LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor).

San Juan Pablo II

Queridos hijos, hermanos y amigos en Jesucristo:

En esta solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor, el Papa se complace en ofrecer el Sacrificio eucarístico con vosotros y por vosotros. Me siento feliz de hallarme con los estudiantes y todo el personal del Venerable Colegio Inglés, en este año en que conmemoráis el IV centenario. Y hoy me siento especialmente cercano a vosotros, a vuestros padres y familias, y a todos los fieles de Inglaterra y Gales que están unidos en la fe de Pedro y Pablo, en la fe de Jesucristo. Las tradiciones de generosidad y fidelidad que han sido una constante de vuestro Colegio durante 400 años, están presentes en mi corazón esta mañana. Habéis venido a agradecer y alabar a Dios por lo que su gracia ha hecho en el pasado, y a recibir fuerzas para seguir caminando —bajo la protección de Nuestra Señora bendita—con el mismo fervor de vuestros antepasados, de los muchos que dieron la vida por la fe católica.

Una palabra cordial de bienvenida dirijo asimismo a los nuevos sacerdotes del Pontificio Colegio Beda. También para vosotros es éste un momento de desafío especial a mantener vivos los ideales que resplandecen en vuestro Patrono, San Beda el Venerable, a quien conmemoráis mañana. Bienvenidos igualmente todo el personal y vuestros compañeros de estudios.

Con gozo, por tanto, y con propósitos recién estrenados para el futuro, reflexionemos brevemente sobre el gran misterio de la liturgia de hoy. En las lecturas de la Escritura se nos resume todo el significado de la Ascensión de Cristo. La riqueza de este misterio se descubre en dos afirmaciones: “Jesús les dio instrucciones” y después “Jesús ocupó su puesto”.

En la providencia de Dios —en el eterno designio del Padre— había llegado para Cristo la hora de partir. Iba a dejar a sus Apóstoles con su Madre, María, pero sólo después de haberles dado instrucciones. Ahora los Apóstoles tienen una misión que cumplir siguiendo las instrucciones que les dejó Jesús, instrucciones que eran a su vez expresión de la voluntad del Padre.

Las instrucciones indicaban ante todo que los Apóstoles debían esperar al Espíritu Santo, que era don del Padre. Desde el principio estaba claro como el cristal que la fuente de la fuerza de los Apóstoles. es el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad; se ha de extender el Evangelio por el poder de Dios; y no por medio de la sabiduría y fuerza humanas.

Además, a los Apóstoles se les instruyó para enseñar y proclamar la Buena Nueva en el mundo entero. Y tenían que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Al igual que Jesús, debían hablar explícitamente del Reino de Dios y de la salvación. Los Apóstoles tenían que dar testimonio de Cristo “hasta los confines de la tierra”. La. Iglesia naciente entendió claramente estas instrucciones y comenzó la era misionera. Y todos supieron que la era misionera no terminaría antes de que volviera de nuevo el mismo Jesús que había ascendido al cielo.

Las palabras de Jesús se convirtieron para la Iglesia en un tesoro que custodiar, proclamar, meditar y vivir. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo implantó en la Iglesia un carisma apostólico a fin de mantener intacta esta revelación. A través de sus palabras Jesús iba a vivir en su Iglesia: “Yo . estaré siempre con vosotros”. De este modo la comunidad eclesial tuvo conciencia de la necesidad de ser fieles a las instrucciones de Jesús, al depósito de la fe. Esa solicitud se transmitiría de generación en generación hasta nuestros días. Basándome en este principio hablé recientemente a vuestros rectores afirmando que «la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: “Lo que principalmente atañe al Concilio es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (Discurso del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en el “sagrado depósito de la doctrina cristiana”» (Discurso del 3 de marzo de 1979L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Sí, queridos hijos, nuestro gran desafío es el de ser fieles a las instrucciones del Señor Jesús.

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor). Para toda la eternidad Jesús ocupa su puesto de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29): nuestra naturaleza está con Dios en Cristo. Y en cuanto hombre el Señor Jesús vive para siempre intercediendo por nosotros ente su Padre (cf. Heb 7, 25). Al mismo tiempo, desde su trono de gloria Jesús envía a toda la Iglesia un mensaje de esperanza y una llamada a la santidad.

Por los méritos de Cristo, a causa de su intercesión ante el Padre, somos capaces de alcanzar en él justicia y santidad de vida. Claro está que la Iglesia puede experimentar dificultades, el Evangelio puede encontrar obstáculos, pero puesto que Jesús está a la derecha del Padre, la Iglesia jamás conocerá el fracaso. La victoria de Cristo es la nuestra. El poder de Cristo glorificado, Hijo amado del Padre eterno, es superabundante para mantenernos a cada uno y a todos en la fidelidad de nuestra dedicación al Reino de Dios y en la generosidad de nuestro celibato. La eficacia de la Ascensión de Cristo nos alcanza a todos en la realidad concreta de la vida diaria. Por razón de este misterio la vocación de toda la Iglesia está en “esperar con alegre esperanza la venida de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Queridos hijos: Vivid imbuidos de la esperanza que es parte tan grande del misterio de la Ascensión de Jesús. Tened conciencia honda de la victoria v triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Estad convencidos de que la fuerza de Cristo es mayor que nuestra debilidad, mayor que la debilidad del mundo entero. Procurad entender y tomar parte en el gozo que experimentó María al conocer que su Hijo había ocupado su lugar junto al Padre, a quien amaba infinitamente. Y renovad hoy vuestra fe en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo que se fue a prepararnos un lugar, para venir de nuevo y llevarnos con El.

Este es el misterio de la Ascensión de nuestra Cabeza. Recordémoslo siempre: “Jesús les dio instrucciones”, y después “Jesús ocupó su puesto”. Amén.

Homilia de su Santidad Juan Pablo II en la Solemnidad de la Ascensión del Señor (24/05/1979)

SOBRE LA ORACIÓN [Parte IV]

Debemos orar con frecuencia, hermanos míos, pero debemos redoblar nuestros esfuerzos en los momentos de prueba y de tentación. He aquí un buen ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempos del emperador Licinio, se quería que todos los soldados ofrecieran sacrificios al demonio. Cuarenta de ellos se negaron, diciendo que los sacrificios se debían sólo a Dios y no al demonio. Se les hicieron toda clase de promesas. Viendo que nada los vencía, fueron condenados, tras muchos tormentos, a ser arrojados desnudos a un estanque de agua helada durante una noche entera, en pleno invierno, para que murieran de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, se decían unos a otros: “Amigos míos, ¿qué nos queda ahora sino arrojarnos en manos del Dios Todopoderoso, de quien solo debemos esperar la fuerza y la victoria? Recurramos a la oración, y oremos sin cesar para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que los cuarenta tengamos la dicha de perseverar”. Pero, para tentarlos, se colocó cerca un baño caliente. Desgraciadamente, uno de ellos perdió el valor, abandonó la lucha y entró en el baño caliente, pero al entrar perdió la vida. El hombre que los vigilaba vio descender del cielo treinta y nueve coronas, faltando una. “¡Ah!, exclamó, ¡es de este desgraciado que abandonó a los demás!” Entonces tomó su lugar, recibió la cuadragésima y fue bautizado en su sangre. Al día siguiente, como aún respiraban, el gobernador ordenó que los arrojaran al fuego. Después de haberlos colocado en un carro, con excepción del más joven, a quien todavía esperaban hacer ceder, la madre, que presenciaba todo, exclamó: “¡Ah, hijo mío, ten valor! ¡Un momento de sufrimiento te merecerá una eternidad de felicidad!” Y tomándolo ella misma, lo subió al carro con los demás; llena de alegría, lo condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. No dejaron de orar durante todo su martirio, tan convencidos estaban de que la oración es el medio más poderoso de atraer sobre nosotros el auxilio del cielo. Vemos que san Agustín, después de su conversión, se retiró durante mucho tiempo a un pequeño desierto para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Ya como obispo, pasaba gran parte de la noche en oración. San Vicente Ferrer, que convirtió tantas almas, solía decir que nada era tan poderoso para convertir a los pecadores como la oración; que era como un dardo que penetraba en el corazón del pecador.

Sí, hermanos míos, podemos decir que la oración lo consigue todo: es la oración la que nos hace conscientes de nuestros deberes, la que nos hace ver el estado miserable de nuestra alma después del pecado, la que nos dispone para recibir los sacramentos; la que nos hace comprender cuán poco valen la vida y los bienes de este mundo, para que no nos apeguemos a ellos; la que nos infunde el saludable temor de la muerte, del juicio, del infierno y de la pérdida del cielo. ¡Oh, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de orar como conviene, qué pronto seríamos santos penitentes! Vemos que san Hugo, obispo de Grenoble, en su enfermedad, no se contentaba con decir el “Padrenuestro”. Le dijeron que eso podía agravar su mal. “¡Ah, no! –respondió él–, por el contrario, lo alivia”.

Dijimos, hermanos míos, que la tercera condición para que nuestra oración sea agradable a Dios es la perseverancia. A menudo vemos que el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos; es para hacérnoslo desear más, o para que lo apreciemos más. Esta demora no es una negativa, sino una prueba que nos prepara para recibir con mayor abundancia lo que pedimos. Veamos a san Agustín, que durante cinco años pidió a Dios la gracia de su conversión. Veamos a santa María Egipcíaca, que durante diecinueve años pidió al buen Dios la gracia de librarla de los pensamientos impuros. Pero, ¿qué hacían los santos? Esto es lo que hacían: perseveraban siempre en pedir, y por su perseverancia obtenían siempre lo que pedían al buen Dios. En cuanto a nosotros, aunque estemos todos cubiertos de pecados, si el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos, pensamos que no quiere dárnoslo y dejamos de orar. No, hermanos míos, no era así como se comportaban los santos en la perseverancia: pensaban siempre que no eran dignos de ser escuchados y que, si Dios les concedía algo, era sólo por su misericordia y no por su mérito. Por eso digo que, cuando oramos, aunque parezca que el buen Dios no escucha nuestras súplicas, no debemos cansarnos de orar, sino continuar siempre. Si el buen Dios no nos concede lo que le pedimos, nos concede otra gracia más ventajosa para nosotros que aquella que pedimos. Tenemos un ejemplo de cómo debemos perseverar en la oración en la persona de aquella mujer cananea, que se dirigió a Jesucristo para pedir la curación de su hija. ¡Ved su humildad, su perseverancia, etc.!

He aquí otro ejemplo admirable del poder de la oración. Se lee en la historia de los Padres del Desierto que los católicos fueron a ver a un santo cuya fama se extendía por todas partes, para pedirle que fuera a confundir a cierto hereje, cuyos discursos seducían a mucha gente. Este santo discutió con aquel desgraciado, sin lograr que reconociera su error; era un hombre que parecía haber nacido sólo para perder almas. Viendo que con sus desvíos quería hacer creer que no estaba equivocado, el santo le dijo: “Desgraciado, el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vayamos ambos, y con toda esta gente como testigo, al sepulcro: invocaremos al buen Dios sobre el primer muerto que encontremos, y nuestras obras demostrarán nuestra fe”. El hereje pidió al santo que esperara hasta el día siguiente; el santo aceptó. Al día siguiente, el pueblo, deseoso de conocer el resultado, se agolpó en el sepulcro. Esperaron hasta las tres de la tarde, pero el santo fue informado de que su adversario había huido durante la noche y se había retirado a Egipto. San Macario condujo entonces al cementerio a todas las personas que esperaban el resultado de su conferencia, especialmente a aquellos que habían sido engañados por aquel desgraciado. Deteniéndose ante una tumba, se arrodilló, oró durante algún tiempo y, dirigiéndose al cadáver más antiguo allí sepultado, le dijo: “Escúchame, hombre: si aquel hereje hubiera venido aquí conmigo y yo hubiera invocado delante de él el nombre de Jesucristo, mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe?” Ante estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo habría hecho de inmediato, como lo hacía ahora. San Macario le dijo: “¿Quién eres y en qué época del mundo viviste? ¿Conoces a Jesucristo?” El muerto respondió que había vivido en tiempos muy antiguos, pero que nunca había oído hablar del nombre de Jesucristo. Entonces san Macario, viendo que todos estaban perfectamente convencidos de que aquel desgraciado hereje era un impostor, le dijo: “Duerme en paz hasta la resurrección general”. Y todos se retiraron alabando a Dios, que había manifestado tan claramente la verdad de nuestra santa religión. En cuanto a san Macario, regresó a su desierto para continuar su penitencia.

¿Veis, hermanos míos, el poder de la oración cuando se hace bien? ¿No estaréis de acuerdo conmigo en que, si no obtenemos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con un corazón suficientemente puro, con una confianza suficientemente grande, o porque no perseveramos lo suficiente en la oración? No, hermanos míos, Dios nunca ha rechazado ni rechazará jamás a quienes le pidan alguna gracia como conviene. Sí, hermanos míos, es el único recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para tocar el corazón de Dios y para atraer sobre nosotros toda clase de bendiciones del cielo, tanto para el alma como para las cosas temporales.

De donde concluyo que, si permanecemos en el pecado, si no nos convertimos, si nos encontramos tan desgraciados en las penas que el buen Dios nos envía, es porque no oramos o oramos mal. Sin la oración, no podemos recibir dignamente los sacramentos; sin la oración, nunca conoceréis el estado al que el buen Dios os llama. Sin la oración, sólo podemos ir al infierno. Sin la oración, nunca gustaremos las dulzuras que provienen del amor a Dios. Sin la oración, todas nuestras cruces no tienen mérito. ¡Oh, cuántos consuelos encontraríamos en la oración, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de saber orar correctamente! Por eso, no oremos nunca sin pensar bien con quién hablamos y qué queremos pedir a Dios. Sobre todo, hermanos míos, oremos con humildad y confianza, y así tendremos la dicha de obtener todo lo que deseamos, si nuestras súplicas están conformes con Dios. Esto es lo que os deseo…

Fonte: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa.

Ven. Fulton Sheen

Aquel mismo domingo de pascua nuestro Señor se apareció a dos de sus discípulos que se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a breve distancia de Jerusalén. No hacía mucho que habían tenido grandes esperanzas en lo que Jesús les había prometido, pero las tinieblas del viernes santo y la escena de la sepultura del Maestro les habían hecho perder toda su alegría. En el pensamiento de todos, nada estaba tan presente aquel día como la persona de Cristo. Mientras se hallaban conversando con ánimo triste y angustiado acerca de los horribles hechos acaecidos durante los dos días precedentes, un forastero se les acercó. Sin embargo, los discípulos no se fijaron bien en él y no reconocieron que se trataba del Salvador resucitado; creyeron que era un-viandante cualquiera. Al fin resultó que lo que cegaba sus ojos era su incredulidad; si le hubieran estado esperando, le habrían reconocido. Puesto que se interesaban por Él, Él se dignaba aparecérseles; pero, puesto que dudaban de su resurrección, les ocultaba el gozo de reconocer su presencia. Ahora que su cuerpo era glorificado, lo que los hombres veían de Él dependía de lo que Él estuviera dispuesto a revelar, y también de la disposición de los corazones de ellos. Aunque no conocían que aquel hombre era el Señor, se mostraron, sin embargo, dispuestos a trabar conversación con Él acerca del Maestro. Después de oírles discutir un buen rato, el forastero les preguntó:

¿Qué palabras son estas que os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17

Ellos se detuvieron entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban, le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes; el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.

El Salvador, con su infinita sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban sus llagas, Él sabría cómo curarlas.

Uno de los dos discípulos, llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.

¿Eres tú solamente un recién llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días? Lc 24, 18

El Señor resucitado le preguntó:

¿Qué cosas? Lc 24, 19

Les llamaba la atención hacia los hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información, sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás, sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:

Las cosas con respecto a Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron, diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24

Estos hombres habían esperado grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso. Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo, estaban caminando y conversando con Él.

Parecía haber un doble propósito en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.

Ni estos discípulos ni los apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados, rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto. Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.

Entonces el Salvador les dijo:

¡Hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc 24, 5 s

Se les reprochaba su necedad y obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían levantados del pecado a la amistad con Dios.

La cruz era la condición de la gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.

Y comenzando desde Moisés y todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a Él mismo. Lc 24, 27

Les fue mostrando todos los tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado, así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos; citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas, cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del propósito de su venida a este mundo.

Por fin llegaron a Emaús. Jesús hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche. Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo. Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:

Aconteció que, estando sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio. Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo invisible a ellos. Lc 24, 30 s

Este acto de tomar el pan, partirlo y dárselo a ellos no era un acto corriente de cortesía, puesto que se parecía demasiado a la última cena, en la cual invitó a sus apóstoles a que repitieran la conmemoración de su muerte, cuando Él partió el pan, que era su cuerpo, y se lo dio. Inmediatamente después de recibir el pan sacramental que Jesús acababa de partir, a los discípulos se les abrieron los ojos del alma. De la misma manera que a Adán y Eva se les abrieron los suyos para ver su vergüenza después de haber comido el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, ahora los ojos de los discípulos eran abiertos para que pudieran discernir el cuerpo de Cristo. Esta escena forma paralelismo con la última cena: en ambas hubo acción de gracias, en ambas Jesús levantó los ojos al cielo, en ambas hubo la fracción del pan, y en ambas el dar el pan a los discípulos. Al darle el pan fue infundido a los dos discípulos un conocimiento que les ofrecía una claridad mayor que todas las instrucciones verbales. La fracción del pan les había introducido dentro de la experiencia del Cristo glorificado. Entonces Él desapareció de su vista.

Volviéndose a mirarse uno a otro, reflexionaron:

¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las Escrituras? Lc 24, 32

La influencia que ejercía en ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida. La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía. Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida, tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.552-558.

Madre Inmaculada

María, elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”[1].

“¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[2].

            También los Santos Padres hablan de la Madre Inmaculada. “Como si dijese: ¡No he venido a engañarte, sino también a dar la absolución del engaño, no he venido a robarte tu virginidad inviolable, sino a preparar tu seno para el autor y el defensor de la pureza!; ¡no soy ministro de la serpiente, sino enviado del que aplasta la serpiente, vengo a contratar esponsales, no a maquinar asechanzas! Así, pues, no la dejó atormentada con alarmantes consideraciones, a fin de no ser juzgado como ministro infiel de su negociación”[3]. “La Virgen encontró gracia delante de Dios, porque, adornando su propia alma con el brillo de la pureza, preparó al Señor, una habitación agradable; y no solo conservó inviolable la virginidad, sino que también custodió su conciencia inmaculada”[4].

            Por magisterio citamos las palabras de Pío IX en la Bula Ineffabilis Deus: “Dios […] eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios”[5].

            “Para ser la Madre del Salvador, María fue ‘dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante’ (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la Anunciación, la saluda como ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios”[6].

Pero, ¿qué es la mácula por el pecado?

            “Así como un cuerpo brillante pierde su brillo por el contacto con otro opaco, análogamente, se puede decir que se produce una mancha en el alma por el pecado mortal.

            El hombre posee una doble luz, la luz de la razón natural para dirigir sus propios actos y la luz de la gracia (luz divina) para obrar bien.

            El hombre se adhiere muchas veces por el amor a las cosas sensibles contra lo que le indica la luz divina, despoja a Dios y pone otra cosa, deja de obrar de acuerdo a la recta razón y obra movido por la concupiscencia. El alma tiene una especie de tacto que al adherirse a las cosas pecaminosas no sólo pierde el brillo, sino que queda manchada. Es el alma misma la que se adhiere desordenadamente no las cosas al alma, según aquello de Os 9, 10: “se hicieron abominación como el objeto de su amor”. La mancha permanece en el alma hasta que el hombre arrepentido por haberse vuelto a la criatura y rechazado al Creador, recupera la gracia y con ésta la luz de la razón o de la ley divina. La razón es que el pecado establece distancia con Dios, y esto causa falta de esplendor en el alma. Por tanto, así como se suprime el movimiento local no se suprime la distancia local, tampoco cesando el pecado se quita la mancha, porque es necesario volverse a Dios. De este modo la distancia a Dios se anula y la mancha desaparece[7].

            En el pecado venial, siguiendo la analogía de los cuerpos, así como ellos tienen un doble brillo: uno extrínseco que surge de la disposición de sus miembros y del color y otro de la exterior claridad que sobreviene, el alma también posee un brillo habitual que es el de la gracia y otro actual como fulgor exterior. El pecado venial impide, pues, el brillo actual porque impide el acto de la caridad, pero no la excluye ni la disminuye[8].

            María fue inmaculada en su concepción ya que fue preservada del pecado original. ¿Pero acaso María no desciende de Adán? Si, María desciende de Adán, pero por privilegio especial de Dios debido a que iba a ser la Madre del Salvador, en el plan divino estuvo eternamente, que a María se le aplicaran anticipadamente los méritos que Cristo ganaría por su pasión y muerte en la cruz. A este tipo de redención se la llama preventiva y únicamente María contó con esta gracia especialísima.

            “El misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María expresa de manera plena la fidelidad de Dios a su plan de salvación. María, la llena de gracia, la mujer nueva, ha sido ‘como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo’ (LG 56). En ella, Dios ha querido dejar bien grabadas las huellas del amor con que ha rodeado desde el primer instante a la que iba a ser la Madre del Verbo Encarnado”[9].

            María también fue inmaculada en toda su vida. Por ser preservada del pecado original no cabía en ella pecado alguno ni siquiera venial, ni imperfección, tampoco inclinación al pecado. A los que Dios elige para una misión determinada, los prepara y dispone de suerte que la desempeñan idónea y convenientemente según aquello de San Pablo “nos hizo Dios ministros idóneos de la nueva alianza”[10].

            Ahora bien, la Santísima Virgen María fue elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado y no puede dudarse de que la hizo por su gracia perfectamente idónea para semejante altísima misión.

            Pero no sería idónea Madre de Dios si alguna vez hubiera pecado, aunque fuera levemente.

+ Porque el honor de los padres redunda en los hijos según se dice en los Proverbios: “los padres son el honor de los hijos”[11], luego por contraste y oposición la ignominia de la Madre hubiera redundado en el Hijo.

 + Porque el Hijo de Dios, que es la Sabiduría divina, habitó de un modo singular en el alma de María y en sus mismas entrañas virginales. Pero en el libro de la Sabiduría se nos dice: “en alma fraudulenta no entra la Sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado”[12].

Hay que concluir, por consiguiente, de una manera absoluta, que la bienaventurada Virgen no cometió jamás ningún pecado, ni mortal ni venial, para que en ella se cumpla lo que se lee en el Cantar de los Cantares: “¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[13].

[1] Lc 1, 28

[2] Ct 4, 7

[3] Catena Áurea, Lucas (IV)…, Focio a Lc 1, 30-33, 17-18

[4] Ibíd.…, Interpr. Griego, o Focio a Lc 1, 30-33, 18.

[5] Ineffabilis Deus, 1…

[6]  Cat. Igl. Cat. n° 490…, 115.

[7]  Cf. I-II, 86, 1 y 2

[8]  Cf. I-II, 89, 1

[9] Juan Pablo II. Discursos y mensajes de su Santidad en su visita al Paraguay 1988. Conferencia Episcopal Paraguaya, Universidad Católica ‘Nuestra Señora de la Asunción’. Edición Oficial, 76.

[10] 2 Co 3, 6

[11] Pr 17, 6

[12] Sb 1, 4

[13]  Ct 4, 7

SOBRE LA ORACIÓN [Parte III]

III. Pero tal vez pensáis: ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas oraciones, sigamos siendo pecadores y no seamos mejores ahora que antes? Amigo mío, nuestra desgracia proviene del hecho de que no oramos como deberíamos, es decir, sin preparación y sin verdadero deseo de convertirnos, muchas veces sin siquiera saber lo que queremos pedir a Dios. Nada más cierto que esto, hermanos míos, pues todos los pecadores que pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que pidieron a Dios la perseverancia perseveraron. Pero quizás me digáis: Somos demasiado tentados. — Estás demasiado tentado, amigo mío, puedes orar y puedes tener la certeza de que la oración te dará la fuerza para resistir la tentación. ¿Necesitas gracia? La oración te la dará. Si dudas, escucha lo que nos dice Santiago: que con la oración tenemos dominio sobre el mundo, sobre el demonio y sobre nuestras inclinaciones. Sí, hermanos míos, en cualquier pena en la que nos encontremos, si oramos, tendremos la dicha de soportarla con resignación a la voluntad de Dios; y por más violentas que sean nuestras tentaciones, si recurrimos a la oración, las venceremos.

Pero ¿qué hace el pecador? Está muy convencido de que la oración es absolutamente necesaria para evitar el mal y hacer el bien, y para salir del pecado cuando ha tenido la desgracia de caer en él; pero comprended, si podéis, su ceguera: casi no ora o lo hace mal. ¿No es cierto, hermanos míos? Ved cómo ora un pecador, suponiendo incluso que ore, pues la mayoría de los pecadores ni siquiera oran, y, lamentablemente, los vemos vivir como animales. Pero veamos a esos pecadores haciendo su oración: veámoslos recostados en una silla o apoyados en la cama, haciéndola mientras se visten o se desvisten, o mientras caminan o gritan, y cuando tal vez incluso maldicen a sus criados o a sus hijos. ¿Y qué preparación hacen antes? Lamentablemente, ninguna. Muchas veces, y la mayoría de las veces, esos pecadores terminan su pretendida oración no sólo sin saber lo que han dicho, sino también sin pensar quiénes son, ni a qué han venido, ni qué han pedido. Si los vierais en la casa de Dios, ¿no os moriríais de compasión? ¿Piensan que están en la presencia santa de Dios? No, sin duda que no: observan quién entra y quién sale, se hablan unos a otros, bostezan, duermen, se aburren, tal vez incluso se enojan porque los oficios les parecen demasiado largos. Su devoción al santiguarse con el agua bendita es muy semejante a la que tienen cuando sacan agua común del balde para beber. Apenas si se arrodillan, y ya les parece demasiado inclinar un poco la cabeza durante la consagración o la bendición. Los vemos mirar en torno al templo, tal vez incluso a objetos que pueden llevarlos al mal; no han entrado aún y ya quisieran estar afuera. Cuando salen, los oímos gritar como personas que acaban de ser liberadas de una prisión. Pues bien, hermanos míos, ésta es la necesidad del pecador: podéis ver cuán grande es. ¿Y os sorprendería que un pecador permanezca siempre en su pecado y, además, persevere en él?

En tercer lugar, dijimos que las ventajas de la oración dependen de la manera en que cumplimos con este deber, como veréis.

Para que una oración sea agradable a Dios y provechosa para quien la hace, es necesario que esté en estado de gracia o, al menos, que tenga la buena voluntad de salir prontamente del pecado, porque la oración de un pecador que no quiere abandonar su pecado es un insulto a Dios. Para que una oración sea buena, hay que prepararse para ella. Toda oración hecha sin preparación es una oración mal hecha, y esa preparación significa, como mínimo, fijar la mirada en el buen Dios por un momento antes de ponerse de rodillas, pensar con quién se va a hablar y qué se le va a pedir. Lamentablemente, son pocos los que se preparan para ello y, en consecuencia, pocos los que oran como se debe, es decir, de manera que sean escuchados. Además, hermanos míos, ¿qué esperáis que Dios os conceda, una vez que no queréis nada ni deseáis nada? Mejor aún: es un pobre que no quiere limosna; es un enfermo que no quiere ser curado; es un ciego que quiere seguir ciego; en fin, es un condenado que no quiere el cielo y que acepta ir al infierno.

Dijimos que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, es una conversación dulce y feliz entre una criatura y su Dios. No es, pues, hermanos míos, rezar al buen Dios como conviene cuando pensamos en otra cosa mientras oramos. Tan pronto como nos demos cuenta de que nuestro espíritu divaga, debemos volver rápidamente a la presencia del buen Dios, humillarnos ante Él y no abandonar nunca nuestras oraciones porque no sintamos gusto al rezar. Por el contrario, cuanto más repugnancia sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si continuamos con el pensamiento de agradarle. La historia cuenta que, un día, un santo dijo a otro: “¿Por qué, cuando rezamos al buen Dios, nuestra mente se llena de mil pensamientos extraños y que, muchas veces, si no estuviéramos ocupados orando, ni siquiera pensaríamos en ello?” El otro respondió: “Amigo mío, eso no debe sorprenderte: primero, porque el demonio prevé las abundantes gracias que podemos obtener mediante la oración y, por eso, desespera de conquistar a una persona que reza como debe; segundo, porque cuanto más fervorosamente oramos, más rezamos…”. Otro hombre, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué tentaba continuamente a los cristianos. El demonio respondió que no podía soportar que un cristiano, que había pecado tantas veces, obtuviera todavía el perdón, y que mientras hubiera un cristiano en la tierra, lo tentaría. Luego le preguntó cómo los tentaba. El demonio le respondió lo siguiente: “A unos les pongo el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros, los hago dormir; y a otros, les llevo el espíritu de ciudad en ciudad”. Lamentablemente, hermanos míos, esto es demasiado cierto; experimentamos estas cosas todos los días cuando estamos en la santa presencia de Dios para orar.

Se cuenta que el superior de un monasterio, al ver a uno de sus religiosos que, antes de comenzar su oración, hacía cierto movimiento y parecía hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba antes de empezar a orar. “Padre —dijo él—, antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a todos mis pensamientos y deseos y decirles: Venid todos, y vamos a adorar a Jesucristo, nuestro Dios”. “¡Ah, hermanos míos! —dice Casiano— ¡cuán edificante era ver a los primeros fieles rezar! Estaban tan reverentes en la presencia de Dios que el silencio era tan grande que parecía que estaban muertos; se veía que temblaban en la Iglesia; no había sillas ni bancos; estaban postrados como criminales esperando la sentencia. Pero también, hermanos míos, ¡cuán pronto se pobló el cielo y qué dulce era vivir en la tierra! ¡Ah, felicidad infinita para quienes vivieron en esos tiempos benditos!”

Ya dijimos que nuestras oraciones deben hacerse con confianza y con la firme esperanza de que el buen Dios puede y va a concedernos lo que le pedimos, si lo pedimos como conviene. En todos los lugares donde Jesucristo promete concederlo todo a la oración, Él pone siempre esta condición: “Si oráis con fe”. Cuando alguien le pedía una curación o cualquier otra cosa, nunca dejaba de decirle: “Hágase en ti según tu fe”. Además, hermanos míos, ¿quién podría hacernos dudar, una vez que nuestra confianza se apoya en el poder infinito de Dios, en su misericordia sin límites y en los méritos infinitos de Jesucristo, en cuyo nombre oramos? Cuando oramos en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, sino que es el mismo Jesucristo quien ora al Padre en nuestro nombre. El Evangelio nos da un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría una hemorragia. Ella se decía a sí misma: “Si toco, aunque sea sólo su vestido, quedaré curada”. Se ve que creía firmemente que Jesucristo podía curarla; esperaba con gran confianza la curación que tanto deseaba. De hecho, cuando el Salvador pasó, ella se lanzó a sus pies, tocó su manto y quedó inmediatamente curada. Jesucristo vio su fe y la miró con bondad, diciéndole: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal”. Sí, hermanos míos, a esta fe y a esta confianza se promete todo.

4º Decimos que, cuando oramos, debemos tener intenciones muy puras en todo lo que pedimos, y no pedir sino lo que pueda contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación. San Agustín nos dice: “Podéis pedir cosas temporales, pero siempre con el pensamiento de que las utilizaréis para la gloria de Dios y la salvación de vuestra alma, o para la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras súplicas no son más que pedidos hechos por orgullo y ambición; y si, en ese caso, el buen Dios se niega a concederos lo que pedís, es porque no quiere contribuir a vuestra ruina”. Pero, como dice san Agustín, ¿qué hacemos en nuestras oraciones? Desgraciadamente, pedimos una cosa y deseamos otra. Cuando rezamos el Padrenuestro, decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, lo que quiere decir: “¡Dios mío, despréndenos de este mundo; dadnos la gracia de despreciar todas las cosas que sólo sirven para esta vida presente; concededme la gracia de que todos mis pensamientos y todos mis deseos sean para el cielo!” ¡Desgraciadamente, nos enojaríamos mucho si el buen Dios nos concediera esta gracia! Al menos, muchos de nosotros lo haríamos.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

Mi dibujo del padre Pío

Dejémosle a Dios intervenir…

P. Jason Jorquera M., IVE.

“Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.”

(San Alberto Hurtado)

Cuando estaba en tercer año de filosofía en el seminario -si mal no recuerdo-, encontré una hermosa foto del rostro del padre Pío que realmente me encantó. Por entonces todavía no había dedicado mis manos al cuidado y mantenimiento de algún parque o jardín como actual y felizmente pasa hoy en Séforis, así que, apelando a cierto talento sobre el lápiz de carbón, me animé a dibujar dicho santo rostro, quedando bastante conforme para el nivel artístico que en aquel momento poseía. Y apenas terminé, me fui donde uno de los padres que por esos años estaba viviendo en el seminario, cuyo talento siempre ha sido notable y admirable, además de variado, pues sabe dibujar, pintar, tallar, tocar algunos instrumentos, etc., y siempre que le pedíamos consejo respecto a alguno de estos aspectos en seguida nos ayudaba. Así que partí donde él muy satisfecho de mi dibujo pues yo solamente sabía hacer caricaturas y esto era para mí realmente una novedad: me había costado bastante, no tenía muy buena técnica, y a mi parecer había quedado bien hecho… hasta que se lo mostré al padre, quien antes de escuchar mi explicación completa, con una gran sonrisa se adelantó a felicitarme y a sorprenderme de la manera más inesperada:

“Mira qué bueno, te quedó muy bien el padre Pío”, me decía al mismo tiempo que agregaba -mientras pasaba sus dedos sobre el dibujo-, “pero acá te conviene mezclar un poco, y acá oscurecer más; no le tengas miedo al contraste de las luces y sombras…”; y yo que miraba mi dibujo al revés, creo que alcancé a decirle algo así como “pero oiga no po’h…”, y recuerdo que solamente pensé en que “me lo había manchado y ya no se parecería”. Entonces lo giró y me lo mostró, mientras me decía: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras, yo sólo te hice un poquito para que aprendas cómo se hace, ahora mejóralo tú”. Y la verdad es que fue muy grande mi sorpresa cuando me di cuenta de que ahora parecía menos caricatura y más realista, y eso que era solamente una parte; entonces comprendí perfectamente a qué se refería el padre, quien después hasta me enseñó a pasar la goma en algunos puntos estratégicos para que el retrato se viera aún más real. En definitiva, cuando no veía el dibujo desde el ángulo correcto, y solamente me fijaba en que “el padre me lo estaba arruinando” (¡él, el artista profesional -según yo-, “estaba arruinando mi dibujo”!), no llegaba a ver las cosas como correspondía: no tuve en cuenta que él más que nadie sabía lo que hacía, y que en realidad era yo quien no sabía todavía cómo terminar la obra para que quedara realmente bien hecha, incluso mejorando después las propias capacidades con la ayuda de este experto.

Pues bien, la moraleja que deseo compartir a partir de esta sencilla anécdota que hace pocos días recordaba, no es nada nuevo, y, sin embargo, es algo siempre actual: Dios sí sabe ver las cosas desde el ángulo correcto, sabe hacerlas bien y quiere enseñarnos a -con su ayuda- hacerlas bien.

¿Cuántas veces llegamos con nuestras propuestas delante de Dios, y resulta que pareciera irrumpir con su mano providente para borrar “nuestros perfectos planes” y reescribir los suyos encima?; ¿Acaso alguna vez no hemos deseado que nuestro Padre celestial confirme nuestras buenas ideas, pero resulta que finalmente se derrumban?; y el problema aquí es pensar que esto es algo malo, es decir, que es motivo de tristeza; que esa “reescritura” es una especie de reproche cruel, cuando en realidad es una paternal contribución recompensando nuestra buena voluntad, y supliendo la falta de un discernimiento un poco más profundo. Esto lo entienden perfectamente los santos que no quieren otra cosa que aprender a adentrarse lo más posible en la voluntad divina y sus designios, gozándose cada vez que las cosas se derrumban para edificar sobre esos escombros unos edificios nuevos e inamovibles: “Señor, si mis planes no son los tuyos, destrúyelos”, decía san Agustín, totalmente convencido de que si la mano de Dios viene a cambiar los trazos de los cuales nos sentíamos seguros, es buena señal, ¡excelente señal!, porque significa que le estamos dejando a Dios intervenir en nuestras vidas para nuestro bien, y que vamos removiendo los obstáculos que impiden encaminarse hacia la perfección.

Pero no es todo destrucción, claro que no, sino solamente de lo que no estamos haciendo bien o de lo que debemos hacer mejor: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras…, ahora mejóralo tú”. Podemos aplicar estas palabras a las propias virtudes, que por naturaleza deben contrastar con lo incorrecto, con los vicios y pecados; de hecho, en el momento en que nos examinamos en profundidad y tomamos la firme decisión de contrastar todo lo que hubiere de desordenado en nuestra vida y mejorar lo bueno, entonces dejaremos de gatear para comenzar a caminar – y, por qué no, ¡a correr! -, en nuestra vida espiritual hacia la unión con Dios, mediante el santo abandono a su divina voluntad.

“Ahora, mejóralo tú”, es decir, ¿qué he de hacer para mejorar aquello sobre lo cual Dios ha puesto su mano paternal?; ¿qué he aprendido de mis errores e imperfecciones para que la próxima vez haga las cosas bien, mejor, y hasta perfectamente? No olvidemos que la vida espiritual implica ir progresando, cada uno a su ritmo, cada cual a partir de su experiencia, sus heridas, sus fracasos y sus victorias, sopesando tanto las buenas como las malas decisiones para darles el lugar que les corresponde; y siempre a la luz de la fe, suplicando al Cielo esa mirada sobrenatural que tanto nos ayuda y enseña a mirar las cosas desde el ángulo correcto, es decir, desde la bondad divina que sabe dónde debe corregir, borrar, trazar nuevas líneas o simplemente confirmar lo que va bien.

Presentemos nuestras buenas obras a Dios (abundantes buenas obras); dejémosle intervenir y hacer su parte, y seamos luego dóciles y fieles a hacer la nuestra. Si en esto nos enfocamos, probablemente descubriremos al final que la obra salió mejor de lo que pensábamos, y que el bosquejo inicial terminó siendo una hermosa y meritoria obra de arte, como todo aquello en nuestra vida que ha pasado por las manos de Dios.

EL SILENCIO

«La desgracia del hombre comienza cuando no está en condiciones de quedarse solo consigo mismo en una habitación» (B. Pascal)

Josef Pieper

Sólo quien calla, escucha. Si alguien me preguntara por las reglas fundamentales de la vida del alma y del espíritu, le pediría ante todo que pensara en esta frase. A primera vista parece una perogrullada. Resulta obvio que uno no puede al mismo tiempo hablar y escuchar lo que otro le dice. Con todo, la sentencia va mucho más allá de lo puramente «acústico». Se trata de algo más que de un mero callar con la boca. Incluso en el trato normal entre las personas se requiere un callar más profundo, por ejemplo cuando la palabra del otro intenta realmente alcanzarnos, y especialmente cuando alguien que nos necesita nos dirige un llamado de auxilio, quizás sin palabras, con la esperanza de llegar a nuestro corazón. Cuán verdadera resulta en este sentido la vieja sentencia: «Callar y oír es el trabajo más arduo».

Sin embargo la idea se relaciona más a la raíz de la existencia, apunta a un nivel más profundo. En última instancia, la palabra alemana que designa a la «razón» –«Vernunft»– deriva de «comprender» –«Vernehmen»–, en la que se incluyen todas las maneras de alcanzar la realidad: tanto oír como mirar, y cualquier tipo de conocimiento y de comprensión. Todo esto, entonces, como lo pretende aquella frase inicial, se realiza solamente con la condición de que uno calle, lo que se cumple precisamente cuando uno está «sólo consigo mismo en una habitación» y ninguna palabra humana lo requiere.

El silencio que aquí se nos pide es, sin duda, algo no fácilmente descriptible. Sobre todo su contrario, es decir, el no-callar tiene diversas formas. La actitud acogedora de un estar atento silencioso puede sofocarse no solamente por la indiferencia o por un saber mejor, que interrumpe el lenguaje de las cosas, sino también, digámoslo a modo de ejemplo, cuando uno deja que de afuera entre en su interior el ruido del mercado y de la calle, las ruidosas sensaciones cotidianas, la acumulación óptica de cosas que se pueden ver, de cosas carentes de valor, que están en todas partes, y que, como todos sabemos, están disponibles al hombre según su voluntad, tan pronto como alguien que está aburrido busca un «cambio». El fruto de todo esto, que a veces puede ser ocultamente querido, es la frustración del oír.

Sin embargo, se trata de saber oír. Uno puede también callar cerrando los sentidos, apretando los labios; y hay también un silencio muerto. En realidad nosotros callamos no precisamente en medio de un mundo por decirlo así sin palabras; las cosas no son mudas, como terriblemente pretenden algunos filósofos. Ciertas enseñanzas orientales sobre la meditación, en las cuales se nos recomienda la actitud de un silencio vacío, que conscientemente no apunta a ningún objeto concreto, deben parecer extrañas a quien quiera comprender al mundo como una creación que ha salido de la Palabra Fontal de Dios, y que también comprende que esa misma Palabra le ofrece al que oye en silencio un mensaje de mil voces, cuya comprensión significa para dicha persona su verdadera riqueza. Goethe, uno de los grandes silenciosos (lo que a más de uno puede parecer extraño), cuando tenía treinta años formuló en su Diario la máxima de la propia existencia interior: «Lo mejor es el silencio profundo, en el que vivo enfrentado al mundo, y en el que crezco y venzo, lo que no me podrán quitar con el fuego ni con la espada». Lo que uno gana para sí mismo en un silencio tan profundo es quizás precisamente la capacidad de proferir la palabra. Porque si ésta no procediera de un silencio escuchante, se reduciría a un charlatanismo sin sustento, sería sonido y humo, si no un engaño.

Naturalmente puede también suceder que a un hombre que se abre hasta el fondo de su alma a la realidad verdadera, se le paralice el habla, porque la sobreabundancia de lo que está comprendiendo supera la capacidad de la palabra formal. Por eso no es casual que los grandes místicos hayan recurrido a expresiones profundas tales como «la oscuridad del silencio» y «el júbilo mudo». Y aun cuando a pesar de ello hablen y escriban de lo que han visto y comprendido se percibe siempre «en la plata del habla el oro de un silencio, que no ha podido traducir en palabras la riqueza más escondida del alma» (J. Bernhart). Quizás esto también vale en relación con el más alto objeto del conocimiento humano, invirtiendo por un momento la frase que hemos puesto al principio: Quien escucha, calla.

* En «Revista Gladius», Año 8, n°25. 25 de diciembre de 1992.

EL MANDAMIENTO NUEVO

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros – Jn 13, 31-35

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… Con esta frase podemos adentrarnos en los misterios de la liturgia de este Vº Domingo de Pascua.

Sabemos que el tiempo está avanzado, pues el tiempo pascual este año ya tiene más pasado que futuro; se acerca ya la solemnidad de la Ascensión del Señor. En este contexto es que la Iglesia nos propone las exhortaciones del Señor que hemos ido escuchando en los últimos días: para que podamos vivir el Camino que nos ha trazado y sellado en la Semana Santa, Camino con mayúscula, confirmando aquello que el Señor mismo había dicho de sí: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Cfr. Jn 8, 32).

¡Todo está consumado! La revelación estaba hecha; lo que le tocaba a Jesús él ya lo ha concluido aquí en esta tierra. Debía alentar a los suyos para su partida definitiva, debía ya empezar a volver a recordarles del Paráclito que sería enviado y seguiría el trabajo de convencerles, de defenderles, de guiarles.

El camino es en dirección a su Ascensión, como dijimos. Esta Ascensión, como indica Santo Tomás de Aquino[1] fue algo útil para nosotros porque según él, Cristo subió a los cielos para conducirnos hacia allí. Nosotros no conocíamos el camino, pero Él nos lo enseñó. Se recuerda con esto la profecía de Miqueas que dice: Subió abriendo el camino delante de ellos (2,13). Sin embargo, el Evangelio de hoy nos trae un hecho: el Señor les advirtió a los apóstoles de que ellos le buscarían y que, por ahora, nadie podría seguirle. Tenía que prepararles un lugar; y también dice -versículo seguido-, que podrían seguirle más tarde. ¿Y por qué? Porque nuestro fin siempre será unirnos a Dios, estar con el Señor: en esto consiste nuestra verdadera felicidad. Sabemos que ahora Él está glorioso en el cielo; es imposible unirnos a él aquí, en esta vida, pero nos alentó el Señor diciendo que más tarde estaríamos con Él. Debemos estar tranquilos en cuanto a esto, pero no quiere decir que no debemos esforzarnos por alcanzar al Señor.

Partiendo de ahí es que debemos meditar en el camino concreto que debemos recorrer para alcanzar la unión con el Señor. San Juan de la Cruz nos enseña que, en esta vida el único modo de unirnos a Nuestro Señor es por medio de las virtudes; propiamente por las que llamamos teologales, es decir, las que tienen a Dios mismo por su obyecto. Estas virtudes son tres: fe, esperanza y caridad. Mientras estamos en esta vida, la fe es el modo más seguro de unión con el Señor, pues la fe es siempre de algo que no se ve, como enseña la Carta a los hebreos. Sin embargo, mientras nos unimos en la fe con el Señor, tenemos la esperanza de alcanzar la unión plena que se dará en el cielo por la virtud de la caridad. Así tenemos todo el organismo de estas tres virtudes teologales puesto en movimiento.

Volviendo a la liturgia de este domingo, es posible notar en la primera lectura el tema de la primera virtud teologal: la fe. En efecto, Pablo y Bernabé, dice la Escritura, volvieron a Listra… animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe… Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Es decir, se alegraban los apóstoles de que les fuera posible anunciar la resurrección del Señor, enseñar la doctrina de Cristo y conseguir nuevas almas para el seguimiento de Jesús; y todo esto en medio de los gentiles. Les había presentado la fe, y ellos habían creído y se unieron al Señor, esperando poder unirse a Él definitivamente en la patria celestial.

En la segunda lectura, ya en el libro del Apocalipsis, vemos una alusión a la virtud de la esperanza. Estamos en el contexto de las visiones de San Juan que fue llevado por el Espíritu a contemplar las realidades celestes y misteriosas, siendo guiado por un anciano que le mostraba muchas cosas. Le fue pedido que escribiese todo lo que había visto para provecho nuestro, los que vamos de camino.

Escuchamos un versículo en el que el discípulo amado nos enseña el modo cómo nuestra esperanza será colmada allí en el cielo: ya no habrá más llanto, ni dolor, ni tristeza, solamente la alegría de la unión con el Señor, la alegría del encuentro perpetuo y gozoso con Dios mismo. Dice el texto: Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.

En el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos habla de la caridad y nos da un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Pero Señor, acaso el Deuteronomio ya no nos mandaba esto? ¿No está ya escrito que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?[2] ¿En qué consistiría entonces la novedad de este mandamiento? Creo que esta pregunta nos cabría hacerla en este momento, pues si no hubiese nada que distinga el mandato nuevo de lo que está escrito en el Levítico, ¿en qué seríamos distintos del pueblo elegido en el Antiguo Testamento? Siendo que justamente Él nos ha llamado a ser discípulos suyos, y ser reconocidos por esto: por el amor que debemos tener los unos a los otros, es por esto que debe haber algo distinto en este amor.

Es justamente en este punto que llegamos el eje en torno al cual gira todo lo demás: Cristo nos dejó el ejemplo para que sigamos sus huellas… ¡El amor debe ser elevado a un nuevo grado! ¿Debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas? ¡Sí! ¿Debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Sí! Pero ahora, debemos hacerlo todo imitando el amor de Cristo. Él mismo lo puso de relieve luego de dejar a los apóstoles el mandamiento nuevo, les dijo: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. ¡Ahí está!

Quizá podríamos objetar todo esto con otra observación: en definitiva, Cristo es Dios y no nos es posible amar al modo divino. Nos engañamos; justamente es lo que nos enseña San Pablo cuando dice que este amor divino ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Este es el motivo por el que Jesús nos pidió que fuésemos santos como Dios; es decir, que ¡no nos es más imposible amar al modo divino! Pues Jesús siendo Dios -y sin dejar de ser Dios- se hizo hombre. San Juan escuchó una gran voz en el Cielo que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Sin dejar de ser Dios Él asumió nuestra naturaleza humana y nos amó con amor divino, para que nosotros, no dejando de ser hombres, pudiésemos amar como Dios.

¿Y cómo es este amor divino? Es un amor sin medidas, un amor dispuesto a renunciar a lo más precioso que tenemos naturalmente: nuestra vida… y hacerlo por otra persona… Hay más: Cristo dio su vida incluso por sus enemigos. Esto lo prueba Él mismo con su exclamación al Padre desde el alto de la Cruz, pidiendo perdón por sus verdugos, pues no sabían lo que hacían, y poco después entregó su espíritu.

Para concluir, debemos tener siempre en la mente y en el corazón, este pensamiento de San Bernardo de Claraval: “La medida del amor es amar sin medidas”. Es decir que, en nuestra vida concreta, cuando pensamos que estamos haciendo las cosas bien, debemos poner más amor; siempre hay más espacio para poner más amor. Hacerlo todo siempre por amor a Cristo: si debo contestar a alguien, debo hacerlo por amor a Dios; si debo hacer algún trabajo, debo hacerlo poniendo ahí él amor a Dios; si debo cuidar de mi casa, debo hacerlo con lo máximo de amor a Dios que pueda; así, cuánto más practiquemos esto, cuánto más intensamente vivamos esto, más estaremos creciendo en este amor y como es infinito -porque Dios es amor-, podemos crecer siempre en esta virtud.

Por fin, con la fe -que es el elemento esencial para poder practicar esta caridad de la que estamos hablando-, esperamos poder colmar esta caridad en el Cielo, junto a los ángeles y santos, alabando y amando a Dios, por todos los siglos de los siglos. ¡Amén!

P. Harley D. Carneiro, IVE

[1] Sermón sobre el Credo, Artículo VI

[2] Cfr. Lev 19,18

LA MUJER QUE EL MUNDO AMA

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre.

Ven. Fulton Sheen

Dios tiene en Sí diseños, módulos de todo lo que hay en el universo. Así como el arquitecto tiene en su mente el plan de la casa, antes de construirla, así Dios tiene en Su Mente una idea arquetipo de toda flor, de toda ave, árbol, de la primavera, de toda melodía. Jamás un pincel roza una tela, o un cincel hiere el mármol sin que haya una idea preexistente. Así también, cada átomo y cada rosa es la realización, la concretización de una idea existente en la Mente de Dios, y desde toda la eternidad. Todas las creaturas, inferiores al ser humano, corresponden al modelo que Dios tiene en Su Mente. Un árbol es verdaderamente un árbol porque responde a la idea que Dios tiene del árbol; una rosa es una rosa porque tal es la idea de Dios, realizada en compuestos químicos, en tintes y vida. Pero, no es así con las personas. Acerca de nosotros Dios tiene dos imágenes: la una es la que corresponde a lo que somos: la otra a lo que debemos ser; tiene el modelo y tiene la realidad; el plano y el edificio; la partitura de la música y la ejecución que hacemos de la misma. Dios tiene que tener ambas porque en todos y cada uno de nosotros hay alguna desproporción y carencia de conformidad entre el plan original y el modo cómo lo realizamos. La imagen es borrosa, la impresión desleída. Sucede que nuestra personalidad no es completa en el tiempo, necesitamos un cuerpo renovado. Además, los pecados disminuyen nuestra personalidad, los malos actos manchan la tela diseñada por la Mano del Maestro. Como huevos separados del nidal, algunos seres humanos se niegan a ser calentados por el Amor Divino, necesario para la incubación que los ha de elevar a un nivel superior. Necesitamos continuamente ser reparados, nuestros actos libres no coinciden con la ley de nuestro ser, distamos mucho de lo que Dios quiere que seamos. San Pablo nos hace saber que, aun antes de que fueran echados los fundamentos del mundo, ya estábamos predestinados a ser hijos de Dios. Pero, algunos de nosotros no cumplimos ese anhelo.

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre. En la mayoría de nosotros predomina el signo negativo, en cuanto no satisfacemos los altos anhelos que el Padre Celestial alienta por nosotros. Pero en la Virgen María se halla el signo de igualdad: el ideal que Dios formó acerca de Ella, Ella lo es, lo ha concretizado, y en su carne. El modelo y la copia son perfectos: es Ella lo que fue previsto, planeado y soñado. La melodía de su vida ha sido ejecutada exactamente como fue compuesta. María fue pensada, concebida y planeada como el signo de igualdad entre el ideal y la historia, el pensamiento y la realidad, la esperanza y la realización.

Es por este motivo por el que la liturgia cristiana, a través de los siglos, ha aplicado a Ella las palabras del Libro de los Proverbios. Porque es lo que Dios quiso que fuéramos todos nosotros. Ella puede hablar de sí como del modelo eterno en la Mente de Dios, el ser al que Dios amó aún antes de que fuera una creatura. Hasta se la describe como siendo con Él no sólo en la creación, sino desde antes de la creación. Existió en la Mente Divina como un Pensamiento Eterno antes de que hubiera madres. Es la Madre de madres: Es EL PRIMER AMOR DEL MUNDO.

«El Señor me tuvo al comienzo de sus caminos; antes de que nada hiciera desde el comienzo, yo era desde la eternidad, y desde antiguo, antes de que la tierra fuera hecha. Aun no existían los abismos y yo ya estaba concebida; aun no habían brotado las fuentes de las aguas ni se alzaban los montes con su enorme volumen, yo veía la luz antes que las montañas; aun no había hecho la tierra, los ríos ni los ejes del orbe terráqueo. Mientras preparaba los cielos yo estaba presente, mientras limitaba a los abismos con ley y compás determinado, cuando aseguraba los etéreos en lo alto, y abría las fuentes de las aguas, cuando circundaba al mar dentro de sus límites poniendo a las aguas una ley a fin de que no salieran de sus términos, cuando balanceaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él haciendo todas las cosas y me deleitaba diariamente jugando ante Él, en todo momento jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues hijos, oídme: ¡Bienaventurados los que guardan mis caminos! Oíd las instrucciones y sed sabios y no queráis rehusarlas. Feliz el hombre que me oye y el que vela diariamente a mis puertas y observa junto a ellas. El que me encontrare hallará la vida y tendrá la salvación del Señor» (Prov. VIII-22-35).

Pero no sólo pensó Dios en ella desde la eternidad, la tenía en su mente desde el comienzo de los tiempos. En los albores de la historia, cuando la raza humana cayó por la debilidad de una mujer, Dios habló al Demonio y le dijo: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza y tú tenderás acechanzas a sus pies» (Génesis, III, 15). Decía con esa frase que, si por una mujer había caído el hombre, también mediante una mujer Dios sería reivindicado. Quienquiera hubiera de ser Su Madre, ciertamente sería bendita entre las mujeres, y por ser elegida por Él, se preocuparía de que todas las generaciones la bendijeran.

Cuando Dios quiso hacerse hombre hubo de decidir el tiempo de su venida a la tierra, el país en que nacería, la ciudad en que habría de ser criado y formado, la gente, la raza, los sistemas político y económico que le rodearían, la lengua que hablaría y las aptitudes psicológicas con que estaría en contacto como Señor de la Historia y Salvador del Mundo.

Todos estos detalles dependerían enteramente de un factor: la mujer que habría de ser Su Madre. Elegir una madre es elegir una posición social, un lenguaje, una población, un ambiente, una crisis, un destino.

Su Madre no sería como la nuestra, a la que aceptamos como algo históricamente fijado y que no podemos cambiar; Él nació de una mujer a la que eligió antes de nacer. Es el único ejemplo en la historia en que ambos: el Hijo, quiso desde antes a la Madre y la Madre quiso al Hijo. A ello alude el Credo al decir: «nació de Santa María Virgen». Fue llamada por Dios lo mismo que Aarón, y Nuestro Señor nació no sólo de su carne, sino por su consentimiento.

Antes de tomar para Sí la naturaleza humana consultó con la Mujer, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Él, a Dios, un hombre. El hombre que fue Jesús no fue robado a la humanidad, como Prometeo robó fuego del cielo; fue dado como un regalo.

El primer hombre, Adán, fue hecho del limo de la tierra. La primera mujer fue hecha de un hombre en éxtasis. Cristo, el nuevo Adán, procede de la nueva Eva: María, en un éxtasis de oración y amor a Dios y en la plenitud de la libertad.

No nos debe sorprender que se hable de Ella como un pensamiento de Dios antes que el mundo fuera hecho. Cuando Whistler hizo el retrato de su madre, ¿acaso no tenía la imagen de ella en su mente antes de reunir los colores en su paleta? Si usted hubiera podido preexistir a su madre (no artísticamente, sino realmente), ¿no hubiera hecho de ella la mujer más perfecta que jamás haya existido, tan hermosa que hubiera sido la dulce envidia de todas las mujeres, tan gentil y misericordiosa que las demás madres se hubieran esforzado en imitar sus virtudes? ¿Por qué, entonces, hemos de pensar que Dios procederá de otra forma? Cuando Whistler fue felicitado por el cuadro de su madre, respondió: «Ustedes saben cómo sucede en esto, uno procura hacer a su madrecita lo más hermosa que puede». Cuando Dios se hizo Hombre, creo que también Él procuraría hacer a su Madre lo más hermosa que le fuera posible… y que la haría una Madre Perfecta.

Dios jamás hace algo sin extremada preparación. Sus dos grandes obras maestras son la Creación del ser humano y la Re-creación o Redención del mismo. La Creación fue hecha para seres humanos no caídos; su Cuerpo Místico para seres humanos caídos. Antes de crear al hombre hizo un jardín de delicias, hermoso como solamente Dios es capaz de hacerlo. En aquel Paraíso de la Creación se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer. Pero el hombre no quiso recibir favores sino aquéllos que concordaban con su naturaleza inferior. Y no sólo perdió su felicidad sino que, además, hirió su propia mente y su voluntad. Entonces planeó Dios el renacimiento o redención del hombre, pero antes de realizarlo haría otro Jardín. Este nuevo no sería de tierra sino de carne; sería un jardín encima de cuyos portales jamás se escribiría la palabra pecado; un Jardín en el que no crecerían las malas hierbas de la rebelión que impiden el crecimiento de las flores de la gracia; un Jardín del que dimanarían cuatro ríos de redención hacia los cuatro ángulos de la tierra; un Jardín tan puro que el Padre Celestial no hallaría desmedro en enviar a Él a Su Propio Hijo, y ese «Paraíso ceñido de carne para ser cultivado por el Nuevo Adán», fue Nuestra Santísima Madre. Así como el Edén fue el Paraíso de la Creación, María es el Paraíso de la Encarnación, y en Ella, así como en el anterior, fueron celebradas las primeras nupcias de Dios y el hombre. Cuanto mayor es la proximidad al fuego, mayor es el calor que se experimenta; cuanto más cerca se está de Dios, mayor es la pureza del que se avecina. Y, como ningún ser pudo jamás estar más cerca de Dios que la Mujer de cuya envoltura humana se sirvió para ingresar en la tierra, luego, nadie ni nada pudo ser más puro que Ella.

[…]

Nosotros denominamos a esa pureza exclusiva la Inmaculada Concepción. No es la Natividad de la Virgen. La palabra «inmaculada» procede etimológicamente de dos palabras latinas que significan «sin mácula», «no manchada». «Concepción» significa que desde el primer momento de su concepción en el seno de su madre: Santa Ana, y en virtud de los anticipados méritos de la Redención de su Hijo, estuvo preservada, fue libre de las manchas del pecado original.

 * En «El primer amor del mundo», Ed. Difusión, Buenos Aires, pp. 12-17.

TODO POR CUSTODIAR A UNA PIEDRA [CRÓNICA]

“El Trabajo del Instituto del Verbo Encarnado en Tierra Santa quiere ser un granito de arena al aporte multisecular y heroico de la Custodia franciscana durante alrededor de 800 años y con la Iglesia peregrina en Jerusalén y en Medio Oriente en cualquiera de sus comunidades cristianas, que son los Santuarios vivos del Pueblo de Dios.”[1] Así, con estas palabras, de un modo muy sintético, resumía nuestro Padre fundador el trabajo del IVE en las tierras de Medio Oriente. ¿Qué decir entonces, cuándo, por gracia de Dios, nos es posible visitar, conocer, rezar en los lugares donde el Verbo Encarnado vivió, actuó, predicó? ¿Qué podemos decir entonces cuándo recibimos el don inconmensurable de ofrecer el Santo Sacrificio en estos lugares? Es la memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, siendo actualizada en lugares impares en la historia del cristianismo.

Por gracia de Dios, el pasado lunes (12/05), con los monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, en Séforis, pudimos realizar un día de peregrinación, siendo que el lugar pensado para conocer un poco mejor fue nada menos que la sede de la Iglesia Madre, la ciudad de Jerusalén.

 Habiendo apuntado un horario para poder celebrar la Santa Misa en el Santo Sepulcro a las 6:00, estuvieron también presentes algunos de nuestros sacerdotes misioneros. Ya por aquí me quedo, dejando para otro momento lo demás que ocurrió en el día, para intentar describir bien, o mejor, compartir lo que se pueda del sentimiento que ha dado vueltas y vueltas en mi corazón desde los días previos y especialmente en el momento de ofrecer el  Santo Sacrificio ahí, en la Tumba del Santo Sepulcro, en el altar sobre la roca que señaliza exactamente el lugar de la Resurrección de Cristo y que, por supuesto, fue el único testigo del hecho admirable de dicha Resurrección de entre los muertos del Hijo de Dios, que murió para redimir al hombre y resucitó para darnos una vida inmortal.

El Evangelio nos dice que la primera peregrinación a la tumba de Jesús tuvo lugar en la madrugada del domingo, es decir, del primer día de la semana. A ejemplo de las santas mujeres nosotros nos desplazamos en dirección a Jerusalén, saliendo de la casa de los padres en Bethlehen a las 4:30 de la mañana, llegando temprano a la basílica del Santo Sepulcro. Estaban terminando su oficio litúrgico en la tumba los griegos ortodoxos, con sus liturgia cantada e incienso ininterrumpido que subía al Cielo en la penumbra de la noche que se terminaba, y en la alborada del día que estaba por empezar.

A las 5:55, ya revestidos con los ornamentos sacerdotales y preparados, nos dirigimos a la Edicola, saliendo de la sacristía de los Frailes Franciscanos. Era muy grande lo que iba a suceder a partir de ahí.

Comenzamos la Santa Misa, siguiendo el proprio de la Misa del Domingo de Pascua, una gracia permitida a los que celebran en el Santo Sepulcro. La Misa transcurrió normalmente -lo que por sí solo ya es una cosa magnífica- y en los distintos momentos dónde uno puede hacer una pausa silenciosa entre las oraciones, fue posible contemplar lo que yacía delante nuestro.

Resonaban en mi mente fragmentos sueltos del Evangelio que tenían conexión con aquel lugar: “María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.” (Jn 20,1) / “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16,3) / “Encontraron corrida la piedra del sepulcro.” (Lc 24,2) / “…un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima.” (Mt 28,2) / “Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.” (Lc 24,5-6) / “No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho.” (Mt 28,6) / “Entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús.” (Lc 24,3) / “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron.” (Mc 16,6)

Por supuesto que le miraba: tenía varias veces la mirada fija ahí, en esta piedra, piedra que fue testigo del hecho de la resurrección de un Dios que había muerto por el hombre, su criatura. Suena como locura esto, ¿verdad?; pero es que así fue. Nosotros no fuimos testigos del momento histórico, pero hemos recibido la predicación desde los apóstoles hasta nuestros días, y en esto creemos: “La Resurrección pertenece al centro del Misterio de la fe, que transciende y sobrepasa a la historia.”[2]

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, ha exclamado que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe[3], pero sabemos la verdad. Creemos y profesamos que Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, muerto por nosotros los hombres, en el Calvario el Viernes Santo, ha bajado a los infiernos, ha vencido la muerte con su muerte, para traernos la vita: Mors et vita duelo, conflixere mirando –canta la secuencia del Victimae Paschalis el domingo de Pascua- y al final, Dux vitae mortuus, regnat vivus.

Cristo ha resucitado verdaderamente, existe un signo esencial que fue testigo de esta verdad: la piedra del santo Sepulcro. “Ciertamente que lo que más nos movió a prestar el servicio de misioneros para Tierra Santa fue la presencia de un lugar, único en el mundo, que se ha constituido para todos como ‘un signo esencial’ de la Resurrección como ‘acontecimiento histórico y transcendente’: el sepulcro vacío.”[4], nos dejó escrito nuestro fundador en su último libro; y poder celebrar la Santa Misa en este preciso lugar, es algo excepcional. Sé que muchos de los nuestros ya lo han hecho, y creo que para cada uno esto conlleva un sentimiento muy particular que nos marca y nos anima, cada uno a su modo, a seguir el trabajo misionero que nos ha sido encomendado.

Entiendo el motivo por el cual el padre ha querido que los misioneros que fuesen enviados a estas tierras, a Tierra Santa, se preparasen también conociendo, estudiando a la historia, a la geografía de la tierra por donde Jesús vivió, pues, él mismo escribió: “Junto a la ‘historia de la salvación’ existe una ‘geografía de la salvación’. Por tanto, los lugares santos tienen el privilegio de ofrecer a la fe un irrefragable sustento, permitiendo al cristiano venir en contacto directo con el ambiente, en el cual ‘el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros’.[5] Todo el trabajo de nuestra pequeña familia religiosa aquí en estas tierras consiste en ayudar, aunque sea en forma de un granito de arena, a custodiar a una piedra.

Con el prefacio Pascual III, en el Misal Romano, rezamos: Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre. Y con la Santa Misa celebrada ahí, en el Santo Sepulcro, rebosantes de gozo pascual, ofrecimos en el Señor el sacrificio en el que tan maravillosamente renace y se alimenta la Iglesia.[6]

Por fin, hay un pasaje de San Pablo a los Corintios que hermosamente podría concluir estas palabras, dejándonos la síntesis de la fe y la esperanza que nos mueve a seguir adelante en el anuncio de Cristo Resucitado:

Mirad, os voy a declarar un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’. El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de Nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, mantenemos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.”[7]

Y pensar que todo esto solamente es posible porque hay una piedra a ser custodiada…

 

P. Harley D. Carneiro, IVE

Misionero en Tierra Santa.

[1] El Señor es mi Pastor, p. 504

[2] El Señor es mi Pastor, p. 503

[3] 1Cor 15,14

[4] El Señor es mi Pastor, p. 497

[5] El Señor es mi Pastor, p. 498

[6] Cfr. Oración sobre las ofrendas, Misa del Domingo de Pascua

[7] 1Cor 15,51-58