron consumadas todas las cosas, porque que justamente en este momento Jesús comenzaba su triunfo[20], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde vence la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta; es decir, que allí y sólo allí, realmente todo está consumado[21].
De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo[22]y da la vida eterna a sus ovejas[23]; pero esta vida sin fin debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[24]…
¿Quiénes son éstos que exigen “que baje de la cruz”?, pues los que quieren seguirlo sin fatigas; los que suben con Él al monte y lo escuchan con agrado pero no quieren acompañarlo al desierto; los que lo reciben con palmas[25] pero no son capaces de abogar por Él en el gran pretorio de este mundo; en definitiva, los que quieren llegar al paraíso pero buscando otro sendero que no sea el de la cruz, porque no están dispuestos a crucificarse también con Él, a diferencia de aquellos que quieren verdaderamente ser sus discípulos y saben que para ello es necesario cargar con la cruz[26].
¡Que baje de la cruz, porque no queremos subir con Él!, dicen, en definitiva, los que aman poco o nada a Jesucristo, porque el amor de éstos está mutilado, ya que el amor sin sacrificio es como el pez sin el agua; ¿cuánto más podrá seguir viviendo?
¡Que baje de la cruz!, he aquí la arenga oficial de la rebelión contra la cruz y contra el Crucificado porque verle así, clavado, es un reproche del amor de Dios no correspondido por quienes, hoy en día, dicen creer en Él pero rechazan el sacrificio y la renuncia a los criterios terrenales, aquellas “normas de vida” que provocan la verdadera muerte del alma, totalmente opuestas a esta muerte en cruz que engendra eternidad; reproche que se vuelve insoportable para quienes no están dispuestos a completar en sí mismos lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia[27]-mas no para quienes le corresponden también con cruz-; Y así afirman estos rebeldes, con sus vidas, ante el Cordero de Dios traspasado:
¡Que baje de la cruz!, porque servir a un Dios crucificado es vergonzoso para un mundo en el cual el hedonismo rompió las cadenas de las pasiones, ¿por qué, en cambio, dejarlas clavadas en el madero?, ¡oh, qué difícil, cuando no impracticable!;
¡Que baje de la cruz!, porque la cruz pasó de moda y a la moda no se la ha de crucificar, a menos que se quiera ser un anticuado mojigato, completamente fuera de este tiempo moderno en el cual ya no queda espacio para la cruz, porque es hora de cambiar… y no precisamente el cambio de vida que exige el Evangelio.
¡Que baje de la cruz!, porque la cruz reclama un corazón completamente indiviso, y no está dispuesta a compartir sus realidades celestiales con el polvo de la tierra, antes bien, prefiere “mancharse” con la sangre de un Cordero…;
¡Que baje de la cruz!, porque aquellos sus brazos de madera transversales, que parecen fundirse con el horizonte, reclaman un perdón absoluto, sin medias tintas ni ambages, contraste terrible entre la dadivosa misericordia divina y los condicionamientos de los hombres, perdón que pretende ceñir: ¡hasta a los propios enemigos![28];
¡Que baje de la cruz!, que descienda de aquella atalaya misteriosa que atrae a todos hacia Él[29], a la vez que pone de manifiesto más aun nuestros pecados; testigo y coprotagonista de la única expiación agradable al Padre eterno;
¡Que baje de la cruz!, pues ella contradice, como sus maderos, los humanos propósitos con los inescrutables designios divinos…
En resumen, “que baje de la cruz”, que la abandone, que cambie de estandarte y deje de predicarla para que, entonces y sólo entonces, lo veamos y creamos.
Pretender que Jesucristo baje de la cruz es pretender que no beba el cáliz[30] que le ha sido preparado, pues esos pensamientos no son los de Dios[31] sino los de los hombres, porque bajar de la cruz hubiese sido no otra cosa más que “el gran fracaso de toda la obra de la redención”, el triunfo maléfico de satanás y la perenne derrota de los hombres por el pecado. Pero Jesucristo no bajó de la cruz, sino que cargado de nuestros pecados subió al leño[32] y con su perseverancia hasta la muerte reconcilió todas las cosas[33], nos devolvió las llaves de los cielos y nos dejó un ejemplo para que sigamos sus huellas[34]. No, Jesucristo no descendió de la cruz como quieren que haga los de fe anémica; y de la misma manera sigue llamando desde ésta su cátedra a todos aquellos que, fieles a Él, a sus mandatos, a su doctrina, a su santa Iglesia, estén dispuestos a conquistar también con Él el Reino de los cielos, y, si es necesario, también entre azotes, o con clavos, o con corona de espinas, ¡pero siempre con la cruz!, pues no es el discípulo mayor que el maestro[35] y si afirmamos con sinceridad ser sus discípulos, por fuerza hemos de tener también crucificada nuestra carne[36] y nuestro espíritu en la siempre paternal voluntad de Dios, pero, eso sí, ¡también hasta el final!
“¡Que baje de la cruz!”, es el lema que se leerá hasta el fin de los tiempos, escrito con pusilánime desesperanza, en el estandarte de la apostasía, porque como a Jesucristo no se lo puede separar de la cruz a la que está voluntariamente asido, entonces apostatar de la cruz es apostatar también de Él. En cambio, muy distintas son las palabras que se leen en el estandarte de la cruz, pues sus caracteres han sido escritos con sangre divina y acentuados con una misteriosa misericordia que invita constantemente a tomar parte de aquellos inscritos en el libro de la vida[37], es decir, aquellos que no protestan contra la cruz sino que, según la generosa invitación del Maestro, proclaman en sí mismos la perenne inscripción e impronta de la Victoria del Hijo de Dios sobre el pecado y sobre la muerte: Quien quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame[38]… ¡pero sin mirar atrás una vez que haya tomado el arado![39]; pues, así como no se pueden subir las escaleras sin pisar los escalones para llegar a la terraza, así tampoco se puede entrar en el Reino de los cielos si no se asciende, con perseverancia, por la cruz, lo cual es como decir: ¡que no baje de la cruz!, que si allí se queda –afirman los verdaderos discípulos-, a fuerza de fe, de amor y de esperanza, creeremos nosotros firmemente en Él; y, así, toda nuestra vida exclamaremos junto con el poeta:
[5] Jn 18,10-11 Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: “Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?”
[15] San Ignacio de Loyola: “… El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Christo llama y quiere a todos debaxo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debaxo de la suya.” (E.E. nº137)
[16] “… quánto es cosa más digna de consideración ver a Christo nuestro Señor, rey eterno, y delante dél todo el universo mundo, al qual y a cada uno en particular llama y dice: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria.” (San Ignacio de Loyola, en: E.E Nº 95)
La oración tiene su centro en el interior del corazón
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia católicaafirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.
Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de mayo de 2011
Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado