(Impresiones de Tierra Santa)
P. Jason Jorquera M.
El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios ha dejado una impronta indeleble en la historia de la humanidad y de la creación entera, puesto que hasta el Cielo toma parte de tan augusto suceso.
La historia consiste en una serie de acontecimientos que se relacionan unos con otros, pasados, presentes y futuros, que constituyen nuestra realidad insertándose indefectiblemente dentro del divino plan de la Providencia. Sin embargo, pocos se convierten en verdaderas efemérides cuyo recuerdo permanezca siempre vivo a través del tiempo, puesto que no todo acontecimiento es de la misma importancia que otro, y menos aún son los que se han convertido en una especie de otero desde el cual se pueda ver y entender mejor el resto de la historia, es decir, que por su misma elevación permitan comprender de una manera más profunda el peregrinar de la humanidad por este mundo y así vislumbrar más claramente aquella sentencia evangélica de que todo coopera para el bien de los que aman a Dios[1]. Y, en efecto, el misterio de la Encarnación se arroga por naturaleza toda la preminencia de la historia, de nuestra historia, y sólo en él se llena ésta de sentido, pues “en realidad –como enseña la santa Iglesia-, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor; y Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[2]; tal vez por eso decía Pascal que “es peligroso hacerle ver al hombre su miseria sin mostrarle su grandeza”, porque ciertamente su miseria es grande una vez que se ha atrevido a ofender a Dios con el pecado, ya que al perder la gracia sólo le queda la mancha de la falta y la miseria personal. Pero el hombre también es grande, o puede hacerse grande porque tal es su vocación: la grandeza que le ofrece Dios, puesto que tanto lo amó, y tanto amó al mundo[3]…, que se encarnó, y con su Encarnación descendió hasta nuestra debilidad para elevarla Él mismo con su gracia, revelándonos con su misericordia la grandeza a la cual hemos sido llamados por la fe.
Y así de grande y absolutamente más es en sí mismo el misterio de la Encarnación, misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad.
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El evangelista san Juan, aquel discípulo amado[4] que tuvo la dicha de recostar su cabeza sobre el pecho de Jesús en la última cena[5], escribe explícitamente acerca del misterio de la Encarnación del Verbo-Hijo de Dios en el prólogo de su evangelio: “Y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros”[6]…, “Y el Verbo se hizo carne”, en latín: Verbum Caro Factum Est, versículo que respetuosa y devotamente imprimió en su escudo nuestra familia religiosa, y particularmente podemos ver en los escapularios de nuestros hábitos monásticos[7]; y es que aquellos miembros nuestros consagrados a la vida contemplativa, no podían no signarse con el Misterio de los misterios; con el suceso que ciñó la historia, la roca firme de nuestra Fe, el origen de la causa de los mártires y el hecho concreto que nos reveló el desbordante amor de Dios, al punto de venir a empapar nuestra historia con su sangre ofreciéndonos salvación.
Y como es aquí, en Tierra Santa, el lugar en que la divinidad se unió a la humanidad, donde Dios envió a su Hijo y se pronunció el “Fiat” más humilde y trascendente de la historia[8], es que encontramos en la Basílica de la Anunciación, a los pies del altar de la gruta de Nazaret, este testimonial “aquí” que se inserta en el Evangelio de la santa Misa del Propio: “Y el Verbo AQUÍ –hic, en latín- se hizo carne…”, y que señala con emocionante precisión el lugar en que la Virgen santísima dijo que sí, con su Fiat, al misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad, es decir, al misterio excelso de la Encarnación. Con razón se entiende que al momento de celebrar la santa Misa en esta Basílica, resuenen en el interior del sacerdote aquellas palabras que escribiera san Agustín en una exclamación puramente sacerdotal: “¡Venerable dignidad la de los sacerdotes, entre cuyas manos se encarna el Hijo de Dios, como se encarnó en el seno de la Virgen!”; porque la santa Misa es justamente ese “volver a descender” del Hijo de Dios con su cuerpo y con su sangre bajo el sacramento de la Eucaristía que lo contiene verdadera, real y sustancialmente…, como en el seno de María, “su primera custodia”.
Celebrar la santa Misa en el lugar de la Encarnación constituye una profunda meditación y contemplación del Magno Misterio, porque el Hijo de Dios que desciende nuevamente con su cuerpo y con su sangre lo hace tantas veces cuantas sean pronunciadas por el sacerdote las palabras de la consagración y, en consecuencia, prolonga su Encarnación por el resto de la historia junto con todos sus beneficios, quedándose con los hombres en las manos de los sacerdotes que consagran, en los corazones de los fieles que lo reciben devotamente y en los sagrarios que lo contienen y desde donde invita a todos hacia Él. Celebrar la santa Misa en Nazaret, es considerar de manera especial aquella Anunciación que fue la semilla de la santa Iglesia, aquella que “desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella”[9]; es detenerse ante la realidad sagrada de que Dios, no queriendo la muerte del pecador sino que se convierta y que viva[10], decidió venir por él en persona a rescatarlo de la condenación que merecían sus pecados, y ofrecerle que libremente acepte seguirlo por el camino de la gracia que culmina en el paraíso.
Pero la santa Misa en Nazaret, también invita a poner los ojos en la Virgen Madre, aquella que –como dice hermosamente Pemán- formó la primera cruz de nuestra redención con sus manos sobre su seno inmaculado al recibir la salutación del ángel que le daba la noticia más alegre de todas: la maternidad divina; maternidad que se extendería hacia la humanidad entera como regalo de su Hijo en el momento culminante de su misión terrena[11], porque aquí –hic- comenzó el milagro perenne de la maternidad virginal. Por lo tanto, podríamos decir que fue aquí, en Nazaret, donde comenzó el camino de la cruz, pero de la Cruz salvífica, la cruz que ofrecerá en Jerusalén al propio Cordero de Dios[12] en expiación por nuestros pecados al Padre Eterno, aquel Hijo del Altísimo[13] que se nos entrega en cada santa Misa que proclama su Encarnación y exige nuestra aceptación, como la Virgen, que por no mezquinar nada a Dios lo recibió a Él mismo en recompensa al momento en que, aquí, ella correspondió al Misterio de los Misterios por medio del cual vino a nosotros, hasta el fin de los tiempos, el Hijo de Dios: “La Santísima Virgen María fue aquella a quien se hizo esta divina salutación para concluir el asunto más grande e importante del mundo: la Encarnación del Verbo Eterno, la paz entre Dios y los hombres y la redención del género humano…. La salutación angélica contiene la fe y la esperanza de los patriarcas, de los profetas y de los apóstoles; es la constancia y la fuerza de los mártires, la ciencia de los doctores, la perseverancia de los confesores y la vida de los religiosos.”[14]
Hic Verbum Caro Factum Est, es decir, aquí comenzó en la tierra el misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad; y aquí pude celebrar la santa Misa.
[1] Cfr. Ro 8,28
[2] Gaudium et Spes nº 22
[3] Cfr. Jn 3,16; Gál 2,20
[4] Cfr. Jn 13,23
[5] Cfr. Jn 13,25; 21,20
[6] Jn 1,14
[7] Cfr. Directorio de Vida contemplativa del Instituto del Verbo Encarnado, nº 84
[8] Cfr. Lc 1,38
[9] San Juan Pablo II. Enc. Redemptor hominis, 13
[10] Cfr. Ez 33,11
[11] Cfr. Jn 19, 26-27
[12] Cfr. Jn 1,29; 1,36
[13] Cfr. Lc 1,32
[14] Beato Alano, citado por San Luis María Grignion en El secreto del Rosario, Rosa 15.