Dios alcanzado intelectualmente en la negación, en la noche

Texto de san Alberto Hurtado

 

Reflexión del Padre Hurtado, sobre el proceso del alma que, dejando atrás lo sensible, se aferra a Dios por Él mismo y no por los posibles consuelos, purificando así su fe y estrechando más su unión con Él.

San Alberto Hurtado, un contemplativo en acción.

El primer contacto divino está muy cargado de sensible. El ser dependiente tiende fisiológicamente hacia el Ser superior. Uno es movido por un sentimiento. Uno se da en un tender, uno gusta con suavidad. Pero, sentimiento, tendencia, suavidad, son como la base carnal del acto de adhesión espiritual y de amor voluntario.

Estas dulzuras de la primera contemplación, cuando el alma se resuelve a tender resueltamente a Dios, no son despreciables. Tienen gran importancia en el comienzo de la vida generosa. Dios aparece al alma como el mayor bien que se puede alcanzar, el que asegura más paz y más alegría, Aquel al cual vale más darse y abandonarse, en un deseo ardiente y sincero.

El alma en lo más profundo de ella misma está en apetito de Dios. Desde que se libra del pecado se vuelve a Aquel que la llama, se dirige al Ser. Ella va al Ser, llevando su cuerpo con ella. Éste también necesita ser animado por el amor. Coopera. Ayuda al alma a lanzarse mejor. El alma utiliza sus movimientos, ella resbala, como puede, su amor que comienza. Todo esto aún es pesado, es carnal.

El gozo de la contemplación todavía pesa más que Dios, aunque el alma no se da bien cuenta de esto. Ella se da; está feliz de darse. Dios la invade, la llena. Ella se lanza y se deja llevar. Ella no ve que se busca [a sí misma], que es golosa. Ella necesita numerosas y profundas purificaciones, para llegar a ser cristalina, verdaderamente libre.

Dios la tiene, con todo; no quiere soltarla. Será necesario que aprenda poco a poco, a soportar a Dios solo. Es un aprendizaje duro, en el que el alma sufre de muchas maneras; es aprender a pasar de las tinieblas a la fe pura.

Dios no es ya aprehendido con suavidad, con exuberancia de dulzuras sensibles; es aprehendido por el espíritu sin que la sensibilidad parezca interesada: es lo que los místicos llaman la cima, la punta, la fina punta del espíritu.

El alma adhiere a Dios, un Dios vacío de toda imagen, de todo concepto, trascendente. Negación de todo lo que no es Él. El término absoluto del acto del alma es el mismo Dios, sólo Dios, conocido de una manera mucho más segura. Dios ha conquistado el alma que se ha dado y vuelto a dar en una serie de actos de voluntad muy firmes. El alma vive en Dios, está establecida en Dios, que ella encuentra en el término de su acto, desde que se separa de su actuación material. Dios ha llegado a ser el Omnipresente, el Todo, El que cuenta y da valor a todo lo que no es Él. La vida se hace naturalmente teocéntrica, todo habla de Dios al hombre, todo se lo da.

Y todo esto se realiza en el medio de una noche obscura, la noche de la nada de lo que no es Dios. Dios está presente en todas partes en este vacío. El alma con frecuencia está sola, desamparada, en pleno combate, en medio de las mayores dificultades, como perdida en la noche. Y con todo, en la última punta de su alma, ella permanece tranquila delante de Dios, por encima de las cosas, por su adhesión ya del todo espontánea, ya en tensión al acto puro, más allá de las tinieblas, que es tiniebla.

La tiniebla es también la imagen más exacta del gran Dios que se esconde a la fe, detrás del velo. El alma adhiere a esta tiniebla bienhechora, que la arranca de sí misma y le da una profunda paz.