Vista agradable que nos consuela

Sobre la belleza de María santísima

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? “Se dicen bellas las cosas que vistas agradan, de donde lo bello consiste en la debida proporción porque el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas”[1].

La belleza agrada, complace, pero, además, purifica. Purifica por el mismo hecho que agrada. Al agradar y complacer nos atrae y permite que abandonemos cosas que también nos agradan pero que son de menos valor.

La belleza es propia de Dios. Dios es bello en sí mismo y todas sus obras son bellas. Dios creó y vio que todo lo que había hecho era muy bueno, era muy bello.

Dios ha creado todo el mundo natural bello y crea el mundo sobrenatural también con belleza. ¡Qué armonía y que perfección en los ángeles y en los bienaventurados! Ellos han llegado a la perfección de Dios y por eso son lumbreras bellísimas que nos alumbran y nos muestran el camino para llegar a la Verdadera Belleza.

La belleza se opone a las cosas feas no sólo en lo corporal, sino y principalmente, en lo espiritual. Todas las malas pasiones son curadas por la belleza. Las malas pasiones tienden a lo que parece bello pero que en realidad es deforme.

Cuando alguien está atormentado por cosas feas, en especial por vicios carnales, le decimos que recurra a María y lo hacemos porque ella tiene un gran poder sobre el enemigo, pero también, porque mirando este portento de belleza superaremos la fealdad del pecado. Mirar la belleza de María nos hace sobreponernos a todo lo feo y deforme que hay en nosotros, y nos motiva a buscar su belleza y perfección. La presencia de María nos consuela de las congojas causadas por nuestras fealdades.

Nuestras fealdades espirituales nos esclavizan y nos entristecen. La vista de María nos libera y nos consuela.

La vista agradable de María se manifiesta al que se acerca con corazón sencillo porque el corazón sencillo penetra en este mundo interior de María. No ocurre así con las almas soberbias. Ellas rechazan la belleza de María porque no pueden penetrar su interior.

Y la belleza interior se manifiesta en el exterior. Así el trato con María es un trato colmado de belleza. Su mirada es bella porque es pura y simple y manifiesta la pureza de su alma. Sus palabras son tiernas y manifiestan un corazón en paz. Su obrar es sereno y armonioso, manifestación de un equilibrio sublime del espíritu.

El encuentro con María purifica nuestra alma. Es que, aunque hay cosas bellas en el mundo y personas llenas de Dios, también hay muchas deformidades entre los hombres, mucha fealdad. Y ¡cuánto nos agobia la fealdad que nos rodea! Fealdad del hombre que repercute en sus obras.

El hombre moderno ha perdido el sentido de la belleza porque ha roto la relación con el ser cambiando esa relación por una relación consigo mismo, con su subjetividad. Por eso las obras de sus manos son fruto de su subjetividad y difícilmente manifiestan lo real. Y lo real es participación de lo divino. Las cosas reflejan la belleza de Dios, la Belleza por excelencia. Al romper el hombre moderno su relación con el ser real rompe con la Belleza y fuera de ella todo es feo.

El hombre alejado de Dios, separado de Él, se queda sin belleza, se queda sumido en la fealdad y sus obras son feas.

La vista de María nos consuela de tanta fealdad y nos invita a recurrir a ella para curar nuestras fealdades y curarnos de la trampa de lo feo.

María significa “ser bella” y este nombre manifiesta con perfección lo que es María. María es bella en su interior y también en su porte externo. Muchas imágenes de María hay en el mundo, las cuales, han querido captar su belleza. Los artistas han percibido la belleza de María y la han querido plasmar, pero siempre han quedado cortos. La multitud de imágenes manifiestan la riqueza, la profundidad, de esta Virgen bellísima.

La bella María ha dado a luz “al más hermoso de los hijos de los hombres”. Ella ha dado su carne y sangre a Jesús y sólo ella. Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo y por eso la belleza de Jesús es reflejo de la de María. Su parecido físico debe haber sido muy grande ya que Jesús tomo su cuerpo de ella, cuerpo que formó el Divino Espíritu.

¡Madre, vista agradable que nos consuela, haz que amemos tu belleza y recurramos a ella cuando nos cerque la fealdad y aprendamos por tu vista a amar las cosas verdaderamente bellas!

 

Poco más que mediana de estatura;

como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negro y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro[2].

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1ª parte, cuestión 5, artículo 4. En adelante I, 5, 4

[2] Lope de Vega, http://www.mariologia.org/poemas/poesiaLopedevega15.htm. Última entrada 27-12-2023

Carta del Papa Juan Pablo II a los niños por Navidad

¡Falta poco para la Navidad!

San Juan Pablo II

¡Queridos niños!

Nace Jesús

Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en cada familia. Este año lo será aún más porque es el Año de la Familia. Antes de que éste termine, deseo dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta entrañable conmemoración.

La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosostros la esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría, contando los días y casi las horas que faltan para la Nochebuena de Belén.

Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período navideño el establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se apresuran a acercarse en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el Redentor del universo.

También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada Familia, pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en vuestra madre, que os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos desde su nacimiento.

Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros. Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad, y al ver brillar la estrella de Belén corría al nacimiento con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000 años. Los niños manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el divino Niño venido al mundo en la Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta: así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño: llamándole Jesús.

Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con todos los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo Simeón se acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció estas palabras proféticas: « Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc2, 29-32). Después, dirigiéndose a María, su Madre, añadió: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará también la Madre, María: el Viernes Santo ella estará en silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no pasarán muchos días después del nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años, y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.

Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús. Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y catequistas, y cada año los revivís espiritualmente durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis los aspectos trágicos de la infancia de Jesús.

¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no sólo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de los adultos. ¿Cómo es posible permanecer indiferente ante al sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de algún modo por los adultos?

Jesús da la Verdad

El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce años, como sabéis, subió por primera vez, junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de sus padres y, con otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una « clase de catecismo ». En efecto, las fiestas eran ocasiones adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad, más o menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el extraordinario Adolescente venido de Nazaret no sólo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo. Era la misma admiración que, en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el episodio del Templo de Jerusalén no es otra cosa que el comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos años más tarde.

Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ¿no vienen a vuestra mente, en este momento, las clases de religión que se dan en la parroquia y en la escuela, clases a las que estáis invitados a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ¿cuál es vuestra actitud ante las clases de religión? ¿Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?

Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José, regresando con otros peregrinos a Nazaret, se dieron cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus pasos y sólo al tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo. « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de Jesús y cómo hace pensar! « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que María « conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (2, 51). En efecto, era una respuesta que se comprendería sólo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar, afirmando que por su Padre celestial estaba dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.

Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2, 51). Sobre este período, antes de iniciar la predicación pública, el Evangelio señala sólo que « progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52).

Queridos chicos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años que dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que más tarde, con treinta años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce Apóstoles, será seguido por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos de su potencia divina: devolverá la vista a los ciegos, curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos. Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada madre.

Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad divina, mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá a los Apóstoles: « Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis », y añadirá: « Porque de los que son como éstos es el Reino de Dios » (Mc10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos » (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también palabras severísimas de advertencia: « Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar » (Mt 18, 6).

¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el « Evangelio del niño ».

En efecto, ¿qué quiere decir: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos »? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros. Sólo éstos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios.

¿No es éste el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: « Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros » (1, 14); y además: « A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios » (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas de vuestros padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la Familia. Alegraos por este « Evangelio de la filiación divina ». Que, en este gozo, las próximas fiestas navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la Familia.

Jesús se da a sí mismo

Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez -en la Primera Comunión- y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús.

Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es el primer sacramento y el más necesario para la salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre todo los adultos, el rito se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién nacidos -es también el caso de muchos de vosotros, queridos niños, que por tanto no podéis recordar el día de vuestro Bautismo- la fiesta más solemne se trasladó al momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se vive como una gran fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto con el festejado, los padres, los hermanos y hermanas, los demás familiares, los padrinos y, a veces también, los profesores y educadores.

El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento para así no olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías durante toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.

¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés, que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía, porque prefirió morir antes que entregar a Jesús sacramentado, a quien llevaba consigo.

Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús muestra en el Evangelio una confianza particular en los niños, así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su atención maternal a los pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima.

Os hablaba antes del « Evangelio del niño », ¿acaso no ha encontrado éste en nuestra época una expresión particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así: Jesús y su Madre eligen con frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para la vida de la Iglesia y de la humanidad. He citado sólo a algunos universalmente conocidos, pero ¡cuántos otros hay menos célebres! Parece que el Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.

Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos días víctimas del odio que se extiende por varias partes de la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países de Africa. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias.

¡Alabad el nombre del Señor!

Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113112, 1-3). Mientras medito las palabras de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre del Señor!

Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: « ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo en las misiones… ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después seguirla generosamente.

¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles, mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de Belén: « Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace » (Lc 2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo quiere.

¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente vuestras.

Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?

¡Levanta tu mano, divino Niño,
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!

 

Vaticano, 13 de diciembre de 1994.

Al nacimiento de Cristo

Poesía

Lope de Vega

Repastaban sus ganados
a las espaldas de un monte
de la torre de Belén
los soñolientos pastores,
alrededor de los troncos
de unos encendidos robles,
que, restallando a los aires,
daban claridad al bosque.
En los nudosos rediles
las ovejuelas se encojen,
la escarcha en la hierba helada
beben pensando que comen.
No lejos los lobos fieros,
con los aullidos feroces,
desafían los mastines,
que adonde suenan, responden.
Cuando las escuras nubes,
de sol coronado, rompe
un Capitán celestial
de sus ejércitos nobles,
atónitos se derriban
de sí mismos los pastores,
y por la lumbre las manos
sobre los ojos se ponen.
Los perros alzan las frentes,
y las ovejuelas corren
unas por otras turbadas
con balidos desconformes.
Cuando el nuncio soberano
las plumas de oro descoje,
y enamorando los aires,
les dice tales razones:
«Gloria a Dios en las alturas,
paz en la tierra a los hombres,
Dios ha nacido en Belén
en esta dichosa noche.
»Nació de una pura Virgen;
buscalde, pues sabéis donde,
que en sus brazos le hallaréis
envuelto en mantillas pobres».
Dijo, y las celestes aves
en un aplauso conformes
acompañando su vuelo
dieron al aire colores.
Los pastores, convocando
con dulces y alegres voces
toda la sierra, derriban
palmas y laureles nobles.
Ramos en las manos llevan,
y coronados de flores,
por la nieve forman sendas
cantando alegres canciones.
Llegan al portal dichoso
y aunque juntos le coronen
racimos de serafines,
quieren que laurel le adorne.
La pura y hermosa Virgen
hallan diciéndole amores
al niño recién nacido,
que Hombre y Dios tiene por nombre.
El santo viejo los lleva
adonde los pies le adoren,
que por las cortas mantillas
los mostraba el Niño entonces.
Todos lloran de placer,
pero ¿qué mucho que lloren
lágrimas de gloria y pena,
si llora el Sol por dos soles?
El santo Niño los mira,
y para que se enamoren,
se ríe en medio del llanto,
y ellos le ofrecen sus dones.
Alma, ofrecelde los vuestros,
y porque el Niño los tome,
sabed que se envuelve bien
en telas de corazones.

Un pesebre al principio solitario

Preparándonos para la Navidad

Como claramente nos lo manifiesta la corona del adviento que desde hace poco nos recibe al entrar a rezar en la capilla, nos estamos preparando para celebrar la “llegada” de nuestro Señor Jesucristo, que viene a nacer en el tiempo y en los corazones para cambiar totalmente nuestra historia, y cuánto más en la medida que le vayamos dando el lugar que desea conquistar en nuestro interior, simplemente para invitarnos a gozar de Él por toda una eternidad. Pero también debemos mencionar el “dónde” ha decidido nacer nuestro Señor, el Dios del amor infinito y los misterios que sobrepasan toda humana lógica y sentido terrenal, pues como bien sabemos, pese a ser el Rey de reyes y Señor de los señores, decide entrar en este frío mundo en una noche fría también, y en un lugar apartado, como los humanos corazones que lo están también de Dios, y el menos pensado e incomprensible para cualquier razonamiento derivado de su exclusiva dignidad; pues Jesucristo, el mismísimo Hijo de Dios, no nació ni en un pomposo palacio ni entre los honores que le correspondían, sino simple y tristemente en un pesebre; lugar indigno, paraje de animales, regazo cruel de la naturaleza para recibir a su Creador haciéndose pequeño, frágil…, hombre, como aquellos que se apartaron de Dios y que ahora ni siquiera le conceden una sencilla posada para nacer; y por eso lo tuvo que hacer de esta manera también: apartado de los hombres, los que no lo recibieron. Y algo así también nos pasó este año aquí, con nuestro pesebre.

Como sabemos perfectamente, la terrible situación actual del país trajo muchas consecuencias, las cuales conocemos bien y no hace falta volver a mencionar, aunque sí volver a renovar constantemente nuestras súplicas al Cielo para llenarlo de oraciones, y para que termine el injusto sufrimiento sea de la parte que sea. Y secundariamente, como es lógico, cambió también el aspecto normal de los santuarios, anteriormente siempre coloridos debido a la abundante presencia de devotos peregrinos venidos desde todas partes, quienes con sus diferentes lenguas, atuendos y devociones, parecían no poder ser separados totalmente del paisaje natural de Tierra Santa. Pero este año, esta Navidad, es diferente. En Séforis, en la casa de santa Ana, solamente hay dos cristianos: los monjes; y el pueblo tiene la entrada custodiada por mayor seguridad, haciendo así que durante todo este tiempo estuviéramos prácticamente de ermitaños. Pero eso jamás significó pensar en no hacer este año el pesebre, aun previendo que sería, tal vez, el pesebre más solitario desde que estamos en este lugar santo, pues son justamente los peregrinos quienes vienen a apreciarlo. Pero aquí no hay peregrinos ni cristianos por ahora. Sin embargo, el nacimiento del Hijo de Dios hay que festejarlo, dentro de nuestras posibilidades, pues ya pasó inadvertido en su momento por ese profundo misterio de su anonadamiento total en la humildad de la primera Navidad; así que ahora a nosotros nos corresponde hacerlo brillar, manifestando así que comprendimos bien lo que el pesebre ha venido a significar de una manera tan clara para los ojos de la fe, porque allí donde sólo hay miseria, abandono y soledad, si se sitúa Jesucristo cambia todo: figura hermosísima de lo que Dios hace en los corazones de los pecadores cuando viene a habitar en ellos y transformar las miserias en verdaderas obras de arte… si es que lo aceptamos y se lo permitimos, como lo hizo hace 2000 años en esa gruta solitaria de Belén, convirtiéndola actualmente en uno de los signos más hermosos para los que tienen fe, al punto de volverse “el rostro de la Navidad” y una perfecta síntesis de su misión salvífica y transformadora de las almas.

Así que armamos el pesebre, y como antaño dispusiera la Divina Providencia, unos pocos se empezaron a acercar y contemplar la sencilla representación del misterioso acontecimiento que se plasmó como una verdadera obra de arte espiritual, como un piadoso lienzo con más tonos oscuros que claros, los cuales, sin embargo, no hicieron más que resaltar los colores que nos hablan de lo que Jesucristo nos vino a enseñar en el pesebre: humildad, sencillez, austeridad, sacrificio, etc.; y, en este caso, con un detalle del todo especial: que hasta ahora, salvo un amigo y dos de nuestras religiosas, los demás han sido no cristianos, quienes respetuosamente se han detenido a contemplar también esta sencilla representación que espera a los que quieran a la entrada del monasterio.

Tenemos un pesebre armado luego de semanas de soledad, en un lugar que no alberga a más que dos cristianos, y, sin embargo, y pese a su simplicidad, poco a poco ha comenzado a recibir algunas visitas a las cuales esperamos que también “les diga algo”… sólo Dios sabe; sea como sea le agradecemos porque este año tampoco faltó el pesebre.

Les deseamos a todos una hermosa y muy fecunda Navidad.

Siempre en unión de oraciones, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!

 

“¿Una vida para vivir o una vida para morir?”

Once años de sacerdocio: ¡Deo Gratias!

La vocación a la vida consagrada, como sabemos, implica la aceptación en el tiempo de una llamada que comenzó a hacer eco en la eternidad; llamada totalmente libre, además, y tanto así que es un hecho el que se puede tristemente perder y engendrar infelicidad. Pero allí donde esta llamada de Dios se abre paso entre nuestras fragilidades y miserias, y el ponzoñoso egoísmo no le impide al alma decir que sí (porque el egoísmo arrebata la disposición de abandonarse a Dios totalmente y renunciar a todo con tal de seguirlo), se produce aquel hermoso misterio de la aceptación en el tiempo de un suceso que habla de eternidad como pocos otros misterios lo hacen; pues la vida consagrada totalmente a Dios viene a desproporcionar los bienes recibidos para multiplicarlos en las demás almas, ya que el religioso que vive bien su vida, imitación de la de Cristo en la tierra, realiza acciones cuyo impacto llega mucho más lejos de lo que puede llegar a vislumbrar… y eso está bien, porque eso a él no le importa, sino darle a Dios la gloria y aportar su parte para acercar a Dios las almas, sea con sus actos y contacto con ellas, sea con sus oraciones y sacrificios, sea con el amor sobrenatural que debe acompañar su vida entera, etc… Pero aún hay más, un “magis” especial que depende también totalmente de Dios, porque no se merece por cuenta propia y es decisión exclusiva de Dios y sus designios misteriosos: el sagrado don del sacerdocio, cuya impronta va mucho más allá de un estilo de vida, aún del más noble de todos como lo fue la vida terrena del Redentor, pues se abraza de tal manera a una existencia que se hace impronta espiritual e irrenunciable, en la misma alma elegida para continuar trabajando por la mies, aferrada con confianza en el arado que no admite volver a mirar atrás, frágil tesoro escondido en las imperfecciones y debilidades de los elegidos a quienes reclama generosidad y un amor que no le ponga condiciones al Señor de los señores, determinado a pasar por los crisoles que le sean necesarios con tal de cumplir con su misión y vivir con el alma puesta ya no en este mundo sino en las profundidades de la eternidad.

Teniendo todo esto en mente, y abrazándolo todo junto en la vocación del sacerdote religioso, podemos considerar los dos posibles escenarios en que una existencia consagrada pueda desenvolverse, a mi modo de ver: una vida para vivir o una vida para morir.

Vivir la vida religiosa con fidelidad nos asegura el Cielo. Querer vivir como Jesucristo, bajo los consejos evangélicos, implica una vida buena cuyas obras conducen necesariamente al Paraíso a quienes no vengan a arruinarlo todo mediante el pecado, aunque de estos mismos nos podemos levantar con la ayuda de la Divina misericordia… ¡qué vida buena!: rezamos cada día, participamos de la santa Misa cada día, hacemos obras de caridad, justicia, obediencia, renuncia, etc., cada día también, y esto durante los años que llevemos como consagrados y muchas veces “a pesar de nosotros”, que con nuestros defectos no bien combatidos y afectos aun no totalmente mortificados y ordenados, le ponemos a Dios a veces nuestra santificación cuesta arriba, y no por carencia de su omnipotencia sino por propia responsabilidad. Y aun así lo normal para el religioso es hacer el bien y hacerse bueno en la medida que se tome en serio su vida y abrace los medios que lo rodean y le asegurarán vivir en la bondad si corresponde. Sí, esta vida es buena, pero ¿es necesariamente una vida santa? Aquí es donde creo que entra juego el dar un paso más… porque sin esto corremos el riego de pasarnos la vida junto a la puerta de la santificación, pero sin jamás abrirla ni pretender entrar por ella. Pues sólo quienes den el paso se decidan a traspasar dicha puerta son los que se van santificando y arrastrando a las almas hacia Dios, porque eso nos enseñan los santos con su vida, que Dios por medio de ellos desproporciona el bien ya de maneras asombrosas e inimaginables. Estos son los que no viven para vivir, sino para morir, aceptando hasta las últimas consecuencias aquello que escribía el santo poniéndolo en labios de nuestro Señor: “No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador” (San Alberto Hurtado)

Los santos son aquellas almas que se decidieron a morir; o como se expresa también la misma idea, “vivir muriendo”, abrazando esta hermosa y reconfortante paradoja de que el que más muere más vida tiene, y más feliz se vuelve, pues aprende a gozar de lo que verdaderamente vale la pena realizar para alcanzar la unión cada vez más íntima con Dios, lo cual implica la sincera determinación de destruir lo que haya que destruir en nosotros de desorden; de no permitirle más al hombre viejo tomar las riendas del alma y aniquilar la más remota posibilidad de separarse de Dios… y este aspecto es el que nos corresponde desear con entusiasta intensidad, porque somos sacerdotes y, como tales, imitadores de Jesucristo en el sacrificio y en la entrega absoluta, porque eso es lo que espera Jesucristo de nosotros para realizar las cosas grandes que nos tiene preparadas y esperan dicha generosidad de nuestra parte; por esto mismo escribía nuestro querido padre fundador que: “La sabiduría de la cruz fue la sabiduría que atrajo al sacerdote. Percibió, aún en confuso, que sólo en la escuela de Cristo se enseña la lección maravillosa y única de la cruz. Se dio cuenta que la cruz es locura a los ojos del mundo, pero alzando los ojos a Cristo crucificado comprendió que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres (1Cor 1,25)”.

Aprendamos a morir mis queridos hermanos en el sacerdocio, roguémosle en este día especial a nuestra Madre del Cielo que nos alcance esta gracia: “la de una vida para morir”, es decir, la del trigo de la parábola que no simplemente da fruto sino que lo hace en abundancia, pero sólo porque muere, y esto porque ha sido realmente generoso, y esto a su vez por haber amado mucho a Aquel que tanto nos ha amado que nos envió a su Hijo para morir por nosotros, esperando ahora que nosotros, sus imitadores, sus elegidos, ¡sus sacerdotes!, nos adentremos en este morir a nosotros mismos para dejar que Jesucristo sea quien viva en nosotros (Gál 2, 20), y continúe por su cuenta y propia voluntad la purificación que permita unirnos a Él como nosotros -lo sabemos-, jamás podremos hacerlo con nuestras propias fuerzas y sin esta santa determinación.

Muy feliz aniversario, mis queridos compañeros; seguimos dispersos por el mundo pero siempre unidos en el santo altar, contemplando a nuestro Señor mientras vuelve a descender del Cielo en la Sagrada Eucaristía hasta nuestras frágiles manos y más frágiles corazones aun, invitándonos a morir junto con Él para engendrar vida sobrenatural en las almas, robustecer a las débiles, conducirlas a Él, y dejarle obrar en nosotros sus secretos designios que sólo Él con el Padre y el Espíritu Santo conocen:

“El sacerdote debe morir al propio cuerpo, al propio espíritu, la propia voluntad, la propia fama, la propia familia y al mundo. Debe inmolarse en el silencio, en la oración, el trabajo, la penitencia, el sufrimiento, la muerte. Cuanto más se muere, más vida se tiene, más vida se da.” (Beato Antonio Chevrier)

P. Jason, IVE.