Cuando uno entra en la Via Della Conciliazione, en Roma, subiendo desde el Río Tíber en dirección a la Colina del Vaticano, al llegar a la entrada de la Plaza de San Pedro, la sensación que uno tiene es la de estar delante de algo magnánimo, grandioso. Es algo que se puede más que sentir, se puede tocar.
Al caminar unos metros más, en dirección a la Basílica, pasando por el centro de la Plaza, esta sensación va tomando nuevos matices que se complementan. Uno se da cuenta de que no solamente está delante de algo grandioso, sino que también se encuentra delante de una estructura muy acogedora; parece que te abraza, te envuelve en este conjunto que es impar en el mundo. Dos brazos gigantes te abrazan, te conducen para que entres más, para que vayas más adentro.
Antes de subir la escalinata que conduce y da acceso a la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, encontramos dos monumentos también magníficos, uno a la derecha y otro a la izquierda de la Basílica. Son dos imágenes del siglo XIX, que, junto con su base, suman casi 12m de una solidez e imponencia cautivante.
A la izquierda, tenemos el imponente pescador de Galilea, transformado en el Príncipe de los Apóstoles, cabeza visible de una institución divina fundada por el mismo Hijo de Dios encarnado para prolongar su obra y llevar la redención a todos los pueblos, uniendo tierra y Cielo con el poder dado por el mismo Dios, que solemos llamar “el poder de las llaves”. Por esto lleva en sus manos las llaves del Reino de los cielos.
A la derecha, tenemos el intrépido apóstol de los gentiles, el que trabajó como ningún otro para que la palabra de Jesús llegara al máximo de corazones posible; sufriendo y uniéndose a su Señor al punto de llegar a exclamar: Vivo, pero no soy yo quién vivo, es Cristo quién vive en mí. Tuvo como arma empuñada siempre la Palabra de Dios, representada en la espada que lleva consigo la monumental estatua a la que nos referimos.
Son dos columnas gigantes vigilando como centinelas y acogiendo como pastores a todos los peregrinos y fieles que vienen hacia el corazón de la Iglesia desde los distintos confines del orbe.
Hoy es el día en que celebramos la solemnidad dedicada a ambos. San Pedro y San Pablo, apóstoles, columnas de la Iglesia.
San Agustín empezaba un sermón sobre estos dos apóstoles excepcionales con las siguientes palabras:
“El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.”
Y en otro lugar en el mismo sermón, San Agustín seguía diciendo:
“En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueron martirizados en días diversos: primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina.”
Yo agregaría otro punto para que imitemos a estos dos gigantes de nuestra fe: su amor por la Iglesia. En definitiva, ellos no solamente dieron sus vidas para extender la Iglesia sobre todo el orbe, sino que también dejaron las enseñanzas sublimes compiladas en sus cartas inspiradas, ratificando toda la obra evangelizadora, continuando lo que Cristo Señor les había mandado antes de su partida de este mundo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda criatura. Sin embargo, para imitar el amor de los apóstoles por la Iglesia, podríamos preguntarnos: ¿Por qué amo la Iglesia Católica? o ¿Por qué debo amar a la Iglesia?
A esto vamos en este sermón. Me gustaría que reflexionemos unos instantes sobre lo que fundamenta -o debería fundamentar- el amor que tenemos por la Iglesia. Por supuesto que aquí mencionaré solamente algunos de los motivos existentes:
- En primer lugar, debemos amar la Iglesia porque es una obra del mismo Cristo. Como podemos leer en el Evangelio de Mateo (16,18) en que Jesús le dice a Pedro: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y como el amor alcanza no solamente al ser amado, sino que también se extiende hacia sus obras, más todavía siendo divinas como las de Cristo, con mucha más razón debemos amarla.
- También debemos amar a la Iglesia pues se trata del mismo Cristo: “La Iglesia es Jesucristo continuado, difundido y comunicado; es como la prolongación de la Encarnación redentora…” (Dir. Espiritualidad, 227). Es justamente San Pablo, columna de la Iglesia quien, inspirado por el Espíritu Santo, nos habla de la Iglesia como el mismo Cuerpo de Cristo, su Cuerpo Místico.
- Otro motivo que podemos señalar para fundamentar nuestro amor por la Iglesia es que por ella nosotros somos conducidos al puerto de nuestra salvación eterna. En efecto, Jesucristo cuando se aparece a los suyos después de su resurrección, en el cenáculo, el Domingo mismo de Pascua, les sopla el Espíritu Santo, diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
- También debemos amar a la Iglesia pues ella es la que nos trasmite los sacramentos: nos limpia de toda mancha del pecado original en el Bautismo y nos hace hijos de Dios; nos vigoriza y fortalece con el Pan de los Ángeles en la Eucaristía; nos cura y restituye la gracia en la Penitencia; nos configura con Cristo y nos da fuerza para defender nuestra fe con la Confirmación; nos auxilia en los momentos de enfermedad y sufrimientos en los últimos instantes de la vida con la Unción de los Enfermos. Sin contar con los auxilios para los diversos estados de vida, como con el sacramento del Orden por el cual tenemos al sacerdote, ministro que nos administra todos los demás sacramentos; también el sacramento del Matrimonio, que une a los esposos con lazos inquebrantables delante de Dios y los hombres, y les da la gracia de santificarse y engendrar hijos.
Podríamos seguir poniendo muchos motivos aquí para amar a la Iglesia, pero, para ir finalizando, un último, pero no menos importante, es el hecho de que la Iglesia es la única que nos presenta a María Santísima como nuestra Madre del Cielo.
Jesús, cuando estaba por consumar su sacrificio redentor en lo alto del Gólgota, veía que a los pies de la cruz estaba el discípulo amado y María su Madre, y mirando a ambos, les entregó uno al otro como madre e hijo: Mujer, he ahí a tu hijo; Hijo, he ahí a tu Madre. Desde aquel momento en adelante, el discípulo la asumió como suya, la llevó a su casa.
Cuando el soldado traspasa el costado de Cristo, y de él brota Sangre y Agua, muchos de los santos padres reconocen ahí el nacimiento de la Iglesia. Muere Cristo, la cabeza, y nace la Iglesia, su Cuerpo Místico. La misma Madre que dio la luz a la cabeza es la que da a luz al Cuerpo. Por eso, María es también Madre de la Iglesia, y madre de cada uno de los hijos de la Iglesia.
A ella, justamente, le pedimos en este día, que nos conceda, juntamente con los Apóstoles Pedro y Pablo, a quiénes celebramos su fiesta, la gracia de poder ser fieles a nuestro llamado a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y que nos alcance también la gracia de amar cada vez más a la Iglesia y reconocer en ella todos los bienes que el Señor le tiene confiados para que nos transmita en nuestra vida peregrina en esta tierra.
Ave María Purísima.
P. Harley D. Carneiro, IVE