Un pesebre al principio solitario

Preparándonos para la Navidad

Como claramente nos lo manifiesta la corona del adviento que desde hace poco nos recibe al entrar a rezar en la capilla, nos estamos preparando para celebrar la “llegada” de nuestro Señor Jesucristo, que viene a nacer en el tiempo y en los corazones para cambiar totalmente nuestra historia, y cuánto más en la medida que le vayamos dando el lugar que desea conquistar en nuestro interior, simplemente para invitarnos a gozar de Él por toda una eternidad. Pero también debemos mencionar el “dónde” ha decidido nacer nuestro Señor, el Dios del amor infinito y los misterios que sobrepasan toda humana lógica y sentido terrenal, pues como bien sabemos, pese a ser el Rey de reyes y Señor de los señores, decide entrar en este frío mundo en una noche fría también, y en un lugar apartado, como los humanos corazones que lo están también de Dios, y el menos pensado e incomprensible para cualquier razonamiento derivado de su exclusiva dignidad; pues Jesucristo, el mismísimo Hijo de Dios, no nació ni en un pomposo palacio ni entre los honores que le correspondían, sino simple y tristemente en un pesebre; lugar indigno, paraje de animales, regazo cruel de la naturaleza para recibir a su Creador haciéndose pequeño, frágil…, hombre, como aquellos que se apartaron de Dios y que ahora ni siquiera le conceden una sencilla posada para nacer; y por eso lo tuvo que hacer de esta manera también: apartado de los hombres, los que no lo recibieron. Y algo así también nos pasó este año aquí, con nuestro pesebre.

Como sabemos perfectamente, la terrible situación actual del país trajo muchas consecuencias, las cuales conocemos bien y no hace falta volver a mencionar, aunque sí volver a renovar constantemente nuestras súplicas al Cielo para llenarlo de oraciones, y para que termine el injusto sufrimiento sea de la parte que sea. Y secundariamente, como es lógico, cambió también el aspecto normal de los santuarios, anteriormente siempre coloridos debido a la abundante presencia de devotos peregrinos venidos desde todas partes, quienes con sus diferentes lenguas, atuendos y devociones, parecían no poder ser separados totalmente del paisaje natural de Tierra Santa. Pero este año, esta Navidad, es diferente. En Séforis, en la casa de santa Ana, solamente hay dos cristianos: los monjes; y el pueblo tiene la entrada custodiada por mayor seguridad, haciendo así que durante todo este tiempo estuviéramos prácticamente de ermitaños. Pero eso jamás significó pensar en no hacer este año el pesebre, aun previendo que sería, tal vez, el pesebre más solitario desde que estamos en este lugar santo, pues son justamente los peregrinos quienes vienen a apreciarlo. Pero aquí no hay peregrinos ni cristianos por ahora. Sin embargo, el nacimiento del Hijo de Dios hay que festejarlo, dentro de nuestras posibilidades, pues ya pasó inadvertido en su momento por ese profundo misterio de su anonadamiento total en la humildad de la primera Navidad; así que ahora a nosotros nos corresponde hacerlo brillar, manifestando así que comprendimos bien lo que el pesebre ha venido a significar de una manera tan clara para los ojos de la fe, porque allí donde sólo hay miseria, abandono y soledad, si se sitúa Jesucristo cambia todo: figura hermosísima de lo que Dios hace en los corazones de los pecadores cuando viene a habitar en ellos y transformar las miserias en verdaderas obras de arte… si es que lo aceptamos y se lo permitimos, como lo hizo hace 2000 años en esa gruta solitaria de Belén, convirtiéndola actualmente en uno de los signos más hermosos para los que tienen fe, al punto de volverse “el rostro de la Navidad” y una perfecta síntesis de su misión salvífica y transformadora de las almas.

Así que armamos el pesebre, y como antaño dispusiera la Divina Providencia, unos pocos se empezaron a acercar y contemplar la sencilla representación del misterioso acontecimiento que se plasmó como una verdadera obra de arte espiritual, como un piadoso lienzo con más tonos oscuros que claros, los cuales, sin embargo, no hicieron más que resaltar los colores que nos hablan de lo que Jesucristo nos vino a enseñar en el pesebre: humildad, sencillez, austeridad, sacrificio, etc.; y, en este caso, con un detalle del todo especial: que hasta ahora, salvo un amigo y dos de nuestras religiosas, los demás han sido no cristianos, quienes respetuosamente se han detenido a contemplar también esta sencilla representación que espera a los que quieran a la entrada del monasterio.

Tenemos un pesebre armado luego de semanas de soledad, en un lugar que no alberga a más que dos cristianos, y, sin embargo, y pese a su simplicidad, poco a poco ha comenzado a recibir algunas visitas a las cuales esperamos que también “les diga algo”… sólo Dios sabe; sea como sea le agradecemos porque este año tampoco faltó el pesebre.

Les deseamos a todos una hermosa y muy fecunda Navidad.

Siempre en unión de oraciones, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!