Rodeada de mil broqueles y escudos

Rodeada de mil broqueles y escudos

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Sagrada Escritura, en el Cantar de los Cantares, nos trae un mensaje que se acomoda perfectamente a este título mariano: “Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes”[1]. En verdad María está adornada de mil escudos. Escudos que son sus títulos que la elevan sobremanera respecto de toda la creación. Títulos que la hacen predilecta Hija de Sión, la elegida por Dios para su obra redentora.

Adorna esta preciosa torre el título sempiterno de su predestinación.

Desde toda la eternidad, Dios escogió, para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret, en Galilea, a una Virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la Virgen era María (Lc 1, 26-27).

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61)[2].

            Elegida por Dios desde toda la eternidad, modelo excelso en la mente divina que se concretó en la plenitud de los tiempos. Elegida para ser Madre del Emmanuel, Dios con nosotros[3]. Hija predilecta de Dios Padre, obra de arte bellísima de Dios Espíritu Santo. La primera entre los predestinados.

También su maternidad divina. Título sublime. Título sobre todos los títulos. Título al que siguen consecuentemente todos los demás.

Maternidad física que se concretó en la respuesta al arcángel Gabriel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”[4]. Respuesta que hizo posible que el Hijo de Dios se encarnara en sus purísimas entrañas, convirtiendo aquel seno maternal en sagrario divino por nueve meses. Madre que dio a luz al Mesías en el portal de Belén. Madre que dio su carne y su sangre a Jesucristo. Madre de Dios por toda la eternidad.

Maternidad espiritual que fue solemnemente proclamada al pie de la cruz de Jesús y aceptada por ella en la persona de san Juan. Maternidad que contenía a toda la humanidad. Maternidad que, comenzando cuando concibió la Cabeza -esto es Jesús-, se completaba al dar a luz a todos los hombres, miembros del Cuerpo Místico, entre dolores inenarrables al pie de la cruz. Maternidad que ejerce individualmente en el bautismo de cada cristiano. Maternidad solícita que durará para siempre.

Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre” (LG 63)[5].

Otro título que honra a María es el de su Concepción Inmaculada, privilegio exclusivo que Dios le concedió porque iba a ser su propia Madre.

Dios por su infinito poder aplicó anticipadamente a María los méritos que tiempo después su Hijo conseguiría por su pasión y muerte en cruz. Concepción inmaculada de María que se prolongó durante la vida de la Virgen en su alma purísima, alma que jamás tuvo ni la mínima imperfección.

María es llamada Corredentora, título que la asocia a la Redención del género humano. María compadeció junto con Jesús al pie de la cruz la dolorosa agonía. Dios que da la gracia en la medida de la vocación a la que llama, colmó de gracias a María para esta misión corredentora. Al pie de la cruz la espada profetizada por Simeón traspasaba el alma de la Madre y su dolor unido al de Cristo redimía a la humanidad caída.

La Santísima Virgen es también mediadora universal, título dulcísimo que hace brillar la solicitud de María por sus hijos. María atiende constantemente a las necesidades espirituales y materiales de los que le piden. María en el cielo está por encima de ángeles y santos, cercanísima al trono de Cristo, y es en consecuencia la más escuchada por Dios. Es la omnipotencia suplicante a quién su Hijo Jesús no niega cosa alguna, porque si entre los hombres sucede que jamás un buen hijo niega nada a su madre, ¡cuánto más sucederá esto entre tal Madre y tal Hijo!

María es Reina y Señora de toda la creación. Es título de derecho pero también de conquista. Lo es de derecho por ser Madre de Cristo que es el Rey de reyes y Señor de señores. Él es Dios y todo lo ha creado, todo lo conserva y todo depende de Él. Lo es de conquista por sus padecimientos al pie de la cruz en unión a su divino Hijo y en dependencia absoluta de Él.

La Asunta al cielo. Asunción en cuerpo y alma, asunción que es consecuencia de su concepción inmaculada, de su virginidad perpetua y de su plenitud de gracias. Asunción que es convenientísima. Porque ¡cómo iba a sufrir corrupción en el cuerpo la que no sufrió corrupción en el alma!, o acaso, ¿no es la corrupción corporal efecto del pecado? María, finalizada su vida terrenal, ya sea por muerte o dormición, fue ascendida por los ángeles hasta el Cielo y allí está junto a su Hijo Jesucristo.

La vida de María encierra muchísimos misterios y títulos espléndidos que le podríamos sumar, baste con los dados, pero viene al caso recordar las palabras de San Bernardo: de María nunca diremos demasiado.

 

[1] 4, 4

[2] Catecismo de la Iglesia Católica nº 488. En adelante Cat. Igl. Cat.

[3] Cf. Mt 1, 23

[4] Lc 1, 38

[5] Cat. Igl. Cat. nº 501

 

El perdón

Imitemos a nuestro Señor, el gran perdonador…

(Homilía)

“¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.” (Mt 18, 33-35)

Ciertamente que el perdón ocupa un lugar fundamental en la vida de todo cristiano. Nos llamamos cristianos, justamente, porque somos seguidores de Cristo, miembros de su iglesia y herederos por la gracia de los premios prometidos a todos aquellos que vivan y mueran en comunión con Él.

Jesucristo mismo, el Hijo de Dios y Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios, es decir, para ofrecer el perdón divino a todos los hombres. Que algunos no acepten ese perdón divino y prefieran el pecado es otra cosa, eso depende de la libertad de cada uno, pero nosotros, cristianos católicos, le hemos dicho que sí, a ese perdón divino, lo hemos aceptado y nos seguimos beneficiando de él y lo seguimos renovando y acrecentando sacramental y efectivamente en cada confesión.

Pero existe también otro perdón que no es sacramental, pero que sin embargo nos predispone a recibirlo y a merecerlo. Ese perdón no es ya considerado como sacramento sino como una virtud que nos hace capaces de asimilar poco a poco las virtudes de Cristo: nos referimos al perdón hacia nuestros demás hermanos, o dicho de otra manera, el saber perdonar las injurias, las ofensas de nuestro prójimo como Cristo  mismo nos lo enseñó.

Hay situaciones en que el perdón nos resulta fácil. Por ejemplo una madre que reta a su hijito porque se portó mal. Cuando el niño le pide perdón no le cuesta nada, al contrario, lo hace con gusto.

Pero cuando la ofensa es mayor que las pequeñeces de los niños, cuando vienen de nuestros enemigos, qué difícil se nos hace perdonar… y más todavía cuando la ofensa viene de nuestros amigos, de nuestros hermanos, de aquellos que más queremos.

Siempre detrás del rencor, de la falta de capacidad para perdonar, hay un tinte de soberbia porque es nuestro orgullo el que no quiere “rebajarse” a perdonar. Terrible error: porque el que perdona, se hace a los ojos de Dios (y de los hombres espirituales) mucho más grande porque manifiesta la bondad y nobleza de su corazón, y además da ejemplo de cómo tienen que obrar los verdaderos hijos de Dios.

Perdonar no significa disfrazar la ofensa, sino revestirla con la luz de la gracia divina, verlo pero en manos de la divina providencia que una vez más nos regala una oportunidad para hacer actos de caridad que nos vayan santificando y asemejando a Jesucristo, el gran perdonador.

   San Bernardo: «Oh amor inmenso de nuestro Dios que, para perdonar  a los esclavos, ni el Padre perdonó al Hijo, ni el Hijo se perdonó a sí mismo».

-perdona a María Magdalena de la que dice el Evangelio que había expulsado 7 demonios.

-perdona el pecado de David que era de adulterio y asesinato

-perdona a Pedro que lo traicionó y a todos los apóstoles que lo abandonaron

– perdona a los verdugos que lo clavaban en la cruz

-perdona, a todo el que le pide perdón…

Cómo no vamos a aprender nosotros a perdonar, a eliminar el rencor que lo único que hace en el alma es estancarla, quitarle la tranquilidad y la alegría. Recordemos que la oración del rencoroso podrá ser escuchada, pero más difícilmente atendida, porque el que guarda rencor en su corazón, cuando reza, presenta al Cielo una ofrenda sucia e indigna, manchada con el término opuesto al amor de Cristo que perdonó y nos mandó perdonar. En cambio, quien perdona de corazón, pese a lo que le cueste, se duerme sin reproche Dios, de la propia conciencia ni de los demás hombres.

Recordemos la parábola del hijo pródigo:  El padre bondadoso, al recibir al hijo que vuelve avergonzado, no trata de disfrazar los hechos de su hijo; no dice “él pensaba que obraba bien”, o “no sabía lo que hacía”, ni dice “aquí no ha pasado nada” o “hagamos como si no se hubiese ido nunca”. Dice con toda claridad “mi hijo estaba muerto”; por lo tanto, reconoce la partida, la muerte, el desgarro en su alma de padre. Pero ve su retorno bajo una nueva luz: “pero ha resucitado”. Lo cual no significa, únicamente, que ha vuelto y todo retorna a su cauce primero. La resurrección transforma el ser. Ha vuelto pero con un corazón resucitado; porque ya no es el muchacho rebelde, indiferente al dolor paterno, egoísta y orgulloso. Es un muchacho que ha tenido que humillarse y que ha comprendido lo que significa hacer sufrir y por eso se humilla a pedir perdón y a mendigar el último lugar en la casa paterna. No es el muchacho que se alejó; es superior a lo que antes fue. El padre ve este bien que costó tanto dolor para su propio corazón: “su hijo, ha resucitado”.

Perdonar sin quejarse, sin murmurar, y ofreciéndole a Dios todo el esfuerzo que nos cueste, es la mayor acción de gracias que podemos darle por su perdón hacia nosotros. Dios me dio perdón, entonces yo también perdonaré. No importa si el otro no quiere aceptarlo,  qué importa si lo rechaza. Si yo lo he perdonado como corresponde, con caridad y sigo rezando por él, el resto queda en manos de Dios.

El perdón es parte de la madurez de toda persona adulta, cuanto más de la madurez de la propia fe, de la esperanza y de la caridad. En definitiva… de nuestra gratitud al amor de Dios.

Que María santísima nos convierta en hombres y mujeres de perdón, de ejemplo cristiano y de alma siempre grande, capaz de imitar a su Hijo Jesucristo por el resto de nuestras vidas, quien lleno de amor en el momento crucial de su Pasión, rezó esta breve oración por sus verdugos y por todos aquellos que lo ofendieran con sus pecados, dejándonos una vez más un hermoso ejemplo para que nosotros, agradecidos de su compasión, lo imitásemos en nuestras vidas: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

P. Jason, IVE.

Torre de David hermosa

Sobre la belleza de María

P. Gustavo Pascual, IVE.

Este título está tomado del libro del Cantar de los Cantares: “tu cuello es como torre de David”[1].

Se refiere a la belleza de María. Belleza espiritual y corporal. La belleza de María la vemos en sus imágenes. Es la belleza de una mujer simple que invita a contemplar su interior. Hay imágenes tan hermosas de la Virgen que uno se extasía en ellas y muchas veces no sigue adelante, al interior de María. No es que este mal que hagan imágenes hermosas de la Virgen porque por más hermosas que sean no reflejan la hermosura de esta virgen nazarena, la que dio su carne y sangre al más bello de los hijos de los hombres.

No nos debemos quedar únicamente mirando las imágenes en su exterior sino que por ellas debemos entrar en el interior de María. María tiene un alma grande, hermosa, tan agraciada que está por encima de los espíritus puros del cielo, es Señora y Reina de los ángeles.

María es cuello hermoso como la torre de David. Es cuello porque une la cabeza y el cuerpo. Es Madre de la Cabeza y es Madre de los miembros del cuerpo en la Iglesia.

Como a través del cuello se difunde desde la cabeza, la vida a todo el cuerpo del mismo modo las gracias vitales continuamente se trasmiten desde la Cabeza, que es Cristo, a su cuerpo místico, por la Virgen y de una manera especial a sus devotos y amigos[2].

Madre de la Cabeza desde la Encarnación, porque fue fiel al anuncio del ángel, y por su fidelidad concibió a Jesús que es la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia. Por su fidelidad fue cumplidora excelsa de la misión que Dios le encomendó, ser corredentora de los hombres, y se convirtió al pie de la cruz en Madre de los hijos de la Iglesia y también de la Iglesia.

María es el cuello hermoso que une a Jesús y a los cristianos por ser Madre de ambos. Une a los hermanos entre sí. A nuestro hermano mayor con nosotros sus hijos pequeños. Lo puede hacer, lo quiere hacer y lo hace porque sabe lo que es mejor para nosotros.

María es como la torre de David, recta y maciza, fuerte. Es recta en todo su obrar porque nunca se apartó de Dios. Ya lo profetizó el Espíritu Santo desde el Génesis “pongo enemistad entre ti y la mujer”[3]. Recta y dirigida hacia el cielo porque su caminar no fue sino una constante subida hacia el cielo y nos indica con su vida el camino que debemos seguir. Este camino que es Jesucristo se hace por su mediación fácil, seguro, perfecto y corto porque su maternidad lo dulcifica y lo hace gracioso y hermoso.

Esta torre es maciza, es sólida, porque tiene buena base y esa base es la humildad. Cuanto más quieras elevar un edificio haz cimientos más profundos. Tan gran Señora, tan sublime santidad nos habla de una humildad casi infinita. Si de Moisés dice Dios que era el hombre más humilde de la tierra, su humildad ni se compara con la de María. María es un abismo de humildad. Ese abismo de humildad atrajo a un abismo de santidad porque un abismo llama a otro abismo. Sobre la humildad de María se derramó el tres veces santo que la cubrió con su sombra y el tres veces santo asumió su carne y comenzó a vivir en ella. El Poderoso ha hecho grandes obras en María porque vio su humildad y esto lo dice ella misma en el Magnificat. Esta humildad la hace fuerte. Somos fuertes en Dios cuando nos olvidamos de nosotros mismos. Dios eleva a los humildes, los hace fuertes con su misma fortaleza, como lo hizo con David ante Goliat, como lo hizo con la Santísima Virgen ante el demonio.

María es una torre sólida donde estaremos seguros. Ningún temblor, ningún sacudón, ninguna inclemencia o perturbación nos hará temer porque sabemos que en Ella estamos seguros. Tenemos que vivir en María. Que Ella nos recubra totalmente, que Ella sea la atmósfera en la que respiremos, de esta forma estaremos seguros, nada nos podrá derribar.

Nuestro error es salir de esta hermosa torre y querer caminar sin protección bajo techumbres endebles, amparados en nuestras débiles casas, y entonces nos damos cuenta, cuando todo se mece en nosotros y cuando acude el temor, porque corremos el riesgo de morir, que allí en esa torre hermosa estábamos seguros.

María es la torre de David hermosa y fuerte. Porque desde allí se vence a los enemigos, porque allí no llegan las escalas de los salteadores, porque las piedras catapultadas no la mellan, porque su altura es insalvable para el enemigo. Desde allí vencemos porque ella tiene experiencia de triunfos y porque ella siempre ha vencido y nunca ha sido vencida. ¿Quién encontrará una mujer fuerte?[4] La hemos encontrado y es más fuerte que Judit y que Ester. Es más fuerte que Ana y que Susana. Es más fuerte que Débora. Es más fuerte que todas las mujeres de la historia y que los hombres de la historia porque su fuerza es la misma fuerza de Dios, es la fuerza del León de Judá, es la fuerza del Rey de reyes y Señor de señores.

Subidos a esta torre tocamos el cielo y la tierra queda muy atrás, muy abajo, lejos. Desde ella vemos con nitidez el horizonte, percibimos de lejos los ataques de nuestros enemigos, en ella estamos en paz.

 

Retrato de la Virgen

(Soneto)

Poco más que mediana de estatura;

Como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negra y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro.

 

(Lope de Vega)[5].

 

[1] Ct 4, 4

[2] San Bernardino de siena. Citado por Santiago Vanegas Cáceres, Reina Señora y Madre…, 336

[3] 3, 15

[4] Cf. Pr 31, 10

[5] http://www.mariamadrededios.com.ar/entrenos/vida_index.asp