Una misión y una lección de humildad
San Juan Bautista es una de esas figuras que cautivan. Y cómo no, si es “el mayor de los nacidos de mujer”, en palabras de nuestro Señor. Cautiva por su especial vocación de penitencia y preparación del pueblo, por ser el elegido para señalar literalmente al Cordero de Dios, y luego dar un paso atrás y desaparecer… y esto es lo que, personalmente, creo que resulta tan llamativamente misterioso. ¿Por qué san Juan Bautista no fue uno de los apóstoles?, es decir, ¿acaso lo podríamos imaginar negando, traicionando, y huyendo lejos del Maestro?; ¿acaso no hubiera sido el más atento de los oyentes de las enseñanzas de Jesús?; ¿podríamos pensar siquiera que no hubiera comprendido mejor que nadie la importancia de la curación del alma antes que la del cuerpo, siendo él el gran anunciador de la llegada del Mesías?; sí, es cierto que todo lo escrito sobre Jesús debía cumplirse y él, con todo el dolor de su corazón, no se hubiera podido oponer a la partida cruel del Hijo de Dios hacia el Calvario para poder obrar así nuestra redención, pues sabía bien quién era Jesús. Y es por eso también que el Precursor es una figura única, “exclusividad de Dios”, con una de las misiones más grandes de todas, y, sin embargo, pese a todas las posibles conveniencias de haberse quedado con Jesús durante su ministerio público, hizo solemne y devota renuncia a todo esto y fue absolutamente fiel a lo que Dios le había encomendado: preparar el camino del Señor, disponiendo a las almas, exhortando a la penitencia y luego apagándose como la gran antorcha que fue, para dar paso “al Sol que nace de lo alto” y llegaba a iluminar con su vida, su doctrina, su muerte y su resurrección, al mundo entero, ofreciendo eternidad a todo aquel que se ponga al resguardo de su verdad y salvación. Y Juan, el austero y humildísimo Precursor, se alegró de la llegada del Salvador de quien no se consideraba digno siquiera de desatar sus sandalias, razón por la cual merecería recibirlo luego glorioso al entrar en la eternidad.
Es así como san Juan Bautista cumplía humildemente su misión, y tan bien, que completó su vida con aquel honor sublime del martirio, dejando en este mundo, sin embargo, sus obras y su ejemplo, del cual ahora nosotros podemos aprender muchísimo.
Mencionemos en este punto algunos para considerar en este tercer Domingo de adviento.
Su humildad
Dice Beaudenom: “Si hay ambientes que comunican la impresión superficial de la humildad, hay, también, temperamentos que forjan la ilusión de la misma. Son aquellos en los que señorea la imaginación (…) Existen almas [que]… admiran esta virtud, la desean, la aman y celebran su hermosura. Pero consideran como adquirida una virtud que sólo existe en su imaginación. Viven un ensueño de humildad. La sacudida de una humillación concreta y sensible las arranca de ese ensueño, y tornan en su amor propio.” Pero san Juan Bautista no era así: su humildad era totalmente genuina. No buscaba ni los honores ni los aplausos ni la fama de la que por fuerza comenzó a ser adornado, lo cual vemos claramente en que siempre se mantuvo austero y no se permitió ni gozos ni placeres a modo siquiera de cierta recompensa, por el contrario, “Juan usaba un manto hecho de pelo de camello y que se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre”, manera de vivir nada fácil ni ostentosa. Además, la autenticidad de su humildad se deja ver en lo diametralmente opuesto al espíritu que hoy en día más que nunca reina en los corazones superficiales: el deseo de fama, aplausos y reconocimiento; pues el precursor predicaba una doctrina completamente diferente, “proclamaba el bautismo del arrepentimiento para el perdón de los pecados”, ocupándose de la recompensa del Cielo y no de los fugaces goces de esta tierra; en otras palabras, de ganarse la mirada bondadosa de Dios y no los aplausos de los hombres que nada suman para eternidad. San Juan Bautista fue realmente humilde, y tanto que -como hemos citado arriba-, Jesucristo lo mencionó como el más grande de los nacidos, y la grandeza de la que habla Jesucristo como bien sabemos consiste en la pequeñez, la simplicidad, la pureza del corazón que sabe reconocer perfectamente cuál es su lugar respecto a Dios y respecto a los demás, siempre con alegría y entusiasmo sobrenaturales.
Su fidelidad
Fidelidad significa lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona, y habla de honestidad, nobleza, confianza, franqueza. ¿A qué fue fiel el Precursor?, pues al plan de Dios en donde él tenía una misión única, la de prepararle el camino al Mesías esperado y señalarlo a los demás, encomienda cumplida fielmente y de la manera más perfecta, pues como bien sabemos, el que dice vuelve vana su predicación, le quita fuerza al mensaje y arriesga hacerlo perecer; en cambio el bautista perfumó cada palabra salida de sus labios con el ejemplo de una vida totalmente mortificada, llenando de autoridad su mensaje penitencial para disponerse a la llegada del Ungido de Dios que ya se encontraba en este mundo preparando la redención en el silencio y sencillez de Nazaret. Y el bautista siempre fiel a Dios, a lo correcto, a la verdad, perseveró hasta el final sin importarle la sentencia de los hombres, sino manteniéndose siempre leal a aquel Espíritu Divino que lo había enviado a predicar en el desierto y que lo había invadido desde el vientre de su madre, haciéndolo saltar de alegría aun antes de nacer ante la primera visita que le hiciera el Salvador en el seno de la Virgen, alegría que le habrá hecho saltar el corazón al reencontrase nuevamente con Él a las orillas del Jordán. Fidelidad hasta dar la vida por la verdad, enseñanza imperecedera que nos dejó el Precursor al coronar su paso definitivo de este mundo hacia la gloria.
Su santa aceptación de la voluntad de Dios
Es cierto que san Juan Bautista estaba lleno del Espíritu Santo y, por lo tanto, su docilidad a Él es absoluta e innegable. Aun así, me atrevería a pensar que su corazón tan noble y tan delicado, habrá sentido un gran deseo de acompañar a Jesús, de seguirlo y escucharlo predicar, de tener profundas conversaciones o simplemente contemplarlo…, pero no era ese el designio divino, sino que debía renunciar incluso a esa maravillosa recompensa terrena para conquistar con diligencia el Cielo. Su misión, su simple, maravillosa e ilustre misión, era testimoniar la luz de la Verdad: Jesucristo, el Mesías esperado, ya había llegado y se encontraba entre los hombres inaugurando para ellos la entrada al Reino de los Cielos. Y san Juan lo aceptó con alegría y santa resignación.
“Yo soy la voz que clama en el desierto…”, dijo de sí mismo san Juan, una voz que anunciaba la venida de la Palabra de Dios encarnada, aceptando lleno de gozo lo que Dios le había encomendado, preparándole el camino al Señor: “El camino del Señor es enderezado hacia el corazón cuando se oye con humildad la palabra de la verdad. El camino del Señor es enderezado al corazón cuando se prepara la vida al cumplimiento de su ley.” (San Gregorio)
Repitamos una vez más en este día la gran enseñanza que nos ha dejado el Precursor del Señor: también nosotros debemos ser precursores de Jesucristo, yendo adelante con nuestros buenos ejemplos, nuestro amor y fidelidad a la voluntad de Dios, nuestro cumplimiento de la misión que Dios nos ha encomendado; sea como laico o consagrado; en la Iglesia, el trabajo, la familia o donde sea, pues en esta fidelidad nos jugamos la entrada al Reino de los Cielos en la otra vida, y la dicha eterna comenzada por la gracia en esta vida terrena.
Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance de su Hijo esta gracia.
P. Jason, IVE.