APRENDER A AMAR A DIOS

Maestro, ¿qué tengo que hacer para ganar la vida? – Lc 10, 25-37

Es interesante notar en el Evangelio de este domingo, que cuando el doctor de la Ley le interroga al Señor sobre las cosas que uno debe hacer para alcanzar la Vida Eterna, Nuestro Señor le responde remitiéndose a la Ley (algo que ellos deberían ser expertos, al final, eran doctores de la Ley): “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Al contestar de vuelta, el escriba pronuncia este texto que tan bien grabado tenían en su memoria, el Shemá Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo.” Su respuesta estaba correcta, el Señor Jesús lo confirma diciendo que el que obra así, alcanzará la vida.

El doctor de la Ley quería algo más, quería justificar su intervención, dice el Evangelista, y por esto le vuelve a preguntar a Nuestro Señor: “¿Y quién es mi prójimo?” Aquí lo que llama la atención y que quería que reflexionásemos un instante, es que, esta segunda pregunta del doctor de la Ley no pide explicación sobre la primera parte del mandamiento que Dios había dejado en la Ley de Moisés: Amarás al Señor, tu Dios… Sino que hace referencia a la segunda parte del mandamiento: …y a tu prójimo como a ti mismo.

Ambas partes del mandamiento mayor de la Ley de Moisés hacen referencia al amor, lo que cambia es el objeto en quién recae este amor. El P. Alfredo Sáenz, S.J. decía cierta vez que “dos amores constituyen la esencia de nuestra vida cristiana, dos amores que resumen el contenido de los diez mandamientos, que Dios intimara a su pueblo en el Antiguo Testamento, aquellos mandamientos a que aludía la primera lectura, ‘que no son superiores a nuestras fuerzas ni están fuera de nuestro alcance’: el amor a Dios y el amor al prójimo.” Y seguía diciendo el Padre Sáenz con una linda imagen de como estos dos amores se entrecruzan: “Una dimensión vertical: el amor a Dios. Y una dimensión horizontal: el amor a los pobres. Por cierto que no es fácil llevar, sin disociarlos, el travesaño vertical y el travesaño horizontal del amor que se encarna en una cruz donde se encuentran, uno en dependencia del otro, los dos mandamientos de la caridad.”[1]

En el Evangelio de hoy, el Señor ha querido limitarse a explicar en qué consiste el amor al prójimo, y para lo cual, utilizó la famosa parábola del buen samaritano. Se entiende también que esta fue la segunda pregunta del escriba que quería probarlo, motivo por el cual ahí se detiene el Señor. La duda de los escribas y fariseos era sobre el amor que uno debe dar al prójimo, pues se manifestaba muchas veces en obras exteriores, y estas cosas eran muy apreciadas por ellos, querían hacerlas para aparecer delante de los demás, por esto está esa famosa advertencia de Nuestro Señor: Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres. El amor a Dios era algo que ellos ya lo cumplían -al menos ritualmente-, cumpliendo todos los preceptos mandados en la ley.

Cuando el Señor pone de relieve que, para alcanzar la vida, es necesario el cumplimiento del mayor mandamiento de la Ley, aplicándolo a nuestros tiempos, me parece que podríamos invertir el orden del cuestionamiento del escriba. En aquél entonces, ellos tenían problemas en poner por práctica con verdadero espíritu de caridad desinteresada, el amor al prójimo. Por eso la parábola del buen samaritano. Pero en nuestros días, lo que uno más observa es que, del mandamiento del amor que el Señor mandó por medio de Moisés en el Deuteronomio, el hombre de nuestro tiempo parece tener más dificultad para amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, y claro, una vez deformado esto, el amor al prójimo desvirtuado hacia un egoísmo profundo no será más que una trágica consecuencia.

Justamente para poder volver al amor más puro, podemos decirlo así, para volver a amar a Dios con todo nuestro ser, es necesario una práctica y vivencia de los mandamientos con el espíritu evangélico, con el espíritu de Jesús, o, en otras palabras, vivirlo en la plenitud de los hijos de Dios.

Antes que empecemos a poner excusas para el cumplimiento de estos mandamientos, diciendo que son pesados, que no podemos seguirlos como pide el Señor, conviene poner de vuelta los ojos en la primera lectura del libro del Deuteronomio, dónde Moisés nos dice que “Este mandamiento que hoy te prescribo no es superior a tus fuerzas ni está fuera de tu alcance.” ¡Podemos cumplirlo! A esto estamos llamados, estas palabras o estos mandamientos están “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la practiques

Es muy lindo el salmo 118 que la Iglesia pone como segunda opción para la liturgia de este domingo, es una verdadera y profunda alabanza de la Ley de Dios, y dice: “La Ley del Señor es perfecta, / reconforta el alma… Los preceptos del Señor son rectos, / alegran el corazón… La palabra del Señor es pura, / permanece para siempre… Son más atrayente que el oro, / más que el oro fino…

Esta belleza de la ley de Dios ha llevado a los santos a comprender que es una de las expresiones más elevadas del amor de Dios para con el pueblo elegido. Por eso es que Jesús no ha venido para abolir la Ley, sería una aberración que el Mesías viniese a borrar de la historia los preceptos que Dios había dado a los hombres. Vino a darles pleno cumplimiento.

En medio de estos santos, uno se destaca sin lugar a duda, al comienzo del siglo pasado, en un pequeño pueblo al noreste de la ciudad de Paris, en Francia. Lisieux tuvo la gracia de abrigar en su seno, una de las más grandes santas de la edad moderna, una santa que fue grande justamente por su pequeñez, por su simplicidad. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, descubrió la belleza del amor Divino manifestado hacia nosotros, los hombres, de un modo un tanto “infantil” para el que mira superficialmente, pero existe mucha madurez en su doctrina espiritual, un temple de hierro es necesario para llevar a cabo lo que esta joven Flor del Carmelo de Lisieux ha enseñado a sus hermanas de convento y a todos nosotros.

El P. Casanovas, jesuita y mártir en la persecución religiosa del 36 en España, además de gran comentador de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tiene una pequeña obra, un librito intitulado: “El alma de Santa Teresa del Niño Jesús”, que es una preciosidad. Él describe de un modo muy profundo la gran alma de esta santa carmelitana, además de describir y explicar su doctrina.

En relación con el tema que venimos tratando del amor, decía el P. Casanovas: “En realidad la Santa no tenía sino una vida y una doctrina, que era la del Amor, y de este no podía dudar, como tampoco podía dudar del mismo Dios.”

Es muy conveniente considerar al menos sintéticamente la línea general de lo que quiso enseñar Santa Teresita en su “caminito espiritual”, pues es la respuesta al problema que identificamos anteriormente que vive nuestra sociedad actual: no saben y no conocen como es el amor de Dios, por consecuencia, no lo aman.

En síntesis, en palabras del Papa Pio XI en la homilía de canonización de la Santa, “la nueva Santa Teresa penetróse de esta doctrina evangélica, adoptándola en la práctica cotidiana de su vida.”

Ella vino con sus palabras sencillas, recordarnos de que por encima de todo, lo que Cristo nos vino a enseñar es que Dios es nuestro Padre: Cuándo fueres orar, rezad así: Padre nuestro…Y que, por lo tanto, existe una relación filial, y que debe mantenernos en la candidez de los niños, la confianza inquebrantable que tienen en su Padre, que les llena de un amor sin límites, que no quiere más que hacer a su Padre feliz.

Un niño no se preocupa de hacer grandes cosas para que su papá le vea, pero, sabiendo que es amado, todo lo que hace, le parece grandioso…El amor transforma los pequeños gestos en obras magnificas, las adorna y las llena de representatividad delante de aquél a quién amamos. Por esto, para ganar la vida eterna, no es necesario mucho, basta con hacer bien todas las cosas que nos manda el Señor, hacerlas con amor, hacerlas por amor…

Jesús, todo lo que hizo en toda su vida terrena, lo hizo con amor, él tenía la plenitud del amor. San Pablo dijo en la segunda lectura: “Porque Dios quiso que en Él residiera toda la plenitud”. Por esto es que tenemos en nuestras manos la llave para alcanzar la vida eterna: reaprender a amar a Dios con la sencillez y confianza de un niño, para que esto se refleje en el amor a nuestro prójimo y así seamos imágenes de Cristo Jesús.

Que la Santísima Virgen María nos alcance a todos esta gracia.

 

P. Harley Carneiro, IVE

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed. Gladius, 1994, pp. 219-223

Madre amable

María es Madre amable

P. Gustavo Pascual, IVE.

Porque el mismo Jesucristo nos la entregó como madre en la cruz y quiere que como buenos hijos la amemos sin medida. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[1].

La misma Santísima Virgen profetizó que todas las generaciones la llamarían bienaventurada. “Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”[2]. La misma Isabel la llamó bendita entre las mujeres[3].

“Como proveía a su Madre, en cierto modo, de otro hijo por el que la dejaba, manifestó el motivo en las siguientes palabras: Y desde aquella hora el discípulo la recibió como suya. ¿Pero en que recibió Juan como suya a la madre del Señor? ¿Acaso no era de los que habían dicho a Jesús: ¿He aquí que lo hemos dejado todo, y te hemos seguido? La recibió, no por sus propiedades (pues nada tenía propio) sino en los cuidados que solícito la había de dispensar”[4].

Y la doctrina del Magisterio de la Iglesia entre otros testimonios dice en boca de Pío XI: “No puede sucumbir eternamente aquel a quien asistiere la Santísima Virgen, principalmente en el crítico momento de la muerte. Y esta sentencia de los doctores de la Iglesia, de acuerdo con el sentir del pueblo cristiano y corroborada por una ininterrumpida experiencia, se apoya muy principalmente en que la Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y, constituida Madre de los hombres, que le fueron encomendados por el testamento de la divina caridad, los abrazó como a hijos y los defiende con inmenso amor”[5].

“(María) conoció el amor de Dios cuando el Ángel la llamó ‘llena de gracia’ y le anunció que sería Madre del Salvador.

Creyó en el amor de Dios cuando se entregó con todo su ser al designio amoroso del Padre y se dejó invadir por el Espíritu Santo, Espíritu de amor, diciendo: “Hágase en mí según tu palabra”.

La historia de la salvación sigue siendo en la Iglesia una historia de amor de Dios que nos precede y acompaña correspondiendo por una fe libre y generosa del hombre que se entrega en pos del proyecto de Dios sobre la misma humanidad.

María es testigo del misterio del amor de Dios que culmina en la Pasión y en la Resurrección de Cristo[6].

Para hacer conocer a otros una cosa, podemos proceder de dos maneras: dando la definición de ella, como cuando definimos hombre como animal racional o describiéndola por sus propiedades como cuando decimos que el hombre es una criatura que ríe, piensa, ama, etc.

Para conocer a María como Madre amable, tomaremos la descripción paulina del amor y la aplicaremos a nuestra madre celestial para concluir con nuestra necesaria respuesta de amor hacia ella[7].

La caridad es paciente, es decir, todo padece esperando hasta conquistar el bien amado.

María es ejemplo de caridad porque fue ejemplo de paciencia. Sufrió los dolores profetizados por Simeón para conquistar mucho más el corazón de Dios.

 La caridad es servicial, no repara en dolores y sacrificios, en dignidad o nivel social, en consuelos o desconsuelos, en respetos humanos o en el qué dirán. Por el contrario, está a disposición siempre, es pronta a la necesidad y a veces incluso se adelanta a la necesidad, busca exquisiteces en el trato y en la ayuda para con el amado.

María es ejemplo de caridad porque fue servicial en grado sumo. En su visita a Isabel que estaba encinta[8]. En la respuesta al ángel se hizo la servidora del Señor, reconociendo su nada, que es la humildad esencial, para ganar a Dios.

 La caridad no es envidiosa. Sufre con el que padece mal y se alegra con el que es consolado. No se irrita porque al que ama le vaya bien, porque sea bendecido, al contrario, si al amado le va bien goza y si le va mal se entristece y lo consuela.

El que ama verdaderamente reza la siguiente oración: “Señor que los otros sean más santos que yo con tal que yo sea lo más santo que pueda ser”[9].

María es ejemplo de caridad porque no fue envidiosa. La envidia es pecado. María no tuvo jamás mancha alguna de pecado, María nunca fue envidiosa. ¿A quién envidiaría la que por gracia recibió de Dios la gracia de ser Madre del Verbo Encarnado? ¿No es acaso, la bendita entre todas las mujeres?

 La caridad no es jactanciosa. La jactancia es el vicio que padece el hombre por el cual yerra en su juicio creyendo ser algo cuando se compara con Dios. Muchas veces el hombre por esta razón se siente independiente de Dios, se ensoberbece, olvidándose de su “creaturidad”. Si vive una vida cristiana seria, cree ser él causa de esa vida y se olvida que es una gracia de Dios.

Todo, sean dones naturales o sobrenaturales, los hemos recibido de Dios y como dice San Pablo: si los hemos recibido todos de Dios ¿por qué nos jactamos como si no los hubiésemos recibido?[10] Tenemos que reconocer por justicia que somos criaturas, que somos nada más pecado, delante de Dios. El hombre para poder amar no debe jactarse.

María nunca fue jactanciosa. Llena de gracia le dijo el ángel al saludarla, llena de dones. Ella contestó “he aquí la esclava del Señor”, me entrego toda porque todo lo he recibido del Señor. Me llamarán feliz todas las generaciones porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí, pero porque miró la humildad de su sierva.

He aquí la ayuda necesaria para vencer la jactancia, reconocer que somos nada delante de Dios y que dependemos absolutamente de Él.

 La caridad no se engríe. Reconoce las correcciones, las enseñanzas, desea ser corregida por los demás, con tal de ver con claridad, con tal de crecer. Sí tiene algún don lo pone al servicio de los demás. No se guía sólo por su propio criterio, no mira por encima del hombro a los demás, sino que sabe ayudarlos y hacerlos crecer en lo que sobresale. No busca aparecer sino permanecer oculta pero tampoco deja de hacer fructificar sus talentos.

María no fue engreída. Toda su grandeza se ocultó en la casa de Nazaret. Siendo la Madre de Dios jamás se la llamó así, sino simplemente la madre de Jesús, la esposa del carpintero. Pero tampoco jamás dejó de cumplir su misión de amar a su Hijo Jesús, siendo una madre ejemplar y haciendo fructificar los dones que Dios le había dado. 

La caridad es decorosa. Todo lo hace con perfección, nada a medias, es toda de Dios y nada hay en ella de mentira. Sigue el camino recto del bien, no obra movida por intereses mezquinos, egoístas o pecaminosos. Se mueve en la luz y nada hay en ella de oscuridad.

María no hizo nada que no fuera conveniente. Siempre cumplió a la mayor perfección la voluntad de Dios. Virgen inmaculada. Nunca hubo en ella ni la más mínima imperfección.

 La caridad no busca su interés. Por el contrario, busca el bien del otro, se niega a sí misma para darse. Su esplendor está en dar sin esperar nada a cambio, no es egoísta, no busca sacar ventajas para sí.

María no buscó lo suyo, sino que se dio totalmente a Dios para ser su madre. Ella sí que supo decir: Dios mío, soy toda tuya y todo lo mío es tuyo. “Hágase”, dijo al ángel, y su voluntad vibró al unísono con la de Dios.

 La caridad no se irrita. Antes dijimos que es paciente. También decimos que sabe perdonar y esto sin irritarse jamás. No busca la venganza, sino que perdona de corazón. Sabe llevar las pruebas y cruces porque proceden de Dios.

María no se irritó jamás. Jamás tuvo imperfección alguna. Junto con su Hijo estuvo al pie de la cruz, sufriendo sin irritarse y en un solo sentir con Él dijo en su corazón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”[11].

 La caridad no toma en cuenta el mal. No prejuzga, al contrario, siempre piensa bien, es inocente, es tolerante. Siempre sale al cruce de la difamación y la calumnia. No se apresura en dar juicios sobre los hechos. Espera siempre el resultado benigno.

María siempre pensó bien. De forma tal, que esperó siempre la conversión de sus compatriotas a pesar de todo lo que hicieron sufrir a su Hijo. Intercedió por ellos. Ayudó a los apóstoles en sus controversias con los fariseos comunicándoles sabiduría. Calló y esperó en Dios ante la duda de San José.

 La caridad no se alegra de la injusticia. Sabe corregir cuando existe error o injusticia, sabe decir blanco cuando es blanco y negro cuando es negro. Aunque piensa bien, ante la evidencia de lo injusto, reacciona, pero sin ira.

María buscó siempre la justicia. Supo dar a cada uno lo que le correspondía. Enseñó a las mujeres de su ciudad sobre el Mesías. Fustigó duramente las calumnias farisaicas. Socorrió a las viudas y huérfanos. Lloró por los injustos juicios a su Hijo y por sus injustos verdugos.

 La caridad se alegra con la verdad. Sabe profundizar la realidad y defender su incorruptibilidad. Sabe apoyarse en la Verdad por excelencia y tomarla como modelo de juicio en las verdades creadas.

María buscó siempre la verdad. Porque fue madre de la Verdad. Porque siempre estuvo unida a la Verdad. Porque ella nada tenía en común con la mentira. Porque desde el principio hubo enemistad entre ella y la serpiente[12].

 La caridad todo lo excusa, las cruces, los sufrimientos, los dolores, las aflicciones, los desengaños, las burlas, la amargura, la angustia… para imitar al que las sobrellevó por amarnos hasta el extremo.

María todo lo sobrellevó. Toda su vida como la de su Hijo estuvo ensombrecida por la cruz. María había sido hecha madre para que se encarnara en ella el Hijo de Dios y ambos en una misión común, la misión de la redención de los hombres. Uno con toda rigurosidad como Redentor, la otra con toda dignidad, como Corredentora.

 La caridad todo lo cree. Proceda de quién proceda. Sabe el valor que tiene la verdad y que las palabras son verdaderas porque se adecúan a la realidad y bajo ese concepto acepta toda palabra sin mirar al rostro de donde viene.

María todo lo creyó. María antes de concebir en su vientre creyó en su corazón las palabras del ángel. Siempre creyó cada palabra de su Hijo, su mensaje de salvación. Fue la única que nunca dudó de la resurrección de su Hijo y a ella el mismo Cristo resucitado premió con su primera aparición. María es ejemplo de fe para todos los cristianos.

 La caridad todo lo espera. No se desespera porque todo lo cree. Consecuencia lógica es que espere contra toda esperanza, aunque el que prometió no aparezca confiable. La caridad espera al amado siempre, nunca se cansa de esperarlo.

María todo lo esperó de Dios. Esperó contra toda esperanza en la pasión cuando siete espadas ya habían traspasado su alma. Esperó cuando concibió por obra del Espíritu Santo ante la angustia de José. Esperó la venida del Espíritu Santo con los Apóstoles siempre instándoles a que esperasen y creyesen en el Señor que es infinitamente fiel y veraz.

 La caridad todo lo soporta. Soporta escarnios, traiciones, malos tratos, injusticias, golpes, humillaciones y todo sin guardar rencor.

María todo lo soportó. La espada profetizada por Simeón traspasó el corazón de María en toda su vida y María guardaba todas las cosas en él[13], fueran buenas o tristes, gratas o ingratas. María supo compenetrarse con el dolor y acompañar a su Hijo en toda su vida que fue un largo camino hacia el Calvario. Por eso María es Virgen Dolorosa.

María es ejemplo y modelo de caridad. Pero esa caridad María no la guardó para sí, sino que la derrochó con abundancia en su Hijo Jesucristo desde su concepción inmaculada. También en nosotros sus hijos espirituales desde que Jesús nos la dio como Madre en la persona de Juan.

Por ser nuestra madre que tanto nos ama, por su belleza y hermosura, por todo lo que es, que jamás se dirá de ella suficiente y porque amor con amor se paga nosotros debemos amarla con todo nuestro ser.

[1] Jn 19, 26-27

[2] Lc 1, 48

[3] Cf. Lc 1, 42

[4] Catena Aurea, Juan (V)…, San Agustín a Jn 19, 25-27, 424-5.

[5] Pío XI; epist. Apost. Explorata res (2-2-1923). Cf. Doc. mar. n. 575 Cit. Royo Marín, La Virgen María…, 127.

[6] Cf. Juan Pablo II. Vino y Enseñó…, 153.

[7] Cf. 1 Co 13, 4

[8] Cf. Lc 1, 39

[9] Card. Del Vals, Letanías de la humildad. Vademécum del Ejercitante. Mikael Argentina 19833, 148

[10] Cf. 1 Co 4, 7

[11] Lc 23, 34

[12] Cf. Gn 3, 15

[13] Cf. Lc 2, 51