Catequesis de Juan Pablo II (13-VIII-97)
1. En la maternidad divina es precisamente donde el Concilio descubre el fundamento de la relación particular que une a María con la Iglesia. La constitución dogmática Lumen gentium afirma que «la santísima Virgen, por el don y la función de ser Madre de Dios, por la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y funciones, está también íntimamente unida a la Iglesia» (n. 63). Ese mismo argumento utiliza la citada constitución dogmática para ilustrar las prerrogativas de «tipo» y «modelo», que la Virgen ejerce con respecto al Cuerpo místico de Cristo: «Ciertamente, en el misterio de la Iglesia, que también es llamada con razón madre y virgen, la santísima Virgen María fue por delante mostrando de forma eminente y singular el modelo de virgen y madre» (ib.).
El Concilio define la maternidad de María «eminente y singular», dado que constituye un hecho único e irrepetible: en efecto, María, antes de ejercer su función materna con respecto a los hombres, es la Madre del unigénito Hijo de Dios hecho hombre. En cambio, la Iglesia es madre en cuanto engendra espiritualmente a Cristo en los fieles y, por consiguiente, ejerce su maternidad con respecto a los miembros del Cuerpo místico.
Así, la Virgen constituye para la Iglesia un modelo superior, precisamente por su prerrogativa de Madre de Dios.
2. La constitución Lumen gentium, al profundizar en la maternidad de María, recuerda que se realizó también con disposiciones eminentes del alma: «Por su fe y su obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe no adulterada por ninguna duda al mensaje de Dios, y no a la antigua serpiente» (n. 63).
Estas palabras ponen claramente de relieve que la fe y la obediencia de María en la Anunciación constituyen para la Iglesia virtudes que se han de imitar y, en cierto sentido, dan inicio a su itinerario maternal en el servicio a los hombres llamados a la salvación.
La maternidad divina no puede aislarse de la dimensión universal, atribuida a María por el plan salvífico de Dios, que el Concilio no duda en reconocer: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (cf. Rm 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Lumen gentium, 63).
3. La Iglesia se convierte en madre, tomando como modelo a María. A este respecto, el Concilio afirma: «Contemplando su misteriosa santidad, imitando su amor y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también la Iglesia se convierte en madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» (ib., 64).
Analizando esta descripción de la obra materna de la Iglesia, podemos observar que el nacimiento del cristiano queda unido aquí, en cierto modo, al nacimiento de Jesús, como un reflejo del mismo: los cristianos son «concebidos por el Espíritu Santo» y así su generación, fruto de la predicación y del bautismo, se asemeja a la del Salvador.
Además, la Iglesia, contemplando a María, imita su amor, su fiel acogida de la Palabra de Dios y su docilidad al cumplir la voluntad del Padre. Siguiendo el ejemplo de la Virgen, realiza una fecunda maternidad espiritual.
4. Ahora bien, la maternidad de la Iglesia no hace superflua a la de María que, al seguir ejerciendo su influjo sobre la vida de los cristianos, contribuye a dar a la Iglesia un rostro materno. A la luz de María, la maternidad de la comunidad eclesial, que podría parecer algo general, está llamada a manifestarse de modo más concreto y personal hacia cada uno de los redimidos por Cristo.
Por ser Madre de todos los creyentes, María suscita en ellos relaciones de auténtica fraternidad espiritual y de diálogo incesante.
La experiencia diaria de fe, en toda época y en todo lugar, pone de relieve la necesidad que muchos sienten de poner en manos de María las necesidades de la vida de cada día y abren confiados su corazón para solicitar su intercesión maternal y obtener su tranquilizadora protección.
Las oraciones dirigidas a María por los hombres de todos los tiempos, las numerosas formas y manifestaciones del culto mariano, las peregrinaciones a los santuarios y a los lugares que recuerdan las hazañas realizadas por Dios Padre mediante la Madre de su Hijo, demuestran el extraordinario influjo que ejerce María sobre la vida de la Iglesia. El amor del pueblo de Dios a la Virgen percibe la exigencia de entablar relaciones personales con la Madre celestial. Al mismo tiempo, la maternidad espiritual de María sostiene e incrementa el ejercicio concreto de la maternidad de la Iglesia.
5. Las dos madres, la Iglesia y María, son esenciales para la vida cristiana. Se podría decir que la una ejerce una maternidad más objetiva, y la otra más interior.
La Iglesia actúa como madre en la predicación de la palabra de Dios, en la administración de los sacramentos, y en particular en el bautismo, en la celebración de la Eucaristía y en el perdón de los pecados.
La maternidad de María se expresa en todos los campos de la difusión de la gracia, particularmente en el marco de las relaciones personales.
Se trata de dos maternidades inseparables, pues ambas llevan a reconocer el mismo amor divino que desea comunicarse a los hombres.
[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 15-VIII-97]