La purificación del alma

“En nosotros es una sola cosa quitar defectos y adquirir virtudes. Tanto más se purifica un alma cuanto son más perfectas sus virtudes.”

P. Alfonso Torres

a) Su fuente, la sangre del Señor

En realidad, quien nos saca de las tinieblas y nos pone de lleno en la luz es Cristo nuestro Señor: con su sangre divina nos purificó de todas nuestras impurezas y nos hizo dignos de Dios.

No sé si siempre penamos bastante en la eficacia purificadora, en el valor purificador de la sangre de Cristo. Con Cristo nos basta, y, aun siendo como somos, con la sangre de Cristo podemos purificarnos.

Por muy grande que sea nuestro anhelo de purificación, debemos sufrirnos mansamente, puesto que Dios nos sufre así, y no apoyarnos en nuestro orgulloso esfuerzo, acordándonos de que nada podemos solos, sino que el que puede es Dios con nosotros; pero, siendo el principal Él, Él es quien nos ha de purificar, y quien nos ha de santificar.

b) Secreto último de la santificación

Todos necesitamos purificación, y nuestra labor de santificación no es más que labor de purificación. En la medida que nos purifiquemos, nos santificaremos. Dejar nuestra purificación de lado para recrearnos en otras cosas más halagüeñas o en otras cosas que parecen más sutiles y sublimes, siempre será un error.

Si Dios un día nos da luz para que quitemos ese lastre secreto del corazón que impide que vuele el alma, que acabe de purificarse y de entregarse al Señor, el camino de nuestra santificación está abierto y estamos francamente en el camino de las virtudes perfectas.

La ciencia de la santidad no tiene las complicaciones que se imaginan ciertas almas. La ciencia de la santidad consiste toda ella en una cosa, y es el que el alma se ponga de lleno en esa pureza que Dios quiere. Dadme un alma que sepa ponerse en esa pureza, aunque no sepa nada, y esa alma será un alma muy unida a Dios; dadme un alma que sepa todas las cosas que se refieren a la vida espiritual, pero que no se ponga en esa pureza, y no estará unida a Dios.

Si logramos quitar estas tres cosas que nos roban la luz de Dios: los afectos desordenados del corazón, la influencia maléfica de las creaturas y lo tortuoso, lo torcido de nuestras intenciones, tendremos la plena pureza del alma.

c) Vía para encontrar a Dios

Una cosa es conocer a Dios y otra encontrar a Dios. Se puede conocer a Dios sin haberle encontrado. A nosotros lo que nos importa en encontrar a Dios. Si le encontramos, habremos resuelto el problema fundamental de nuestra vida. Y a Dios se le encuentra en la medida en que las almas se purifican; de tal suerte, que si un alma se purifica del todo, encuentra a Dios del todo, y, si un alma no se purifica, no encuentra a Dios aunque tenga el ingenio más agudo y los conocimientos más enciclopédicos.

Si no damos a Dios todo lo que Dios nos pide, hay en nosotros algo que necesita purificarse más.

d) Acceso pleno a la vida de fe

La fe es un don de Dios, no un conocimiento que adquirimos por raciocinio, como las matemáticas o la filosofía. Esa luz que Dios pone en el alma se aviva por la gracia del Espíritu Santo, por unos caminos que tienen mucha relación con los dones del Espíritu Santo, y que ahora no viene al caso explicar. A esa fe se prepara el alma por un solo camino: la purificación del corazón.

Una cosa es la posesión de Dios en el Cielo y otra cosa la posesión en la tierra. Allí le poseeremos claramente, cara a cara; aquí la posesión es a través de la fe. Pero ya sabemos que la fe, que es velo que oculta a Dios, se va haciendo cada vez más tenue, más sutil, como si dijéramos más transparente, a medida que se va purificando el alma, y, por consiguiente, esa alma goza más de Dios.

e) Purificarse y adquirir virtudes es lo mismo

El trabajo interno y silencioso de purificar el corazón, con la práctica generosa de las virtudes, no siempre lo ven los hombres; pero lo ve el Señor. Ni una gota de sudor derramada sobre los surcos será estéril.

No hay más que un modo de purificarse: adquirir la virtud contraria. En nosotros es una sola cosa quitar defectos y adquirir virtudes. Tanto más se purifica un alma cuanto son más perfectas sus virtudes.

Cuando hablamos de purificación, solemos entenderla de una manera negativa, como si sólo fuera quitar lo malo; pero en realidad la purificación es de otra naturaleza, es muy positiva; es como quien desea ahuyentar las tinieblas, y para ahuyentarlas introduce la luz. Exactamente, esto es purificar el alma; quitar desórdenes del alma es poner en ella virtudes, y en la medida en que se tienen las virtudes, en esa medida se purifican los defectos.

f) Proceso gradual

En el camino de la purificación hay muchas etapas. Hay almas que se purifican de los pecados consiguiendo el perdón de ellos, y no pasan de ahí; hay almas que se purifican de ciertas pasiones que las dominan y arrastran fácilmente al mal, pero no pasan de ahí; y hay almas que se purifican hasta el punto que enseña san Juan de la Cruz en su famosa doctrina de la nada; es decir, que quedan completamente desprendidas de todo, completamente en Dios. No cabe duda que esta purificación última es la purificación ideal.

g) Dos suertes de purificaciones

En el alma hay dos suertes de purificaciones; una que el alma misma hace con la gracia del Señor, y otra que Dios mismo obra en el alma, y en la cual el alma no tiene que hacer sino someterse a la acción purificadora de la Providencia. A la primera, los autores espirituales, principalmente en los tratados de ascética, le dan el nombre de “purificación activa del corazón”; a la segunda, esos mismos, y más los autores de teología mística, llaman “purificación pasiva”, en que el alma más padece que hace.

Dios puede purificar un corazón sin caminos extraordinarios. Otras veces se vale Dios para esta purificación de caminos extraordinarios. Él toma entonces de la mano al alma, y ésta se encuentra transformada en Cristo.

¿Qué son, tomando las tempestades del lago en un sentido espiritual, las tempestades de las almas? Podemos decir que las tempestades espirituales se reducen a estas clases: hay un género de tempestades que llamamos nosotros tentaciones, que se llaman tentaciones en la palabra de Dios y en la labor espiritual; hay otro género de tempestades que llamamos nosotros “pruebas divinas”, que unas veces son pruebas exteriores y otras veces son pruebas interiores, secretos íntimos. Y hay, por último, un género de tempestades que llamamos nosotros “persecuciones”. A estos tres capítulos: a las persecuciones, a las pruebas de Dios y a las tentaciones, podemos reducir nosotros con facilidad todo eso que hemos abarcado con el nombre genérico de tempestades espirituales.

Es una norma general de la Providencia Divina en el orden de la santificación que los que han de llevar fruto espiritual abundante han de morir. Por eso los santos pasaron esas tragedias espantosas, en que a veces quedaba deshecha su honra, sus obras y hasta su vida. Cuando parece que todo se arruina, es cuando todo reflorece y triunfa.

Al alma que trabaja generosamente por purificarse, le ayuda Dios purificándola por medio de múltiples tribulaciones. Íntimamente entrelazadas con la vida de oración andan estas indescriptibles purificaciones. Son preparación providencial para los dones de oración. Por eso y por el enlace que guardan entre sí la vida espiritual y la oración, quienes se den a esta con la generosidad que Dios quiere tropezarán con ellas más o menos pronto. Cuando las encuentren, habrá sonado para ellos la hora de la crucifixión, que es muy amarga, pero que es a la vez la hora de las grandes misericordias divinas.

Dios es quien con un amor infinito de celo desencadena esas tempestades sobre las almas. Cuanto más terrible es la tempestad, más ardoroso es el celo divino. Es que quiere Dios santificar al alma muy a fondo y muy aprisa. Si cuando ruge la tormenta supiéramos ver a Dios, que vuela en las alas del huracán para nuestro bien, ahuyentaríamos las zozobras y desconfianzas, cerraríamos la puerta a la pusilanimidad y encogimiento y no andaríamos como perdidos en el seno de la nube.

h) La noche oscura de la purificación

en las noches oscuras, cuando son pasivas, se destacan, según la doctrina de san Juan de la Cruz, tres elementos que son como los rasgos dominantes de las mismas: la aridez espiritual, los combates a que se ve sometida la virtud y lo que llamaría el santo contemplación oscura. El primero de estos elementos consiste en que Dios sustrae al alma las gracias sensibles; el segundo, en tentaciones o persecuciones, y el tercero, en una operación divina muy misteriosa en lo más íntimo del alma, que podríamos llamar crucificadora. Los tres elementos se ordenan a purificar el alma y unirla íntimamente con Dios, aunque de muy distinta manera. El uno desase el alma de toda afección desordenada a los dones espirituales, obligándola a buscar a Dios en sí mismo. Para esto la conduce al desierto abrasador de la aridez espiritual, donde, si no quiere morir de hastío, ha de fijar su vista en el Cielo. El otro la obliga a ejercitar virtudes generosas para resistir a la tentación o santificar las persecuciones. Este ejercicio de virtudes tiene una doble manifestación, porque a veces las pruebas hacen ejercitar virtudes que preparan a la unión, sometiendo la parte inferior del hombre al espíritu, y a veces hace ejercitar las mismas virtudes teologales, en que consiste sustancialmente la unión. Y el tercero la va llenando secretamente de sabiduría divina, con todo lo que encierra esta palabra de luz y de amor, a través de un íntimo martirio, que es a la vez muerte y vida. La sabiduría de Dios es como la estrella que guía al alma en esta noche tormentosa, pero sin que el alma la goce, como en las noches serenas. Cuando Dios quiere santificar a un alma de prisa, estos elementos actúan con una cierta simultaneidad, y, cuando la santidad que Dios quiere dar es muy elevada, toman una fuerza trágica indescriptible.

Es curioso que, con frecuencia, cuando se trata de subir, se menciona la palabra desierto, subir al desierto. No hay subir si no es del desierto. El alma sube tanto más cuanto más vive en esa soledad. El alma sube tanto más cuanto más sale de sí. El alma sube tanto más cuanto más cuida de crucificarse, y cuanto el alma está más sola de criaturas, más se levanta hacia Dios.