TODO POR CUSTODIAR A UNA PIEDRA [CRÓNICA]

“El Trabajo del Instituto del Verbo Encarnado en Tierra Santa quiere ser un granito de arena al aporte multisecular y heroico de la Custodia franciscana durante alrededor de 800 años y con la Iglesia peregrina en Jerusalén y en Medio Oriente en cualquiera de sus comunidades cristianas, que son los Santuarios vivos del Pueblo de Dios.”[1] Así, con estas palabras, de un modo muy sintético, resumía nuestro Padre fundador el trabajo del IVE en las tierras de Medio Oriente. ¿Qué decir entonces, cuándo, por gracia de Dios, nos es posible visitar, conocer, rezar en los lugares donde el Verbo Encarnado vivió, actuó, predicó? ¿Qué podemos decir entonces cuándo recibimos el don inconmensurable de ofrecer el Santo Sacrificio en estos lugares? Es la memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, siendo actualizada en lugares impares en la historia del cristianismo.

Por gracia de Dios, el pasado lunes (12/05), con los monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, en Séforis, pudimos realizar un día de peregrinación, siendo que el lugar pensado para conocer un poco mejor fue nada menos que la sede de la Iglesia Madre, la ciudad de Jerusalén.

 Habiendo apuntado un horario para poder celebrar la Santa Misa en el Santo Sepulcro a las 6:00, estuvieron también presentes algunos de nuestros sacerdotes misioneros. Ya por aquí me quedo, dejando para otro momento lo demás que ocurrió en el día, para intentar describir bien, o mejor, compartir lo que se pueda del sentimiento que ha dado vueltas y vueltas en mi corazón desde los días previos y especialmente en el momento de ofrecer el  Santo Sacrificio ahí, en la Tumba del Santo Sepulcro, en el altar sobre la roca que señaliza exactamente el lugar de la Resurrección de Cristo y que, por supuesto, fue el único testigo del hecho admirable de dicha Resurrección de entre los muertos del Hijo de Dios, que murió para redimir al hombre y resucitó para darnos una vida inmortal.

El Evangelio nos dice que la primera peregrinación a la tumba de Jesús tuvo lugar en la madrugada del domingo, es decir, del primer día de la semana. A ejemplo de las santas mujeres nosotros nos desplazamos en dirección a Jerusalén, saliendo de la casa de los padres en Bethlehen a las 4:30 de la mañana, llegando temprano a la basílica del Santo Sepulcro. Estaban terminando su oficio litúrgico en la tumba los griegos ortodoxos, con sus liturgia cantada e incienso ininterrumpido que subía al Cielo en la penumbra de la noche que se terminaba, y en la alborada del día que estaba por empezar.

A las 5:55, ya revestidos con los ornamentos sacerdotales y preparados, nos dirigimos a la Edicola, saliendo de la sacristía de los Frailes Franciscanos. Era muy grande lo que iba a suceder a partir de ahí.

Comenzamos la Santa Misa, siguiendo el proprio de la Misa del Domingo de Pascua, una gracia permitida a los que celebran en el Santo Sepulcro. La Misa transcurrió normalmente -lo que por sí solo ya es una cosa magnífica- y en los distintos momentos dónde uno puede hacer una pausa silenciosa entre las oraciones, fue posible contemplar lo que yacía delante nuestro.

Resonaban en mi mente fragmentos sueltos del Evangelio que tenían conexión con aquel lugar: “María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.” (Jn 20,1) / “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16,3) / “Encontraron corrida la piedra del sepulcro.” (Lc 24,2) / “…un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima.” (Mt 28,2) / “Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.” (Lc 24,5-6) / “No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho.” (Mt 28,6) / “Entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús.” (Lc 24,3) / “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron.” (Mc 16,6)

Por supuesto que le miraba: tenía varias veces la mirada fija ahí, en esta piedra, piedra que fue testigo del hecho de la resurrección de un Dios que había muerto por el hombre, su criatura. Suena como locura esto, ¿verdad?; pero es que así fue. Nosotros no fuimos testigos del momento histórico, pero hemos recibido la predicación desde los apóstoles hasta nuestros días, y en esto creemos: “La Resurrección pertenece al centro del Misterio de la fe, que transciende y sobrepasa a la historia.”[2]

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, ha exclamado que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe[3], pero sabemos la verdad. Creemos y profesamos que Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, muerto por nosotros los hombres, en el Calvario el Viernes Santo, ha bajado a los infiernos, ha vencido la muerte con su muerte, para traernos la vita: Mors et vita duelo, conflixere mirando –canta la secuencia del Victimae Paschalis el domingo de Pascua- y al final, Dux vitae mortuus, regnat vivus.

Cristo ha resucitado verdaderamente, existe un signo esencial que fue testigo de esta verdad: la piedra del santo Sepulcro. “Ciertamente que lo que más nos movió a prestar el servicio de misioneros para Tierra Santa fue la presencia de un lugar, único en el mundo, que se ha constituido para todos como ‘un signo esencial’ de la Resurrección como ‘acontecimiento histórico y transcendente’: el sepulcro vacío.”[4], nos dejó escrito nuestro fundador en su último libro; y poder celebrar la Santa Misa en este preciso lugar, es algo excepcional. Sé que muchos de los nuestros ya lo han hecho, y creo que para cada uno esto conlleva un sentimiento muy particular que nos marca y nos anima, cada uno a su modo, a seguir el trabajo misionero que nos ha sido encomendado.

Entiendo el motivo por el cual el padre ha querido que los misioneros que fuesen enviados a estas tierras, a Tierra Santa, se preparasen también conociendo, estudiando a la historia, a la geografía de la tierra por donde Jesús vivió, pues, él mismo escribió: “Junto a la ‘historia de la salvación’ existe una ‘geografía de la salvación’. Por tanto, los lugares santos tienen el privilegio de ofrecer a la fe un irrefragable sustento, permitiendo al cristiano venir en contacto directo con el ambiente, en el cual ‘el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros’.[5] Todo el trabajo de nuestra pequeña familia religiosa aquí en estas tierras consiste en ayudar, aunque sea en forma de un granito de arena, a custodiar a una piedra.

Con el prefacio Pascual III, en el Misal Romano, rezamos: Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre. Y con la Santa Misa celebrada ahí, en el Santo Sepulcro, rebosantes de gozo pascual, ofrecimos en el Señor el sacrificio en el que tan maravillosamente renace y se alimenta la Iglesia.[6]

Por fin, hay un pasaje de San Pablo a los Corintios que hermosamente podría concluir estas palabras, dejándonos la síntesis de la fe y la esperanza que nos mueve a seguir adelante en el anuncio de Cristo Resucitado:

Mirad, os voy a declarar un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’. El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de Nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, mantenemos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.”[7]

Y pensar que todo esto solamente es posible porque hay una piedra a ser custodiada…

 

P. Harley D. Carneiro, IVE

Misionero en Tierra Santa.

[1] El Señor es mi Pastor, p. 504

[2] El Señor es mi Pastor, p. 503

[3] 1Cor 15,14

[4] El Señor es mi Pastor, p. 497

[5] El Señor es mi Pastor, p. 498

[6] Cfr. Oración sobre las ofrendas, Misa del Domingo de Pascua

[7] 1Cor 15,51-58

SOBRE LA ORACIÓN [Parte II]

II. La segunda razón por la cual debemos recurrir a la oración es que todas las ventajas se vuelven contra nosotros si no lo hacemos. El buen Dios quiere que seamos felices y sabe que solo por medio de la oración podemos lograrlo. Además, hermanos míos, ¿qué mayor honor puede haber para una criatura humilde como nosotros que Dios esté dispuesto a descender tan bajo como para hablarnos con tanta familiaridad, como un amigo habla con otro? Ved la bondad que Él nos ha mostrado permitiéndonos compartir con Él nuestras penas. Y este buen Salvador se apresura a consolarnos, a sostenernos en nuestras pruebas, o mejor dicho, sufre por nosotros. Decidme, hermanos míos, ¿si no orásemos, no estaríamos renunciando a nuestra salvación y a nuestra felicidad en la tierra? Pues sin la oración sólo podemos ser desgraciados, y con la oración tenemos la certeza de obtener todo lo que necesitamos para el tiempo y para la eternidad, como veremos.

Primero os digo, hermanos míos, que todo ha sido prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración lo obtiene todo cuando es bien hecha: esta es una verdad que Jesucristo nos repite en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. La promesa que Jesucristo nos hace es explícita: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá… Y todo lo que pidáis con fe en la oración, lo recibiréis”. Jesucristo no se contenta con decirnos que la oración bien hecha lo obtiene todo. Para convencernos aún más, nos lo asegura con un juramento: “En verdad, en verdad os digo que, si pedís algo a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá”. Por las palabras del mismo Jesucristo, hermanos míos, me parece que sería imposible dudar del poder de la oración. Además, hermanos míos, ¿de dónde puede venir nuestra desconfianza? ¿Será de nuestra indignidad? Pero el buen Dios sabe que somos pecadores y culpables, que nos apoyamos en su infinita bondad y que es en su nombre que oramos. ¿Y no está acaso nuestra indignidad cubierta y oculta por sus méritos? ¿Será porque nuestros pecados son demasiado terribles o demasiado numerosos? ¿Pero no le es tan fácil a Él perdonarnos mil pecados como uno solo? ¿Acaso no fue sobre todo por los pecadores que Él dio su vida? Escuchad lo que nos dice el santo Rey-Profeta cuando se pregunta si alguien ha orado al Señor y no ha sido escuchado: “En verdad, Señor, Tú eres bueno y clemente, lleno de misericordia para todos los que te invocan”.

Veámoslo por medio de algunos ejemplos, que os facilitarán la comprensión. Ved a Adán, después de su pecado, pedir misericordia. El Señor no solo lo perdonó a él, sino también a todos sus descendientes; le envió a su Hijo, que tuvo que encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved el caso de los ninivitas, que eran tan culpables que el Señor les envió a su profeta Jonás para avisarles de que iba a destruirlos de la manera más terrible, es decir, con fuego del cielo. Todos ellos se entregaron a la oración, y el Señor les concedió el perdón. Incluso cuando el buen Dios estaba dispuesto a destruir el universo con un diluvio universal, si esos pecadores hubieran recurrido a la oración, habrían tenido la certeza de que el Señor los perdonaría. Yendo más lejos, miremos a Moisés en la montaña, mientras Josué lucha contra los enemigos del pueblo de Dios. Mientras Moisés ora, ellos vencen; pero en cuanto deja de orar, son derrotados. Ved también al mismo Moisés, que intercede ante el Señor por treinta mil culpables que el Señor había decidido destruir: con sus oraciones, obligó al Señor —por así decirlo— a perdonarlos. “No, Moisés”, le dijo el Señor, “no pidas misericordia para este pueblo; no quiero perdonarlo”. Moisés insistió, y el Señor, vencido por las oraciones de su siervo, los perdonó.

¿Qué hace Judit, hermanos míos, para liberar a su nación de este enemigo formidable? Comienza por orar, y llena de confianza en Aquel a quien acaba de orar, va donde Holofernes, le corta la cabeza y salva a su nación. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió a su profeta para decirle que pusiera en orden sus asuntos, porque iba a morir. Entonces se postra ante el Señor, suplicándole que no lo lleve aún de este mundo. El Señor, conmovido por su oración, le concedió quince años más de vida. Yendo más lejos, mirad al publicano que, reconociendo su culpa, va al templo a pedir perdón al Señor. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados fueron perdonados. Mirad a la pecadora que, postrada a los pies de Jesucristo, le reza con lágrimas. ¿No le dice Jesucristo: “Tus pecados te son perdonados”? El buen ladrón ora en la cruz, a pesar de estar cargado con los crímenes más graves: Jesucristo no solo lo perdona, sino que le promete que ese mismo día estará con Él en el cielo. Sí, hermanos míos, si tuvierais que nombrar a todos aquellos que obtuvieron el perdón por medio de la oración, tendríais que nombrar a todos los santos que fueron pecadores, pues fue solamente a través de la oración que lograron reconciliarse con el buen Dios, que se dejó tocar por sus súplicas.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.