Los que hemos dejado todo por seguir a Cristo, ¿hemos dejado todo por seguir a Cristo?

Reflexión dedicada a los consagrados

Sabemos bien que cada palabra, cada gesto, cada acción del Hijo de Dios encarnado pasando entre la humanidad, constituye una enseñanza.  Jesucristo, nuestro Señor, es capaz de adoctrinarnos hasta con las actitudes de quienes lo rodean; tan sólo hay que saber mirar la escena desde la distancia correcta, con la disposición correcta, para contemplar y comprender qué es lo que nos está diciendo a través de cada uno de los detalles que jamás se dejan caer en las infecundas tierras del azar. Y una de estas escenas, de las más conocidas, es su encuentro con el denominado “joven rico” (Mc 10, 17-30), alma buena que cambió la posibilidad de la mayor dicha de su vida por la tristeza que entretejen los afectos mundanos cuando se interponen claramente entre las santas intenciones y los grandes sacrificios, que saben bien recompensar con esas gracias misteriosas que colman y rompen los diques de ciertas felicidades que construimos según nuestro corto entendimiento, como el seguimiento de Cristo pero desde cerca, desde la vereda de los elegidos para estar con Él y compartir la intimidad de su misión.

El joven rico se nos muestra como la representación de la otra esquina, la de los que no quisieron seguir a Jesús y, en contraste con sus fieles discípulos, “no lo dejaron todo para seguirlo” (Cf. Mc 10, 28); y el justo pago a su falta de generosidad fue la mencionada tristeza con la que se marchó: vino en busca del Maestro preguntando con sinceridad sobre la vida eterna; y Jesús le respondió, pero no el joven a Jesús, siendo que “una sola cosa le faltaba”…, por eso se marchó apenado, porque comprendió perfectamente -pues no habían metáforas ni interpretaciones de por medio-, pero no quiso soltar, no se quiso desprender; puso en la misma balanza sus quereres y el querer de Jesucristo para Él, pero -misterio siempre actual-, pesaron más en su corazón sus posesiones que los despojos fecundísimos que nos pide el Evangelio. Y de aquí la primera gran enseñanza general: el fruto de la buena voluntad que le pregunta a Dios qué es lo que debe hacer para darle gloria y ser feliz, pero que antepone a los designios divinos sus afectos desordenados, es la tristeza de saber que ha elegido lo incorrecto y la amargura de la incertidumbre sobre las gracias y bendiciones que su egoísmo no le permitirá conocer mientras no haya sido desterrado del alma, al menos no mientras el alma no se retracte de su mala decisión… y mientras no se le acabe el tiempo o las posibilidades de elegir bien. Esto es lo que eligen quienes son llamados por Dios y le dicen que no, y esto es lo que pasa cuando Dios nos pide ciertas renuncias para nuestro bien, para nuestra purificación, para poder comenzar a tejer sus designios de grandeza en nosotros, pero no se lo permitimos. Oscuro y triste misterio.

Por otro lado están los apóstoles, los que lo dejaron todo y sí siguieron a Jesús, arquetipo de los futuros consagrados que con todas sus imperfecciones y hasta faltas que enmendar, sin embargo, le concedieron al Maestro su respuesta positiva y asentaron las bases del seguimiento de Cristo que constituye nuestra vida consagrada, seguimiento y búsqueda continua de la imitación del nuevo estilo de vida inaugurado por el Hijo de Dios al hacerse hombre: vivir para Dios, servir a Dios en los demás, despojarse de las creaturas mediante los sagrados votos; hombres y mujeres de todo el mundo llamados a refugiarse en Dios y dedicarse a darle gloria; a tratar de amarlo más, de ofrecerle y ofrecerse más; a combatir sin tregua contra sí mismos para convertirse, con la gracia de Dios, en morada agradable de la Trinidad, deseosos de ensanchar el corazón y aprender a crucificarse cada día y padecer por amor a Aquel que los eligió. Pero justamente aquí es donde nos detenemos, nosotros los consagrados, ante la radical pregunta que, “si nos dedicamos a responder” cuantas veces sea necesario durante el desarrollo de nuestra vida espiritual, ciertamente nos traerá muy fecundas consecuencias: ¿lo hemos dejado todo por seguir a Cristo?

El religioso, mediante sus votos y su pertenencia a su familia religiosa, ya lo ha dejado todo por seguir a Cristo, repetimos siempre. Pero dentro de esa radicalidad a los ojos del mundo, todavía es admisible una mayor profundidad a los ojos de Dios, de la cual depende traspasar o no los límites entre el religioso bueno que se conforma con ser bueno, y el religioso bueno y generoso que no se conforma, porque entiende bien que Dios merece más… estos son los que aman más y corresponden más al amor de Dios, y emprenden justamente por amor a Dios la noble y extraordinaria empresa de “aprender a despojarse más”, decisión y determinación por la gloria de Dios que constituye la antesala y el inicio de la santidad: aquí lo que importa es lo esencial, es decir, la gloria de Dios, de la cual la santidad será una consecuencia para el alma.

Tal vez aún hay mucho por dejar: ¿Ya dejé “mis planes” y mis conveniencias?, ¿ya dejé mis caprichos y mis complacencias?, ¿ya dejé de entristecerme por las cruces?, ¿ya dejé atrás las quejas y tristezas ante las incomprensiones y contrariedades?, ¿ya dejé de olvidarme que la Divina Providencia no descansa y no hay instante en que no esté presente sosteniéndome, consolándome y ayudándome a seguir adelante a través de los designios divinos? Si todavía nos falta mucho la respuesta no es entristecerse y marcharse -como lo hizo el joven rico, a quien Jesús miró y amó, como a nosotros-, sino entusiasmarse y “ponerlo en positivo”, de tal manera que sepamos alegrar a Dios y alegrarnos nosotros mismos de los pequeños progresos que podamos ir realizando asistidos por la gracia divina: “por amor a Dios, trabajaré en dejar atrás mis planes y mis conveniencias, mis caprichos y mis complacencias, mis tristezas y mis quejas, mis faltas de confianza y de abandono en las manos divinas; en fin, porque Dios lo quiere me despojaré, porque quiero dejarlo todo por seguirlo”.

Difícil es “dejar lo nuestro”, pero Jesucristo siempre merece nuestro esfuerzo; y si correspondemos a la bondad de su mirada -que se ha querido fijar en nosotros, pobres pecadores-, pagando el precio que haya que pagar, con determinación y alegría sobrenatural, poco a poco iremos dejando más y más de lo que nos impide actualmente una unión más íntima con Dios.

El que todo lo renuncia, todo lo posee, y pasa por la vida con una mirada libre, pura y desposeída.” (san Alberto Hurtado)

P. Jason.

Amar

Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor.

San Alberto Hurtado

 

El verdadero secreto de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí consignas fundamentales para un cristiano.

¿A quiénes amar?

A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.

Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado… Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño… A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro… Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas… Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles… Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios… Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América… Todos los del mundo: son mis hermanos.

Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios.

Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.

Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el Padre.

¿A quiénes más amar?

Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.

Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado, para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis hermanos y mis hijos.

¿Qué significa amar?

Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el hombre y toda la humanidad.

Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.

Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.

La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo…

Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez. Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal, mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista progresiva de su felicidad.

Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo combate de liberación.

Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria, ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la humanidad, el universo.

¿A quiénes consagrarme especialmente?

Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz, delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los ayude a desarrollarse como hombres.

Lo primero, amarlos

Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias…

Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí también.

Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira, reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de la belleza; para que sean hombres y no brutos.

Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.

Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se asemejan más a Él.

Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.

Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.

Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor frente al plan de Dios.

Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).

Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.

 

 “La búsqueda de Dios”, pp. 59-63