Una reflexión sacerdotal…
A mis compañeros
de ordenación sacerdotal,
en ocasión de nuestro aniversario
de ordenación[1].
Siempre son pocas las palabras para vislumbrar, aun someramente, los misterios divinos. Siempre se podrá decir algo más para provecho del alma, o tal vez lo mismo, lo importante –dicen- es decirlo de manera diferente para que capte la atención. A esto último me inclino ahora pues no busco escribir nada nuevo o desconocido, sino que simplemente quiero dejar andar esta pobre pluma invitando a reflexionar nuevamente en la siempre inefable verdad de que al consagrar, el sacerdote y Cristo, siendo dos personas, se hacen uno solo en el altar: uno solo siendo dos, misterio siempre vivo que acrecienta su hermosura al transcurrir el tiempo y el camino hacia la eternidad.
Al consagrar no puedo más que rezar con humildad: “Señor y Dios mío, soy tan grande y tan pequeño”; grande no por mérito propio sino por voluntad divina al concederme tan augusto ministerio; pequeño, porque sobre mí y entre mis manos se eleva la Víctima perfecta que sigue padeciendo por las almas y ofreciéndoles su cuerpo y misma sangre como rescate de sus culpas. Es aquí donde se produce este encuentro tan particular y tan inexplicable a los ojos de los hombres (mas no a los de la fe que mira allí cómo una vez más la bondad de Dios toca la tierra aunque esta vez con el mayor acto de amor en búsqueda de las almas), en que la misericordia divina parece abrazarse a la creatura al punto de que el sacerdote, y sólo él, puede hacer las veces de Jesucristo y ser uno solo con Él en el Calvario, en el plan de redención, en la oblación generosa al Padre e inclusive en su misma muerte… y aquí jamás terminarán de satisfacer las maneras de expresarlo pues ya no son dos sino uno solo el que muere; y ya no son dos sino una misma la sangre que se ofrece y se derrama; y unas mismas las entrañas que se conmueven por los hombres; y están mi boca y sus palabras, mis pulmones y su aliento, su poder y mis limitaciones: y somos dos y somos uno… y está su cuerpo entre mis manos y, sin embargo, es Él mismo quien se entrega, y se une el cielo con la tierra en una común prosternación ante el Verbo eterno sacramentado, mientras permanezco de pie sólo por ser sacerdote y uno solo con la Víctima que debo sostener en alto para que atraiga a todos hacia Él [2] y clame Abbá , Padre,[3] en favor de los pecadores… y somos dos y somos uno …es mía la miseria y suya la majestad; y sigue fluyendo su sangre, y a veces fluyen mis lágrimas; uno solo es el Cordero que expira silencioso para traer eternidad, uno sólo el sacerdote que presenta y se presenta; y ya no sé si son dos los corazones pues hay un solo palpitar. Uno solo es el misterio en que participa el Señor y el servidor y, sin embargo, siempre somos dos y somos uno.
Cada vez que el sacerdote consagra es Cristo mismo quien lo hace, Cristo mismo quien entra en el santuario una vez y para siempre [4] en cada santa misa, memorial perenne y transformante, divino y accesible: súplica y triunfo del Verbo. ¡Bendito sacrificio del altar que puedo contemplar con mis propios ojos, de los que se vale Cristo para mirar como de mis manos para bendecir!, “He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones”[5] … ¡y somos dos y somos uno!
Uno solo es el holocausto, uno solo el fuego que consume: uno solo el sacrificio omnipotente.
Consagrar es hacer algo sagrado; consagrar el Cuerpo y Sangre de Cristo sólo puede hacerlo la virtud divina; entonces en la consagración, en aquel instante trascendente que dividió la historia de la humanidad y de los mismos cielos, ya no somos dos sino uno solo con Cristo, porque mi misa es su misa: misterio y más misterio; el mismo sacerdote, para quien el sacrificio eucarístico es como el centro y el sol de su existencia, es incapaz de dar a comprender con su palabra las maravillas que el amor de Cristo ha acumulado en él. Todo lo que el hombre, simple criatura, puede decir de ese misterio, salido del corazón de un Dios, queda tan por debajo de la realidad, que después de decir todo cuanto se sabe de él, parece que no se ha dicho nada[6].
Durante el resto de mi vida seré otro Cristo (Alter Christus), seré su representante exclusivo en la tierra y el administrador de sus misterios. Pero en cada santa Misa que celebre, realizaré aquel llamado eterno que se oculta en un momento, una fórmula y un solo sacerdote, y en que mi alma se contemplará en la hostia sacratísima como el mismo Verbo que se inmola silencioso, obediente y escondido, siendo único el sacerdote que ofrece y la Víctima ofrecida: Jesucristo sacerdote y yo sacerdote siendo, al consagrar, uno solo en un único y mismo sacerdocio.
He aquí lo que significa nuestra santa Misa: no otra cosa que el alma de nuestro sacerdocio y donde más que nunca, junto con Jesucristo, misteriosamente somos dos y somos uno.
P. Jason Jorquera Meneses.
Monje, I.V.E.
[1] Nuestra Ordenación sacerdotal fue el 1º de diciembre del 2012
[2] Cf. Jn 12,32 Y yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.
[3] Gál 4,6 Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!
[4] Heb 9,12 Y penetró en el santuario una vez para siempre…
[5] San Alberto Hurtado: La Eucaristía, Ciclo de charlas a la Congregación Mariana sobre la Eucaristía, en Julio de 1940. Ésta corresponde al 7 de Julio de 1940. La búsqueda de Dios, pp. 213-216.
[6] Dom Columba Marmion; Jesucristo vida del alma.