Jacob, el combate de la fe
Lucha nocturna y encuentro con Dios (Gn 32, 23-33)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un texto del Libro del Génesis que narra un episodio bastante particular de la historia del patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboc, del que hemos escuchado un pasaje.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y después le había arrebatado con engaño la bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Tras huir de la ira de Esaú, se había refugiado en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y ahora volvía a su tierra natal, dispuesto a afrontar a su hermano después de haber tomado algunas medidas prudentes. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él atravesaran el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo y es agredido improvisamente por un desconocido con el que lucha durante toda la noche. Este combate cuerpo a cuerpo —que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis— se convierte para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es el tiempo favorable para actuar a escondidas, por tanto, para Jacob es el tiempo mejor para entrar en el territorio de su hermano sin ser visto y quizás con el plan de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo, es él quien se ve sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para tratar de evitar una situación peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata, por tanto, de una definición vaga, indeterminada, que a propósito mantiene al asaltante en el misterio. Reina la oscuridad, Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; y también para el lector, para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al patriarca, y este es el único dato seguro que nos proporciona el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya haya terminado y ese «alguien» haya desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio tiene lugar, por tanto, en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también cómo se desarrolla la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer cuál de los dos contrincantes logra vencer; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones se suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. De hecho, al inicio Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario —dice el texto— «no lograba vencerlo» (v. 26); con todo, golpea a Jacob en la articulación del muslo, provocándole una luxación. Se debería pensar entonces que Jacob va a sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide que lo deje ir; pero el patriarca se niega, poniendo una condición: «No te soltaré hasta que me bendigas» (v. 27). Aquel que con engaño le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido, de quien quizás comienza a vislumbrar las connotaciones divinas, pero sin poderlo aún reconocer verdaderamente.
El rival, que parece detenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de acoger la petición del patriarca, le pregunta su nombre: «¿Cómo te llamas?». El patriarca le responde: «Jacob» (v. 28). Aquí la lucha da un viraje importante. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre la persona, porque en la mentalidad bíblica el nombre contiene la realidad más profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite poderlo dominar. Por tanto, cuando, a petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de rendición, de entrega total de sí mismo al otro.
Pero, paradójicamente, en este gesto de rendición también Jacob resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido» (v. 29). «Jacob» era un nombre que aludía al origen problemático del patriarca; de hecho, en hebreo recuerda el término «talón», y remite al lector al momento del nacimiento de Jacob cuando, al salir del seno materno, agarraba con la mano el talón de su hermano gemelo (cf. Gn 25, 26), casi presagiando la supremacía que alcanzaría en perjuicio de su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob remite también al verbo «engañar, suplantar». Pues bien, ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto de entrega y rendición, su propia realidad de engañador, de suplantador; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engañador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que implica una nueva identidad. Pero también aquí el relato mantiene su voluntaria duplicidad, porque el significado más probable del nombre Israel es «Dios es fuerte, Dios vence».
Así pues, Jacob ha prevalecido, ha vencido —es el propio adversario quien lo afirma—, pero su nueva identidad, recibida del contrincante mismo, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a su adversario, este no quiere decírselo, pero se le revelará en un gesto inequívoco, dándole la bendición. Aquella bendición que el patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendición obtenida con engaño, sino la gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por eso, al final de la lucha, recibida la bendición, el patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: «He visto a Dios cara a cara —dijo—, y he quedado vivo» (v. 31); y ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero «vencido» por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica puede dar respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen en él finalidades y componentes literarios de varios tipos, así como referencias a algún relato popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboc se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los rasgos de una relación particular entre Dios y el hombre. Por esto, como afirma también el Catecismo de la Iglesia católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia» (n. 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboc se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, casi en un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha no puede menos de culminar en la entrega de sí mismos a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Más aún: Jacob, que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel y da también un nombre nuevo al lugar donde ha luchado con Dios y le ha rezado; le da el nombre de Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que ese lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a él, quien se deja transformar por él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cf. 1 Tm 6, 12; 2 Tm 4, 7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve a la espera de ver su rostro. ¡Gracias!
Plaza de San Pedro
Miércoles 25 de mayo de 2011