Una Madre ejemplar

“María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios.”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos”.

            Algunos, en vez de traducir “al llegar la plenitud de los tiempos”, traducen “cuando se cumplió el tiempo”. Pero, parece mejor la primera traducción. ¿Qué plenitud de los tiempos? ¿Qué tiempo? El tiempo mesiánico o escatológico que da cumplimiento a una larga espera de siglos, como algo que colma finalmente una medida[2].

            La carta a los Hebreos dice que en estos últimos tiempos nos ha hablado el Hijo por el que Dios hizo los mundos[3]. Este Hijo es el nacido de mujer del que habla Gálatas.

            Es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías. Cumplimiento de las setenta semanas de Daniel[4] y de la concepción y el parto de la virgen de Isaías[5].

            Parece mejor la traducción “plenitud de los tiempos” que “el tiempo”, pues, tiempo en este caso habría que subrayarlo y ponerlo con mayúsculas ya que se trata de la cumbre, el pico de ola, la plenitud propiamente del tiempo, el momento más elevado de la historia. Es un Instante, junto con el de la creación y con el del fin del mundo. Instante porque se une el cielo y la tierra. Lo divino y lo humano.

            La creación y el fin del mundo, podríamos decir, tienen más de Instante, en cuanto a lo que nosotros conocemos por instante, el lapso infinitesimal de tiempo, la medida cronológica mínima, ya que abarcan un punto en la línea de la historia. Aunque pudiera ser que el hágase de la creación durara un tiempo y el fin del mundo también. En cambio, la plenitud de los tiempos aunque la Escritura lo puntualiza en el Nacimiento de Jesús, podría puntualizarse antes, en la Encarnación. También podríamos extenderlo desde la Encarnación hasta la Ascensión del Señor. Todo el tiempo en que Dios habitó entre los hombres, en que el Emanuel vivió entre nosotros.

            Es la plenitud de los tiempos porque la historia mira a este punto, a este período, porque todo el tiempo mira a este tiempo. La consumación de la Encarnación y el Nacimiento se dan en la Pascua porque Jesús viene a salvar a los hombres y así el pasaje que estamos comentando dice “para (fin) rescatar a los que estaban bajo la ley para que llegáramos a ser hijos (ya no esclavos)”. El tiempo anterior a Cristo mira a Cristo y el posterior mira a Cristo. En su estancia entre los hombres se dio la plenitud del tiempo.

            Pero Cristo no vino en el tiempo como un meteoro que cae del cielo. Primero fue concebido como cada uno de nosotros en el seno de una mujer y por su consentimiento explícito, al menos así sucede cuando la mujer ama la vida que quiere comunicar, por el sí de María fue concebido Jesús en su seno por obra del Espíritu Santo. Así lo dice Mateo[6] haciéndose eco de la voz lejana de Isaías[7] y después de nueve meses lo dio a luz en Belén como lo dice San Pablo en el pasaje de Gálatas y especialmente Mateo[8] que narra explícitamente las circunstancias y el lugar donde lo dio a luz.

            Mateo encuadra el nacimiento en una orden de autoridad civil, es decir, Jesús nace bajo la ley civil romana y en Belén por causa de un censo. San Pablo dice que nace bajo la ley pero la ley religiosa y viene para rescatarnos de la ley que nos tenía esclavizados y darnos la gracia de ser hijos de Dios por el Espíritu.

            La mujer de Gálatas es la Madre de Dios. Es María, la que dio a luz a Jesús en Belén. El nacido de la mujer es el Hijo de Dios[9], el “Hijo del Altísimo”[10].

            En Jesús hay un doble nacimiento. Uno eterno, en el seno del Padre. El Padre engendró al Hijo desde toda la eternidad y el Hijo engendrado es en todo igual al Padre. Jesús, tiene un nacimiento temporal y este es propiamente nacimiento, como el nuestro, de mujer, aunque de madre virgen, según la naturaleza humana.

            María dio a luz a Jesús según su naturaleza humana pero no se da a luz una naturaleza sola sin la persona en la que subsiste. María dio a luz a la persona de Jesús, que es divina, según su naturaleza humana. María dio a luz a Dios. María es Madre de Dios. Así lo definió el Concilio de Éfeso en el año 431.

            Dios en la plenitud de los tiempos elige una mujer para ser la depositaria de las promesas mesiánicas, la hace protagonista de la obra más grande que se realizará en la historia humana.         Dios elige una mujer para elevarla a la dignidad más alta que puede alcanzar una persona dentro de nuestro linaje y le elige un oficio, el más apropiado, para elevarla.

            Dios elige a María y la elije para ser su madre. María es madre de Dios. La mujer ha sido elevada sobre el linaje humano y sobre las potestades angélicas.

            Con razón San Pablo dirá que la mujer se santifica por su maternidad, pues, Dios mismo ha elegido una mujer para ser su madre.

            El Hijo de Dios no quiso aparecer entre los hombres de forma extraordinaria sino que nació como todos nosotros de una madre.

            La maternidad divina de María marca un sendero de santidad para la mujer y nos invita a todos a acogernos a esta madre, que también es madre nuestra, y a alabarla por tan excelsa dignidad. A alabarla y a imitarla porque ella es la plenitud de gracia y de virtudes, modelo sublime de la raza humana.

            Del dogma de la maternidad divina brotan los demás dogmas marianos. Es el primer principio de la teología mariana. Es la fuente de múltiples manantiales. La virginidad perpetua, la Asunción, la Inmaculada Concepción, la Maternidad sobre los hombres, su reinado universal, no serían sin la maternidad divina.

            De la misma manera, aunque en otro plano, la principal y primera ocupación de la mujer es su maternidad y las demás ocupaciones son secundarias. No tendrá sentido que la mujer sea buena profesional si es mala madre. A Dios no le importa tanto lo que sea la mujer en cuanto a su profesión cuanto que cumpla su principal profesión de ser madre. Y si es buena madre y puede ejercer otra profesión será buena en lo demás.

            Dios da a cada uno las gracias para la misión a la cual lo llama. A María la colmó de todas las gracias necesarias para la misión a la cual la llamaba, ser su madre. María respondió sí al Señor en un completo abandono porque sabía la magnitud trascendente de la obra que el Señor le encomendaba.

            La vocación a la maternidad es una vocación sublime. María fue madre de Dios y la mujer es madre de un hombre. Pero ambas son maternidades. La maternidad tiene por función prolongar la especie humana continuando la obra de Dios de la creación porque a la mujer junto con el hombre se le dijo “creced y multiplicaos y llenad la tierra”. En esta tarea la mujer lleva la parte principal. Ella concibe, gesta y da a luz al nuevo hombre. Ella lo protege en su seno materno durante nueve meses para que vea la luz del sol.

Y también María hizo esto con Jesús… Lo concibió en Nazaret y lo cuidó por nueve meses hasta darlo a luz en Belén. María dio a luz a su Hijo y lo envolvió en pañales. Dio a luz al Verbo Encarnado, al Emmanuel que es Dios con nosotros. María es la Madre de Dios.

Nosotros, los cristianos, nos gloriamos de tener a Dios por Padre, a Jesús por hermano y a María, que es mujer de nuestra raza, por madre. Nos gloriamos de tenerla por madre porque es también la Madre de Dios. Y también al verla valoramos a nuestras madres que nos han dado a luz y nos han cuidado imitando a este perfecto modelo de madre.

Madre de Dios y madre nuestra María te pedimos por la vida. Para que la mujer quiera ser madre como tú y para que como tú cuide a su hijo hasta darlo a luz. Te agradecemos por el amor que nos han tenido nuestras madres y te pedimos por ellas.

 

[1] Ga 4, 4-7

[2] Cf. Mc 1, 15; Hch 1, 7 ss.; Ef 1, 9-10

[3] Hb 1, 2

[4] 9, 24 ss.

[5] 7, 14

[6] 1, 23

[7] 7, 14

[8] 2, 6-7

[9] Cf. Ga 4, 4; Lc 1, 35

[10] Lc 1, 32

La celda

El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior.

P.  Gabriel Prado, IVE.

 

Hablar de la celda significa hablar de un aspecto esencial de la vida monástica, y esto es la soledad. La celda será el espacio físico y espiritual que resguarde este elemento.

Dice Colombás: “La soledad constituye la ascesis particular, el sacramento propio  del monacato. San Ammonas la considera como el origen de todas las virtudes cuando enumera ‘en primer lugar, la soledad; la soledad engendra la ascesis  y las lágrimas; las lágrimas el temor, etc’.

Si monje es sinónimo de solitario, lógicamente la soledad constituye el medio ambiente vital de quienes son designados por este nombre.

Se cuenta que a San Arsenio, que pidió en oración luz para ver el camino de salvación, el Señor le respondió: “Arsenio, huye de los hombres y te salvarás”; en Egipto, ya ermitaño volvió a pedir luz al Señor y éste le volvió a decir: “Arsenio, huye, calla y permanece tranquilo: tales son las raíces de la impecabilidad”[1].

La misión de la celda en los monasterios cenobíticos será la de custodiar la soledad que proporcionaban la ermita y el desierto a los ermitaños.

Es el espacio más privado y personal de que dispone el monje, su lugar de intimidad, allí donde más se identifica con el significado de su nombre (el solo). La celda es el verdadero lugar de retiro del monje. La celda monacal es un claustro dentro del claustro[2].

El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior. El orden de la celda no solo refleja el orden de la voluntad a Dios, y de las potencias inferiores a la voluntad, sino el orden inspirado por la razón, a la cual se somete la voluntad.

En efecto, el orden de la celda responde a un orden dictado por la razón. El orden de la celda debería ser el orden que Dios quiere para esa celda. Dios quiere una celda libre de bienes superfluos, apta para ayudar a la santificación del religioso, apta para el desarrollo del apostolado intelectual, apta para que el religioso eleve su alma a Dios, pobre a imitación de la casa de Nazareth, cerrada para que el religioso se ocupe de Dios libre de las acechanzas del mundo, ornada con la Cruz –en el centro de todo- y sagradas imágenes que lo ayuden a convertir sus labores en plegaria, estrecha para recordar que es estrecho el camino al Paraíso, iluminada para ayudar a la iluminación de la mente, provista de libros ordenados y necesarios. De esta manera, la celda del religioso será una pequeña Cristiandad, una Fortaleza de Dios, un anticipo de la gloriosa morada que Cristo nos prepara en el Cielo.

Pero no solo el orden de la celda refleja el orden del alma, sino que también el orden y la disposición de la celda ayudan a ordenar siempre mejor el alma. En efecto, el orden de la celda ayuda a aprovechar mejor el tiempo, a cumplir mejor el horario, a tener más presente a Dios, a vacar más en Dios y olvidar más el mundo. Quien tiene la celda desordenada, se verás más estimulado a salir a divagar, más quien tiene una celda ordenada, hallará fuerte estímulo a ocuparse del estudio de las cosas de Dios y del apostolado intelectual.

El orden de la celda es un medio de apostolado. La celda ordenada, perfectamente ordenada, es un apostolado… Frente al desorden del mundo, urge la necesidad de oponer el orden, empezando por el orden –interno y externo- del mismo misionero. La celda, ademàs de arena de lucha interior y palestra del combate ascético, es en efecto, es el primer puesto de Misión.

Por eso, queda edificado quien entra a una celda ordenada, queda edificado y se ve estimulado a más ordenar su vida y sus cosas.

El Gobierno de Dios ordena el mundo y busca someterlo totalmente a Cristo Rey. El orden de la celda participa, entonces, del Gobierno Divino sobre el mundo. El religioso al ordenar su celda, coopera con el divino designio de ordenar el mundo y someterlo a Cristo Rey.

Finalmente, el religioso ordenando su celda, y mantieniendola ordenada, no solo lucra méritos y salva almas –si lo ofrece-, sino que rinde culto a Dios ya que todos los actos del religioso son actos de religión. En suma, el religioso ordenando su celda, alaba a Dios… El orden de la celda es alabanza divina.

[1] Apotegmas de San Arsenio, citado por Colombás en Monacato primitivo p. 555-ss.

[2] Cfr. MIGUEL MARTÍNEZ ANTÓN, Conocer el monacato de nuestro tiempo, Ed. Monte Casino.