María, miembro eminente y modelo de la Iglesia

Catequesis de Juan Pablo II

(30-VII-97)

  1. El papel excepcional que María desempeña en la obra de la salvación nos invita a profundizar en la relación que existe entre ella y la Iglesia.

Según algunos, María no puede considerarse miembro de la Iglesia, pues los privilegios que se le concedieron: la inmaculada concepción, la maternidad divina y la singular cooperación en la obra de la salvación, la sitúan en una condición de superioridad con respecto a la comunidad de los creyentes.

Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo «muy eminente y del todo singular» (Lumen gentium, 53): María es figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió del Señor, la Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo con pleno título.

  1. La doctrina conciliar halla un fundamento significativo en la sagrada Escritura. Los Hechos de los Apóstoles refieren que María está presente desde el inicio en la comunidad primitiva (cf. Hch 1,14), mientras comparte con los discípulos y algunas mujeres creyentes la espera, en oración, del Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos.

Después de Pentecostés, la Virgen sigue viviendo en comunión fraterna en medio de la comunidad y participa en las oraciones, en la escucha de la enseñanza de los Apóstoles y en la «fracción del pan», es decir, en la celebración eucarística (cf. Hch 2,42).

Ella, que vivió en estrecha unión con Jesús en la casa de Nazaret, vive ahora en la Iglesia en íntima comunión con su Hijo, presente en la Eucaristía.

  1. María, Madre del Hijo unigénito de Dios, es Madre de la comunidad que constituye el Cuerpo místico de Cristo y la acompaña en sus primeros pasos.

Ella, al aceptar esa misión, se compromete a animar la vida eclesial con su presencia materna y ejemplar. Esa solidaridad deriva de su pertenencia a la comunidad de los rescatados. En efecto, a diferencia de su Hijo, ella tuvo necesidad de ser redimida, pues «se encuentra unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan ser salvados» (Lumen gentium, 53). El privilegio de la inmaculada concepción la preservó de la mancha del pecado, por un influjo salvífico especial del Redentor.

María, «miembro muy eminente y del todo singular» de la Iglesia, utiliza los dones que Dios le concedió para realizar una solidaridad más completa con los hermanos de su Hijo, ya convertidos también ellos en sus hijos.

  1. Como miembro de la Iglesia, María pone al servicio de los hermanos su santidad personal, fruto de la gracia de Dios y de su fiel colaboración. La Inmaculada constituye para todos los cristianos un fuerte apoyo en la lucha contra el pecado y un impulso perenne a vivir como redimidos por Cristo, santificados por el Espíritu e hijos del Padre.

«María, la madre de Jesús» (Hch 1,14), insertada en la comunidad primitiva, es respetada y venerada por todos. Cada uno comprende la preeminencia de la mujer que engendró al Hijo de Dios, el único y universal Salvador. Además, el carácter virginal de su maternidad le permite testimoniar la extraordinaria aportación que da al bien de la Iglesia quien, renunciando a la fecundidad humana por docilidad al Espíritu Santo, se consagra totalmente al servicio del reino de Dios.

María, llamada a colaborar de modo íntimo en el sacrificio de su Hijo y en el don de la vida divina a la humanidad, prosigue su obra materna después de Pentecostés. El misterio de amor que se encierra en la cruz inspira su celo apostólico y la compromete, como miembro de la Iglesia, en la difusión de la buena nueva.

Las palabras de Cristo crucificado en el Gólgota: «Mujer, he ahí a tu Hijo» (Jn 19,26), con las que se le reconoce su función de madre universal de los creyentes, abrieron horizontes nuevos e ilimitados a su maternidad. El don del Espíritu Santo, que recibió en Pentecostés para el ejercicio de esa misión, la impulsa a ofrecer la ayuda de su corazón materno a todos los que están en camino hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios.

  1. María, miembro muy eminente de la Iglesia, vive una relación única con las personas divinas de la santísima Trinidad: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. El Concilio, al llamarla «Madre del Hijo de Dios y, por tanto, (…) hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 53), recuerda el efecto primario de la predilección del Padre, que es la divina maternidad.

Consciente del don recibido, María comparte con los creyentes las actitudes de filial obediencia y profunda gratitud, impulsando a cada uno a reconocer los signos de la benevolencia divina en su propia vida.

El Concilio usa la expresión «templo» (sacrarium) del Espíritu Santo. Así quiere subrayar el vínculo de presencia, de amor y de colaboración que existe entre la Virgen y el Espíritu Santo. La Virgen, a la que ya san Francisco de Asís invocaba como «esposa del Espíritu Santo» (cf. Antífona, del Oficio de la Pasión), estimula con su ejemplo a los demás miembros de la Iglesia a encomendarse generosamente a la acción misteriosa del Paráclito y a vivir en perenne comunión de amor con él.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 1-VIII-97]