Madre incorrupta

María santísima permaneció siempre inmaculada

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañal”[1].

Los Santos Padres aplican a María los calificativos de santa, inocente, purísima, intacta, incorrupta, inmaculada, etc. Entre ellos san Justino, san Ireneo, san Efrén, san Ambrosio, san Agustín.

“Más considerad cómo el Ángel deshace la duda a la Virgen, y le explica su misión inmaculada y el parto inefable; pues sigue: El Ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti”[2].

“Estas palabras de la Virgen son indicio de aquellas que encerraba en el secreto de su inteligencia. Porque si hubiese querido desposarse con José a fin de tener cópula, ¿qué razón había de admirarse cuando se le hablase de concepción puesto que esperaría ser madre un día según la naturaleza? Mas como su cuerpo, ofrecido a Dios como hostia sagrada, debía conservarse inviolable, por ello dice: ‘Puesto que no conozco varón’. Como diciendo: Aun cuando tú seas un Ángel, sin embargo, como no conozco varón, esto parece imposible. ¿Cómo, pues, seré madre si no tengo marido? A José sólo le conozco como esposo”[3].

La Iglesia define su incorrupción al definir su Concepción Inmaculada[4], pero también se dice en otra parte: “si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni perder la gracia, y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales, si no es ello por especial privilegio de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema[5].

“Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios ‘la Toda Santa’ (‘Panagia’), la celebran ‘como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura’ (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida”[6].

Podemos entender corrupción en dos sentidos:

 + Corrupción del cuerpo. A lo largo de la historia de la salvación la corrupción del cuerpo estuvo unida a la corrupción del alma (principalmente en el Antiguo Testamento), por ej. en el Éxodo Dios prohíbe para las grandes fiestas litúrgicas del pueblo de Israel comer pan laudado. Por el contrario, se preceptúa el uso del pan ácimo. Esto se debía a que el pan ácimo mostraba la preparación interior, en cambio, el pan leudado era signo de corrupción[7]. Además, esta prescripción recordaba al pueblo de Israel que era un pueblo santo por ser el pueblo de Yahvé y que debía estar libre de corrupción moral.

En el libro del Levítico hay una prescripción respecto de los que padecían la enfermedad de la lepra. A los leprosos se los consideraba impuros y no se los admitía en el pueblo santo de Israel, sino que debían vivir fuera de la ciudad[8].

Esta relación enfermedad-pecado llega hasta el tiempo de Jesús. El Evangelio nos relata la curación de un ciego de nacimiento. Los discípulos preguntan a Jesús si era él o sus padres los que habían pecado[9]. Nuestro Señor les va a aclarar la cuestión separando ambos aspectos de corrupción: la moral y la corporal.

Respecto de la corrupción corporal decimos que María Santísima fue Madre incorrupta ya que su cuerpo siempre fue templo del Espíritu Santo.

Hemos hablado de la virginidad perpetua de María. María, además, tuvo el privilegio de permanecer incorrupta después de su muerte ya que era conveniente porque la corrupción del cuerpo después de la muerte es efecto del pecado original y María fue preservada del pecado original. “De tal modo la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto (bula “Ineffabilis Deus”, 1 C. p. 599), de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro, y, vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 Tim. 1, 17)”[10].

+ Incorrupción del alma. La corrupción del alma se da por el pecado. Así como en la vida natural cuando algo muere, al instante le sobreviene la corrupción ya que se separa la materia y la forma, de similar manera, sucede en la vida sobrenatural ya que el pecado produce la muerte del alma y la separación entre Dios y el hombre. El alma se corrompe porque sin Dios no tiene vida.

Afirmamos junto con la Iglesia que la Virgen María no tuvo corrupción de pecado ni al nacer ya que es inmaculada en su concepción[11], ni tampoco en toda su vida[12].

Podemos decir que María tuvo impecabilidad moral durante los años de su vida terrestre en virtud de un privilegio especial exigido moralmente por su inmaculada concepción y, sobre todo, por su futura maternidad divina. Dios confirmó en gracia a la santísima Virgen María desde el instante de su purísima concepción. Esta confirmación no la hacía intrínsecamente impecable como a los bienaventurados (se requiere para ello, la visión beatífica), pero si extrínsecamente, o sea, en virtud de esa asistencia especial de Dios, que no le faltó un solo instante de su vida. Tal es la sentencia común y completamente cierta en teología[13].

[1] Gn 3, 15

[2] Catena Áurea, Lucas (IV)…, Geómetra a Lc 1, 34-35, 21.

[3] Ibíd…, San Gregorio Niseno a Lc 1, 34-35, 20.

[4] Cf. Dz. 1641, 385-6.

[5] Dz. 833, 239.

[6] Cat. Igl. Cat. n°493…, 116.

[7] Cf. Ex 12, 8

[8] Cf. Lv 13 y 14

[9] Cf. Jn 9, 1 ss.

[10] Cf. Facultad de Filosofía y Teología de San Miguel, Colección Completa de Encíclicas Pontificias. Guadalupe, Buenos Aires 1952, 1698.

[11] Cf. Dz. 1641, 385-6

[12] Cf. Dz. 833, 239.

[13] Cf. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC Madrid 1957, 256-265.

¡Recemos el santo Vía Crucis!

Para acompañar esta cuaresma

Hermanos y hermanas: ha llegado la penumbra de la tarde, tarde del viernes. De nuevo la  Iglesia se prepara a revivir, en la escucha de la Palabra, el último tramo de la vida de Cristo: desde el Huerto de los Olivos a la tumba excavada en el Jardín. (del Vía Crucis de san Juan Pablo II)

Es un hecho hermosamente cotidiano para nosotros los católicos, que existen devociones y oraciones tan profundas, y que nos acercan tanto a Dios -directamente o mediante la santísima Virgen o los santos, y que se sustentan y a la vez fortalecen nuestra fe enriqueciéndonos eficazmente en el alma-, que les damos el apelativo de “santas”, como por ejemplo el santo rosario, la santa devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, o el rezo del santo Vía Crucis. Este último, recomendado siempre -pero especialmente en tiempo de cuaresma-, nos introduce de lleno de reflexionar en la sagrada Pasión de nuestro Señor Jesucristo, deteniéndonos en cada estación a considerar el amor hasta el extremo de nuestro Salvador, e invitándonos a sacar las conclusiones y formular las determinaciones que preceden una conversión profunda, un acercamiento del todo especial al Corazón de Cristo, y -por qué no-, al inicio de una vida santa, una de esas vidas que aprendieron a mirar la existencia justamente a través del crisol de la sagrada Pasión, donde el pecado debe ser sanado, donde el error debe ser desterrado, y donde el corazón del pecador aprende a conmoverse de quien primero se compadeció de él, bajando a la tierra en forma humana para padecer hasta lo indecible y demostrarnos que no hay amor más grande que el suyo, medido terriblemente en este sufrimiento que se convierte para nosotros en la prueba visible de la misericordia divina que nos invita a lo invisible, es decir, a esa íntima gratitud y transformación que, en última instancia, queda escondida entre la intimidad del alma y su relación con Dios…

Rezar el santo Vía Crucis, reiteramos, es una invitación a transformar el corazón, a ablandarlo para Jesucristo mientras lo acompañamos hacia el Calvario, y a endurecerlo contra el pecado y contra toda falta de correspondencia a este amor divino que se ofrece por nosotros a la cruz. ¡Recemos el santo Vía Crucis!, acompañemos a nuestro Señor; seamos como el Cireneo que le ayudó a cargar la cruz pero sin vergüenza ni pusilanimidades; o como la Verónica que se le acercó valientemente para secar su rostro ensangrentado y sudoroso; miremos a María santísima, aceptando los dolorosos designios amorosos de su Hijo pero sin retroceder ante la cruz -¡oh qué grande misterio del corazón Inmaculado!-, encontrémonos con Él en la oración y tratemos de consolarlo como la Virgen tomando sus manos entre las suyas; y dejémonos consolar por Él como las mujeres de Jerusalén; levantémonos de nuestras caídas porque nuestro Señor se levantó, y no soltó la cruz, y llegó hasta el final para consumar esta amorosa entrega que tan bien nos hace conmemorar.

En este tiempo especial de oración y penitencia en preparación a la Pascua del Señor, examinemos nuestros sacrificios ofrecidos a Dios por amor, por gratitud, por santa compasión de la Sagrada Pasión Pasión, invitación propia del santo Vía Crucis.

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

(Más fotos del rezo del santo Vía Crucis en el Monasterio, en Facebook)

 

Sobre la oración mental…

Pero de lo que ahora quiero hablaros es de la oración mental; de lo que vulgarmente se llama meditación. Es asunto de suma importancia el que vamos a tratar.

La oración es uno de los medios más necesarios para efectuar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y nuestra imitación de Jesucristo. El contacto asiduo del alma con Dios en la fe por medio de la oración y la vida de oración ayuda poderosamente a la transformación sobrenatural de nuestra alma. La oración bien hecha, la vida de oración, es transformante. Más aún; la unión con Dios en la oración nos facilita la participación más fructuosa en los otros medios que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos en imagen suya.- ¿Por qué esto? ¿Es acaso la oración, más eminente, más eficaz, que el santo sacrificio, que la recepción de los sacramentos, que son los canales auténticos de la gracia? -Ciertamente que no; cada vez que nos acercamos a estas fuentes, obtenemos un aumento de gracia, un crecimiento de vida divina, pero este crecimiento depende, en parte al menos de nuestras disposiciones.

Ahora bien, la oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor, que en conjunto constituyen la mejor disposición del alma para recibir con abundancia la gracia divina. Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que no acude fielmente a la oración puede recitar el oficio divino, asistir a la Santa Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero sus progresos en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. ¿Por qué? -Porque el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente contacto con Dios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está, si no siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, verbigracia, en los sacramentos, entonces, como un soplo vigoroso, la abrasa, levanta y llena con sorprendente abundancia. La vida sobrenatural de un alma es proporcionada a su unión con Dios, mediante la fe y el amor; debe, pues, este amor exteriorizarse en actos, y éstos, para que se reproduzcan de una manera regular e intensa, reclaman la vida de oración. En principio, puede decirse que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en el amor divino depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Dom Columba Marmion,

Fragmento de su libro “La oración en Cristo”