“Una semilla que desea eternidad”

Homilía del Domingo XI durante el año, ciclo B

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo, nos habla una vez más, por medio de parábolas, acerca del Reino de los Cielos, el cual comienza siempre como algo pequeño dentro del alma, como un grano o semilla que poco a poco comienza a crecer y desarrollarse hasta terminar con proporciones inimaginables, es decir, con consecuencias que van mucho más allá de toda fuerza humana, de nuestra naturaleza y de toda posible capacidad del ser humano, pues consiste en la eternidad, la dicha sin fin, el gozo imposible de ser arrebatado en el Paraíso, pero que se va preparando en esta vida por medio de nuestras obras: sumando las buenas, reparando las malas, y creciendo con esfuerzo en las virtudes.

San Gregorio Magno trae un breve y excelente comentario que vale totalmente la pena, el cual simplemente nos limitaremos a ejemplificar un poco más para iluminar su gran valor y verdad. El santo dice así: “…el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto.

Ahora vamos por partes:

  • el hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón:

Un alma en pecado grave no posee en su interior la semilla de la eterna felicidad, porque en un alma así Dios no puede habitar, porque el pecado le echa afuera; pero cuando comienzan a entrar en ella las buenas intenciones, la semilla ha sido sembrada y solamente el pecado la puede hacer morir, pero si la fecunda al cuidarla y afianzando su buena voluntad, ésta comienza a desarrollarse a través de los designios divinos de santificación.

  • duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras:

En estas palabras podemos entender aquel fruto tan hermoso surge de toda buena conciencia, de toda buena voluntad y toda santa determinación de progresar en nuestra vida espiritual, y nos referimos a la paz interior que habita y perfuma la existencia de los buenos corazones; una paz que además de ser fruto es manifestación de las buenas intenciones de quienes desean hacer realmente lo correcto y buscan descubrir y abrazar la santa voluntad de Dios, por eso confían y esperan recibir de Dios la recompensa a sus esfuerzos en la vida espiritual.

  • se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad:

Una verdad sobrenatural que surge de la misma confianza en Dios de la que hemos hablado más arriba, verdad que se fundamente en la fe verdadera, profunda y operante, que sabe abrirse paso hacia la santidad tanto entre los gozos como entre las cruces, y, es más, aprovecha de éstas últimas para realizar sus purificaciones necesarias para seguir adelante siempre progresando. Estas son las almas que aman con sinceridad y acompañan a nuestro Señor tanto en la gloria del Tabor como en la soledad del Calvario.

  • Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido:

Esto es propio de la humildad sincera, es decir, la que habita en el alma que no se anda preocupando de sí misma ni de su actual grado de perfección ni nada de eso, de lo cual ni se entera, porque su única ocupación en hacerse cada vez más pequeña, más simple, más sencilla, para agradar a Dios lo más que pueda, mientras va disfrutando de sus dones y atenciones.

  • Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la yerba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga:

Con esto el santo nos habla acerca del desarrollo de la vida espiritual, el cual implica crecimiento, maduración, y, por supuesto, frutos, los cuales serán -como bien sabemos., del 30, del sesenta o del ciento por uno según la medida de nuestra generosidad y amor a Dios. En esta metáfora el alma llega a ser espiga por sus buenas obras y fidelidad al plan divino, espiga que si aprende a morir, como lo enseña Jesucristo, morir cada día un poco, ciertamente ya se ha encaminado por la santificación que de ella espera Dios.

  • en fin, -dice el santo-, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto: es decir, cuando el alma ya se ha asentado en la bondad de sus acciones, cuando ya ha llegado a poseer el hábito de hacer el bien y el hábito de huir del mal; y ya se encuentra colmada de buenas obras, las cuales ahora desea transformar de buenas en santas, para dar así más y más frutos hasta el día final, el día de la siega, donde Dios recompensará definitivamente con su gloria a todos aquellos que hayan perseverado hasta el final, habiéndole permitido culminar en sus vidas el Reino comenzado en el interior de cada corazón que haya decidido aceptarlo.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de llevar a buen término esta semilla que Dios desea ver desarrollarse hasta el final en cada uno de nosotros.

P. Jason, IVE.

Dios se revela a nosotros en su Hijo Jesús: «Quien le ve, ve a su Padre»

Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El

Dom Columba Marmion

Nuestra santidad no es más que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.

Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?

Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.

Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.

Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, “quien a mí me ve, ve a mi Padre”» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la revelación de Dios.

Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios.

Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).

«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve, ve a mi Padre».