Mi viejo rosario

Reflexión

El 30 de mayo del 2006, vísperas de nuestra primera profesión de votos, mi mamá me entregaba un pequeño y hermoso crucifijo. Y al hacerlo me contó su sencilla e interesante historia: resulta que un día, hablando con una señora que le compraba telas en ese momento, salió el tema de que me encontraba en el seminario para ser sacerdote, entonces la señora le dijo a mi mamá: “tengo algo para su hijo”, y después le entregó dicho crucifijo, el cual se había encontrado en la calle unos 40 años atrás, pensando que “debía guardarlo para una ocasión especial”, la cual “se dio cuenta que había llegado al hablar con mi mamá”. Y así, luego de 4 décadas piadosamente guardado, llegó a mis manos. Y desde el principio me encantó. Años después, ya como sacerdote en nuestro monasterio del Socorro, en Tenerife, el P. Romanelli viajaba desde Medio Oriente para predicarnos nuestros ejercicios espirituales anuales, dejándonos como regalo a cada monje un rosario traído desde Tierra Santa, tocado al Santo Sepulcro, sencillo, al cual con gran aprecio le cambié la cruz de madera por el pequeño crucifijo que desde el primer año de seminario me venía acompañando. Esta es la simple historia de mi “viejo rosario”, que si bien tiene apenas 11 años, en años de rosarios y sus respectivos Ave Marías pasando a través de él, considero que es bastante, pues sus cuentas están notablemente deterioradas: su madera ya no brilla y más de alguna deja ver una pequeña grieta que amenaza dividirla en dos; además, después de habérseme cortado varias veces, hoy luce un nuevo cordel que ha vuelto a unirlo todo en armonía, contrastando un poco con el uso que se deja ver claramente en todo lo demás, pero especialmente en el hermoso crucifijo, que luego de todo este tiempo, está realmente desgastado.

La primera tragedia de su crucifijo fue la pérdida de su pequeño “INRI”, acontecida por un descuido que lo dejó en el bolsillo de mi hábito al lavarlo; después fue perdiendo su color original, pues la madera era negra y la parte metálica era plateada. Fue desapareciendo aquel pequeño rostro que más o menos se dejaba apreciar, y que hoy por hoy no se distingue, así como los pliegos que representaban esa tela que apenas cubría el sacrosanto cuerpo del Señor. En síntesis, se perdieron sus rasgos por el tiempo, pero no por eso deja de ser hermoso, de hecho, su desgaste lo reviste de algo especial, le da una belleza que no es estética, esa que es diferente y no siempre es estimada, y es exactamente lo que me ha movido a escribir y compartir esta sencilla reflexión sobre un aspecto de la vida espiritual, o mejor dicho, una verdad que con visión sobrenatural podemos ver, y comprender, y profundizar, y hasta imitar si decidimos emprender con seriedad la dichosa búsqueda de la voluntad de Dios; y que podemos contemplar de manera sublime en el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, pero también en sus santos y en toda alma recta -cada cual a su modo, se entiende-, y que es ese maravilloso “desgastarse por la gloria de Dios” que debería ser nuestra gran aspiración en esta vida, y que quizás a ratos lo es, pero que si fuera una constante…, o mejor aún, un trabajo continuo, es decir, ininterrumpido, ciertamente transformaría nuestra vida y la de quienes nos rodean, como hacen los santos que parece que todo lo que tocan de alguna manera se ve afectado por ellos, con sus más y sus menos, pero es que ese “desgaste” paradójicamente parece ser la razón de su fortaleza espiritual y su santa determinación… Espero poder expresarme bien, es decir, no estamos hablando de una especie de destrucción de la salud o imprudencia respecto a nuestras capacidades, pues cada cual tiene “su máximo y sus límites”, pero también es cierto que en las almas ejemplares vemos cómo el amor a Dios constantemente va empujando esos linderos y le van permitiendo realizar esa maravillosa desproporción que llamamos magnanimidad, pequeñez del alma puesta en manos de Dios con todas sus fuerzas, con toda su confianza, con todo su amor, las cuales Dios mismo va acrecentando para recompensar al alma y hacerla “más partícipe” de su obra. Hay que ser prudentes, hay que ser sensatos, pero también hay que ser generosos y cada vez más, pedir la gracia de serlo, de “aprender a desgastarse” por la gloria de Dios, como hemos dicho, discerniendo y rechazando nuestras excusas.

Cuando miro el crucifijo de mi viejo rosario, no pienso que ya no sirve (¿y quién lo haría?), o que ya no ayuda a rezar bien, ¡nada de eso!; es decir, no está roto sino desgastado, porque le pasaron por encima años de oraciones, y ha estado en el bolsillo de mi hábito y luego en la capilla, o acompañándome por el jardín; siempre testigo de las plegarias a nuestra Madre del Cielo que van pasando por sus cuentas. Y en su desgaste veo reflejado aquel que exige el amor de Dios, ese por el cual los santos se consumen y se vuelven más y más fecundos.

Una vez un compañero de seminario me contaba que la biblia de su mamá llamaba la atención porque las hojas de los evangelios estaban muy gastadas en comparación con el resto, y se entiende perfectamente lo que esto significa. Recuerdo también haber leído una biografía de san Bernardo que decía que a los 40 años se veía como si tuviera más de 50; o la madre santa Teresa de Calcuta, en cuyo rostro se veía también el desgaste, pero el de los santos, ese que es fecundo, que jamás se desanima, que sabe sacar nuevas fuerzas del contacto con Dios en la oración y que hermosea… como el crucifijo de mi viejo rosario.

Desgastarse por la gloria de Dios, como hemos dicho, significa aprender a consumirse de alguna manera en la correspondencia a su amor, y es una gracia que debemos pedir constantemente. Tal vez nos falta mucho, tal vez todavía no nos determinamos con firmeza, pero también, tal vez, hoy podríamos comenzar a hacerlo si nos decidimos.

P. Jason.