La intercesión de Abraham por Sodoma
(Gn 18, 16-33)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que, si bien con formas distintas, está presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy, en cambio, quiero comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos llevará a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de salvación, hasta su culmen: la Palabra definitiva que es Jesucristo. En este camino nos detendremos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran patriarca, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12.16-17), quien nos ofrecerá el primer ejemplo de oración, en el episodio de la intercesión por las ciudades de Sodoma y Gomorra. Y también quiero invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia —que espero tengáis en vuestras casas— y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica a nosotros y el hombre que responde, que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar se encuentra en el capítulo 18 del libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está a punto de suceder y le da a conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer que a todo el mundo llegue la bendición divina. Tiene una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él el Señor quiere reconducir a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham plantea enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: «¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa! matar al justo con el culpable, de modo que la suerte del justo sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?» (Gn 18, 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su delito e infligir el castigo, pero —afirma el gran patriarca— sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, con razón, a Dios.
Ahora bien, si leemos más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es aún más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. En efecto, dice al Señor: «Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?» (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia «superior», ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazón de Dios pues conoce su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón, ¿no son acaso la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y otros medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham —como recordamos— hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar cuarenta y cinco, y así va bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en la insistencia: «Quizá no se encuentren más de cuarenta.. treinta… veinte… diez» (cf. vv. 29.30.31.32). Y cuanto más disminuye el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: «Perdonaré… no la destruiré… no lo haré» (cf. vv. 26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá salvarse, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oración. Porque, a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios alimenta siempre hacia el hombre pecador. De hecho, el mal no puede aceptarse, hay que señalarlo y destruirlo a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía precisamente esta función. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cf. Ez 18, 23; 33, 11); su deseo siempre es perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien. Ahora bien, es precisamente este deseo divino el que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su voz, pero también su corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Esto es lo que quiere el Señor, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez menos apremiante y al final sólo bastarán diez para salvar a toda la población. El texto no dice por qué Abraham se detuvo en diez. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas constituyen el quórum necesario para la oración pública judía). De todas maneras, se trata de un número escaso, una pequeña partícula de bien para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción que paradójicamente la oración de intercesión de Abraham presenta como necesaria. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien. Porque es este precisamente el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso, es necesaria una transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham repite continuamente: «Quizás allí se encuentren…». «Allí»: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía aún más. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén: «Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo la perdonaré» (Jr 5, 1). El número se ha reducido aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. Y ni siquiera esto basta; la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio de sus enemigos. Será necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, él mismo se hace hombre. Siempre habrá un justo, porque es él, pero es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino se manifestará plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta; entonces toda intercesión nuestra será plenamente escuchada.
Queridos hermanos y hermanas, que la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración diaria sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor, que es grande en el amor. Gracias.
Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de mayo de 2011