VENGO EN EL NOMBRE DE DIOS

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

San Juan Maria Vianney

¿Por qué estoy yo hoy de pie en este púlpito, queridos hermanos? ¿Qué vengo a decirles? ¡Ah! Vengo en nombre del mismo Dios. Vengo en nombre de sus pobres padres, para despertar en ustedes ese amor y gratitud que les deben. Vengo para refrescar en sus memorias toda la ternura y amor que ellos les dieron mientras vivían en esta tierra.

Vengo a decirles que ellos sufren en el purgatorio, que lloran y claman con gritos urgentes el auxilio de sus oraciones y buenas obras. Los he visto clamar desde lo profundo de esas llamas que los devoran:

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

¿Ves, querido hermano? ¿Escuchas a esa madre tierna, a ese padre devoto y a todos esos parientes que te ayudaron y formaron parte de tu vida? Ellos claman: “¡Líbranos de este dolor, tú puedes!”

Consideren, entonces, queridos amigos:

1° – La magnitud de los sufrimientos por los que pasan las almas del purgatorio

y

2° – Los medios de que disponemos para aliviar esos sufrimientos: nuestras buenas obras, nuestras oraciones y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa.

No me detendré aquí para probar la existencia del purgatorio, pues sería una pérdida de tiempo. Espero que ninguno de ustedes tenga la menor duda al respecto. La Iglesia, a la que Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que, por lo tanto, no puede engañarse ni engañarnos, nos enseña claramente sobre el purgatorio. Es una certeza absoluta que allí las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidas en la gloria del Paraíso, la cual, dicho sea de paso, ya les está asegurada.

Sí, mis queridos hermanos, esto es un artículo de fe:

Si no hemos hecho penitencia proporcional a la gravedad de nuestros pecados, aunque hayamos sido absueltos en el Sagrado Tribunal de la Confesión, estaremos obligados a expiar por ellos.

En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que muestran claramente que, aunque nuestros pecados puedan ser perdonados, Dios aún nos impone la obligación de sufrir en este mundo trabajos penosos o en el próximo por medio de las llamas del purgatorio.

Vean lo que ocurrió con Adán:

Porque se arrepintió luego de haber cometido el pecado original, Dios le aseguró que lo había perdonado, pero aun así lo condenó a pasar nueve siglos sobre esta tierra haciendo penitencia.

Penitencias que superan cualquier cosa que podamos imaginar:

“¡Maldita sea la tierra por tu causa! Con trabajos penosos sacarás de ella tu sustento todos los días de tu vida. Ella te producirá espinas, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y en polvo te convertirás…” (Génesis 3,17).

Vean también: David ordenó, contra la voluntad de Dios, que se hiciese el censo de Israel:

Afligido por el remordimiento de conciencia, reconoció su pecado, se arrojó al suelo suplicando al Señor que lo perdonara. Consecuentemente, Dios, tocado por su arrepentimiento, lo perdonó. Pero a pesar de ello, envió a Gad para decirle a David que tendría que elegir entre tres tipos de castigos que Dios había preparado para reparar su pecado: peste, hambre o guerra.

David respondió: “¡Ah! ¡Caiga yo en las manos del Señor, porque inmensa es su misericordia; pero que no caiga en manos de los hombres!” (I Crónicas 21). Eligió la peste, y esta duró solo tres días, pero mató a siete mil personas de su pueblo.

Si el Señor no hubiera detenido la mano del Ángel que se extendía sobre Israel, ¡Jerusalén entera habría quedado despoblada! David, al ver todo el mal causado por su pecado, imploró la gracia de Dios pidiendo que castigase solo a él mismo, pero que perdonase a su pueblo, que era inocente.

Vean también las penitencias de Santa María Magdalena. ¡Quizás ablanden un poco sus corazones!

Mis queridos hermanos, ¿cuántos años tendremos que sufrir en el purgatorio, nosotros que hemos cometido tantos pecados y que, con el pretexto de haberlos confesado, no hacemos penitencia ni lloramos por ellos? ¿Cuántos años de sufrimiento nos esperan en la otra vida?

¿Cómo podría yo pintar el cuadro de los sufrimientos que esas pobres almas soportan, cuando los santos Padres de la Iglesia nos dicen que los tormentos que ellas padecen son comparables a los que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su dolorosa Pasión?

Una cosa es cierta: si el menor de los sufrimientos que soportó Nuestro Señor hubiese sido compartido por toda la humanidad, todos habrían muerto debido a la violencia de ese sufrimiento.

El fuego del purgatorio es el mismo que el fuego del infierno. La única diferencia es que el fuego del purgatorio no es eterno.

¡Oh, si Dios permitiese que una de esas pobres almas que está sumida en las llamas apareciese ahora en este lugar, envuelta completamente en el fuego que la consume, y ella misma nos relatase los sufrimientos que está soportando! ¡Toda esta iglesia, mis queridos hermanos, sería sacudida por el eco de sus gritos y sollozos, y quizás, quién sabe, eso ablandaría sus corazones!

Esa pobre alma nos diría:

“¡Cómo sufrimos! ¡Oh, hermanos, libradnos de estos tormentos! ¡Ah, si pudierais experimentar lo que es vivir separados de Dios!… Cruel separación. ¡Arder en un fuego encendido por la justicia de Dios!… Sufrir dolores incomprensibles para la mente humana… ¡Ser devorados por el remordimiento, sabiendo que podríamos haber evitado fácilmente estos tormentos! Oh, hijos míos —gritan los padres y las madres—, ¿cómo podéis abandonarnos en esta hora, nosotros que tanto os amamos cuando vivíamos en esta tierra?

¿Cómo podéis dormir tranquilos en vuestras camas mientras nosotros ardemos en un lecho de fuego? ¿Cómo tenéis el valor de entregaros a los placeres y alegrías mientras nosotros sufrimos y lloramos día y noche? Vosotros heredasteis nuestros bienes, nuestras propiedades; os divertís con el fruto de nuestros trabajos, mientras nosotros sufrimos males tan indescriptibles y durante tantos años… ¡Y no sois capaces de ofrecer una pequeña oración por nosotros, ni siquiera una simple Misa, que tanto nos ayudaría a liberarnos de estas llamas!… ¡Vosotros podéis aliviar nuestro sufrimiento, podéis abrir nuestras prisiones, y simplemente nos abandonáis! ¡Oh, cuán crueles son estos sufrimientos!”

Sí, hermanos míos, ¡los hombres juzgan muy a la ligera lo que es estar en las llamas del purgatorio por esas “faltas leves”! Si es que puede llamarse “leve” a algo que nos hace soportar castigos tan rigurosos. ¡Qué espanto para el hombre, exclama el profeta real, si incluso el justo fuese juzgado por Dios sin ninguna misericordia!

Si Dios halló manchas hasta en el sol, y malicia en los ángeles, ¿qué será entonces del hombre pecador?

Y nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y que prácticamente no hacemos nada para satisfacer la justicia de Dios… ¡Cuántos años de purgatorio nos esperan!

¡Dios mío! —dijo Santa Teresa de Ávila—: “¿Qué alma será suficientemente pura para entrar directamente en el Cielo sin pasar por las llamas de la justicia?”

Durante su última enfermedad, de repente gritó: “¡Oh, justicia y poder de mi Dios, cuán terribles sois!”

Durante su agonía, Dios le permitió contemplar por unos instantes Su Santidad, tal como lo hacen los ángeles y los santos del Cielo. Y eso causó en ella un pavor tan grande que se puso a temblar y a agitarse de modo tan extraordinario, que las hermanas le preguntaron llorando:

—“¡Ah, Madre! ¿Qué le pasa? ¿Acaso teméis la muerte después de tantos años de penitencia y lágrimas amargas?”

—“No, hijas mías, no temo la muerte. Al contrario, la deseo, porque es el único medio para estar unida eternamente a Dios.”

—“¿Serán entonces vuestros pecados los que aún os atormentan después de tantas mortificaciones?”

—“Sí, hijas mías —respondió Teresa—, temo por mis pecados, pero aún más temo por algo mayor.”

—“¿Sería entonces el juicio?”

—“Sí, temo la cuenta formidable que tendré que rendir ante Dios. Porque en ese momento seremos juzgados según la justicia, y no según la misericordia.”

—“Pero hay algo que aún me hace morir de terror.”

Las pobres hermanas estaban profundamente angustiadas:

—“Madre, ¿acaso es el infierno?”

—“No —respondió ella—, gracias a Dios, el infierno no es para mí. ¡Oh, hijas mías! Es la Santidad de Dios. ¡Dios mío, ten misericordia de mí! ¡Mi vida será confrontada cara a cara con Cristo mismo! ¡Ay de mí si tengo la menor mancha o falla! ¡Ay de mí si tengo la menor sombra de pecado!”

—“¡Ay de nosotras! —gritaron las pobres hermanas— ¿Qué será entonces el día de nuestra muerte?”

Mis queridos hermanos, ¿cuántos de nosotros no hemos cometido faltas semejantes? ¿Cuántos de nosotros hemos recibido de nuestros familiares y amigos la tarea de mandar celebrar Misas y dar limosnas, y simplemente nos olvidamos de hacerlo? ¿Cuántos de nosotros evitamos hacer buenas obras por simple respeto humano? ¡Y todas esas almas atrapadas en las llamas, porque no tenemos el valor de satisfacer sus deseos! ¡Pobres padres y pobres madres, ustedes están siendo sacrificados por la felicidad de sus hijos y parientes! ¡Tal vez ustedes hayan descuidado su propia salvación para construir sus fortunas, y ahora están siendo traicionados por las buenas obras que dejaron de hacer mientras aún estaban vivos! ¡Pobres padres!

¡Cuánta ceguera es olvidar nuestra propia salvación!

Tal vez me dirás: “Nuestros padres eran personas buenas y honradas. No hicieron nada tan grave como para merecer esas llamas”. ¡Ah! Si supieras cuánto menos necesitaban hacer para caer en esas llamas… Vean lo que dijo Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron de manera extraordinaria. Él reveló a uno de sus amigos que Dios lo había llevado al purgatorio por haberse enorgullecido de un pensamiento sobre su propio conocimiento. Lo más sorprendente fue que allí se encontraban verdaderos santos, muchos de los cuales ya habían sido canonizados por la Iglesia, y que estaban pasando por las llamas del purgatorio.

San Severino, arzobispo de Colonia, apareció a uno de sus amigos mucho tiempo después de su muerte y le dijo que había pasado un largo tiempo en el purgatorio por haber retrasado las oraciones del breviario que debía recitar por la mañana y haberlas hecho por la noche.

¡Oh, cuántos años de purgatorio pasarán esos cristianos que no tienen el menor escrúpulo en retrasar sus oraciones para otra hora, solo por la excusa de tener algo más importante que hacer!

Si realmente deseáramos la felicidad de poseer la visión beatífica de Dios, evitaríamos tanto los pecados mortales como los veniales, ya que la separación de Dios constituye un tormento tan terrible para esas almas.