La oración

Conversación familiar del alma con Dios

Mi Señor Jesús… Orar es miraros, y, puesto que Vos estáis siempre ahí, si yo os amo verdaderamente, ¿no os miraré sin cesar? Aquel que ama y que está delante del Bienamado, ¿puede hacer otra cosa distinta que tener sus miradas en Él?… «Enséñanos a orar, como decían los Apóstoles… ¡Oh, Dios mío!, el lugar y el tiempo están bien escogidos; estoy en una pequeña habitación, es de noche, todo duerme, no se siente más que la lluvia y el viento, y algunos gallos lejanos que recuerdan, ¡ay!, la noche de vuestra Pasión… Enseñadme a orar, Dios mío, en esta soledad y recogimiento.

—Sí, hijo mío; es necesario que ores sin cesar; ora haciendo todo lo que hagas: leyendo, trabajando, andando, comiendo, hablando, es necesario siempre tenerme delante de los ojos, mirarme constantemente y hablarme más o menos, según tú puedas, pero mirándome siempre.

La oración es la conversación familiar del alma con Dios; la oración no encierra otra cosa; no es ni meditación propiamente dicha, ni oraciones vocales; pero se acompaña, en un mayor o menor grado, de la una y de las otras. La meditación es la reflexión atenta sobre cualquier verdad que la mente busca profundizar a los pies de Dios. La meditación está siempre más o menos mezclada de oración, pues es necesario llamar a Dios en nuestra ayuda de cuando en cuando para conocer lo que se busca, y también para gozar de su Presencia y no estar mucho tiempo tan cerca de Él sin decirle ni una palabra de ternura…

—Tus oraciones vocales, Oficio Divino, Rosario, Via Crucis, me gustan, me honran.  Me parece bien que sí, que los hagas; son un ramillete que me ofreces, un bonísimo y divino regalo, aunque tú seas tan pequeño… «Tú eres un niñito, pero, en mi bondad, te permito coger en mi maravilloso jardín las más bellas rosas para ofrecérmelas; de tal suerte, que, siendo tan poca cosa como eres, en una media hora o tres cuartos de hora, y sobre todo cuando es más, me haces un maravilloso ramo… ¿Me comprendes?… Y este ramo me gusta que venga de tus manos, querido mío, porque tú sabes que aunque seas poca cosa y estés lleno de defectos, eres mi hijo y, por consiguiente, te amo; te he creado para el Cielo; mi Hijo único te ha rescatado con su Sangre; te ha hecho más, hijo mío, te ha adoptado por hermano; te amo, y después has escuchado su voz y puedes decir lo que yo mismo he dicho: «Si te he amado cuando no me conocías, con mayor razón ahora, que, aun y todo siendo lo pobre y pecador que eres, deseas serme grato.» Tú ves perfectamente que Yo soy grande y tú pequeño; Yo, hermoso; tú, bien feo; Yo, riquísimo, y tú, pobrísimo; Yo, sabio, y tú, bien ignorante; sin embargo, deseo tu ramo cotidiano, tus rosas de la mañana y de la tarde; las deseo, porque estas rosas que te permito coger en mi jardín son bellas, y las deseo porque te amo, aun todo lo pequeño y malo que eres, hijito mío.»

—¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué suaves y claras son vuestras palabras, y cómo veo bien lo que no había visto del todo!… ¡Gracias, gracias, Dios mío! ¡Qué bueno sois!

 

San Charles de Foucauld

Yo, mi vida presente, examen de virtud, fe

De los escritos de san Charles de Foucauld

En todo, tener siempre presente a Dios sólo; Dios es nuestro Creador, nosotros somos posesión suya; debemos dar frutos para Él, como el árbol para su dueño… Dios es el ser infinitamente amado, debemos amarle desde lo más profundo de nuestra alma, y, por consiguiente, mirarle sin cesar, tenerle constantemente presente y hacer todo lo que hagamos por Él, como cuando se ama se hace todo por el Ser amado…  Recibimos todo de Dios: el ser, la conservación, el cuerpo, la mente; habiéndolo recibido todo de Él, justo es que correspondamos en todo. «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.» Lo que es de Dios es todo nuestro ser, todos nuestros instantes, los latidos de nuestro corazón, pues todo procede de Él y no es más que para Él.

Vos no habéis podido tener fe, mi Señor Jesús, puesto que teníais la clara visión de todo… Pero nos lo habéis ordenado sin cesar por medio de vuestras palabras. La fe es lo que nos hace creer, desde lo profundo del alma, todos los dogmas de la religión, todas las verdades que la religión nos enseña, el contenido de la Santa Escritura, y todas las enseñanzas del Evangelio; en fin, todo lo que nos es propuesto por la Iglesia… El justo vive verdaderamente de esta fe, pues ella reemplaza para él a la mayor parte de los sentidos de la naturaleza; transforma de tal manera todas las cosas, que difícilmente aquellos pueden servir al alma, que no recibe por ellos más que engañadoras apariencias, la fe le muestra las realidades. La vista le hace ver a un pobre, la fe le muestra a Jesús; el oído le hace escuchar injurias y persecuciones, la fe le canta: «regocíjate y alégrate de gozo». El tacto nos hace sentir las pedradas, la fe nos dice: «¡Tener una gran alegría, por haber sido juzgados dignos de sufrir cualquier cosa por el nombre de Cristo!» El paladar nos hace gustar un poco de pan sin levadura, la fe nos muestra a Jesús Salvador, Hombre y Dios, Cuerpo y Alma. El olfato nos hace sentir el olor del incienso, la fe nos dice que el verdadero incienso «son los ayunos de los santos»… Los sentidos nos seducen por medio de las bellezas creadas, la fe piensa en la Belleza increada y tiene piedad de todas las criaturas que son como una nada y polvo al lado de esta Belleza divina… Los sentidos tienen horror del dolor, la fe lo bendice como la corona de desposorios que le une a su Bienamado… Los sentidos se rebelan contra la injuria, la fe la bendice: «bendecid a aquellos que os maldicen»; la encuentra merecida, pues piensa en sus pecados; la encuentra suave, pues esto es participar de la misma suerte que Jesús. Los sentidos son curiosos; la fe no quiere conocer nada; tiene sed de sepultarse y quisiera pasar toda su vida al pie del Tabernáculo… Los sentidos aman la riqueza y el honor, la fe los tiene horror: «Todo engreimiento es abominación delante de Dios…» ¡Bienaventurados los pobres! Y ella adora la pobreza y la abyección, de la cual Jesús se cubrió toda su vida como con un vestido que le era inseparable… Los sentidos tienen horror del sufrimiento, la fe te lo bendice, como un don venido de la mano de Jesús, como una parte de su Cruz, que Él se digna darnos a llevar… Los sentidos se espantan de lo que ellos llaman peligro, de lo que puede ocasionar el dolor o la muerte; la fe no se espanta de nada, sabe que no ocurrirá nada que no proceda de Dios: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados», y todo lo que Dios querrá, será siempre para su bien… «Todo lo que sucede es para el bien de los elegidos…» Así, cualquier cosa que pueda ocurrir, pena o alegría, salud o enfermedad, vida o muerte, la fe está contenta de antemano y no tiene miedo de nada… Los sentidos están inquietos por el mañana, se preguntan cómo vivirán al día siguiente; la fe no tiene ninguna inquietud. «No estéis inquietos—dijo Jesús—; ved las flores de los campos y los pájaros; Yo los alimento y los visto… Vosotros valéis más que ellos… Buscad a Dios y su Justicia y todo os será dado por añadidura…»

Los sentidos están ligados a la guarda de la presencia de la familia, la posesión de los bienes; la fe se apresura a hacer desaparecer lo uno y lo otro; «Aquel que haya dejado por Mí a su padre, su madre, casa, campo, recibirá el céntuplo en este mundo y en el otro la vida eterna.» Así, pues, la fe es iluminada totalmente por una nueva luz, diferente de la de los sentidos, más brillante y diferente… Así, aquel que vive de la fe tiene el alma llena de ideas nuevas, de nuevos gustos y juicios; éstos son horizontes maravillosos, iluminados por una luz celestial y hermosa de la Belleza divina… Envuelto de estas verdades enteramente nuevas, de las que el mundo no duda, comienza necesariamente una nueva vida, opuesta al mundo, al que estos actos parecen una locura… El mundo está en tinieblas, en una noche profunda; el hombre de fe vive en plena luz…

APRENDER A AMAR A DIOS

Maestro, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida? – Lc 10, 25-37

Es interesante notar en el Evangelio de este domingo, que cuando el doctor de la Ley le interroga al Señor sobre las cosas que uno debe hacer para alcanzar la Vida Eterna, Nuestro Señor le responde remitiéndose a la Ley (algo que ellos deberían ser expertos, al final, eran doctores de la Ley): “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Al contestar de vuelta, el escriba pronuncia este texto que tan bien grabado tenían en su memoria, el Shemá Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.” Su respuesta estaba correcta, el Señor Jesús lo confirma diciendo que el que obra así, alcanzará la vida.

El doctor de la Ley quería algo más, quería justificar su intervención, dice el Evangelista, y por esto le vuelve a preguntar a Nuestro Señor: “¿Y quién es mi prójimo?” Aquí lo que llama la atención y que quería que reflexionásemos un instante, es que, esta segunda pregunta del doctor de la Ley no pide explicación sobre la primera parte del mandamiento que Dios había dejado en la Ley de Moisés: Amarás al Señor, tu Dios… Sino que hace referencia a la segunda parte del mandamiento: …y a tu prójimo como a ti mismo.

Ambas partes del mandamiento mayor de la Ley de Moisés hacen referencia al amor, lo que cambia es el objeto en quién recae este amor. El P. Alfredo Sáenz, S.J. decía cierta vez que “dos amores constituyen la esencia de nuestra vida cristiana, dos amores que resumen el contenido de los diez mandamientos, que Dios intimara a su pueblo en el Antiguo Testamento, aquellos mandamientos a que aludía la primera lectura, ‘que no son superiores a nuestras fuerzas ni están fuera de nuestro alcance’: el amor a Dios y el amor al prójimo.” Y seguía diciendo el Padre Sáenz con una linda imagen de como estos dos amores se entrecruzan: “Una dimensión vertical: el amor a Dios. Y una dimensión horizontal: el amor a los pobres. Por cierto que no es fácil llevar, sin disociarlos, el travesaño vertical y el travesaño horizontal del amor que se encarna en una cruz donde se encuentran, uno en dependencia del otro, los dos mandamientos de la caridad.”[1]

En el Evangelio de hoy, el Señor ha querido limitarse a explicar en qué consiste el amor al prójimo, y para lo cual, utilizó la famosa parábola del buen samaritano. Se entiende también que esta fue la segunda pregunta del escriba que quería probarlo, motivo por el cual ahí se detiene el Señor. La duda de los escribas y fariseos era sobre el amor que uno debe dar al prójimo, pues se manifestaba muchas veces en obras exteriores, y estas cosas eran muy apreciadas por ellos, querían hacerlas para aparecer delante de los demás, por esto está esa famosa advertencia de Nuestro Señor: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres. El amor a Dios era algo que ellos ya lo cumplían -al menos ritualmente-, cumpliendo todos los preceptos mandados en la ley.

Cuando el Señor pone de relieve que, para alcanzar la vida, es necesario el cumplimiento del mayor mandamiento de la Ley, aplicándolo a nuestros tiempos, me parece que podríamos invertir el orden del cuestionamiento del escriba. En aquél entonces, ellos tenían problemas en poner por práctica con verdadero espíritu de caridad desinteresada, el amor al prójimo. Por eso la parábola del buen samaritano. Pero en nuestros días, lo que uno más observa es que, del mandamiento del amor que el Señor mandó por medio de Moisés en el Deuteronomio, el hombre de nuestro tiempo parece tener más dificultad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, y claro, una vez deformado esto, el amor al prójimo desvirtuado hacia un egoísmo profundo no será más que una trágica consecuencia.

Justamente para poder volver al amor más puro, podemos decirlo así, para volver a amar a Dios con todo nuestro ser, es necesario una práctica y vivencia de los mandamientos con el espíritu evangélico, con el espíritu de Jesús, o, en otras palabras, vivirlo en la plenitud de los hijos de Dios.

Antes que empecemos a poner excusas para el cumplimiento de estos mandamientos, diciendo que son pesados, que no podemos seguirlos como pide el Señor, conviene poner de vuelta los ojos en la primera lectura del libro del Deuteronomio, dónde Moisés nos dice que “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.” ¡Podemos cumplirlo! A esto estamos llamados, estas palabras o estos mandamientos están “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques

Es muy lindo el salmo 118 que la Iglesia pone como segunda opción para la liturgia de este domingo, es una verdadera y profunda alabanza de la Ley de Dios, y dice: “La Ley del Señor es perfecta, / reconforta el alma… Los preceptos del Señor son rectos, / alegran el corazón… La palabra del Señor es pura, / permanece para siempre… Son más atrayente que el oro, / más que el oro fino…

Esta belleza de la ley de Dios ha llevado a los santos a comprender que es una de las expresiones más elevadas del amor de Dios para con el pueblo elegido. Por eso es que Jesús no ha venido para abolir la Ley, sería una aberración que el Mesías viniese a borrar de la historia los preceptos que Dios había dado a los hombres. Vino a darles pleno cumplimiento.

En medio de estos santos, uno se destaca sin lugar a duda, al comienzo del siglo pasado, en un pequeño pueblo al noreste de la ciudad de Paris, en Francia. Lisieux tuvo la gracia de abrigar en su seno, una de las más grandes santas de la edad moderna, una santa que fue grande justamente por su pequeñez, por su simplicidad. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, descubrió la belleza del amor Divino manifestado hacia nosotros, los hombres, de un modo un tanto “infantil” para el que mira superficialmente, pero existe mucha madurez en su doctrina espiritual, un temple de hierro es necesario para llevar a cabo lo que esta joven Flor del Carmelo de Lisieux ha enseñado a sus hermanas de convento y a todos nosotros.

El P. Casanovas, jesuita y mártir en la persecución religiosa del 36 en España, además de gran comentador de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tiene una pequeña obra, un librito intitulado: “El alma de Santa Teresa del Niño Jesús”, que es una preciosidad. Él describe de un modo muy profundo la gran alma de esta santa carmelitana, además de describir y explicar su doctrina.

En relación con el tema que venimos tratando del amor, decía el P. Casanovas: “En realidad la Santa no tenía sino una vida y una doctrina, que era la del Amor, y de este no podía dudar, como tampoco podía dudar del mismo Dios.”

Es muy conveniente considerar al menos sintéticamente la línea general de lo que quiso enseñar Santa Teresita en su “caminito espiritual”, pues es la respuesta al problema que identificamos anteriormente que vive nuestra sociedad actual: no saben y no conocen como es el amor de Dios, por consecuencia, no lo aman.

En síntesis, en palabras del Papa Pio XI en la homilía de canonización de la Santa, “la nueva Santa Teresa penetróse de esta doctrina evangélica, adoptándola en la práctica cotidiana de su vida.”

Ella vino con sus palabras sencillas, recordarnos de que por encima de todo, lo que Cristo nos vino a enseñar es que Dios es nuestro Padre: Cuándo fueres orar, rezad así: Padre nuestro…Y que, por lo tanto, existe una relación filial, y que debe mantenernos en la candidez de los niños, la confianza inquebrantable que tienen en su Padre, que les llena de un amor sin límites, que no quiere más que hacer a su Padre feliz.

Un niño no se preocupa de hacer grandes cosas para que su papá le vea, pero, sabiendo que es amado, todo lo que hace, le parece grandioso…El amor transforma los pequeños gestos en obras magnificas, las adorna y las llena de representatividad delante de aquél a quién amamos. Por esto, para ganar la vida eterna, no es necesario mucho, basta con hacer bien todas las cosas que nos manda el Señor, hacerlas con amor, hacerlas por amor…

Jesús, todo lo que hizo en toda su vida terrena, lo hizo con amor, él tenía la plenitud del amor. San Pablo dijo en la segunda lectura: “Porque Dios quiso que en Él residiera toda la plenitud”. Por esto es que tenemos en nuestras manos la llave para alcanzar la vida eterna: reaprender a amar a Dios con la sencillez y confianza de un niño, para que esto se refleje en el amor a nuestro prójimo y así seamos imágenes de Cristo Jesús.

Que la Santísima Virgen María nos alcance a todos esta gracia.

 

P. Harley Carneiro, IVE

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 219-223

Madre amable

María es Madre amable

P. Gustavo Pascual, IVE.

Porque el mismo Jesucristo nos la entregó como madre en la cruz y quiere que como buenos hijos la amemos sin medida. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[1].

La misma Santísima Virgen profetizó que todas las generaciones la llamarían bienaventurada. “Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”[2]. La misma Isabel la llamó bendita entre las mujeres[3].

“Como proveía a su Madre, en cierto modo, de otro hijo por el que la dejaba, manifestó el motivo en las siguientes palabras: Y desde aquella hora el discípulo la recibió como suya. ¿Pero en que recibió Juan como suya a la madre del Señor? ¿Acaso no era de los que habían dicho a Jesús: ¿He aquí que lo hemos dejado todo, y te hemos seguido? La recibió, no por sus propiedades (pues nada tenía propio) sino en los cuidados que solícito la había de dispensar”[4].

Y la doctrina del Magisterio de la Iglesia entre otros testimonios dice en boca de Pío XI: “No puede sucumbir eternamente aquel a quien asistiere la Santísima Virgen, principalmente en el crítico momento de la muerte. Y esta sentencia de los doctores de la Iglesia, de acuerdo con el sentir del pueblo cristiano y corroborada por una ininterrumpida experiencia, se apoya muy principalmente en que la Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y, constituida Madre de los hombres, que le fueron encomendados por el testamento de la divina caridad, los abrazó como a hijos y los defiende con inmenso amor”[5].

“(María) conoció el amor de Dios cuando el Ángel la llamó ‘llena de gracia’ y le anunció que sería Madre del Salvador.

Creyó en el amor de Dios cuando se entregó con todo su ser al designio amoroso del Padre y se dejó invadir por el Espíritu Santo, Espíritu de amor, diciendo: “Hágase en mí según tu palabra”.

La historia de la salvación sigue siendo en la Iglesia una historia de amor de Dios que nos precede y acompaña correspondiendo por una fe libre y generosa del hombre que se entrega en pos del proyecto de Dios sobre la misma humanidad.

María es testigo del misterio del amor de Dios que culmina en la Pasión y en la Resurrección de Cristo[6].

Para hacer conocer a otros una cosa, podemos proceder de dos maneras: dando la definición de ella, como cuando definimos hombre como animal racional o describiéndola por sus propiedades como cuando decimos que el hombre es una criatura que ríe, piensa, ama, etc.

Para conocer a María como Madre amable, tomaremos la descripción paulina del amor y la aplicaremos a nuestra madre celestial para concluir con nuestra necesaria respuesta de amor hacia ella[7].

La caridad es paciente, es decir, todo padece esperando hasta conquistar el bien amado.

María es ejemplo de caridad porque fue ejemplo de paciencia. Sufrió los dolores profetizados por Simeón para conquistar mucho más el corazón de Dios.

 La caridad es servicial, no repara en dolores y sacrificios, en dignidad o nivel social, en consuelos o desconsuelos, en respetos humanos o en el qué dirán. Por el contrario, está a disposición siempre, es pronta a la necesidad y a veces incluso se adelanta a la necesidad, busca exquisiteces en el trato y en la ayuda para con el amado.

María es ejemplo de caridad porque fue servicial en grado sumo. En su visita a Isabel que estaba encinta[8]. En la respuesta al ángel se hizo la servidora del Señor, reconociendo su nada, que es la humildad esencial, para ganar a Dios.

 La caridad no es envidiosa. Sufre con el que padece mal y se alegra con el que es consolado. No se irrita porque al que ama le vaya bien, porque sea bendecido, al contrario, si al amado le va bien goza y si le va mal se entristece y lo consuela.

El que ama verdaderamente reza la siguiente oración: “Señor que los otros sean más santos que yo con tal que yo sea lo más santo que pueda ser”[9].

María es ejemplo de caridad porque no fue envidiosa. La envidia es pecado. María no tuvo jamás mancha alguna de pecado, María nunca fue envidiosa. ¿A quién envidiaría la que por gracia recibió de Dios la gracia de ser Madre del Verbo Encarnado? ¿No es acaso, la bendita entre todas las mujeres?

 La caridad no es jactanciosa. La jactancia es el vicio que padece el hombre por el cual yerra en su juicio creyendo ser algo cuando se compara con Dios. Muchas veces el hombre por esta razón se siente independiente de Dios, se ensoberbece, olvidándose de su “creaturidad”. Si vive una vida cristiana seria, cree ser él causa de esa vida y se olvida que es una gracia de Dios.

Todo, sean dones naturales o sobrenaturales, los hemos recibido de Dios y como dice San Pablo: si los hemos recibido todos de Dios ¿por qué nos jactamos como si no los hubiésemos recibido?[10] Tenemos que reconocer por justicia que somos criaturas, que somos nada más pecado, delante de Dios. El hombre para poder amar no debe jactarse.

María nunca fue jactanciosa. Llena de gracia le dijo el ángel al saludarla, llena de dones. Ella contestó “he aquí la esclava del Señor”, me entrego toda porque todo lo he recibido del Señor. Me llamarán feliz todas las generaciones porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí, pero porque miró la humildad de su sierva.

He aquí la ayuda necesaria para vencer la jactancia, reconocer que somos nada delante de Dios y que dependemos absolutamente de Él.

 La caridad no se engríe. Reconoce las correcciones, las enseñanzas, desea ser corregida por los demás, con tal de ver con claridad, con tal de crecer. Sí tiene algún don lo pone al servicio de los demás. No se guía sólo por su propio criterio, no mira por encima del hombro a los demás, sino que sabe ayudarlos y hacerlos crecer en lo que sobresale. No busca aparecer sino permanecer oculta pero tampoco deja de hacer fructificar sus talentos.

María no fue engreída. Toda su grandeza se ocultó en la casa de Nazaret. Siendo la Madre de Dios jamás se la llamó así, sino simplemente la madre de Jesús, la esposa del carpintero. Pero tampoco jamás dejó de cumplir su misión de amar a su Hijo Jesús, siendo una madre ejemplar y haciendo fructificar los dones que Dios le había dado. 

La caridad es decorosa. Todo lo hace con perfección, nada a medias, es toda de Dios y nada hay en ella de mentira. Sigue el camino recto del bien, no obra movida por intereses mezquinos, egoístas o pecaminosos. Se mueve en la luz y nada hay en ella de oscuridad.

María no hizo nada que no fuera conveniente. Siempre cumplió a la mayor perfección la voluntad de Dios. Virgen inmaculada. Nunca hubo en ella ni la más mínima imperfección.

 La caridad no busca su interés. Por el contrario, busca el bien del otro, se niega a sí misma para darse. Su esplendor está en dar sin esperar nada a cambio, no es egoísta, no busca sacar ventajas para sí.

María no buscó lo suyo, sino que se dio totalmente a Dios para ser su madre. Ella sí que supo decir: Dios mío, soy toda tuya y todo lo mío es tuyo. “Hágase”, dijo al ángel, y su voluntad vibró al unísono con la de Dios.

 La caridad no se irrita. Antes dijimos que es paciente. También decimos que sabe perdonar y esto sin irritarse jamás. No busca la venganza, sino que perdona de corazón. Sabe llevar las pruebas y cruces porque proceden de Dios.

María no se irritó jamás. Jamás tuvo imperfección alguna. Junto con su Hijo estuvo al pie de la cruz, sufriendo sin irritarse y en un solo sentir con Él dijo en su corazón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”[11].

 La caridad no toma en cuenta el mal. No prejuzga, al contrario, siempre piensa bien, es inocente, es tolerante. Siempre sale al cruce de la difamación y la calumnia. No se apresura en dar juicios sobre los hechos. Espera siempre el resultado benigno.

María siempre pensó bien. De forma tal, que esperó siempre la conversión de sus compatriotas a pesar de todo lo que hicieron sufrir a su Hijo. Intercedió por ellos. Ayudó a los apóstoles en sus controversias con los fariseos comunicándoles sabiduría. Calló y esperó en Dios ante la duda de San José.

 La caridad no se alegra de la injusticia. Sabe corregir cuando existe error o injusticia, sabe decir blanco cuando es blanco y negro cuando es negro. Aunque piensa bien, ante la evidencia de lo injusto, reacciona, pero sin ira.

María buscó siempre la justicia. Supo dar a cada uno lo que le correspondía. Enseñó a las mujeres de su ciudad sobre el Mesías. Fustigó duramente las calumnias farisaicas. Socorrió a las viudas y huérfanos. Lloró por los injustos juicios a su Hijo y por sus injustos verdugos.

 La caridad se alegra con la verdad. Sabe profundizar la realidad y defender su incorruptibilidad. Sabe apoyarse en la Verdad por excelencia y tomarla como modelo de juicio en las verdades creadas.

María buscó siempre la verdad. Porque fue madre de la Verdad. Porque siempre estuvo unida a la Verdad. Porque ella nada tenía en común con la mentira. Porque desde el principio hubo enemistad entre ella y la serpiente[12].

 La caridad todo lo excusa, las cruces, los sufrimientos, los dolores, las aflicciones, los desengaños, las burlas, la amargura, la angustia… para imitar al que las sobrellevó por amarnos hasta el extremo.

María todo lo sobrellevó. Toda su vida como la de su Hijo estuvo ensombrecida por la cruz. María había sido hecha madre para que se encarnara en ella el Hijo de Dios y ambos en una misión común, la misión de la redención de los hombres. Uno con toda rigurosidad como Redentor, la otra con toda dignidad, como Corredentora.

 La caridad todo lo cree. Proceda de quién proceda. Sabe el valor que tiene la verdad y que las palabras son verdaderas porque se adecúan a la realidad y bajo ese concepto acepta toda palabra sin mirar al rostro de donde viene.

María todo lo creyó. María antes de concebir en su vientre creyó en su corazón las palabras del ángel. Siempre creyó cada palabra de su Hijo, su mensaje de salvación. Fue la única que nunca dudó de la resurrección de su Hijo y a ella el mismo Cristo resucitado premió con su primera aparición. María es ejemplo de fe para todos los cristianos.

 La caridad todo lo espera. No se desespera porque todo lo cree. Consecuencia lógica es que espere contra toda esperanza, aunque el que prometió no aparezca confiable. La caridad espera al amado siempre, nunca se cansa de esperarlo.

María todo lo esperó de Dios. Esperó contra toda esperanza en la pasión cuando siete espadas ya habían traspasado su alma. Esperó cuando concibió por obra del Espíritu Santo ante la angustia de José. Esperó la venida del Espíritu Santo con los Apóstoles siempre instándoles a que esperasen y creyesen en el Señor que es infinitamente fiel y veraz.

 La caridad todo lo soporta. Soporta escarnios, traiciones, malos tratos, injusticias, golpes, humillaciones y todo sin guardar rencor.

María todo lo soportó. La espada profetizada por Simeón traspasó el corazón de María en toda su vida y María guardaba todas las cosas en él[13], fueran buenas o tristes, gratas o ingratas. María supo compenetrarse con el dolor y acompañar a su Hijo en toda su vida que fue un largo camino hacia el Calvario. Por eso María es Virgen Dolorosa.

María es ejemplo y modelo de caridad. Pero esa caridad María no la guardó para sí, sino que la derrochó con abundancia en su Hijo Jesucristo desde su concepción inmaculada. También en nosotros sus hijos espirituales desde que Jesús nos la dio como Madre en la persona de Juan.

Por ser nuestra madre que tanto nos ama, por su belleza y hermosura, por todo lo que es, que jamás se dirá de ella suficiente y porque amor con amor se paga nosotros debemos amarla con todo nuestro ser.

[1] Jn 19, 26-27

[2] Lc 1, 48

[3] Cf. Lc 1, 42

[4] Catena Aurea, Juan (V)…, San Agustín a Jn 19, 25-27, 424-5.

[5] Pío XI; epist. Apost. Explorata res (2-2-1923). Cf. Doc. mar. n. 575 Cit. Royo Marín, La Virgen María…, 127.

[6] Cf. Juan Pablo II. Vino y Enseñó…, 153.

[7] Cf. 1 Co 13, 4

[8] Cf. Lc 1, 39

[9] Card. Del Vals, Letanías de la humildad. Vademécum del Ejercitante. Mikael Argentina 19833, 148

[10] Cf. 1 Co 4, 7

[11] Lc 23, 34

[12] Cf. Gn 3, 15

[13] Cf. Lc 2, 51

Concierto 2025

Desde la casa de santa Ana

Queridos amigos:

…Lo más significativo de este concierto ha sido en realidad el contexto. Estaba dispuesto justamente para los días en que comenzaron los problemas que ya todos saben, así que el hecho de haber podido retomar esta iniciativa que ya lleva algunos años, fue una gran alegría para todos. En los saludos iniciales la mayoría de los que hablaron remarcaron la misma idea de poder disfrutar en paz de la música ofrecida por la orquesta. De parte nuestra, el mensaje fue hacer una especie de pausa durante la hora y media que duró todo, compartir en paz todos juntos, y rezar por la paz. Les dijimos que los monjes a diario rezamos por la paz, para que reine en el mundo y en los corazones, y el asentimiento fue general, pues todos los presentes deseábamos lo mismo.

Una pequeña consideración valiéndonos del tema, podría ser la de la necesidad y búsqueda de la armonía en nuestra vida. Si durante la presentación de una pieza un músico llega a desafinar, de alguna manera es como que la canción se arruina… y tal vez haya sido sólo una nota, sólo durante un segundo, pero al menos ese instante se arruina, y por más que la música continue perfectamente hasta el final, desgraciadamente muchos recordarán dicho error. Ahora bien, en nuestra vida espiritual, debido al pecado original, la desarmonía consiste en más de una nota errada, pues es muy probable que no tengamos solamente un defecto que corregir ni haya sólo 2 o 3 pecados que reparar, pero la gran diferencia con nosotros es que cada aspecto que corregimos, mejoramos, cada falta que reparamos y cada buen propósito que emprendemos, no sólo que recupera, sino que le va dando armonía a nuestra vida y Dios se goza de ello. La armonía es la correcta disposición de las partes dentro del todo, podríamos decir, lo cual da belleza y produce deleite. Pues bien, si Dios es quien dirige la obra, con su gracia, con su Palabra, sus mandamientos, sus correcciones paternales y sus divinas mociones, tengamos por seguro que poco a poco nuestra vida se irá armonizando como nuestro buen Padre del Cielo lo desea para nuestro bien y fecundidad espiritual.

Volviendo al concierto, la satisfacción fue general y las palabras de agradecimiento a los artistas que prestaron su talento y su tiempo, y a los monjes que simplemente prestamos la basílica, fueron el telón de fondo que acompañó la larga despedida de las poco más de 350 personas asistentes que aprovecharon para hablar un poco con los religiosos y religiosas pues como bien sabemos, los hábitos religiosos son siempre un gran atractivo tanto para cristianos como para no cristianos, especialmente en estos lugares, convirtiéndose para nosotros nuevamente en una gran oportunidad de compartir y hacer apostolado.

Siempre a gradecidos de sus oraciones y renovando el pedido de oraciones por la paz:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

(Fotos y videos en nuestro Facebook)

Escribamos nuestros nombres en el Cielo

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

El conocido evangelio de este Domingo, nos narra el envío de los 72 escogidos y enviados por nuestro Señor Jesucristo a los lugares donde Él mismo luego habría de pasar. Y el itinerario de estos discípulos se nos muestra sumamente llamativo en varios aspectos, los cuales considerados en su conjunto parecen más o menos resumir, a grandes rasgos, la vida del discípulo sincero, consecuente, coherente con la fe y capaz de asumir las implicancias de la misma. Consideremos brevemente algunos detalles antes de pasar al tema central de este sermón:

– Los envía delante de Él con una misión y un mandato bastante claros: “rogad al dueño de la mies…”, es decir, los hace rezar, pues no hay misión que de frutos ni mucho menos abundantes si no es acompañada por la oración, y esto es una verdadera norma para nosotros.

– No les disfraza las cosas ni les esconde la cruz: los envía “como corderos en medio de lobos”, es decir, que se encontrarán con la adversidad, con la dureza de algunos corazones y tal vez hasta la persecución de parte de otros.

– Los envía desprendidos y penitentes: “No llevéis bolsa, ni alforja…”, pues, así como la misión necesita de la oración, también necesita de la mortificación y desprendimiento para que se vuelva más fecunda, por implicar así mayor confianza en Dios y su Providencia.

– Son “embajadores de paz” para aquellas almas que deseen recibirla; y como recompensa a esta buena disposición los hace partícipes de su poder sobrenatural para curar a los enfermos y enseñarles sobre el Reino de los cielos, atendiendo así tanto a los cuerpos como a las almas.

Finalmente, los envía con la misma firmeza tanto para predicar y atender como para sacudirse hasta el polvo de los pies en aquellos lugares donde no deseen recibir el mensaje de salvación… y los discípulos -como se nos cuenta-, regresaron con alegría.

Ante todas estas admirables consideraciones, e incluso ante lo más extraordinario que se nos cuenta (“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”), sin embargo, sin desmerecer absolutamente nada de todo esto -por supuesto-, pongamos nuestra atención en el último versículo, que viene a ser un colofón perfecto de lo más importante, de lo más salvífico para estos enviados del Señor y que Jesucristo se los dice claramente: “alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el Cielo”. Con esto, nuestro Señor, advierte a los discípulos qué es lo principal entre todo lo extraordinario y fecundo que Dios puede obrar a través de nosotros, a la vez que nos llena de esperanza y entusiasmo al enseñarnos que el gran motivo de alegría no es la fuerza de nuestras palabras, ni la magnitud de nuestro valor al testimoniar el Evangelio y ni siquiera lo milagroso, sino el hecho de que “a través de esto”, o sea, del cumplimiento gustoso de la voluntad de Dios que nos envía, a cada uno según su vocación, nuestros nombres sean escritos en el Cielo: porque para eso hemos sido creados, para convertirnos, agradar a Dios, luchar contra el pecado, dar frutos de virtudes y conquistar el Paraíso.

Inscribir nuestro nombre en el Cielo significa salvar el alma para siempre, haber alcanzado nuestra meta trascendente, cumplir con el sentido de nuestra vida: ver a Dios cara a cara. Y Jesús hoy nos deja en claro que esto es posible hacerlo desde ya, aguardando con fidelidad hasta el momento de presentar el alma delante de Dios.

Pensemos en lo maravilloso que ha de ser para el alma fiel que traspasa en paz el velo de la muerte, escuchar a Dios pronunciar su nombre como un morador oficial del Reino de los Cielos, como un redimido, como un amigo. Comprobar que todas nuestras batallas, que cada que vez que nos vencimos a nosotros mismos, que cada oración y cada sacrificio valieron absolutamente la pena, como si todas estas acciones fueran la tinta con la cual nuestros nombres se van escribiendo en la eternidad.

“Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.” (san Alberto Hurtado)

La gran alegría, entonces, ya desde esta vida, es el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, ése es nuestro seguro de salvación. Si Dios me pide cambiar, pues tengo que cambiar; si Dios me pide perdonar, pues debo perdonar; si Dios me pide desprenderme de algún afecto desordenado, pues me desprenderé; si Dios me pide terminar con una ocasión de pecado, pues cortaré con la ocasión. Y si Dios me pide amar más, ser más generoso, más confiado en Él, más atento al prójimo, pues lo haré; porque allí está su voluntad -y si la cumplo con alegría-, me aseguraré un puesto en su Reino, donde van cuyos nombres fueron escritos en esta vida pasajera con sus obras: “Feliz, mil veces feliz soy, aunque en mi flaqueza me queje algunas veces. Nada deseo, nada quiero, sólo cumplir mansamente y humildemente la voluntad de Dios. Morir algún día abrazado a su Cruz y subir hasta Él en brazos de la Santísima Virgen María. Así sea.” (san Rafael Arnáiz)

Que María santísima, nuestra buena Madre, nos guíe y vele por nosotros para pongamos los ojos en lo realmente importante, de tal manera que vayamos arrogándonos un lugar, desde ya y con fidelidad, en la eternidad.

P. Jason Jorquera M., IVE.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dios es nuestro refugio

Reflexión

 

“El que vive bajo la sombra protectora del Altísimo y Todopoderoso, 

dice al Señor: Tú eres mi refugio, mi castillo, 

¡mi Dios, en quien confío!” (Sal 91, 1)

A pocos días de haber terminado este último periodo de conflicto e incertidumbre en Tierra Santa, nuevamente los santuarios han quedado silenciosos, casi vacíos, expectantes ante alguna posible visita, como mirando con tristeza las consecuencias terribles de las guerras, especialmente en aquellos lugares donde no hay silencio ni paz ni descanso. Nosotros estamos bien; gracias a Dios y esa inmensurable red de oraciones que se extiende entre la tierra y el Cielo, estamos bien. Pero hay que seguir rezando, hay que seguir engrosando y extendiendo esas redes o cadenas de oraciones que interceden en favor de quienes continúan sufriendo, pues si bien aquí ahora está tranquilo, no ocurre lo mismo en todas partes, y en el momento en que compartimos estas líneas seguramente hay corazones elevando sus plegarias de entre los escombros del dolor y la injusticia, así que por favor no dejemos de rezar y ofrecer sacrificios por quienes más están sufriendo, ahora mismo, las consecuencias de las guerras, y por sus seres queridos que también a la distancia saben dolerse con ellos. Por favor, repetimos, no dejemos de rezar.

A partir de la primera vez en que sonaron las sirenas de alarma en Tierra Santa -escribo desde mi experiencia en el Monasterio de la Sagrada Familia-, se introdujo prácticamente como parte del interrogatorio obligatorio de quienes venían a visitar la casa de santa Ana, una pregunta absolutamente nueva y muy diferente a las que habitualmente contestamos los monjes, cuando somos llamados a atender a quienes tocan la campana solicitando nuestra atención: “¿ustedes tienen refugio?”, es decir, aquel lugar destinado a proteger ante la posibilidad de los peligros propios de la bélica situación; sea una habitación sólida, reforzada; sea un lugar de la misma casa más seguro, firme, apartado de las ventanas y de alguna manera más protegido que el resto. Y a partir de esta nueva realidad -para mí en tierra de misión, reitero-, esta simple y sencilla “palabrita” se me ha vuelto en más de una ocasión una oportunidad para sacar provecho, al examinarla en relación con nuestra vida espiritual. Pues no es algo que debamos tomar a la ligera ni dejar de profundizar, aquella afirmación bien conocida para todo cristiano, que cada uno de nosotros ha escuchado y muy probablemente hayamos repetido en más de una oportunidad: “Dios es mi refugio”; así como aquella hermosa letanía dedicada a nuestra Madre del Cielo: “Refugio de los pecadores, ruega por nosotros”. Y es que la palabra refugio está más presente en nuestra vida espiritual de lo que pareciera, al menos implícitamente, porque a menudo se nos hace algo “necesario para crecer en la vida espiritual”. ¿Por qué decimos esto?, pues porque muchas veces nos hemos ido a refugiar en Dios; y si nos refugiáramos más en Él y en la protección de María santísima, seguramente nuestro corazón sería “más de Dios” de lo que lo es ahora. Me explico: ¿Cuántas faltas cometidas no serían tales, si en lugar de haber continuado por el sendero sugerido por la tentación, nos hubiéramos ido a refugiar prontamente en Dios?; ¿cuántas tentaciones se habrían simplemente ahogado o desvanecido si nos hubiéramos ido a “encerrar” con Dios en la seguridad de su compañía? La primera vez que estuvimos cercanos a los ataques, mientras comenzaban a sonar las sirenas de advertencia, nos fuimos al lugar más seguro y cercano que teníamos, llevando con nosotros -por supuesto- nuestra pequeña imagen de la Sagrada Familia, rezando el santo rosario hasta que todo hubo terminado. Pues bien, cuando uno se refugia del peligro piensa solamente en lo esencial, y pareciera poder discernir y rechazar lo superficial de una manera prácticamente automática, no por miedo, no por desesperación, sino ante la consideración fundamental en nuestra existencia de si hemos hecho lo que Dios esperaba de nosotros hasta ese momento. Así pues, refugiarse en Dios constantemente va transformando vidas: va forjando criterios, va profundizando consideraciones, va ordenando los amores y avivando las respuestas a las amorosas exigencias de nuestro Padre celestial. Pero además, para nosotros es del todo especial, pues el único temor que nos mueve a refugiarnos en nuestro buen Dios es el temor del pecado o el de poder fallarle (o el de haberle fallado si se quiere, pero regresando siempre con gran confianza a sus brazos misericordiosos); el cual, sin embargo, no es la razón primera ni la más urgente, claro que no; sino la exigencia sobrenatural de corresponder a su amor divino; y esto es una constante en las vidas de las almas realmente enamoradas de Dios que debemos tratar de imitar con toda nuestra determinación, con todo el corazón, aún -y sobre todo-, cuando más necesitamos ser protegidos, como bien decía el santo: “Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia arriba, hacia Dios. ¡Oh bendita vida activa, toda consagrada a mi Dios, toda entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme a dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible en mis preocupaciones, mi único refugio.” (San Alberto Hurtado)

Refugiarse en Dios, por tanto, no debería ser una manera de escapar sino una necesidad de corresponder, como hemos dicho; un deseo y una convicción sobrenatural profundas, pues un hijo no se refugia en brazos de su madre o de su padre solamente cuando tiene miedo, sino -y, en primer lugar-, porque los ama y desea recibir cariño; porque en su regazo se sabe seguro; o simplemente por sentirse a gusto en sus brazos, o mejor dicho “por el sólo hecho de dejarse abrazar por ellos”.

Refugiémonos, pues, más en Dios; no le neguemos nuestra compañía, nuestra confianza absoluta en su Providencia, “nuestra correspondencia”; pues sólo Él es el refugio seguro ante nuestras necesidades, ante nuestros problemas, nuestras debilidades y nuestras heridas; huyamos del peligro del pecado, del terrible mal de la indiferencia y cobardía para defender nuestra fe, de la comodidad mundana y la contradicción del Evangelio. Vayamos las veces que sean necesarias donde está la seguridad de nuestra alma y quedémonos allí, bajo la protección divina, ante la mirada bondadosa del Altísimo, bien protegidos por los muros de la Misericordia que espera la visita de las almas.

“Yo lo pondré a salvo, fuera del alcance de todos, porque él me ama y me conoce. Cuando me llame le contestaré; ¡yo mismo estaré con él! (Sal 91, 14-15)

P. Jason Jorquera M., IVE.