Homilía del Domingo
Queridos hermanos:
El conocido evangelio de este Domingo, nos narra el envío de los 72 escogidos y enviados por nuestro Señor Jesucristo a los lugares donde Él mismo luego habría de pasar. Y el itinerario de estos discípulos se nos muestra sumamente llamativo en varios aspectos, los cuales considerados en su conjunto parecen más o menos resumir, a grandes rasgos, la vida del discípulo sincero, consecuente, coherente con la fe y capaz de asumir las implicancias de la misma. Consideremos brevemente algunos detalles antes de pasar al tema central de este sermón:
– Los envía delante de Él con una misión y un mandato bastante claros: “rogad al dueño de la mies…”, es decir, los hace rezar, pues no hay misión que de frutos ni mucho menos abundantes si no es acompañada por la oración, y esto es una verdadera norma para nosotros.
– No les disfraza las cosas ni les esconde la cruz: los envía “como corderos en medio de lobos”, es decir, que se encontrarán con la adversidad, con la dureza de algunos corazones y tal vez hasta la persecución de parte de otros.
– Los envía desprendidos y penitentes: “No llevéis bolsa, ni alforja…”, pues, así como la misión necesita de la oración, también necesita de la mortificación y desprendimiento para que se vuelva más fecunda, por implicar así mayor confianza en Dios y su Providencia.
– Son “embajadores de paz” para aquellas almas que deseen recibirla; y como recompensa a esta buena disposición los hace partícipes de su poder sobrenatural para curar a los enfermos y enseñarles sobre el Reino de los cielos, atendiendo así tanto a los cuerpos como a las almas.
Finalmente, los envía con la misma firmeza tanto para predicar y atender como para sacudirse hasta el polvo de los pies en aquellos lugares donde no deseen recibir el mensaje de salvación… y los discípulos -como se nos cuenta-, regresaron con alegría.
Ante todas estas admirables consideraciones, e incluso ante lo más extraordinario que se nos cuenta (“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”), sin embargo, sin desmerecer absolutamente nada de todo esto -por supuesto-, pongamos nuestra atención en el último versículo, que viene a ser un colofón perfecto de lo más importante, de lo más salvífico para estos enviados del Señor y que Jesucristo se los dice claramente: “alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el Cielo”. Con esto, nuestro Señor, advierte a los discípulos qué es lo principal entre todo lo extraordinario y fecundo que Dios puede obrar a través de nosotros, a la vez que nos llena de esperanza y entusiasmo al enseñarnos que el gran motivo de alegría no es la fuerza de nuestras palabras, ni la magnitud de nuestro valor al testimoniar el Evangelio y ni siquiera lo milagroso, sino el hecho de que “a través de esto”, o sea, del cumplimiento gustoso de la voluntad de Dios que nos envía, a cada uno según su vocación, nuestros nombres sean escritos en el Cielo: porque para eso hemos sido creados, para convertirnos, agradar a Dios, luchar contra el pecado, dar frutos de virtudes y conquistar el Paraíso.
Inscribir nuestro nombre en el Cielo significa salvar el alma para siempre, haber alcanzado nuestra meta trascendente, cumplir con el sentido de nuestra vida: ver a Dios cara a cara. Y Jesús hoy nos deja en claro que esto es posible hacerlo desde ya, aguardando con fidelidad hasta el momento de presentar el alma delante de Dios.
Pensemos en lo maravilloso que ha de ser para el alma fiel que traspasa en paz el velo de la muerte, escuchar a Dios pronunciar su nombre como un morador oficial del Reino de los Cielos, como un redimido, como un amigo. Comprobar que todas nuestras batallas, que cada que vez que nos vencimos a nosotros mismos, que cada oración y cada sacrificio valieron absolutamente la pena, como si todas estas acciones fueran la tinta con la cual nuestros nombres se van escribiendo en la eternidad.
“Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.” (san Alberto Hurtado)
La gran alegría, entonces, ya desde esta vida, es el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, ése es nuestro seguro de salvación. Si Dios me pide cambiar, pues tengo que cambiar; si Dios me pide perdonar, pues debo perdonar; si Dios me pide desprenderme de algún afecto desordenado, pues me desprenderé; si Dios me pide terminar con una ocasión de pecado, pues cortaré con la ocasión. Y si Dios me pide amar más, ser más generoso, más confiado en Él, más atento al prójimo, pues lo haré; porque allí está su voluntad -y si la cumplo con alegría-, me aseguraré un puesto en su Reino, donde van cuyos nombres fueron escritos en esta vida pasajera con sus obras: “Feliz, mil veces feliz soy, aunque en mi flaqueza me queje algunas veces. Nada deseo, nada quiero, sólo cumplir mansamente y humildemente la voluntad de Dios. Morir algún día abrazado a su Cruz y subir hasta Él en brazos de la Santísima Virgen María. Así sea.” (san Rafael Arnáiz)
Que María santísima, nuestra buena Madre, nos guíe y vele por nosotros para pongamos los ojos en lo realmente importante, de tal manera que vayamos arrogándonos un lugar, desde ya y con fidelidad, en la eternidad.
P. Jason Jorquera M., IVE.