SOBRE LA ORACIÓN [Parte IV]

Debemos orar con frecuencia, hermanos míos, pero debemos redoblar nuestros esfuerzos en los momentos de prueba y de tentación. He aquí un buen ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempos del emperador Licinio, se quería que todos los soldados ofrecieran sacrificios al demonio. Cuarenta de ellos se negaron, diciendo que los sacrificios se debían sólo a Dios y no al demonio. Se les hicieron toda clase de promesas. Viendo que nada los vencía, fueron condenados, tras muchos tormentos, a ser arrojados desnudos a un estanque de agua helada durante una noche entera, en pleno invierno, para que murieran de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, se decían unos a otros: “Amigos míos, ¿qué nos queda ahora sino arrojarnos en manos del Dios Todopoderoso, de quien solo debemos esperar la fuerza y la victoria? Recurramos a la oración, y oremos sin cesar para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que los cuarenta tengamos la dicha de perseverar”. Pero, para tentarlos, se colocó cerca un baño caliente. Desgraciadamente, uno de ellos perdió el valor, abandonó la lucha y entró en el baño caliente, pero al entrar perdió la vida. El hombre que los vigilaba vio descender del cielo treinta y nueve coronas, faltando una. “¡Ah!, exclamó, ¡es de este desgraciado que abandonó a los demás!” Entonces tomó su lugar, recibió la cuadragésima y fue bautizado en su sangre. Al día siguiente, como aún respiraban, el gobernador ordenó que los arrojaran al fuego. Después de haberlos colocado en un carro, con excepción del más joven, a quien todavía esperaban hacer ceder, la madre, que presenciaba todo, exclamó: “¡Ah, hijo mío, ten valor! ¡Un momento de sufrimiento te merecerá una eternidad de felicidad!” Y tomándolo ella misma, lo subió al carro con los demás; llena de alegría, lo condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. No dejaron de orar durante todo su martirio, tan convencidos estaban de que la oración es el medio más poderoso de atraer sobre nosotros el auxilio del cielo. Vemos que san Agustín, después de su conversión, se retiró durante mucho tiempo a un pequeño desierto para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Ya como obispo, pasaba gran parte de la noche en oración. San Vicente Ferrer, que convirtió tantas almas, solía decir que nada era tan poderoso para convertir a los pecadores como la oración; que era como un dardo que penetraba en el corazón del pecador.

Sí, hermanos míos, podemos decir que la oración lo consigue todo: es la oración la que nos hace conscientes de nuestros deberes, la que nos hace ver el estado miserable de nuestra alma después del pecado, la que nos dispone para recibir los sacramentos; la que nos hace comprender cuán poco valen la vida y los bienes de este mundo, para que no nos apeguemos a ellos; la que nos infunde el saludable temor de la muerte, del juicio, del infierno y de la pérdida del cielo. ¡Oh, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de orar como conviene, qué pronto seríamos santos penitentes! Vemos que san Hugo, obispo de Grenoble, en su enfermedad, no se contentaba con decir el “Padrenuestro”. Le dijeron que eso podía agravar su mal. “¡Ah, no! –respondió él–, por el contrario, lo alivia”.

Dijimos, hermanos míos, que la tercera condición para que nuestra oración sea agradable a Dios es la perseverancia. A menudo vemos que el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos; es para hacérnoslo desear más, o para que lo apreciemos más. Esta demora no es una negativa, sino una prueba que nos prepara para recibir con mayor abundancia lo que pedimos. Veamos a san Agustín, que durante cinco años pidió a Dios la gracia de su conversión. Veamos a santa María Egipcíaca, que durante diecinueve años pidió al buen Dios la gracia de librarla de los pensamientos impuros. Pero, ¿qué hacían los santos? Esto es lo que hacían: perseveraban siempre en pedir, y por su perseverancia obtenían siempre lo que pedían al buen Dios. En cuanto a nosotros, aunque estemos todos cubiertos de pecados, si el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos, pensamos que no quiere dárnoslo y dejamos de orar. No, hermanos míos, no era así como se comportaban los santos en la perseverancia: pensaban siempre que no eran dignos de ser escuchados y que, si Dios les concedía algo, era sólo por su misericordia y no por su mérito. Por eso digo que, cuando oramos, aunque parezca que el buen Dios no escucha nuestras súplicas, no debemos cansarnos de orar, sino continuar siempre. Si el buen Dios no nos concede lo que le pedimos, nos concede otra gracia más ventajosa para nosotros que aquella que pedimos. Tenemos un ejemplo de cómo debemos perseverar en la oración en la persona de aquella mujer cananea, que se dirigió a Jesucristo para pedir la curación de su hija. ¡Ved su humildad, su perseverancia, etc.!

He aquí otro ejemplo admirable del poder de la oración. Se lee en la historia de los Padres del Desierto que los católicos fueron a ver a un santo cuya fama se extendía por todas partes, para pedirle que fuera a confundir a cierto hereje, cuyos discursos seducían a mucha gente. Este santo discutió con aquel desgraciado, sin lograr que reconociera su error; era un hombre que parecía haber nacido sólo para perder almas. Viendo que con sus desvíos quería hacer creer que no estaba equivocado, el santo le dijo: “Desgraciado, el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vayamos ambos, y con toda esta gente como testigo, al sepulcro: invocaremos al buen Dios sobre el primer muerto que encontremos, y nuestras obras demostrarán nuestra fe”. El hereje pidió al santo que esperara hasta el día siguiente; el santo aceptó. Al día siguiente, el pueblo, deseoso de conocer el resultado, se agolpó en el sepulcro. Esperaron hasta las tres de la tarde, pero el santo fue informado de que su adversario había huido durante la noche y se había retirado a Egipto. San Macario condujo entonces al cementerio a todas las personas que esperaban el resultado de su conferencia, especialmente a aquellos que habían sido engañados por aquel desgraciado. Deteniéndose ante una tumba, se arrodilló, oró durante algún tiempo y, dirigiéndose al cadáver más antiguo allí sepultado, le dijo: “Escúchame, hombre: si aquel hereje hubiera venido aquí conmigo y yo hubiera invocado delante de él el nombre de Jesucristo, mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe?” Ante estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo habría hecho de inmediato, como lo hacía ahora. San Macario le dijo: “¿Quién eres y en qué época del mundo viviste? ¿Conoces a Jesucristo?” El muerto respondió que había vivido en tiempos muy antiguos, pero que nunca había oído hablar del nombre de Jesucristo. Entonces san Macario, viendo que todos estaban perfectamente convencidos de que aquel desgraciado hereje era un impostor, le dijo: “Duerme en paz hasta la resurrección general”. Y todos se retiraron alabando a Dios, que había manifestado tan claramente la verdad de nuestra santa religión. En cuanto a san Macario, regresó a su desierto para continuar su penitencia.

¿Veis, hermanos míos, el poder de la oración cuando se hace bien? ¿No estaréis de acuerdo conmigo en que, si no obtenemos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con un corazón suficientemente puro, con una confianza suficientemente grande, o porque no perseveramos lo suficiente en la oración? No, hermanos míos, Dios nunca ha rechazado ni rechazará jamás a quienes le pidan alguna gracia como conviene. Sí, hermanos míos, es el único recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para tocar el corazón de Dios y para atraer sobre nosotros toda clase de bendiciones del cielo, tanto para el alma como para las cosas temporales.

De donde concluyo que, si permanecemos en el pecado, si no nos convertimos, si nos encontramos tan desgraciados en las penas que el buen Dios nos envía, es porque no oramos o oramos mal. Sin la oración, no podemos recibir dignamente los sacramentos; sin la oración, nunca conoceréis el estado al que el buen Dios os llama. Sin la oración, sólo podemos ir al infierno. Sin la oración, nunca gustaremos las dulzuras que provienen del amor a Dios. Sin la oración, todas nuestras cruces no tienen mérito. ¡Oh, cuántos consuelos encontraríamos en la oración, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de saber orar correctamente! Por eso, no oremos nunca sin pensar bien con quién hablamos y qué queremos pedir a Dios. Sobre todo, hermanos míos, oremos con humildad y confianza, y así tendremos la dicha de obtener todo lo que deseamos, si nuestras súplicas están conformes con Dios. Esto es lo que os deseo…

Fonte: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.